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Authors: Gonzalo Giner

El jinete del silencio (16 page)

BOOK: El jinete del silencio
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El jerezano buscó apoyo en el pie izquierdo, resopló furioso y mandó dos golpes de través con otros dos de quiebro que despistaron a su contrincante, permitiendo abrir su guardia. Luis vio en ello una oportunidad, e intentó enfilar su espada por aquel hueco, pero el conde pudo esquivarla, hacer un giro completo y en su vuelta soltarle un golpe de plano tan rotundo que consiguió desarmarlo. Su acero cayó al suelo, y cuando quiso recogerlo se encontró con la punta de la espada en la barbilla, amenazando su cuello.

Aquello no lo hubiera imaginado nunca. El conde, aun con su exceso de peso y nefastas condiciones físicas, acababa de demostrar que tenía mejor escuela que el afamado espadachín.

Don Luis tragó saliva horrorizado.

—Solicito vuestra piedad. —Se inclinó humillándose.

El conde Stephan lo observó con tanta venganza en su mirada que no le cabía más.

—La tendré, pero dándoos una muerte rápida; la que os merecéis.

Levantó la espada como un rayo y cuando la bajaba hacia su cuello…

—¡Paradla! ¡Os lo ordena vuestro Rey!

El conde, Luis Espinosa, el padrino del duelo y el resto de los presentes se volvieron para mirar de dónde partían aquellas palabras. Al ver al emperador Carlos en persona sobre un hermoso y ligero corcel español de capa casi blanca, se inclinaron en reverencia.

Detrás de él, como escolta, aparecieron los grandes varones de la región y entre ellos el duque Enrique III de Nassau-Breda, señor de Frisia y patrón del conde Stephan.

—¿Se puede saber qué está pasando aquí? De no haber llegado a tiempo me hubiese quedado sin capitán para mi guardia… —El César desmontó despacio. El dolor de rodillas, como efecto del mal de gota, le estaba matando.

El conde Stephan se arrodilló en cuanto lo tuvo enfrente y le besó el anillo de hierro que llevaba sobre el guante de cuero.

—Majestad, este hombre asesinó a mi mujer anoche —le explicó fuera de sí—. La envenenó, creedme.

El Emperador se quedó espantado por la acusación y miró a su amigo Luis desconcertado, a la espera de alguna aclaración.

—Mi señor, como os podéis maginar, nada he tenido que ver con eso… Prueba de ello, es que hasta esta mañana no he sabido ni lo que había pasado. Ayer compartí cena con el matrimonio y otra mucha gente, pero llegada la medianoche me retiré a dormir a mi posada. De madrugada han venido a buscarme con esa mentira y un reto a duelo. Es todo lo que sé. —Se dirigió a su contrincante—: Por cierto, no os lo he podido decir todavía dadas las circunstancias, pero siento de corazón la desgracia de vuestra esposa…

Tuvieron que sujetar entre tres al conde al ver la intención que llevaba de dar por terminada la conversación a su manera, indignado por el atrevimiento y la suerte que acababa de tener aquel sátrapa.

—Por favor, conde Stephan, entiendo vuestra turbación, pero os ruego un poco de freno. Dejadnos comprender mejor lo sucedido; os prometo una investigación —concluyó el César después de haber escuchado los argumentos de Espinosa, a quien no imaginaba culpable de tal barbaridad.

—Veo segura su participación —insistió el conde—, aunque lo cierto es que el destinatario de aquel veneno era yo… —Su acusación sonó tan infundada y absurda que se miraron unos a otros y surgieron los primeros rumores.

Con ánimo de acabar con aquella situación, el duque Enrique dio por terminada la disputa pública, ordenó a sus hombres que dispersaran a los curiosos que se habían acercado a ver y se dirigió a los dos contendientes.

—Si os dejo libres confío en que no haréis ninguna tontería, ¿verdad? —Ambos le dieron su palabra—. Acompañadnos entonces a palacio, allí hablaremos mejor y sin tanto aguacero.

El César, con su afilada figura y expresión cansada, se aproximó a Luis Espinosa para hablarle con discreción.

—Alguna otra vez te he visto metido en duelos, pero nunca quise saber… —Se rascó la perilla con ganas—. Imagino que las acusaciones del conde son infundadas, ¿estoy en lo cierto?

Don Luis le ofreció su brazo como apoyo al advertir las dificultades que tenía para caminar.

—Mi señor, un Espinosa tiene por honor dos virtudes: la transparencia en sus actos y la rectitud. —Lo miró a los ojos—. Como súbdito tan cercano a vos, nunca os dejaría mal.

—¡Eso espero! —Suspiró cansado—. Eso espero…

VII

Ser prior en la cartuja de la Defensión producía ardor de estómago. Don Bruno de Ariza revolvía unas hierbas en agua caliente, en un intento de rebajar su tensión tras entrevistarse con el licenciado que les llevaba los asuntos legales. Esperaba al padre procurador, a quien había convocado para solucionar otro de sus muchos problemas: el de los caballos.

La cartuja había sido construida y fundada gracias a la generosidad de muchos, pero a medida que sus posesiones se fueron extendiendo, también atrajo a poderosos enemigos. Lo peor era que no todos eran ajenos a la orden, también los tenía dentro de la propia Iglesia.

Aquella mañana, a fray Camilo le extrañó haber sido convocado en la celda de su superior en lugar de en el despacho, como era habitual.

Atravesó en diagonal el claustro grande, que ocupaba casi una aranzada, pasó al lado de la hermosa fuente central y buscó la celda de su prior, en el ángulo noroeste.

Una vez frente a su puerta, llamó con cierta contención y esperó.

—¡Pasa! Me encontrarás en el huerto.

El monje abrió la puerta y atravesó el taller, donde vio un magnífico libro de canto que estaba en restauración. Dejó atrás la pequeña galería que se usaba cuando llovía, o era excesivo el frío en el exterior, y otra pieza más a su derecha donde guardaba la madera y las herramientas. Salió al pequeño parterre y encontró a su superior arrodillado en el suelo, fijando las ramas de una hermosa tomatera a rebosar de frutos.

—Nuestras almas se parecen a estas plantas, hijo mío. A medida que crecemos como hombres, nuestros pecados van pesando tanto que pueden doblar nuestra conciencia hasta llegar a quebrarla, como le pasa al tomate. —Recogió uno de aspecto delicioso y lo metió en una pequeña cesta.

Fray Camilo, que conocía bien el espíritu de sacrificio de su director espiritual, imaginó que sería con toda probabilidad la única comida que haría ese día. Se arrodilló para ayudarlo con otra planta, que tenía las matas tan cargadas que los tomates casi rozaban la tierra.

—Yo me veo más identificado con esa. —Señaló una de las ramas doblada por el peso—. Demasiados pecados para una frágil alma como la mía...

Don Bruno sonrió y solicitó su brazo para levantarse; las rodillas a los sesenta años ya no funcionaban como antaño, se justificó.

—Hijo mío, muchos días pienso que este trabajo es una carga demasiado pesada, tanto que dudo si seré capaz de resistirlo por mucho más tiempo… —Suspiró agotado—. Como le pasa a las matas, yo también necesito esas pequeñas estacas que ayudan a la planta a soportar su propio peso; que en mi caso son la oración y la mortificación.

—¿Y hoy es uno de esos días?

—En efecto, y de los peores. —Le indicó un banco donde sentarse, frente al cuidado huerto.

La temperatura era muy templada todavía y el sol regalaba de vez en cuando sus rayos de luz entre las nubes. Fray Camilo se ofreció en lo que pudiera ayudar.

—Pues esta vez, sí vas a tener que echarme una mano. Acabo de ver a nuestro licenciado y todo son malas noticias… —Se rascó la nariz con un gesto de inquietud que solía repetir cuando estaba disgustado—. Los regidores de Jerez quieren prohibir el pasto de nuestros ganados en los olivares de realengo. A pesar de que todos lo hacen cuando se ha cosechado la oliva, argumentan que la cartuja no tiene derecho por no ser vecina de la ciudad de Jerez. Y además reclaman nuestra haza de la peonía, con la que pretenden ensanchar su dehesa de los potros.

—¿Y qué ofrecen en trueque?

—Nada, hijo mío, nada. Disgustar a tu prior y hacernos gastar dineros y más dineros para defender nuestros derechos en la chancillería de Granada.

—¿Queréis que dé aviso al conoscedor Martín para que conduzca al ganado a alguna otra dehesa? ¿Habéis pensado a cuál?

Don Bruno desenrolló un documento que tenía sobre la mesa y lo leyó. Se trataba del registro de un nuevo terreno comprado al este del monasterio, vecino a una de sus mejores dehesas.

—Sí, hijo mío, dile al bueno de Martín que lleve hoy mismo al centenar de vacas que pastan en esos olivares hasta la nueva finca. Ese hombre es el mejor que tenemos y nadie como él sabrá guiarlas con sus caballos por la orilla del río. No todos se atreverían a ello, pero él sí.

—En cuanto os deje, lo haré.

—Espera, espera. No has escuchado otra mala noticia...

Fray Camilo comprobó en la expresión de su prior una sombra de angustia poco común.

—Se nos avecina un grave problema económico que tiene su origen en el arzobispado de Sevilla, y otro más que puede condicionar nuestros deseos de hacer de la cría caballar una de nuestras principales fuentes de ingresos. —Se incorporó con inusual brío, pero le pidió su brazo para acompañarlo hasta los comedores de indigentes, al otro lado extremo del claustro.

Su elevado tono de voz extrañó a dos monjes cuando se cruzaron con ellos, poco acostumbrados a ver roto el silencio sin ser domingo. Empujaban un carrito con las comidas, como cada día, para dejarlas en un ventanillo dispuesto para esa función en cada una de las celdas. Llevaban sopa de verduras, huevos, manteca y una pieza de fruta para cada monje, junto con una pequeña frasquilla de vino.

—El arzobispado —seguía hablando el prior— reclama los diezmos de las tres cartujas que dependen de él; la de Sevilla, la nueva de Cazalla de la Sierra y la nuestra, cuando estábamos exentos desde hace décadas gracias a una bula papal. Como nos negamos en las primeras conversaciones, ahora lo hace mediante pleito y va en serio. Su argumento es sencillo: todas las parroquias envían dinero y nosotros no, sin más. ¡Quieren ver depuestos nuestros privilegios! —Suspiró cansado por el cúmulo de contrariedades—. No teníamos bastante con los nobles, alcaldes y terratenientes, que ahora es el mismo arzobispo quien ha de rebajar nuestros ingresos...

—¿El papa lo sabe?

—Desde Sevilla están intentando que derogue esa bula, y espero que no lo consigan porque si fuera atendida su reclamación, ten por seguro que no podremos dar de comer a tanta gente como ahora... —Se dio un manotazo en las rodillas—. No debería decirlo, pero ese arzobispo me tiene más que cansado, tanto que me tienta la idea de mandarle todos nuestros pobres para que los atiendan ellos, ya que son los que tienen dinero. ¡Eso haré, sí, señor!

Fray Camilo no sabía qué decir. Era consciente de que en esos momentos, su prior solo necesitaba alguien que lo escuchara. De todos modos, preguntó lo que no entendía.

—Si no recuerdo mal, nuestras rentas no solo proceden de bienes en propiedad, muchas son donaciones, heredades y también cesiones temporales que no generan diezmo. ¿Cómo tendríamos que diferenciar esos ingresos para pagarles?

—Ese es uno de los problemas, un grave problema que no sé todavía cómo resolver... —Abrió una puerta lateral de la cocina que daba al exterior del monasterio. Allí, apiñados en un pasillo lateral que comunicaba el molino de aceite con la entrada principal, aguardaban no menos de dos centenares de indigentes para recibir tal vez su única comida del día. Su penoso estado desgarraba la conciencia a cualquiera, y cuanto más a don Bruno, quien no podía imaginar cómo se arreglarían si empezaban a menguar sus rentas.

—Ya ves, hijo mío —le palmeó en la espalda—, quieren quitarnos los pastos, los dineros y las dehesas, pero a cambio no verás a nadie dando de comer a estos miserables. Ese es nuestro destino, tendremos que pensar más o buscar otras maneras de recuperar el dinero. —Lo miró a los ojos—. Y llegados a este punto, por eso te he hecho llamar.

Una pobre anciana besó la mano del prior con gratitud. Él rechazó su gesto avergonzado, diciendo que no era obra suya, sino de Dios.

—Quiero que viajes a tu tierra, a Córdoba, para comprar las mejores yeguas y machos que encuentres. Me propongo crear una nueva raza que solo se pueda encontrar en la cartuja. No criaremos caballos de guerra como hacen otros, los nuestros serán esbeltos, hermosos, capaces de regalar toda la belleza que su naturaleza les ofrece; quiero que se conviertan en criaturas que den gloria a Dios solo por su fina estampa. Y tú serás quien lo consiga. Tienes experiencia familiar, el conocimiento para decidir los mejores cruces, y dotes para organizarlo todo.

Fray Camilo se quedó perplejo pero halagado. Aquella propuesta era valiente, difícil y hermosa; suponía un apasionante reto que sin duda le atraía. Lo que no entendía era el motivo de buscar animales fuera de Jerez cuando aquellas tierras también podían presumir de poseer los mejores caballos de Andalucía, o al menos con un prestigio equivalente a los de su Córdoba.

—Conociéndoos, estoy seguro de que tenéis buenas y muy sólidas razones para haber tomado esa determinación.

Don Bruno entendió que debía ser más explícito.

—Desde la fundación de nuestra cartuja los primeros animales que ocuparon las caballerizas eran bastante malos, sin raza alguna. Muchos vinieron junto con las herencias, o en ocasiones unidos a las tierras donde vivían. Era todo lo que teníamos para empezar. Como habrás visto, de ellos no hemos sacado más que jamelgos de poca clase, eso sí, muy recios para soportar las duras faenas del campo. Pero las cosas han cambiado en este siglo, los nobles ya no van a la guerra y tampoco necesitan aquellos costosos caballos que los transportaban con sus armaduras y luchaban como colosos, ahora buscan belleza, apariencia, poseer ejemplares únicos que les hagan creer que son superiores al resto de los humanos, o al menos diferentes… Lo veo cuando llegan las mujeres a misa, en la transformación de sus monturas, o en los animales que eligen sus maridos cuando vienen a recogerlas. Ese es el futuro. Los caballos buenos van a valer dinero, y nosotros lo necesitamos si queremos dar de comer a quienes vienen buscando nuestra caridad.

Camilo preguntó qué necesidad había de ir a Córdoba.

—Como decía, tenemos enemigos por todas partes. Y prueba de ello es que cuando he querido comprar buenos sementales y yeguas para nuestras dehesas de Lomopardo y Humeruelos, los grandes propietarios y criadores de estas tierras de Jerez se han negado sin reparo alguno. Así me lo han dicho; no quieren que iniciemos ese negocio. Se han puesto de acuerdo entre ellos, y si no los buscamos por otros lugares, aquí no nos venderán ni una potra tiñosa.

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