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Authors: Antonio Muñoz Molina

El jinete polaco (55 page)

BOOK: El jinete polaco
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Tranquilo, interrumpe la sombra, vámonos de aquí, o como dice Félix cuando lleva unas copas y oscila, tan grande, y parece que va a caer al suelo como una estatua de la isla de Pascua: Max, no te pongas estupendo. Pero no se marcha todavía, deambula de una sala a otra como por las habitaciones de una casa recién abandonada, aturdido por la fatiga y el hambre, por tantas horas de soledad, con ese sonambulismo que lo gana fatalmente en los museos, en los aeropuertos y en los supermercados, y entonces ve, primero sin atención y de soslayo, luego deteniéndose, como cuando cree reconocer en una calle extranjera la cara de alguien de Mágina y tarda un segundo en darse cuenta de que es imposible, un cuadro más bien oscuro, que le da la inmediata impresión de no parecerse a ningún otro cuadro del mundo: un hombre joven, cabalgando sobre un caballo blanco, de noche, con un gorro de aire tártaro, delante de una colina en la que se distingue con dificultad la forma de una torre ancha y baja o de un castillo. Se acerca para mirar el título, Rembrandt,
The Polish rider,
pero tiene que apartarse otra vez porque la luz se refleja en la superficie oscura y brillante del lienzo. Es el cuadro más raro que ha visto en su vida, aunque no sabe explicarse por qué, es muy raro pero también lo encuentra familiar, como si lo hubiera visto en un sueño olvidado, no hace mucho, pero uno no sueña con algo que verá dentro de unos meses, no reconoce y extraña al mismo tiempo y con la misma certidumbre, no es alcanzado de improviso por un sentimiento de pérdida y de felicidad que le forma un nudo en la garganta y que hasta ahora sólo le han deparado con absoluta plenitud unas pocas canciones: como si el tiempo y la realidad no contaran, como si no estuviera solo en Nueva York en una mañana helada de enero, a punto de volar hacia una ciudad inhóspita de Europa y de cumplir treinta y cinco años y de seguir aceptando una vida en la que ya no se reconoce y que le importa tanto como la del desconocido que habita el apartamento de al lado. Está seguro, ha soñado con ese jinete, lo hace feliz y le da terror, como las historias que su abuelo Manuel le contaba, los juancaballos bajando de la Sierra en los amaneceres de invierno, el regreso a Mágina desde el campo de concentración entre montañas tan oscuras como las que se ven en el cuadro, las hogueras lejanas en las noches de San Juan, porque detrás del jinete se vislumbra un fuego encendido, los cascos de un caballo resonando hondamente en la tierra, quiere irse pero unos pasos más allá se vuelve y continúa mirando, no puede tolerar la tensión imposible que le ha agudizado la memoria, dónde lo he visto, cuándo: se acuerda de que durante años le ocurrió algo parecido, veía un cesto o un baúl de mimbre y le daba pavor, imaginaba en seguida espadas curvas atravesándolo y manchas de sangre que brotaban de él, y de pronto una noche, viendo medio dormido la televisión, descubrió que esa imagen no era el recuerdo de un sueño, sino de una película a la que lo llevaron en la infancia, la misma que estaban poniendo ahora,
El tigre de Esnapur,
y en su apartamento de Bruselas se le despertó todo el miedo pero también toda la inocencia y la felicidad de entonces. Puede que esté acordándose de una película o de la ilustración de un libro, esa torre en la cima de la montaña, el castillo de los Cárpatos, el castillo de irás y no volverás, el jinete ha golpeado las aldabas de bronce y no le ha respondido más que el eco, o ha visto la torre mientras cabalgaba y ha renunciado de antemano a la posibilidad de buscar refugio o de aceptar unas horas de descanso, pues no quiere interrumpir su viaje, no quiere bajar del caballo ni despojarse del gorro tártaro ni del carcaj que lleva a la espalda ni del arco colgado de su montura para combatir quién sabe en qué guerra, para arrojarse a qué furiosa cacería, en qué estepas tan ilimitadas como las que atravesaba sin detenerse nunca Miguel Strogoff, el correo del zar, que en el curso de su viaje secreto conoció en un tren a una muchacha rubia y la perdió y la volvió a encontrar y fue salvado por ella cuando ya no podía verla porque unos tártaros salvajes le habían quemado los ojos con un sable candente.

Lo acucia el reloj, tiene que irse y le da la espalda al jinete polaco, y en el umbral de la sala piensa que quizá no lo vea nunca más y se vuelve por última vez, pero desde esa distancia la luz se refleja como una pantalla opaca sobre el cuadro y él no puede repetir en sí mismo la conmoción de unos segundos antes, de nuevo es el que era cuando aún no lo había mirado, y el regreso tan rápido a un estado anterior se parece un poco a la decepción sexual y al descrédito que la luz del día arroja sobre el entusiasmo de la noche pasada. Al salir se despide del autorretrato de Murillo como de un compatriota que permanecerá solo en el exilio, vuelve a ponerse la bufanda, el gorro de lana, las orejeras y los guantes, ya son las dos, en la calle hace menos frío y no sopla desde el East River ese viento homicida como un filo de navaja, ha empezado a nevar, se baja el gorro hasta las cejas, alza las solapas del chaquetón, se tapa la boca con la bufanda y los hilos de lana, húmedos de vaho, le rozan la punta de la nariz y le sugieren un confort de invierno antiguo, las nubes bajas y blancas han convertido Nueva York en una ciudad horizontal, parece Londres, pero se distinguen entre la bruma, sobre las arboledas de Central Park, las siluetas ahora ingrávidas y las luces encendidas de los rascacielos, y como sabe que va a irse se concede un poco de prematura nostalgia, acentuada luego cuando limpia de vaho el cristal de la ventanilla del taxi donde vuelve al hotel y mira a la gente vestida de invierno en las aceras, imaginando ya sin convicción, por una incrédula costumbre, que ve pasar a la rubia Allison con su gabardina verde oscuro y con esos andares tan poco neoyorquinos que tenía, una prisa desganada y escéptica o una tranquila dejadez, como de vivir a su aire y aparecer sonriendo en el último minuto, si aparecieras ahora, si estuvieras esperando bajo la marquesina del hotel, con los hombros encogidos de frío y las manos hundidas en los bolsillos y el pelo rubio y suelto alrededor de la cara, si al entrar yo en el vestíbulo te levantaras del sofá donde has estado esperando y vinieras hacia mí como he deseado desde hace no sé cuántos años que se me acerquen las mujeres que me gustan, pero bajo la marquesina no hay más que un portero que procura quitarse a pisotones el frío de los pies y en los divanes del vestíbulo se aburren los preceptivos japoneses y nórdicos y algún gordo o gorda montañoso de piel rosada y boca rumiante. No hay ningún mensaje para él, dice la chica colombiana o cubana del mostrador, de sonrisa irrompible, gradualmente ofensiva en su indiferencia, floreciente bajo la luz cruda y dorada como una planta lujuriosa de plástico, y no ha tenido que repasar su cuaderno de notas ni ha tecleado en el ordenador antes de repetir su sonriente negativa, nada más verlo entrar quitándose las orejeras y el gorro y sacudiéndose la nieve de los hombros se ha erguido en su traje de chaqueta color naranja eléctrico para decirle limpiamente que no, mirándolo de arriba abajo como si considerara imposible que alguien deje un recado para él y le conceda así el privilegio de la existencia. Le da las gracias, sin embargo, con un residuo de entereza, incluso responde a la espectacular sonrisa colombiana con una deficiente sonrisa española, pero la chica, en vez de entregarle su llave, la deja desdeñosamente sobre el mostrador mientras vira sonriendo hacia otro cliente, para quien sin duda sí que habrá mensajes, telegramas cifrados sobre operaciones financieras, cartas de amor, citas de negocios, un hombre mucho más alto y mejor vestido que él que lleva el abrigo como una túnica senatorial y ostenta una figura de ángulos tan eficaces como los de su cartera de piel y los de la tarjeta de crédito dorada que brilla sobre el mármol del mostrador. Ángulos y filos, pasos en línea recta y ademanes geométricos, piensa mientras se dirige a los ascensores, gente grande y rubia que se cruza en ángulo recto como las calles y los automóviles, hombres y mujeres tan seguros de ser obedecidos que no tienen un instante de duda ni ante las puertas automáticas, que avanzan fieramente y sin mirar ante sí porque van por su derecha y no conciben que nadie incumpla las normas de la circulación y choque con ellos, y si eso ocurre, si un incauto camina a menos velocidad o se descuida mirando un escaparate y ocupa el lado izquierdo, lo embisten sin misericordia, sin maldad, murmurando
excuse me
mientras le hunden en las costillas el ángulo del codo o de la cartera y lo miran con los ojos helados, como los marcianos de esa película que le contó Félix, tienen figura humana y hablan como nosotros y sólo se distinguen por el fanatismo vacío de sus pupilas, o porque tienen un ojo oculto debajo del pelo del cogote o un meñique rígido, y poco a poco se apoderan del mundo, sin que se dé cuenta nadie, a quien los descubre lo eliminan o lo hechizan para que mire y sea como ellos. En todo Nueva York sólo queda un hombre que no haya sido contagiado, no puede confiar en nadie, nada más que en una mujer tan fugitiva y sola como él mismo, pero no sabe dónde está, se ha citado con ella y no aparece, le ha dejado docenas de mensajes en su contestador automático y nada, habrá tenido que escapar sin tiempo de avisarle, habrá sucumbido a los invasores, a la invasión de los ladrones de cuerpos, así decía Félix que se llamaba la película. Se mira en el espejo del ascensor, entre las caras anglosajonas y japonesas que lo rodean, y se pregunta si notarán los otros que no es como ellos, si detendrán el ascensor entre dos pisos y lo rodearán mirándolo sin parpadear con sus ojos de peces y le dirán
excuse me
antes de que uno de ellos abra su maletín y le administre una inyección somnífera, pero no es su imaginación desatada y pueril, a quien se le cuenten las tonterías que está siempre pensando, es que lo miran, los diminutos japoneses desde abajo y los anglosajones desde las cimas albinas de sus estaturas, lo están mirando y la puerta del ascensor está abierta y nadie sale, pues fue él quien pulsó el botón del cuarto piso y los otros esperan a que salga, cuando se da cuenta se pone colorado y procura abrirse paso diciendo
excuse me
y temiendo que la puerta automática se cierre cuando él vaya a cruzarla, atrapándole un brazo o una pierna, le parece que los otros se hacen señas entre sí y cabecean lamentando los inconvenientes que les causa su estupidez española.

Se encierra con alivio en la habitación, enciende un cigarrillo y lo apaga en seguida, hay que marcharse cuanto antes, mira por la ventana las plataformas del aparcamiento que ha sido su paisaje más familiar de Nueva York en los últimos días y escucha el runrún perpetuo semejante a un émbolo o a un latido hidráulico que no le dejaba dormir por las noches, ya tiene preparadas la maleta y la bolsa, cuenta el dinero, se asegura de que lleva el pasaporte y el billete de avión, pero qué susto, ha tardado casi un minuto en encontrarlos, entre tantos bolsillos, mira el teléfono, levanta el auricular y vuelve a dejarlo sin oír siquiera la señal, no hay tiempo, y aunque lo hubiera da lo mismo, lo único que quiere es marcharse de allí. En el ascensor un botones observa la maleta calculando su peso y no hace el menor ademán de ayudarle, y la chica de recepción sonríe cuando él le entrega la llave como si se felicitara a sí misma por no tener que verlo más, siempre pasa lo mismo en los viajes solitarios, que se ve uno rodeado de posibles enemigos. Pero la camarera que viene a atenderlo en la cafetería es una señora gorda y afable, con un acento de español del Caribe, y le pregunta qué va a tomar tan afectuosamente que le dan ganas de abrazarla. Mira la calle y la nieve tras el cristal empañado mientras espera la comida, más sereno ahora, como acogido transitoriamente por la actitud de la camarera, porque vive en el aire y depende sin remedio de la simpatía de los desconocidos, mira con alarma el reloj y se vuelve hacia la barra temiendo que a pesar de todo se hayan olvidado de su plato, y en la puerta de cristales que separa la cafetería del vestíbulo hay una mujer que parece estar buscando nerviosamente a alguien, recién llegada de la calle, con la cara sudorosa o mojada por la nieve, con un sombrero marrón en la mano y una gabardina verde oscuro. La mira inmóvil unos segundos antes de que ella lo vea, pero hay algo que ha cambiado en su cara y no sabe lo que es, sólo está seguro de haber visto a Allison cuando ella lo descubre y cruza entre las mesas sin que él se haya movido todavía y le sonríe con sus labios pintados de rojo, con una sonrisa en la que participan no sólo su boca y sus pupilas, sino todos los rasgos de su cara, los colores de su ropa, su manera de andar, el olor a invierno y a colonia de su pelo y de sus mejillas frías, de todo el cuerpo que se estrecha contra el suyo mientras la camarera caribeña permanece junto a ellos con una expresión desconcertada y jovial y una bandeja entre las manos.

Me recuerdo mirándome los ojos en el retrovisor, un fragmento de mi cara ovalado como un antifaz, tocándome la barbilla áspera, primero inerte en el interior iluminado del coche, de espaldas a la carretera, de donde venía una trepidación de motores de camiones, en medio de una extensión de tinieblas punteada a lo lejos por las luces de un pueblo, bajo un cielo en el que la Vía Láctea resplandecía con un brillo de escarcha, y luego, poco a poco, temblando, temblando como yo no he temblado nunca, al principio podía apretar las mandíbulas y contener el ruido extraño y mecánico de los dientes, sonaban como una máquina de coser, y cerraba las dos manos sobre el volante para que no se agitaran, fiero el temblor se extendía en oleadas por todo mi cuerpo, la calefacción del coche había dejado de funcionar y el frío estaba subiéndome desde las plantas de los pies, veía mi cara en el espejo moviéndose de un lado a otro como si negara, sujetaba el volante hasta que me dolían los nudillos y se hacía más violento el temblor de los brazos, apretaba los párpados para no ver las sacudidas de mi cabeza y tenía que abrir en seguida los ojos porque me cegaban en la oscuridad los faros del camión, busqué el tabaco y no lo encontraba, extraje un cigarrillo hincando las uñas en el filtro y me costó llevármelo a los labios, y cuando lo tuve en ellos no me acordaba de encenderlo, aproximar a él la llama del mechero requería una paciencia y una precisión imposibles, alguien hablaba como si nada en la radio, una mujer, como si yo no existiera y no hubiera estado a punto de morir, en la guantera había guardado una petaca de whisky, me quemó los labios y el paladar, y cuando se mezcló en la saliva a la nicotina tuve náuseas, abrí la puerta del coche y volqué medio cuerpo hacia el exterior, que olía a tierra helada, sin quitarme el cigarrillo de la boca, contorsionado en una postura que hacía más doloroso el temblor, sofocado por el humo, pero el filtro se me había adherido a los labios y no podía escupirlo, me lo arranqué como desprendiéndome de una materia pegajosa, vi la brasa apagándose sobre un grumo de tierra, ahora el temblor era más suave, pero todavía continuo, y el aire quieto y frío me aliviaba. Si yo hubiera muerto no habría sucedido la menor modificación en toda la amplitud de la noche, esa mujer que hablaba en la radio habría seguido presentando canciones, mis abuelos roncarían acompasadamente en su cama, mi madre se agitaría en sueños, porque duerme muy mal y tiene pesadillas, mi padre habría llegado al mercado de mayoristas, a las afueras de Mágina, y estaría cargando cajas de hortaliza en su furgoneta nueva. No pensaba estas cosas, las veía tan claramente como vi a mis padres, a mis abuelos y a mi hermana sentados alrededor de la mesa camilla cuando me acercaba en línea recta y a más de cien kilómetros por hora hacia los faros del camión y notaba un gusto amargo en la boca que debía de ser el sabor anticipado de la muerte, y más tarde, mientras el coche rompía la valla metálica de protección y daba tumbos sin gobierno sobre las crestas de los surcos, yo me aferraba al volante y me preguntaba con un residuo de lucidez y frialdad cuándo vendría una sacudida que me lo hundiera en el pecho y que arrojara mi cabeza contra el parabrisas, y otra parte de mí escuchaba la radio y notaba en el cuello el roce del cinturón de seguridad, tal vez en el instante de morir ocurra eso, una disgregación de identidades que vuelva simultáneos el espanto y la serenidad, la lejanía absoluta y la mordedura física del dolor, la conciencia de todo lo que uno ha sido y lo que va a perder, el tiempo abolido y a la vez rompiéndose como las apariencias firmes de la realidad y deshecho en esquirlas de angustiosos segundos.

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