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Authors: Gonzalo Giner

El jinete del silencio (12 page)

BOOK: El jinete del silencio
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A Yago le gustaban más las noches que los días porque la oscuridad representaba su mundo conocido. Por eso, ante el asombro de su preceptor, cada vez que estaba cerca de una vela o de un candil, corría a apagarlo para quedarse a ciegas.

Pasados los primeros días, como sus miedos no cesaban y sus extraños comportamientos empezaron a ser motivo de risa por parte de los demás niños, buscó su soledad. Le agradó una habitación que don Fadrique le facilitó, harto de dejarle la suya, a pesar de estar llena de trastos viejos, pues allí nadie lo molestaba.

No tuvo suerte con aquel profesor, pero tampoco con sus compañeros.

Su presencia suponía más trastornos que ventajas. Yago era incapaz de fijar su atención sobre lo que se explicaba durante las clases. Sencillamente, le resultaba imposible seguir el hilo de una exposición, ni comprender a dónde conducía poner unos números encima de otros sobre un cuadrado de pizarra, trazar una raya y dibujar otros diferentes debajo. Los números no significaban nada para él y los conceptos matemáticos menos. Desde los primeros días sintió una creciente angustia, pues se veía perdido. Cuando se dirigían a él entraba en crisis y lo único que se le ocurría hacer era esconderse entre sus brazos huyendo de todo. Las letras y las palabras que se construían con ellas eran signos desconocidos que se veía incapaz de manejar. Solo cuando se dibujaba un objeto y a su lado se escribía el correspondiente nombre podía asociarlo y memorizarlo, pero para su desgracia eso no era lo común. Aunque le dieron tiempo para habituarse, Yago no lo conseguía. Se aturullaba al escuchar hablar con tanta rapidez y pronto desistió; solo sufría.

Sus desproporcionadas reacciones ante la menor turbación provocaban tal algarabía en el resto de los alumnos que don Fadrique decidió que no volviera a la escuela y optó por retenerlo casi todo el día en su alcoba.

Una vez más Yago conocía la reclusión, pero al menos allí no le pegaban.

Don Fadrique, algunos días, movido por los remordimientos de conciencia o tal vez por miedo a que los cartujos supieran dónde lo escondía, se lo llevaba a su despacho para tratar de conseguir algún tipo de reacción o mejoría. Su primer objetivo consistió en hacerle hablar, pero no tuvo demasiado éxito. Le preguntaba cosas sencillas, una y otra vez, pero de aquella boca solo salían gruñidos; ni siquiera su nombre. A pesar del tesón y la paciencia que ponía en ello, don Fadrique empezó a perder los nervios y a preguntarse si aquel monstruo sufría un mal de cabeza o tan solo pretendía amargarle la existencia. Se sintió a partir de entonces verdaderamente desesperado.

No podía dejarlo mucho tiempo con el resto de los chicos porque los revolucionaba. Se mofaban de él, le tiraban del pelo, incluso se inventaron un juego que consistía en contar el número de patadas que era capaz de resistir sin reaccionar. El día que más aguantó, antes de salir corriendo, fueron sesenta y dos.

Yago entendía lo que le decían y odiaba que le pegaran. Si no contestaba era porque no sabía cómo expresarse, tenía muchas dificultades para encontrar las palabras adecuadas y prefería callar.

Lo único que le gustaba, y mucho, era su habitación. A pesar de que dormía sobre el suelo, allí estaba solo. Un día pudo capturar un pequeño ratón que le supuso una gran fascinación. Le ató una pata a un cordel para que no escapara y se pasó las horas observándolo con detenimiento. Encontró otra diversión en coleccionar piedras de pequeño tamaño que fue recogiendo del suelo o del exterior del hospicio cuando le sacaban a pasear. Se las metía en los bolsillos y luego en su habitación las alineaba en varias filas, una y otra vez, sin cansarse.

Llegó un momento en que don Fadrique, vistos los problemas que causaba el niño, empezó a pensar en cómo se podía deshacer de él. Conseguir que acudiera a clase resultaba una tarea que rozaba lo imposible, y creyó que no se podía hacer mucho más por su educación, aunque lo había intentado incluso en privado. Al ser aquella la finalidad última que justificaba la existencia del propio hospicio, empezó a dudar de si el chico estaba en el lugar más adecuado. Era evidente que nada se adelantaba con él, y además solo daba trabajo, disgustos y complicaciones.

Una vez asumida esa realidad, pensó qué posibilidades tenía. Le tentó la idea de dejarlo abandonado en mitad de la campiña, lo más lejos posible y con los ojos vendados, para que no supiera volver. En su desesperación se le ocurrían otras soluciones, pero no reunió el suficiente valor para poner en práctica ninguna. Entró en una ocasión a su habitación decidido a probar una de aquellas fórmulas, pero al enfrentarse a sus ojos azules, tan limpios e inocentes, se quedó una vez más paralizado, lamentándose de su cobardía.

Un día vio al ratón cuando no estaba el chico delante y no dudó en matarlo asqueado. Yago se enfureció tanto al ver lo que había hecho que se lanzó a por él pegándole patadas en las espinillas, usando sus puños, mordiéndole por donde podía. Don Fadrique respondió al ataque y descargó toda la ira contenida de los casi seis meses que le había sufrido. Sin ningún reparo, ni cuidado alguno, le soltó un puñetazo en el mentón con tanta fuerza que Yago perdió el conocimiento.

Para el maestro aquello supuso un antes y un después.

Ideó un plan que nada ni nadie impediría.

II

El mesón del Cobre de Juan Vélez ofrecía la discreción necesaria para proteger las reuniones que mantenían todos los lunes por la noche aquellos dos hombres.

Una entrada trasera, bien vigilada, les permitía acceder a un recinto privado cercano a las cuadras, sin correr el riesgo de que alguien los reconociera o escuchara sus conversaciones.

Los nombres y los cargos que ambos poseían en la ciudad de Jerez significaban más que nada poder. Eran dos de los caballeros veinticuatros de la ciudad, regidores de los destinos, dineros y ordenanzas que regulaban la vida de la urbe. Pero, en su caso, a las tareas comunes de gobierno, añadían otras actividades que muchos tachaban de turbias. Cierto era que, gracias a ellas, conseguían objetivos que de otra forma jamás lograrían.

Los dos eran ambiciosos, fríos, con pocos escrúpulos cuando había dinero que ganar. A pesar de ser muy diferentes entre sí, su complicidad era absoluta, sus propósitos idénticos, y nunca se les había visto discutir, contradecirse, pero tampoco temblar cuando había que castigar la deslealtad de un subordinado.

—Lo he pensado bien y solo hay una solución; ese hombre ha de desaparecer… —concluyó Luis Espinosa antes de beberse de un trago la frasquita de vino que acababa de ponerle el mesonero, único autorizado a entrar en la habitación—. Va a ser la única manera de no perder ese mercado.

En aquel tándem, quien pensaba las estrategias e ideaba cómo solucionar los problemas solía ser él. Martín se encargaba del trabajo más operativo dada su determinación y su probada capacidad de dirigir a la gente.

—¿Cuándo tienes que viajar a Frisia?

Martín Dávalos le sabía capaz de los más retorcidos pensamientos, pero estaba lejos de imaginar cómo iba a actuar contra uno de los nobles más insignes de aquella región, el conde Stephan.

El mesonero pidió disculpas mientras ponía un plato de arroz con garbanzos y otro de panceta caliente a cada uno. El aroma que desprendían provocó un inmediato elogio para el cocinero. El hombre, halagado, dejó una cesta de un dorado pan blanco que acababa de hornear, rellenó las frascas con vino de su propia cosecha y los dejó solos. Don Luis contestó la pregunta de Martín.

—No será de inmediato, pero sé que su majestad necesita viajar a Haarlem antes de que el año termine para entrevistarse con el príncipe Nassau, jefe de nuestro traidor.

Desde hacía más de diez meses el conde al que se referían había dejado de pedirles caballos y Luis sabía que los compraba en Hungría. A pesar de que le habían mandado varios correos, los dos últimos bastante duros, en los que le hacían ver lo desacertado de la decisión tomada y sus posibles consecuencias, ni siquiera se había dignado a contestar. Ante el feo panorama, entendieron que si no ponían remedio y pronto, el caso de ese noble podría suponer un mal precedente con los demás clientes, sobre todo los más vecinos a Frisia, que también habían empezado a retrasar o rebajar sus pedidos.

Para solucionar el problema Luis ya había elegido a un candidato que podía sustituir a ese conde, desde luego más próximo a ellos, pero antes tenía que hacer necesaria su sucesión y convencer al Rey de las excelencias de su hombre.

—¿Has pensado cómo vas a silenciarlo? —Martín Dávalos prefería llevar a cabo ese tipo de acciones en persona, pero los asuntos de Flandes eran responsabilidad de Luis.

—Lo pensaré de camino. Aún falta tiempo.

—Te sugiero un nuevo descubrimiento que he hecho. —Sacó un pequeño estuche de un bolsillo de su casaca, y al abrirlo se esparció un fétido olor por la estancia.

—Cierra eso, maldita sea. ¿Pretendes matarme? —protestó Luis—. ¿Qué es?

—Cantarella. La he probado ya dos veces y puedo asegurarte que posee un efecto radical. Con un pellizco es suficiente. La llevo para resolver mañana mismo una traición que me han dado a conocer hoy; un sevillano que trabaja para nosotros en el muelle.

—Lo recordaré… Cantarella… —Luis chocó su frasca con la de Martín al haber sido rellenada—. Si todo sale como planeamos, la próxima primavera venderemos no menos de un centenar de caballos cada uno en esas tierras; una verdadera fortuna.

Don Luis era una pieza clave en aquel negocio de fronteras tan lejanas.

Su capitanía en la Guardia Real le facilitaba ciertas licencias. Entre el millar de caballos que formaban su destacamento, no le era difícil disimular un centenar o alguno más de los que ellos criaban. De esa manera, conseguía violar la prohibición de la Saca sin demasiados problemas, para luego distribuirlos por los diferentes estados una vez llegaban a manos de una eficaz red de agentes que había establecido para ello. Pero además, Luis había encontrado en su táctica una ventaja añadida. Cuando volvía de sus largos viajes lo hacía con otros animales, casi siempre frisones o flamencos. Ese tipo de razas gustaban mucho en Castilla y Navarra debido a su buena altura. Los empleaban para cruzar con los propios, de peor calidad, con objeto de conseguir mejoras en su talla y conformación. De ese modo le ganaba dinero a los que iban y a los que volvían, y además sin competencia. Las vidas de aquellos dos veinticuatros tenían mucho en común desde que se habían conocido, pero poco en cuanto a sus orígenes.

Martín Dávalos tenía en sus venas sangre noble y era miembro de un ilustre linaje, pero sin dinero. Luis, por su parte, no podía sentirse orgulloso de la herencia paterna, dado que su padre solo había sido un comerciante de poca enjundia, eso sí, con una notable habilidad en el trato que le había procurado cierta comodidad económica, aunque nunca la suficiente como para ser considerado en la comunidad. Luis, que nunca había digerido demasiado bien la pobreza de sus apellidos, sin embargo, había aprendido de su padre dos importantes enseñanzas: la primera, que para ascender en la sociedad se tenía que tener la confianza de quienes tomaban las decisiones; y la segunda, que solo existía otro camino para lograrlo cuando no se disponía de apellidos ilustres: el matrimonio.

Respetando ambos principios, Luis Espinosa fue consiguiendo prometedores avances en su posición y presencia, dentro de la sociedad jerezana, cuando se casó con una de las hijas de su alta nobleza, una con suficiente sangre y patrimonio como para darle un buen empujón a sus propósitos.

Los dos veinticuatros se habían conocido poco después de estar casados, en una fiesta. Por entonces Luis buscaba con quien compartir sus primeros proyectos y pronto congeniaron, sobre todo cuando Martín confesó el penoso momento económico que vivía por entonces. Las deudas acumuladas sumaban más de cincuenta mil ducados.

Cuando Luis lo supo, de inmediato se ofreció a resolver sus problemas animándolo a participar en un tipo de comercio cuya oscuridad ofrecía una alta rentabilidad. Martín Dávalos tomó muy pronto interés en esos negocios dada la rapidez con la que saldó sus cuentas, y las alegrías y lujos que aquel dinero fácil le trajo. Gracias a tanta prosperidad, incluso pudo devolver a sus apellidos una parte del prestigio y notoriedad que habían perdido.

Aprendieron a ganar mucho dinero y a comprar voluntades.

Para obtener favores y silencios en determinados ambientes, bastaba con apelar a la codicia o a las bajas pasiones. Nadie se negaba. Las excepciones no existían. La realidad era que no se habían encontrado con ninguno que, por títulos, linajes o posiciones públicas, mirase hacia otro lado cuando se le tentaba.

Luis Espinosa era militar, adoraba la táctica, el estudio del escenario donde se libraría cada movimiento, y sobre todo el ataque por los flancos. Decía que la clave para ganar una batalla estaba en conocer mejor al enemigo que él a ti.

Martín Dávalos, sin embargo, tenía una forma de ser mucho más pragmática y decidida. Desde los inicios de la sociedad con Luis, Martín desarrolló una red de colaboradores que fue colocando en aquellos lugares donde se movía dinero. Su influencia empezó a alcanzar instituciones como la del Pósito, la Casa de Contratación de las Indias y un creciente número de alcaldías. En pocos años su gente controlaba una buena parte del comercio con Nueva España, Jamaica y la isla de Cuba, además de haber tomado la propiedad de alguna de las embarcaciones que realizaban aquellos trayectos. A Martín Dávalos le gustaba organizar, calcular las operaciones, pero todavía más vivirlas en persona cuando se preveían arriesgadas. Adoraba la acción.

Los resultados económicos del comercio de caballos con las Indias habían engordado las arcas de los dos hombres hasta convertirse en uno de sus mejores negocios, pero con el cereal todavía ganaban más. Cualquier movimiento en el Pósito les generaba una comisión, como también cada una de las embarcaciones que fondeaban en el puerto de Sanlúcar de Barrameda. Sus capitanes sabían que una décima parte del valor de su carga tenía que ser entregada a unos hombres que aparecían puntualmente a recordárselo nada más atracar. Era un pago necesario para no tener problemas con la contratación de las tripulaciones, evitar incendios que, sin saber cómo, se producían de vez en cuando en pleno puerto, o problemas de falta de género para cargar.

Las bodegas más importantes y los molinos de aceite tampoco se sustraían de pagar una parte de sus ingresos a unos esbirros que unos tachaban de locos y otros de animales, dadas las artes con las que se desempeñaban para dar más beneficio a Luis y a Martín.

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