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Authors: Gonzalo Giner

El jinete del silencio (11 page)

BOOK: El jinete del silencio
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Pero cuando Yago alcanzó un estado físico más o menos razonable, entonces empezaron las discusiones. El matrimonio, dada su avanzada edad y la escasez de sus recursos, consideraba imposible la adopción, sin embargo, la cuñada le había tomado más cariño que ningún otro y deseaba hacerse cargo del pequeño. Estaba más tiempo con él que los demás, y le ayudaba en todo: a comer, a vestirse, a bañarse, y hasta velaba su sueño. Pero, muy a pesar suyo, terminaron convenciéndola de la inviabilidad de sus deseos cuando se fue haciendo evidente la incapacidad que tenían para contrarrestar la enorme fuerza que el chico poseía, o las dificultades que les suponía tener que llevarlo en brazos a comer cada vez que se negaba a ello. El muchacho era evidente que necesitaba ayuda, mucha paciencia y una especial atención, pero sobre todo cercanía, y ellos ya eran demasiado mayores. Tal vez podrían dársela durante un tiempo, pero luego no.

Muy a su pesar, aquel mismo día y de madrugada, en medio de una noche abierta de luna llena, tomaron al niño profundamente dormido, lo depositaron con cuidado sobre una carreta y lo taparon con varias mantas. Dejaron atrás Sanlúcar y se dirigieron a Jerez. Sin entrar en la ciudad, buscaron un camino hacia el sur que corría paralelo a un recodo del río Guadalete, a tan solo unas pocas millas de las murallas de la ciudad, donde se levantaba un templo con fama de acoger a ancianos y a huérfanos: una cartuja de nombre Santa María de la Defensión.

Y en el silencio de la noche, sin haberse despertado, Yago fue depositado frente a la puerta de entrada. El hombre que unas semanas antes le había salvado la vida se dio media vuelta lleno de pesar y aceleró el paso para no ser descubierto, pero no pudo evitar sus propios remordimientos y volvió la cabeza, tragó saliva, consciente del doloroso acto que estaba cometiendo. Supo que poco más podía hacer por él y lavó su conciencia con la seguridad de que los monjes lo cuidarían bien.

Pasado un rato, Yago abrió un ojo y sintió frío.

No le importó dónde estaba, solo buscó la manta que le cubría a medias y se tapó con ella hasta las orejas.

SEGUNDO ESCENARIO

Entornos de asombro

Cartuja Santa María de la Defensión

Año 1530

I

Ninguna mujer podía entrar en el interior del convento de la cartuja, aunque algunas acudían a escuchar misa a diario.

A la vera del enorme portón de entrada, la que antiguamente había sido ermita de la Virgen de la Defensión se había transformado ahora en una pequeña capilla que los monjes llamaban
de las mujeres
, donde los foráneos, casi siempre de condición femenina, recibían el auxilio de la palabra de Dios, la santa confesión y, en la medida de lo posible, consuelo.

Según contaban los mayores, en aquel emplazamiento la Virgen había ayudado a los defensores cristianos a vencer a los moros, cuando estos pretendían devolver aquellos dominios al islam después de haber sido reconquistados. En gratitud, años después, se había levantado un pequeño templo, integrado en su muro, que ahora resultaba ser el único contacto entre el recinto de clausura y el mundo exterior.

Ellas eran las esposas de los más ricos hacendados, bodegueros y nobles de la ciudad de Jerez. Venían a caballo o en hacaneas, carruajes o carretas, y los dejaban aparcados a la sombra del muro del monasterio, donde un abultado grupo de desheredados esperaban su llegada.

Tal vez por eso, la presencia de un chico nuevo sentado a las puertas de la cartuja, encogido sobre sí mismo y recluido entre sus piernas, a nadie llamó la atención.

Aquel día, eran media docena de devotas las que habían dejado sus palacios o cortijos para escuchar la primera misa. El tintineo de las monedas en las manos de los más pobres, el eco de sus agradecimientos o los relinchos de las bestias configuraban los únicos sonidos que por el momento acompañaban los andares de las damas, hasta que de pronto un suceso quebró la rutina de la mañana.

Yago abrió los ojos y miró a su alrededor.

Allí no había oscuras paredes de piedra, ni fría soledad, y tampoco sabía quién era toda aquella gente que veía a su alrededor. Tal vez, por ese motivo sintió una aguda inquietud y sus piernas empezaron a temblar al son de sus primeros aullidos. Todos los presentes lo miraron con curiosidad, pero el efecto que produjo en los caballos fue todavía más asombroso: uno a uno empezaron a relinchar hasta formar un sorprendente coro que enmudeció al chico. Se revolvían sobre sí mismos, agitaban la cabeza y tiraban de los cordajes como si quisieran soltarse para buscar su compañía.

Se le acercaron corriendo tres chiquillos envueltos en andrajos pero también hartos de curiosidad. Al verlos, las reacciones de Yago se dispararon y sus chillidos se hicieron más agudos. Sentía pánico ante tanta gente, le afectaba el ruido de sus voces, la cercanía de los chiquillos, sufrir las miradas de todos... Estaba aterrorizado.

Uno de los muchachos tiró de su camisola para provocarlo, mientras otro lo azuzaba con un palo como si se tratase de un animal, y el tercero hacía puntería en su cabeza con piedras demasiado grandes, entre risotadas y gritos. Sin embargo, Yago no huía de ellos, se refugiaba en sí mismo, escondiéndose de la realidad exterior. Parecía estar resignado al dolor, a la humillación, a todo.

Dos de las nobles mujeres que acudían a diario se miraron escandalizadas al observar la escena.

—¡Dejad al niño! —gritó una.

La otra, doña Laura Espinosa, corrió hacia el chico, espantada por la brecha que una piedra le acababa de abrir en la frente y de la que brotaba abundante sangre. Se agachó para protegerlo poco después de que hiciera blanco una más.

—¡Sois unos salvajes! ¡Marchaos de mi vista ahora mismo! —gritó enfurecida.

Yago se apartó al sentir el roce de una mano sobre su mejilla, lanzó un alarido y empezó a patalear con una furia desproporcionada. Apenas la había visto llegar de refilón, pero en sus faldas, en su piel y en su melena creyó ver a su tía y temió que le pegase.

Doña Laura, desconcertada, consiguió separarse a tiempo sin entender su reacción, y quiso imaginar que entre los allí presentes alguno lo conocería.

—¿Quiénes de vosotros sois sus padres?

Nadie respondió.

—¿Alguien sabe quién es este niño?

Como tampoco contestaron, miró a su amiga Lucía Dávalos sin saber qué hacer. Yago había dejado de chillar para alivio de todos, y se había refugiado una vez más en sus rodillas. La imagen que daba era la de un animal asustado y herido.

—Tenemos que contárselo al padre Andrés —concluyó doña Laura sin verle otra solución.

Aunque sonaron las campanas que señalaban el comienzo del sagrado oficio, quiso antes poner arreglo a la situación. Se fijó en dos mujeres jóvenes de rostro dulce, entre aquel auditorio de hambre y miseria, y le parecieron idóneas.

—¡Vosotras! Encargaos de cuidadlo hasta que salgamos. Recibiréis una buena compensación por ello.

Lucía Dávalos, a diferencia de su amiga, no estaba segura de conseguir la suficiente atención por parte del monje. Los cartujos cumplían con rigor su voto de silencio, y las únicas palabras que salían de su boca eran las oraciones de la misa. Aquel hombre nunca hablaba con los fieles y menos aún con mujeres. Lo comentó con su amiga.

—Se lo diremos durante la comunión; ese será el mejor momento. —Doña Laura era más dispuesta que su amiga—. Pediré que lo recojan en su hospicio, y si no me hace caso, hablaré con mi marido, él posee más influencias.

* * *

La cartuja de la Defensión se había fundado cuarenta años antes por la donación de un rico jurado, don Álvaro Obertos de Valeto, que testamentó en aquella orden todos sus bienes después de conocer la obra caritativa que ejercían en su sede de Sevilla.

El mayor valor de su donación lo constituían sin lugar a dudas las tierras, entre ellas alguna de las mejores dehesas de la comarca de Jerez, numerosos viñedos y hermosos campos de centenarios olivares. Pocos años después, a esas primeras heredades se les sumaron otras procedentes de las familias más adineradas de la zona, haciendo ensanchar sus posesiones hasta convertir a la Orden Cartuja en la mayor propietaria de toda la región.

Entre aquellas enormes extensiones vecinas al río Guadalete, se había levantado un soberbio monasterio en cuyo peculiar claustro se plasmaba una vida ascética que hacía diferente a esa orden de las demás. Alrededor del mismo se abrían veintiocho celdas de dos plantas; la baja, con un taller manual, y la alta con el dormitorio. Pero además gozaban de un pequeño parterre privado, que podía servir de huerta o jardín, a gusto de sus inquilinos. Su función espiritual no era otra que ayudar al monje a vivir con asombro las maravillas de la creación divina, en una vida de oración y recogimiento.

Para obtener los recursos suficientes que permitieran una vida dedicada en exclusiva a la contemplación, embellecer el monasterio con las mejores piezas de arte y disponer de alimento para los numerosos pobres que vivían de su caridad, los monjes explotaban con habilidad los recursos agrícolas de que disponían. Al ser estos tan abundantes, conseguían vender una buena parte de sus producciones y de esas rentas obtenían los dineros necesarios para alcanzar todos sus objetivos.

Sus mayores ingresos procedían del trigo, pero no eran desdeñables los generados por las treinta aranzadas de viñedo o las cien de olivares. Además, disponían de un molino de aceite y tres hornos para fabricar tejas, también varias aceñas donde se molía el trigo dentro del propio cauce del Guadalete, prensas para uva, y abundante ganado que pastaba en sus dehesas; sobre todo vacas y ovejas.

Próximo al monasterio, y en la ribera del río, contaban con un embarcadero que llamaban
de la Corta
, por donde se descargaba cada semana el pescado transportado desde el Puerto de Santa María, en barcos que luego retornaban con cereal y otros productos.

Además, en dos de sus dehesas, las que llamaban
de Lomopardo
y
Humeruelos
, tenían caballerizas con algunos de los caballos que habían recibido por donación, en general de poca casta, pero bien alimentados gracias a la fertilidad de sus praderas, que el río mantenía casi siempre verdes.

Los monjes cartujos eran conscientes de su gran patrimonio, pero aquel no era su mayor orgullo. Lo que de verdad engrandecía su espíritu era poder ayudar a los muchos menesterosos que a diario acudían a sus puertas. A nadie le negaban el pan si venía con hambre, nunca se les preguntaba qué religión abrazaban, ni por qué habían caído en infortunio; tan solo se les daba una buena ración de alimento y en invierno unas horas de abrigo. Con esas premisas el número de pobres no hacía más que crecer y era raro el día que bajaban de doscientos.

En la isla de la Camacha, en una extensión no muy grande comprendida entre los ríos Guadalete y Salado, próxima al recinto del monasterio, habían levantado un hospicio donde se hacían cargo de una treintena de niños huérfanos o abandonados. Además de procurarles cobijo y comida, disponían de una escuela donde un maestro secular les enseñaba a escribir, leer y hacer cuentas para conseguir labrar en ellos no solo buenos cristianos, sino también hombres de futuro.

No sin dificultades, Yago fue llevado a aquella isla entre tres gañanes. A pesar de negarse a que le tocaran, consiguieron dejarlo dentro del hospicio, aunque llenos de arañazos y patadas.

Poco antes, el padre Andrés, coadjutor del monasterio, se había apiadado de él una vez terminada la misa, después de haber sido informado por la mujer de don Luis Espinosa.

El hospicio estaba lleno, no era muy grande, y su responsable torció el gesto cuando lo vio venir, más aún al dudar si se trataba de un niño o de una bestia salvaje. El coadjutor lo convenció para que hicieran un hueco al chico con la seguridad de que estaría poco tiempo, solo hasta que fuera reclamado por sus padres.

Yago se acurrucó en una esquina del despacho, y si le hablaban gruñía.

—Entiendo que el niño puede pareceros difícil, pero tal vez se explique su actitud por sentirse perdido. Como no habla, y tampoco parece tener demasiadas entendederas, lo más seguro es que no haya sabido volver con los suyos —insistió el padre Andrés—. Imaginad a sus padres, los pobres estarán agobiados con su desaparición. Ya veréis como antes de un par de días se lo habrán llevado.

Pero no fue así. Pasadas dos semanas, y a pesar de poner avisos por toda la ciudad de Jerez, nadie lo reclamó. Se difundió la noticia incluso por la populosa Alhóndiga, lugar de encuentro entre comerciantes y compradores, nobles y plebeyos, pero nadie sabía de él.

Don Fadrique Maroto, responsable del hospicio y profesor de los niños, no consiguió obtener ni una sola pista que explicase su historia ni su pasado. Pero a tenor de lo que fue viendo en él durante los primeros días, de su comportamiento con los demás o de sus rápidas mudanzas de carácter, dedujo que el chico había sufrido lo indecible o estaba completamente loco.

Desde el principio Yago rechazó cualquier compañía, lo que obligó al maestro a evitar el dormitorio donde descansaban los demás chicos. Pero todavía fue mucho más inquietante asistir a sus primeros ataques, casi convulsivos, que manifestaba con temblores en brazos y piernas durante una hora seguida, y que se repetían casi todos los días. Don Fadrique entendió al poco tiempo que aquellas conductas, fueran involuntarias o no, formaban parte de su patrón de comportamiento, como también la costumbre que tenía de gritar. Empezaba sin que apenas se le escuchara, pero luego iba aumentando el tono y la intensidad hasta llegar a hacerse insoportable, y cuando parecía imposible que subiese más la voz, se detenía en un corto silencio, y unos minutos después volvía a repetir la secuencia.

La primera noche tuvo que dejarlo en su propia habitación encerrado con llave. Fue la única manera de conseguir su silencio y un poco de paz para el resto de los niños.

Como profesor no había visto nada igual en su vida. Sintió pena por él en un primer momento, pero pasados algunos días empezó a enojarle todo lo que hacía, sobre todo al ver que no conseguía de él ni un solo avance.

A Yago le afectaban los ruidos por desconocidos, que le hablaran, los nuevos olores y también las voces de los niños, o sea, todo. Veía a aquel hombre como una amenaza, y estaba a la espera de que cualquier día empezara a pegarle como lo había hecho su tía cuando lo encontraba gritando. Sabía que no le convenía chillar, pero no podía hacer mucho para evitarlo. Se ponía muy nervioso, necesitaba relajarse, y de ese modo lo conseguía.

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