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Authors: Antonio Muñoz Molina

El jinete polaco (52 page)

BOOK: El jinete polaco
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A la una de la madrugada el contestador repite la misma voz educada y el mismo número tan sabido de memoria como las letras de ese nombre, Allison, pero ahora se habrá grabado en la cinta, durante el minuto y medio de silencio, el fragor del viento del lago Michigan, el silbido en los cristales de una ventana del Homestead Hotel, incluso la voz del predicador que recita en la televisión versículos del Apocalipsis y garantiza a los Estados Unidos de América la ayuda del dios de los ejércitos en la guerra inminente. La petaca de Glennfiddich y los cigarrillos sobre la mesa de noche, la tentación de llamar de nuevo para repetir en el contestador el número del Homestead, por si acaso, pero será mejor apagar la televisión para no seguir viendo a ese tipo que invoca la protección del Dios de los ejércitos y maneja la Biblia como un fusil de asalto, bajar las persianas que seguirá batiendo el viento durante toda la noche y recurrir al valium y a la oscuridad, seguro que mañana aparece el converso a la cocaína y a Wagner y se descubre dónde va a celebrarse el simposium y cómo son las caras de los empleados del hotel, incluso de alguno de los huéspedes, y hasta es posible que suene el teléfono y que se oiga una voz verdadera, no grabada en una cinta, la voz de Allison pidiendo disculpas y preguntando qué haces, dónde estás, si vas a tardar mucho en volver a Nueva York yo volaré a Chicago para encontrarme contigo en el séptimo piso de ese hotel que en la noche de tormenta sobre el lago Michigan parece el faro del fin del mundo, en la noche de viento, de extrañeza, de desamparo y de insomnio, la noche en que cuando uno logra dormirse sueña que todavía está despierto y ve la habitación y el televisor apagado y esconde la cabeza bajo las mantas para no oír la vibración de los cristales y el silbido del viento que arranca las tejas y derriba los postes de la luz, no sólo ahora mismo, sino también hace muchos años, en un tiempo y en una ciudad que han surgido en el sueño y que serán olvidados cuando la luz transparente del día y la calma del lago ofrezcan al despertar la sensación de que la tormenta, el hotel vacío y el insomnio fueron los atributos de una pesadilla.

Quiero contarte quién he sido y qué he hecho y es como si se me hubiera borrado de la memoria la mitad de mi vida, como si yo mismo estuviera ausente de mis propios recuerdos y me hubieran sido relatados por otro, porque veo con claridad lugares donde he estado pero no me veo a mí en ellos, o no me reconozco, soy la mirada neutra de una cámara, un oído que percibe palabras y un sistema de conexiones nerviosas adiestrado para identificarlas y convertirlas instantáneamente en las palabras de otro idioma, una voz acostumbrada a actuar como eco y sombra de otras voces, el desconocido con el que tú te cruzaste la primera vez sin reparar todavía en su cara, el extranjero a quien despierta el sol una mañana en el Homestead Hotel y tarda unos minutos en saber dónde está y en convencerse de que la tormenta de anoche no fue un mal sueño heredado de los terrores de la infancia. Se incorpora, cegado por la luz, insultado por ella en su pereza y en sus ganas de dormir, mira el teléfono y decide que no llamará para oír otra vez un contestador automático, baja al vestíbulo y no ve a nadie y en el salón del piano encuentra una máquina de café, un jarro de leche tibia, sobres de azúcar y vasos y cucharillas de plástico, y sacarina, por supuesto, y una prudente bolsa de descafeinado, amablemente dejados allí por los mismos fantasmas que mientras él desayuna se ocupan invisiblemente de arreglar su habitación, porque cuando vuelve a ella veinte minutos después la cama ya está hecha, y el cenicero vacío, y el tubo de dentífrico y el cepillo que él dejó cualquiera sabe dónde ya ocupan pulcramente un vaso de cristal en la repisa del lavabo.

Cuando se lo contara a Félix no lo creería, me gusta irle contando imaginariamente las cosas al mismo tiempo que me ocurren, y es posible que él no se las crea del todo y que ni siquiera las apunte en ese diario secreto que lleva desde hace años en el ordenador, pero tampoco yo acabo de creérmelas aunque es a mí a quien le han sucedido, la suma de azares que me llevaron a encontrarte, el miedo, las desgracias estériles, el hábito de la decepción, el presentimiento no de estar a punto de perderme sino de haberme perdido ya y desde hacía mucho tiempo, no sólo entonces, en aquel sitio absurdo junto al lago Michigan, sino unos meses antes, cuando volví a España sin pensar todavía en quedarme, cuando me deslumbraron los faros de un camión a la salida de una curva y pisé el freno y no disminuyó la velocidad. Cerré los ojos dispuesto a morir, mis manos dieron un giro desesperado y automático al volante y no vi nada más que oscuridad y cuando miré de nuevo a mi alrededor estaba en medio de la tierra endurecida por la helada y seguía vivo, oyendo en la radio del coche una canción de Otis Redding que había escuchado por última vez hacía diecisiete años. Ahora sé quién soy porque tú me miras y me nombras y me haces aprender cosas de mí que había olvidado, pero si pienso en el Homestead Hotel o en aquella noche de viaje sonámbulo a Madrid en la que estuve a punto de matarme sin cumplir treinta y cinco años ni saber que existías me parece que me acuerdo de una vida de nadie, o que leo un curriculum, y me desconcierta comprobar las fechas para celebrarlas contigo y descubrir que en realidad no ha pasado tanto tiempo, algo más de dos meses, y que habría bastado una fracción de segundo para que todo se extinguiera, este momento, tu cara de ahora mismo, el modo en que me miras mientras te hablo de Félix y de las ganas que me entraron de pronto de ir a verlo, un sábado de noviembre por la tarde, recién llegado a Madrid, desde Bruselas, recién instalado en una habitación del hotel Mindanao, preguntándome qué haría para sobrellevar las dos noches y el temible domingo que faltaban hasta que en la mañana del lunes, a las nueve en punto, empezara mi trabajo en el palacio de Congresos. Me senté en la cama, estuve mirando un rato las cortinas verdes y los dibujos animados de la televisión, tranquilo, al menos algo más tranquilo que en las últimas semanas, disfrutando esa calma que nos deja un amor que ya pasó, como dice el bolero, falto de sueño, confiando en las virtudes del aburrimiento y del valium, y en menos de cinco minutos decidí que si me quedaba iba a caérseme encima el edificio, o al menos el cielo raso de la habitación, así que busqué en la agenda el número de Félix, y cuando hablé con él oí al fondo gritos de niños y una fuga barroca. Lo llamo un par de veces al año, desde los sitios más peregrinos, pero siempre coge el teléfono tan rápidamente como si hubiera estado esperando la llamada y me habla en el mismo tono de voz mientras se oye de fondo a sus hijos y la música que invariablemente ha preferido sobre cualquier otra desde que estudiábamos juntos en el instituto de Mágina. Miré el reloj, calculé que me daba tiempo de llegar a Chamartín y tomar un tren nocturno, guardé una muda de ropa en una bolsa más bien humillante de la lavandería del hotel y a la mañana siguiente, a las ocho, tambaleándome de sueño, tiritando de frío, anduve al azar por las calles próximas a la estación de Granada, buscando una cafetería abierta donde leer los periódicos, con mi bolsa para ropa sucia en la mano, solo en una ciudad que apenas conocía y en la que sólo dos o tres locos y unos cuantos mendigos estaban levantados, esos mendigos que madrugan como oficinistas para ocupar un buen puesto a la entrada de las iglesias, algunos tipos en chándal, cómo no, y una vieja con los labios pintados y tacones torcidos que arrastraba una maleta enorme atada con cuerdas, la adelanté en una acera, porque caminaba con una lentitud de caracol, y se me ocurrió ofrecerle mi ayuda, abrumado de compasión y casi culpabilidad, aquella pobre mujer sola y jadeante tirando de un maletón inhumano, pero me arrepentí a tiempo y me alejé a toda prisa, temiendo que me llamara, joven, hágame el favor, igual me pedía que le llevara la maleta y tenía que cruzar a su paso lentísimo toda la ciudad, me han ocurrido cosas parecidas otras veces, y Félix se muere de risa cuando se las cuento, dice que es como si tuviera un imán para traer la simpatía de los locos más desatados, de la gente más rara, y lo malo que tengo es que a poco que me descuide me pongo en la situación de cualquiera de ellos y me veo a mí mismo con ochenta años y arrastrando una maleta por una ciudad extraña, y si me cruzo por una calle de una barriada de Madrid, una mañana de agosto, con un africano cargado de alfombras que no tiene la menor posibilidad de vender ni una sola y entra en los bares y acepta con mansedumbre las bromas brutales de los parroquianos en seguida me imagino que yo soy él y me muero de pena, o que soy yo mismo y he acabado intentando vender alfombras en una ciudad del Camerún, por ejemplo, y me dan ganas de invitarlo a café y comprárselas todas, y hasta de hacerme amigo suyo para que el hombre no se sienta tan solo y rodeado de racistas.

Pues más o menos así iba yo aquella mañana por la ciudad vacía, preguntándome cómo ocuparía el tiempo hasta las once o las doce, una hora razonable para llegar en domingo a una casa de familia, mirando escaparates y con mi bolsa llena de regalos, naves espaciales con luces giratorias para los hijos de Félix, una botella de malta libre de impuestos para él, un frasco de perfume para Lola, desalentado, nervioso, porque llegar a los sitios me deprime tanto como me excita irme de ellos, cargando no alfombras, sino horas muertas de tedio: el tiempo es como un traje que siempre me cae mal, se me queda corto y ando desesperado, o de pronto me sobra y no sé qué hacer con él. Leí no sé cuántos periódicos, desayuné varias veces, vi familias madrugadoras que se dirigían a misa y caballeros de barriga opulenta bajo la chaquetilla del chándal que llevaban grandes roscas de churros, me pregunté, como de costumbre, qué estaba haciendo yo allí, me lo pregunto siempre y el charlatán neurótico que va conmigo a todas partes no suele ofrecerme una contestación satisfactoria, me lo pregunté más que nunca dos meses más tarde en el Homestead Hotel, mientras desayunaba sin poder quitar los ojos de la señorita fantasma que tocaba
La muerte y la doncella
en las noches de viento, y después en la fiesta que nos dieron en un salón de la universidad, cuando fui rescatado por los organizadores al fin visibles del simposium y me encontré sonriendo con una copa de jerez en la mano y hablando del tiempo con diversos profesores y autoridades que tenían la sonrisa tan envuelta en celofán como un sandwich de pepino y giraban de un grupo a otro con esos pasos de ballet que dan los anglosajones en los
parties,
acabo mareándome, me quedo solo entre grupos que hablan, miro con atención el fondo de mi vaso y mi sombra se acerca para no dejarme solo y me hace en voz baja la pregunta, qué estás haciendo aquí, qué tienes tú que ver con nadie, eso era lo que me decía mi padre para alejarme de los malos amigos, qué hago yo en una cabina de traducción del Parlamento Europeo, en el aeropuerto de Chicago o en el de Frankfurt, qué hago dando vueltas como un indigente en Granada, por la mañana temprano, bebiendo cafés que no me apetecen y fumando cigarrillos que me sientan como un tiro, mirando el reloj, haciendo hora, escuchando con perfecta educación los desvaríos de un taxista que seguramente tampoco ha dormido en toda la noche y le tiene rabia al mundo. Me deja cerca de las doce junto al edificio donde vive Félix y todavía no me decido a llamar, como si fuera un vendedor a domicilio, otro gremio que suele sumirme en la desdicha solidaria y culpable, se me parte el corazón cuando tengo que armarme de carácter para no comprar un acristalador de suelos o una enciclopedia de medicina familiar. Salí del ascensor y Félix ya estaba en la puerta del piso, con aquella sonrisa tan inalterable como su manera de hablar o de vestirse, cantándome la bienvenida de
Luisa Fernanda,
nos dimos un abrazo sin demasiada efusión, porque los dos somos muy tímidos, y me dijo que por qué había tardado tanto, que ya temían él y Lola que hubiera perdido el tren, y nada más entrar en el pasillo de su casa empecé a notar la cálida sensación de que al menos durante unas pocas horas no estaría del todo fuera de lugar, aunque me intimidaran aquellas habitaciones tan vividas y tan ordenadas, los cuadros en las paredes, los muebles, las cortinas, la biblioteca llena de volúmenes y las estanterías de los discos de Félix, todo con una densidad algo opresiva, con un olor a limpieza, a ropa bien doblada en los armarios, a ambientador tenue en el cuarto de baño, y en medio, sentado frente a mí en el sofá, sirviéndome una cerveza sobre la mesa baja de cristal reluciente, mi amigo Félix, idéntico a mis recuerdos de los últimos diez o quince años, sólo un poco más gordo, hasta con el mismo peinado, fornido y grande pero con un cierto aire infantil en la cara, con una rebeca de lana que sin duda le había tejido su madre, en zapatillas, recostándose tan confortablemente en su discreta prosperidad como cuando éramos niños y se sentaba por las tardes en un escalón de la calle Fuente de las Risas a merendar un hoyo de pan y aceite o una onza terrosa de chocolate. Lola había ido a dejar a los niños en casa de sus padres, me dijo, para que comiéramos tranquilos, tú no estás acostumbrado y seguro que los niños te ponen nervioso: me pareció que lo decía con un poco de distancia o cautela, se levantó para poner un disco y cuando volvió a sentarse silbaba la melodía y llenó mi vaso de cerveza sin mirarme a los ojos.

Pensé con remordimiento y temor que en los últimos tiempos no había cuidado su amistad, que tal vez él y yo confiábamos demasiado en la permanencia de antiguas complicidades gastadas poco a poco por la lejanía y la desidia: qué sabemos ahora el uno del otro, qué tienen que ver nuestras dos vidas. Él da clases de lingüística en la universidad, lee griego y latín, investiga no sé qué códigos o misterios sintácticos para programar ordenadores y sus dos únicas devociones aproximadamente pasionales son su diario cifrado y los compositores del barroco, pasa las Navidades y la Semana Santa en Mágina, alquila todos los veranos un pequeño chalet en la costa, me lo quedo mirando y lo veo tan distinto a mí y me pregunto siempre qué tenemos en común y por qué es mi mejor amigo desde hace casi treinta años. Sin duda él se hacía la misma pregunta aquella mañana, pero la cerveza y la música nos animaban lentamente, y recordábamos palabras como contraseñas, apodos tremendos, expresiones de Mágina, los disparates que sigue escribiendo Lorencito Quesada en
Singladura,
nos mirábamos de soslayo echándonos a reír, pues nos bastaban uno o dos gestos o la entonación de una frase para reconocernos, y cuando volvió Lola ya teníamos los ojos brillantes, de risa y de cerveza, porque Félix acababa de recitarme de memoria el soneto anónimo a Carnicerito de Mágina, del que yo ya ni me acordaba. Había en toda la casa una luz limpia de mañana de domingo que me parecía dotada de una transparencia semejante a la de la música que escuchábamos, unos conciertos para oboe de Haendel, me explicó Félix, una música que lo llenaba todo de una felicidad delicada y enérgica y actuaba sobre mí como aquellas cervezas un poco prematuras que estábamos bebiendo y como el sonido de la risa. Félix preparaba unos aperitivos en el mostrador de la cocina y Lola nos miraba a los dos echada en la pared, sonriendo, con los brazos cruzados y un cigarrillo en la mano, con simpatía y un poco de indulgencia, dónde vives ahora, me preguntó, con quién vives, cuántos días vas a quedarte con nosotros, y cuando le contesté que me marchaba aquella misma noche Félix movió la cabeza mientras examinaba la disposición de los vasos y los pequeños platos de las tapas que había estado preparando y dijo sin mirarme: «Nunca cambiará. Yo creo que llega a los sitios nada más que para irse cuanto antes de ellos.»

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