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Authors: Antonio Muñoz Molina

El jinete polaco (48 page)

BOOK: El jinete polaco
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Yo nunca lo había oído recordar nada en voz alta: sabía de memoria todo lo que estaba contándome, porque me lo habían repetido muchas veces mi madre y mi abuela Leonor, pero yo no pensaba que a él le importaran los recuerdos, o que pudiera invocarlos con aquella fijeza de ternura y de pudor en los ojos. Y sin embargo eso no me hacía sentirme próximo a él: me desconcertaba, instintivamente me retraía y lo dejaba hablar con la cabeza baja, incómodo, para no mirarlo. Era una mañana de domingo nublada y sin lluvia, y las fachadas de Madrid, oscurecidas por el humo de los coches, tenían la misma grisura monótona del cielo. Yo me acordaba de las paredes blancas de Mágina, del brillo del sol en las piedras color arena de los palacios antiguos. Bajamos a la plaza de España y mi padre dobló el cuello hacia arriba y se apoyó en mi hombro para admirar la altura de la Torre de Madrid. Me explicó con satisfacción los detalles de su viaje en el Metro, el transbordo en Sol, lo atento que iba a los nombres de las estaciones para no pasarse, el cuidado que tenía al subir y bajar de los trenes, la precaución necesaria de guardar la cartera en un bolsillo interior para que no se la robaran. Fingí interesarme por la huerta y por la cosecha de aceituna: me dijo, como decían todos los años, que la cosecha era un desastre porque ya no llovía como en otros tiempos. Se sorprendió al ver los olivos de la plaza de España: se acercó a ellos con el mismo asombro con que habría saludado a un paisano, tocó una rama, arrancó un cogollo de hojas curvas y afiladas y lo estudió con desdén en la palma de su mano: eran olivos enfermos, envenenados por el humo de la gasolina y la proximidad de la gente. Antes de que se inventaran los pesticidas, los olivos sólo podían plantarse a una cierta distancia de los lugares habitados. «Les pasa lo que a mí», dijo, se quedó mirando las estatuas de don Quijote y Sancho y tiró el cogollo al estanque, «que se ponen mustios donde hay mucha gente». La figura de Sancho le gustó: «¿A que se parece un poco al teniente Chamorro? Y la burra es igual que la suya.» Venía un viento muy frío del parque del Oeste. Se abotonó el abrigo, se frotó las manos, dijo que seguro que me iba a resfriar con los vaqueros y el anorak azul marino. «Por lo menos el cogote sí que lo llevarás caliente»: era una manera de decirme que tenía el pelo demasiado largo.

Subimos por la Gran Vía, casi desierta a aquella hora, con tan poco tráfico que parecía desolada y más ancha, ilimitada hacia lo alto, hacia los edificios de Callao y las marquesinas descomunales de los cines. «He pensado que voy a vender la huerta», dijo mi padre después de un rato de silencio. Sentía al mirarlo que se había modificado la escala del mundo: yo era más alto que él, pero sobre todo lo empequeñecían las dimensiones de Madrid, porque hasta entonces yo únicamente lo había visto en Mágina, en los mismos lugares que fueron magnificados por la mirada de la infancia. «Yo solo ya no tengo fuerzas para tanto trabajo, y dice el médico que cualquier día puede darme otra vez el dolor.» No me hacía un reproche por haberlo abandonado: se rendía melancólicamente a la evidencia del cambio de los tiempos, aceptaba que ya no era joven y que mi porvenir no iba a parecerse al que él imaginó. Pero yo no sabía qué decirle ni cómo pasar a solas con él un día entero, un domingo largo y vacío que iba a durar hasta que esa noche, a las once, lo despidiera en el tren. Era un andarín incansable: le propuse que fuéramos caminando hasta el Retiro. Junto a la boca de Metro de Callao se detuvo a mirar el mapa de Madrid y sacó del bolsillo un papel donde tenía apuntada una dirección: «A ver si eres capaz de llevarme a estas señas. Se me ha ocurrido que podemos hacerle una visita a mi primo Rafael.»

Conseguí no enredarme demasiado con los itinerarios de Metro y de autobús, y al cabo de dos horas una camioneta nos dejó en una plaza sin asfaltar de Leganés. Ahora sólo faltaba encontrar la casa. «Tú no te preocupes. Si no sabes ir podemos preguntar. Preguntando se llega a Roma.» El primo Rafael vivía en un bloque de diez pisos, rodeado de zanjas, de pilas de tubos de uralita, de huertos abandonados y devastados por las excavadoras. En medio de un lodazal había una casilla como la de nuestra huerta, con pesebres bajo un cobertizo, pero con las tejas hundidas y los marcos de las ventanas arrancados. «Séptimo B. Aquí es», dijo mi padre, y movió los hombros y se ajustó la corbata. Noté que había pasado miedo en el ascensor, y que disimulaba delante de mí. El piso del primo Rafael era pequeño y sombrío en la mañana invernal: el pasillo olía a comida, y en la pared había una imagen de Jesús Nazareno bajo un tejadillo de plástico con dos faroles diminutos. Él y mi padre se abrazaron, y luego su mujer, despeinada, con un mandil sucio, con zapatillas viejas y calcetines de lana, salió de la cocina y nos besó a los dos y nos dijo que si queríamos tomar una copa de anís y unos borrachuelos de Mágina. Un muchacho alto y con el pelo largo cruzó fugazmente desde la terraza a una habitación interior y el primo Rafael le ordenó que viniera a saludarnos. «Venga, hombre, dale un beso a los primos.» Era más o menos de mi edad, pero tenía el pelo más largo y más granos que yo. Nos rozó la cara sin mirarnos y volvió a desaparecer, y en seguida se oyó tras una puerta cerrada una canción bronca de Slade. En el comedor, sobre el sofá de plástico donde mi padre y yo nos sentamos, había un tapiz de ciervos, y a su lado una foto enmarcada del tío Rafael. «Primo, qué lástima de mi padre, con lo bueno que era. Miro el retrato y me parece que va a hablarme.»

El primo Rafael nos preguntó metódicamente por toda la familia, se interesó por los estudios que yo había empezado, dijo que para cualquier cosa que me hiciera falta ya sabía dónde estaba él, lamentó que su hijo no quisiera estudiar, se pasaba los días encerrado en su cuarto y oyendo esa música que lo dejaba a uno sordo: me preguntó si me acordaba de cuando vivíamos en el cuarto de la viga y él iba a ver a mi padre y me hacía figuras de animales recortando las cajas de las medicinas. «Hay que ver, primo, con lo chico que era, y ya está hecho un hombre.» Se acordaron de cuando eran niños y cazaban ranas en las albercas de las huertas: había tanta hambre que ésa era la única carne que probaban. «Y no era nadie tu padre, ahí donde lo ves. Sembraba yerbabuena en las acequias y luego se la vendía a los moros de Franco para que hicieran té, y con lo que ganaba nos íbamos los dos a ver las compañías de revista.» Conservaba intacto el acento de Mágina. Miraba a mi padre con el mismo entusiasmo con que debía de mirarlo cuando la diferencia de edad, dos o tres años, lo convertía en un modelo y casi en un héroe. «Tenías que haberte venido a Madrid cuando me vine yo, primo, y dejarte del campo y de tanto sacrificio. Mira yo: ocho horas, y las extras aparte, vacaciones, paga de Navidad y del 18 de julio, y sin tener que mirar al cielo a ver si llueve o si no llueve.» Pero había en su voz, en su cara más ajada que la de mi padre, una tristeza como la del pasillo y los muebles de su casa y la luz nublada del domingo, un principio de malestar parecido al de alguien que está pensando siempre en las molestias de una enfermedad sobre la que no habla. Se ensimismaba, aunque siguiera atendiendo a lo que nosotros decíamos, escuchaba con disgusto el volumen de la música en la habitación de su hijo y en seguida se apresuraba a servirnos un poco más de anís, y luego más cerveza, y patatas fritas, y aceitunas machacadas de Mágina, aderezadas con tomillo, teníamos que quedarnos a comer, y mi padre, en lugar de volverse esa misma noche al sinvivir del mercado y de la huerta, podía pasar unos días en su casa, nos enseñaría todo Leganés, nos llevaría a un bar que era de unos paisanos, recorreríamos gratis todo Madrid en autobús, por algo él era un conductor veterano en la empresa. «Primo, no veas el dinero que ha hecho aquí la gente. Ríete tú de don Juan March y de la familia del general Orduña. ¿Has visto todos estos bloques de pisos? Pues hace nada eran huertas, y no puedes figurarte los millones que les dieron a los hortelanos. Pero ve uno esas máquinas llevándoselo todo por delante y le da no sé qué.»

Comimos unos platos tremendos de arroz con pollo condimentado a la manera de Mágina y luego fuimos a tomar café a un bar donde había una estampa de la patrona, una gran fotografía de Carnicerito y un cartel turístico en color en el que se veía la plaza del General Orduña. Anochecía cuando el primo Rafael nos acompañó a la parada de la camioneta. Le dijo orgullosamente al conductor que éramos familia suya y no tuvimos que pagar el billete de regreso a Madrid. Siguió hablando mientras esperaba a que nos fuéramos, con su viveza triste, con un aire de contrariada bondad que le hacía parecerse a la foto de su padre, en la que yo había observado la firma de Ramiro Retratista. «Primo, ¿a que no sabes que lo vi el otro día en la plaza de España? Me acerqué a saludarlo, pero no me conoció. Estaba con una de esas máquinas grandes de retratar a los turistas y a las parejas de novios. ¿Te acuerdas cuando nos retratamos en la feria subidos a su moto?» Las puertas de la camioneta se cerraron y el primo Rafael se quedó en la parada diciéndonos adiós con la mano hasta que lo perdimos de vista. Mi padre se removía en el asiento, miraba el reloj, estaba ansioso por llegar a tiempo a la estación. Eran las seis, faltaban cinco horas para la salida del tren, pero la sangre le quemaba, decía siempre, no podía remediar el miedo angustioso a llegar tarde. Desde el otro lado del pasillo, en el autobús, yo lo veía de perfil contra la ventanilla por donde se deslizaba un paisaje abismal de construcciones de hormigón y barriadas nocturnas, inquieto, digno, reconocido y previsible en cada uno de sus actos, en su manera de consultar el reloj o de acomodarse los hombros del abrigo, mirando absorto los faros que venían en dirección contraria, los semáforos intermitentes en la charolada oscuridad del asfalto, las ventanas iluminadas en los pisos más altos de los edificios. Una vez estábamos viendo en la televisión un documental sobre la guerra de Cuba y apareció la fotografía de una multitud de hombres con uniformes rayados que se congregaban en el muelle de La Habana junto a las pasarelas de un vapor. «¿Tú ves a toda esa gente?», me dijo, y yo pensé que iba a hablarme de mi bisabuelo Pedro Expósito: «Pues todos están muertos.» Cuando avisaron por los altavoces la salida del tren nosotros llevábamos ya más de una hora en Atocha. Junto al estribo, muy nervioso, queriendo sin duda contener el miedo a que el tren se marchara sin él a pesar de todas sus precauciones, me abrazó y me besó, me pasó la mano por el pelo revuelto, me dijo que comiera bien, que estudiara, que me levantara temprano, que no me metiera en política. Luego abrió la cartera y me entregó dos billetes de mil. Lo hizo con discreción, pero no sin sugerirme, por la lentitud pensativa de su gesto y la gravedad de su cara, que yo estaba en Madrid contra su voluntad y que le había costado mucho ganar aquel dinero. Subió enérgicamente al estribo en cuanto oyó el silbato. Asido a la barra, seguro de que ya no perdería el tren, dijo que iba a pedirme un solo favor. «Por lo que más quieras, aféitate esa barba.» Seguí distinguiéndolo por su pelo blanco entre las cabezas asomadas a las ventanillas cuando el tren se alejó, y luego, aliviado y un poco remordido por su ausencia, salí a la noche y al frío y a las luces distantes de Madrid.

III El jinete polaco

Nunca he hablado tanto, durante tanto tiempo, te hablo en voz alta cuando estás mirándome o cuando apagamos la luz y te cobijas contra mí y me pides que no me calle, pero sigo hablándote cuando te has dormido y te oigo respirar, y cuando me despierto por la mañana y has salido para comprar el periódico y me sobresalta que no estés, casi vuelvo a dormirme, me extiendo en la cama y me parece que me envuelven no sólo las sábanas y el edredón sino el calor de tu presencia, y me gusta permanecer así, durmiendo todavía pero muy cerca del despertar, mezclando las sensaciones exteriores al sueño, oigo la llave en la cerradura, la cautela de tus pasos, el ruido del agua en el fregadero, el de las tazas y el exprimidor de zumo, huelo el pan tostado y el café, abro los ojos y te veo de espaldas al otro lado del pasillo, en la cocina con la puerta entornada, te apartas el pelo sujetándolo a un lado con los dedos extendidos y veo tu perfil ensimismado en la disposición de las tazas, los vasos de zumo y la cafetera sobre la bandeja, muy pensativa, como si no estuvieras segura de que no falta nada, pasas ante la puerta del dormitorio, tal vez creyéndome dormido, y sé que vas a poner un disco, te gusta comenzar las mañanas con Aretha Franklin o Sam Cook o los Beatles, aunque también a veces con Miguel de Molina o Concha Piquer, con una fuga cristalina de Bach, y mientras vienes sosteniendo la bandeja con miedo a que se te caiga yo estoy ya despierto y vuelvo a hablarte, te cuento perezosamente un sueño que he tenido, observo que añades la leche muy caliente a mi taza de café y que sin preguntarme le pones dos cucharadas de azúcar y me doy cuenta de que ya hemos adquirido costumbres, en tan pocos días, me extraña y lo agradezco, igual que me extraña oírme hablar tanto tiempo seguido, tan reflexivamente, tan despacio, con una precisión que he aprendido de ti, hablar en voz alta de mí mismo y de mi propia vida, nunca lo hice hasta ahora, tal vez porque nadie me ha hecho tantas preguntas como tú.

Prefería callarme, escuchar a otros, mirarlos y espiarlos, he usado mi voz para inventar o mentir o para enmascararme en las voces de los otros, para decir lo que ellos querían que dijera o lo que yo consideraba conveniente, he dicho palabras de amor y no he estado seguro de que fueran verdad, pero he procurado creérmelas mientras las decía, he vivido fuera de mí mismo, en una fronda de palabras, he salido de mí para perderme en ellas igual que salía de mi casa para no soportar la soledad y buscaba urgentemente a alguien, quien fuera, amigos o mujeres, bares donde las carcajadas y la música me aturdieran la conciencia, donde pudiera oír palabras a mi alrededor que yo perseguía sin motivo igual que persigo las que suenan velozmente en los auriculares cuando estoy encerrado en la cabina de traducción, fragmentos de conversaciones o discursos, cientos de miles, millones de palabras pronunciadas al mismo tiempo en cuatro o cinco idiomas, y ninguna tenía nada que ver conmigo ni con ninguna clase de verdad, dejaba de oírlas y volvía al mismo silencio del que había escapado, me desesperaban pero no era capaz de vivir cuando se extinguían, me daba miedo no escuchar, como un ciego que descubre que lo han dejado solo, ponía un disco, conectaba la radio, me quedaba quieto para escuchar las voces del apartamento contiguo, establecía diálogos prolijos con mi propia sombra, me daba órdenes y consejos, no vuelvas a ver más a esa mujer, no tomes otra copa, acuérdate de sacar la bolsa de basura, levántate, que son las nueve menos veinte, no te pierdas a la rubia que acaba de entrar en el comedor, o le hablaba imaginariamente a Félix por teléfono, le escribía cartas que nunca llegaron al papel, adoptaba otra voz, hablaba con alguien y se me contagiaba su acento, pero me pasa lo mismo con las opiniones o los estados de ánimo de otros, que se me contagian en seguida, por eso no soy capaz de sostener una discusión sin ponerme de parte del que está en contra mía ni me cuesta ningún trabajo aprender un idioma ni imitar una voz, Félix dice que podría haberme ganado la vida de ventrílocuo, es como viajar a otro país sin moverse, como cambiar de alma y de memoria, hasta de identidad, y a mí la mía se me escapa en cuanto me descuido, no sé quedarme en la primera persona del singular, y si es la del plural no la he usado casi nunca, creo que sólo ahora puedo decir yo y nosotros sin sentirme un falsificador o desear escaparme, sin inventar lo que digo y a quién. Pero me dan miedo esas palabras, nunca y ahora, a los amantes les gusta mucho repetirlas, seguro que tú y yo se las hemos dicho a otros, nunca he querido a nadie como a ti, ahora soy más feliz que nunca, nunca he gozado tanto, yo las odiaba cuando me encontré contigo, había decidido curarme del amor, más o menos como el que se quita del tabaco, me sublevaba su prestigio, su vacuidad, su omnipresencia, todas las canciones y todos los libros y todas las películas mareando el amor, en todos los idiomas, todos los amantes jurándose nunca y nunca más y sólo ahora y para siempre, todo el mundo esperando el amor, o fingiéndolo, o haciéndolo, o echándolo de menos, o sufriendo rabiosamente por él, por nada, por haber leído libros o escuchado canciones donde la gente se enamora, muriéndose por lograrlo cuando no lo tienen, pagando y mintiendo y humillándose para conseguirlo, asfixiándose de tedio, de desengaño o de simples ganas de huir o de quedarse solos en la cama cuando lo alcanzaban, falsificando caricias y orgasmos, qué palabra, deberían prohibirla, aunque hay un bolero que se llama crudamente así, gimiendo como perros, disimulando la indiferencia o el asco en la oscuridad, fumando luego en la cama mientras guardan silencio porque no saben qué decirse o porque si abren la boca no podrán contener el bostezo, o peor aún, comentando juiciosamente las miserables peripecias para ennoblecerlas con la vaselina de la sinceridad, repitiendo posturas o palabras que han aprendido en un vídeo pornográfico, perversiones modestas, acuñando groseros diminutivos que los harían enrojecer de vergüenza ajena si se los oyeran a otros, imaginando con los ojos cerrados que abrazan otro cuerpo y dicen otro nombre.

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