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Authors: John le Carré

Tags: #Intriga

El jardinero fiel (60 page)

BOOK: El jardinero fiel
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Estimado señor:

Tengo en mi posesión una copia de la carta que escribió a la señorita Tessa Quayle invitándola a fugarse con usted. Mustafa le conducirá hasta mí. Por favor, no se lo diga a nadie y venga de inmediato o me obligará usted a vender la carta en otra parte.

No había firma.

A Woodrow le pareció haber recibido un manguerazo de la policía antidisturbios, dejándolo sobrio de golpe. Un hombre de camino al patíbulo piensa muchas cosas a la vez y Woodrow, por más que estuviese como una cuba por obra del whisky libre de impuestos de su propiedad, no fue una excepción. Sospechaba que la transacción entre él y Mustafa no se le había escapado a Gloria, y estaba en lo cierto: ella no volvería a apartar jamás los ojos de su marido en una fiesta. De forma que le hizo un ademán tranquilizador a distancia, articuló algo en el sentido de que no pasaba nada y partió sumiso detrás de Mustafa. Al hacerlo, captó de lleno la mirada de Ghita por primera vez en la velada y le pareció calculadora.

Entretanto, especulaba sin cesar sobre la identidad del chantajista y lo asociaba a la presencia de los azules. Su razonamiento era el siguiente: los azules habían registrado en algún momento la casa de los Quayle descubriendo algo que el propio Woodrow no había logrado encontrar. Uno de ellos había guardado la carta a buen recaudo hasta encontrar una oportunidad de explotarla. La oportunidad acababa de surgir.

Casi simultáneamente se le ocurrió una segunda posibilidad, y era que Rob o Lesley, o ambos, después de ser apartados de un caso de asesinato de altos vuelos en contra de su voluntad, habían decidido sacar tajada. Pero, por el amor de Dios, ¿por qué en ese momento y lugar? En algún lugar de ese cóctel incluía también a Tim Donohue, pero sólo porque Woodrow le consideraba un no creyente en activo aunque senil. Esa misma noche, sentado con su esposa Maud cargada de collares en el rincón más oscuro del entoldado, en opinión de Woodrow Donohue había supuesto una presencia maligna y en absoluto fiable.

Al mismo tiempo Woodrow iba tomando nota para sí de cuanto le rodeaba, de forma parecida a cuando el avión entraba en una turbulencia y uno buscaba las salidas de emergencia: los postes mal clavados y los vientos flojos del entoldado —por Dios, la más leve brisa podía llevárselo todo por los aires—, la estera de coco manchada de barro que cubría el pasillo —alguien podría resbalar y demandarme—, la puerta abierta y sin vigilancia que daba a la zona de más abajo —los ladrones podrían haber vaciado la casa entera y ni nos habríamos enterado.

Al bordear la cocina, quedó desconcertado por la cantidad de simpatizantes no autorizados que se había reunido en su casa con la esperanza de hacerse con restos del bufé, y que estaban sentados como grupos de Rembrandt a la luz de un farol. Debían de ser una docena, o más, calculó indignado. Además de unos veinte niños acampados en el suelo. Bueno, seis, al menos. Le enfureció de igual manera ver a los propios azules como cubas y muertos de sueño en la mesa de la cocina, con las chaquetas y pistoleras sobre los respaldos de las sillas. Su estado, sin embargo, le convenció de que no era probable que fuesen los autores del mensaje que aún aferraba doblado en la mano.

Salieron de la cocina por la escalera de atrás y Mustafa le guió con una linterna hacia el vestíbulo, de forma que se dirigían a la puerta principal. ¡Philip y Harry! Woodrow se acordó de ellos con súbito terror. Dios santo, si me viesen ahora. Pero ¿qué verían? A su padre de esmoquin, con la pajarita suelta en torno al cuello. ¿Por qué iban a suponer que la llevaba así para ponérselo más fácil al verdugo? Además, ahora se acordaba de que Gloria había mandado a los chicos a pasar la noche en casa de unos amigos. Había visto bastantes hijos de diplomáticos en los bailes y no quería eso para Philip y Harry.

Mustafa mantenía abierta la puerta principal y hacía señas con la linterna hacia el sendero de entrada. Woodrow salió de la casa. Estaba oscuro como boca de lobo. Para crear un efecto más romántico, Gloria había hecho apagar las luces exteriores para depender tan sólo de hileras de velas en sacos de arena que en su mayor parte se habían apagado misteriosamente. Hablaría con Philip, que últimamente había elegido el sabotaje doméstico como pasatiempo. Hacía una bonita noche, pero Woodrow no estaba de humor para estudiar las estrellas. Mustafa se dirigía hacia la entrada como un fuego fatuo, instándole a seguir con la linterna. El portero baluhya abría la verja mientras su extensa familia observaba a Woodrow con su intenso interés habitual. Había coches aparcados a ambos lados de la calle y los guardaespaldas dormitaban en el arcén o hablaban en murmullos en torno a pequeñas hogueras. Mercedes con chófer, Mercedes con gorilas, Mercedes con perros alsacianos en su interior, y la multitud habitual de miembros de las tribus sin otra cosa que hacer que observar cómo la vida les pasaba de largo. El barullo de la banda era igual de espantoso fuera que dentro del toldo. A Woodrow no le sorprendería recibir un par de quejas formales a la mañana siguiente. Esos exportadores belgas del número doce le pondrían a uno una demanda sólo con que su perro se pedorreara en su espacio aéreo.

Mustafa se había detenido junto al coche de Ghita. Woodrow lo conocía bien. Lo había observado a menudo desde la seguridad de la ventana de su oficina, normalmente con un vaso en la mano. Era un minúsculo modelo japonés, tan pequeño y bajo que cuando Ghita se retorcía para entrar en él podía imaginarla poniéndose el traje de baño. Pero ¿por qué nos detenemos aquí?, le preguntó con la mirada a Mustafa. ¿Qué tiene que ver el coche de Ghita con que me hagan chantaje? Empezó a calcular de cuánto dinero en efectivo podría disponer a corto plazo. ¿Querrían cientos? ¿Miles? ¿Decenas de miles? Tendría que pedirle prestado a Gloria, pero ¿qué iba a idear como excusa? Bueno, no era más que dinero. El coche de Ghita estaba aparcado lo más lejos posible de una farola. Las bombillas estaban apagadas porque no había electricidad, pero uno nunca sabía cuándo podían volver a encenderse. Calculó que llevaría encima unas ochenta libras en chelines kenianos. ¿Cuánto silencio podría comprar con eso? Empezó a pensar en términos de negociación. ¿Qué sanciones se le imponían como comprador? ¿Qué garantía iba a obtener de que el tipo no volviera al cabo de seis meses o seis años? Recurre a Pellegrin, se dijo en un acceso de humor negro; pídele al viejo Bernard que vuelva a meter la pasta de dientes en el tubo.

A menos que…

Atragantándose, Woodrow se aferró a la esperanza más absurda de todas.

¡Ghita!

¡Ghita había robado la carta! O, más probable aún, ¡Tessa se la había entregado para que la tuviera a buen recaudo! Ghita ha enviado a Mustafa a sacarme de la fiesta y está a punto de castigarme por lo que pasó en la de Elena. Y, mira, ¡ahí está! En el asiento del conductor, esperándome. Se ha escabullido por la parte de atrás de la casa y está sentada en el coche, ¡mi subordinada esperando hacerme chantaje!

La idea le levantó el ánimo, aunque sólo por unos instantes. Si se trata de Ghita, podemos negociar. Puedo derrotarla cuando quiera. Quizá podamos hacer algo más que negocios. Su deseo de hacerme daño no es más que el reverso de algo bien distinto, de deseos más constructivos.

Pero no se trataba de Ghita. Fuera quien fuese la figura, era inconfundiblemente masculina. ¿El chófer de Ghita, entonces? ¿Su novio, quizá, que había venido para llevarla a casa después del baile y evitar así que ningún otro la consiguiera? La puerta del pasajero estaba abierta. Bajo la impasible mirada de Mustafa, Woodrow se agachó para subir al coche. Para Woodrow no fue como contonearse para ponerse el traje de baño. Fue más bien como meterse en un auto de choque en la feria con Philip. Mustafa cerró la puerta. El coche se bamboleó y el conductor no hizo movimiento alguno. Iba vestido de la forma en que lo hacían algunos africanos de ciudad, al estilo de Saint-Moritz desafiando al calor, con un anorak oscuro acolchado y capucha de lana calada hasta las cejas. ¿Era blanco o negro? Woodrow inspiró, pero no captó el dulce olor que emanaban los africanos.

—Bonita música, Sandy —dijo Justin en voz baja a la vez que alargaba el brazo para poner en marcha el motor.

Capítulo 22

Woodrow se hallaba sentado tras un escritorio de teca labrada, valorado en cinco mil dólares. Estaba de medio lado, con un codo apoyado en un cartapacio con el borde de plata que costaba menos. El resplandor de una única vela se reflejaba en su cara sudorosa y sombría. En el techo, justo encima de él, estalactitas espejadas reflejaban hasta el infinito la misma llama. Justin estaba en el extremo opuesto del salón, recostado contra la puerta, poco más o menos en la misma postura que había adoptado Woodrow el día que le comunicó la noticia de la muerte de Tessa. Tenía las manos cruzadas detrás de la espalda. Posiblemente no quería que le causaran problemas. Woodrow estudiaba las sombras proyectadas sobre las paredes por la llama de la vela. Distinguía elefantes, jirafas, gacelas, rinocerontes rampantes y rinocerontes postrados. En la pared opuesta, las sombras correspondían a aves. Aves posándose, aves acuáticas de largos cuellos, aves de presa con aves menores entre sus garras, gigantescas aves canoras posadas en troncos de árbol con cajas de música en el interior, solicítenos información sobre los precios. La casa estaba en una pequeña calle arbolada. Nadie circulaba por allí. Nadie llamaba a la ventana para preguntar por qué un hombre blanco, medio ebrio, con esmoquin y el nudo de la pajarita deshecho, hablaba con una vela en el Emporio de Arte Oriental y Africano del señor Ahmad Khan, en una frondosa ladera a cinco minutos en coche de Muthaiga, a las doce y media de la noche.

—¿Khan es amigo tuyo? —preguntó Woodrow.

No recibió respuesta.

—¿De dónde has sacado la llave, pues? Es amigo de Ghita, ¿no?

No recibió respuesta.

—Amigo de la familia, probablemente. La familia de Ghita, quiero decir. —Extrajo un pañuelo de seda del bolsillo superior del esmoquin y, con disimulo, se enjugó un par de lágrimas de las mejillas. Apenas hubo terminado, otras brotaron de sus ojos y tuvo que secárselas también—. ¿Qué voy a decirles cuando vuelva? Si es que vuelvo.

—Ya se te ocurrirá algo.

—Normalmente, así es —admitió Woodrow, hablando para su pañuelo.

—No lo dudo —dijo Justin.

Asustado, Woodrow volvió súbitamente la cabeza para mirarlo, pero Justin seguía de pie contra la puerta, sus manos firmemente sujetas tras la espalda.

—¿Quién te dijo que lo destruyeras, Sandy? —preguntó Justin.

—Pellegrin, ¿quién iba a ser? «Quémalo, Sandy. Quema todas las copias». Por orden directa del trono. Sólo había conservado una, así que la quemé. No tardó mucho en consumirse. —Se sorbió la nariz, reprimiendo el impulso de echarse a llorar otra
vez
—. Soy un buen chico, ya ves. Un hombre preocupado por las cuestiones de seguridad. No me fiaba de los conserjes. Lo llevé a la sala de calderas yo con mis propias manos. Lo eché al fuego. Estoy bien adiestrado. Apunto a lo más alto.

—¿Sabía Porter que lo habías hecho?

—Más o menos. Medio lo sabía. No le gustó nada. Bernard no le inspira mucha simpatía. Están en guerra declarada. Es decir, declarada para lo que suele verse en el Foreign Office.

—¿Te explicó Pellegrin por qué tenías que destruirlo…, quemarlo? ¿Quemar todas las copias?

—Dios mío —susurró Woodrow.

Un largo silencio durante el cual Woodrow pareció autohipnotizarse con la vela.

—¿Qué pasa? —preguntó Justin.

—Nada, muchacho, sólo el tono de tu voz. Ha madurado. —Woodrow se limpió la boca con la mano y luego se examinó las yemas de los dedos por si quedaba algún rastro—. Se suponía que habías llegado al máximo de tus posibilidades.

Justin volvió a formular la pregunta, parafraseándola como uno haría con un extranjero o un niño.

—¿Se te ocurrió preguntar a Pellegrin
por qué
debía ser eliminado el documento?

—Por dos motivos, según Bernard. Había intereses británicos en juego, eso para empezar. Teníamos que proteger a los nuestros.

—¿Le creíste? —preguntó Justin, y nuevamente tuvo que esperar a que Woodrow contuviera otra efusión de lágrimas.

—Creí lo que me contó sobre TresAbejas, claro que sí. La punta de lanza del empresariado británico en África. La joya de la corona. Curtiss, el niño mimado de los líderes africanos, repartiendo sobornos a izquierda, derecha y centro, uno de nuestros elementos más valiosos. Además, se acuesta con la mitad del gabinete británico, lo cual no le perjudica precisamente.

—¿Cuál era el otro motivo?

—KVH. Los chicos de Basilea venían mostrando interés en abrir una enorme planta química en el sur de Gales. Una segunda en Cornualles al cabo de tres años. Una tercera en Irlanda del Norte. Creando riqueza y prosperidad en las zonas deprimidas. Pero si levantábamos la liebre respecto a la Dypraxa antes de tiempo, se echarían atrás.

—¿Antes de tiempo?

—El fármaco estaba aún en fase de prueba. Todavía lo está, teóricamente. Si envenena a unas cuantas personas que morirían de todos modos, ¿por qué tanto alboroto? El fármaco no estaba registrado en el Reino Unido, así que, por ese lado, no había problema, ¿no? —Había recobrado la agresividad. Estaba hablando a un colega—. Por Dios, Justin. Los medicamentos han de probarse en alguien, ¿no? Y a ver, ¿a quiénes eliges? ¿A los alumnos de la Harvard Business School? —Desconcertado al ver que Justin no suscribía tan impecable razonamiento, aventuró otro—. Veamos, el Foreign Office no se dedica a evaluar la seguridad de las sustancias no autóctonas, ¿no? Su misión es mantener bien lubrificados los engranajes de la industria británica, no andar por ahí pregonando que una compañía británica establecida en África envenena a sus clientes. Ya sabes de qué va. No nos pagan por defender causas perdidas. No matamos a personas que, sin nuestra intervención, no morirían. O sea…, por Dios, fíjate en la tasa de mortalidad de un país como éste. Aunque en realidad nadie lleva la cuenta.

Justin reflexionó por un instante en aquellos sutiles planteamientos.

—Pero tú sí defendías causas perdidas, Sandy —objetó finalmente—. La querías. ¿Recuerdas? ¿Cómo pudiste echar su informe a una caldera si la querías? —Su voz parecía incapaz de evitar su creciente potencia—. ¿Cómo podías mentirle cuando ella confiaba en ti?

—Bernard dijo que debíamos pararle los pies —masculló Woodrow, tras mirar de soslayo hacia las sombras una vez más para cerciorarse de que Justin seguía en su puesto ante la puerta.

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