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Authors: César Mallorquí

Tags: #Intriga, Policiaco

El juego de Caín (15 page)

BOOK: El juego de Caín
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Samuel giró la pistola y la apuntó directamente hacia mí. Intenté tragar saliva, pero tenía la boca seca.

—Y yo le repito que no puedo decírselo —contesté, haciendo auténticos esfuerzos por mantener cerrados los esfínteres—. Pero sí puedo decirle otra cosa, don Antonio: todo el mundo en mi trabajo sabe que venía a San Bernardino. Hay, además, un billete de Bogotá a Santa Marta registrado a mi nombre en Avianca, así como el contrato de alquiler de un vehículo en la oficina de Avis del aeropuerto Simón Bolívar. Si me sucediera algo, si no regresara a España o no me pusiera en contacto con mis colaboradores, éstos darían parte de mi desaparición a las autoridades de su país. Y no creo que tardasen mucho en buscarme en San Bernardino.

—Puede que no la encontrasen aquí —replicó Antonio.

—Seguro que no. Pero me parece que a usted no le interesa mucho llamar la atención de la policía o del DAS. ¿Me equivoco?

Antonio me miró durante largo rato, con el rostro inexpresivo y los ojos convertidos en dos rendijas oscuras. Debo reconocer que, durante todo el tiempo que duró su silencio, estaba segura de que nos iban a matar, pero, en vez de ello, el hombre arrojó nuestros documentos sobre la mesa y dijo:

—Mi sobrino Simón fue abatido por los militares el 12 de abril de 1997. Bien sé que Simón hizo muchas cosas equivocadas, pero era de nuestra sangre y respetamos su memoria, así que no nos gusta que vengan forasteros a hurgar en nuestro dolor. —Hizo una pausa—. Váyanse y no regresen jamás. —Luego, dirigiéndose a sus hijos, agregó—: Acompáñenles al carro y asegúrense de que se van.

Recogimos nuestra documentación y, escoltados por los tres hijos de Antonio Mochedano, abandonamos la cantina, nos dirigimos al todoterreno y subimos a él. Cuando Gutiérrez puso en marcha el motor, Samuel, que ya no llevaba la pistola a la vista, pero sí oculta bajo su camisa, nos dijo con sequedad:

—Lárguense y no vuelvan.

Gutiérrez arrancó el coche. No dijimos nada durante los ocho asfaltados kilómetros que nos separaban de la pista de tierra: sólo cuando llegamos allí y pusimos rumbo al norte, de regreso a Santa Marta, Gutiérrez dijo:

—Hemos vuelto a nacer, señora Hidalgo; iban a matarnos.

—Eso me ha parecido.

—De no decir usted lo que ha dicho… —Gutiérrez reprimió un estremecimiento y se humedeció los labios con la lengua—. Disculpe, señora, pero no esperaba esta clase de recepción y estoy un poco nervioso. Mire, no quiero ser indiscreto, pero ¿podría decirme en qué consiste este asunto?

Ladeé la cabeza y contemplé el verde y monótono paisaje que desfilaba por la ventanilla. ¿En qué consistía aquel asunto? Buena pregunta.

—No lo sé, Mario —respondí—; le juro que no lo sé. Pero al menos hemos averiguado algo.

—¿El qué, señora?

—Que Simón Mochedano está vivo.

Capítulo 10

Aquella noche dormimos en un hotel de Santa Marta y al día siguiente regresamos a Bogotá en el primer vuelo. Cuando decidí ir a San Bernardino, lo hice pensando que allí encontraría el cabo de la madeja que me conduciría a Simón Mochedano, pero no había sido así, de modo que no tenía sentido prolongar mi estancia en Colombia. Le pedí a Gutiérrez que siguiera investigando y adelanté mi billete de regreso a Madrid.

Durante el vuelo intenté poner en orden las piezas de aquel confuso puzle. Cada vez estaba más convencida de que el chantaje al que estaba siendo sometido Rubén, una estrella del fútbol internacional, guardaba relación con su hermano, un asesino y un prófugo de la justicia, pero no lograba explicarme cómo. Era perfectamente posible, incluso seguro, que Simón, estuviera donde estuviese, recibiera algún tipo de ayuda de su hermano, aunque sólo fuera económica. Pero eso no explicaba el chantaje. ¿Cuál era el secreto que amenazaba revelar el extorsionador? ¿Qué Simón Mochedano estaba vivo? Eso ya lo sabían los servicios secretos colombianos y la DEA. ¿Quizá el paradero de Simón? Absurdo: para contrarrestar esa amenaza bastaba con cambiar de escondite. Entonces, ¿qué…? Le di mil vueltas, pero no llegué a ninguna parte y, al final, sólo conseguí acabar dudando de mí misma. Puede que, después de todo, el hermano de Rubén Mochedano no estuviese relacionado con el chantaje, en cuyo caso lo único que tenía entre las manos era humo. Pero, humo o no, eso era todo lo que tenía por el momento.

El avión aterrizó en Barajas a las dos y media del viernes. Una hora más tarde entraba en mi casa, dejaba el equipaje en el dormitorio y abría las ventanas para disipar el olor a cerrado. En el contestador automático había varios mensajes grabados. Uno de ellos era de Óscar; se limitaba a pedirme que le llamase, pero de nuevo no lo hice. En vez de ello, telefoneé a Hermes y le puse al tanto de mi aventura colombiana. Cuando le conté el incidente de la cantina, mostró preocupación, aunque no volvió a mencionar el tema del guardaespaldas. Sugerí que podía pasarme por la agencia a media tarde y él insistió en que no era necesario.

—No hay nada que no pueda esperar al lunes —dijo—. Descansa todo el fin de semana, jefa. Lo necesitas.

Era cierto; necesitaba descansar. Pero no por lo que había ocurrido hasta entonces, sino por lo que iba a ocurrir durante los próximos días.

* * *

Pocas cosas hay más aburridas que leer los informes de una investigación; la mayor parte de ellos no son más que crónicas de la nada, pormenorizadas descripciones de la monotonía. Aun así, había que examinarlos con detenimiento, pues entre la morralla de datos inútiles podía ocultarse la clave para resolver un caso. De modo que pasé la mañana del lunes leyendo informe tras informe.

Los movimientos de Rubén Mochedano, según Félix y sus colegas, no se apartaban en nada de la rutina habitual. Salvo por el hecho de que no había vuelto a verse con Raquel Tena. ¿Aún seguirían enfadados…? Por lo demás, no podía decirse que el futbolista tuviera una gran vida social; durante la semana, sólo había recibido cinco visitas en su casa: tres de Martin Müller, a bordo de su flamante Mercedes S 500, y dos de un Audi TT de color plata.

También leí el informe redactado por Paco Buendía, el colaborador de la agencia al que había pedido que investigase a Müller, al fisioterapeuta Gabriel Bianchi y al masajista Marcelo Alcántara. Sobre Bianchi y Alcántara apenas había información: ambos eran argentinos y estaban a sueldo de Müller; ninguno de ellos tenía antecedentes penales. Eso era todo. En cuanto a Müller, el informe no aportaba mucho más a lo que ya me había contado Emilio Santamaría, salvo en un aspecto: al investigar las propiedades del alemán, Buendía había descubierto que Müller poseía una docena de empresas registradas, pero sólo una de ellas —Prominsa, una agencia de promociones inmobiliarias— tenía actividad, aunque aparentemente no contaba con ningún empleado en nómina. El domicilio social de la empresa se encontraba en un chalet de la calle Arturo Soria; además de este inmueble, Prominsa pagaba el alquiler del piso donde vivía Müller y el
leasing
de cuatro vehículos: el Mercedes que habitualmente conducía el alemán, un todoterreno Nissan, una furgoneta Volkswagen y un Audi TT.

Una lucecita se encendió en mi cerebro. Busqué en los informes de Félix la matrícula del Audi que había acudido en un par de ocasiones al chalet de Mochedano y la comparé con la del Audi de Prominsa. Eran la misma. Así que, además de un Mercedes, Müller también conducía un TT…

En aquel momento sonó el teléfono. Descolgué el auricular y la voz de Gabriel anunció:

—Un caballero desea verla, señora Hidalgo. Se llama Óscar Mayoral.

Di un respingo.

—¿Está aquí, en la agencia? —pregunté.

—Sí, señora. Dice que usted le conoce.

—Nos conocemos, sí. Eh… gracias, Gabriel; ahora salgo a recibirle.

Me quedé unos segundos sentada en la silla, paralizada por un súbito, aunque afortunadamente pasajero, ataque de terror y vergüenza. ¿Qué iba a decirle a Óscar? Ni idea, mejor improvisar. Me levanté, me alisé la falda, ensayé una sonrisa encantadora, carraspeé y abrí la puerta del despacho. Óscar estaba de pie, frente a la mesa de Gabriel, mirando en mi dirección con una expresión neutra; le respondí con la sonrisa encantadora que acababa de ensayar y dije:

—Qué sorpresa. Adelante, pasa.

Sin pronunciar palabra, Óscar entró en el despacho y se me quedó mirando con las cejas levantadas. La sonrisa se marchitó en mis labios. Cerré la puerta.

—Lo siento, Óscar; no he podido llamarte porque…

Me interrumpió con un gesto.

—Da igual, Carmen; no he venido por eso. Estoy aquí como cliente.

—¿Cómo cliente…?

—Eso es. Quiero contratar los servicios de tu agencia. ¿Algún problema?

Parpadeé, desconcertada.

—No, claro que no…

Me acomodé en mi sillón, frente al escritorio. Óscar cogió una silla y se sentó al otro lado.

—Quiero encontrar a una mujer desaparecida —dijo, reclinándose contra el respaldo y cruzando las piernas—. Verás, la conocí en una boda; yo era amigo del novio y ella prima de la novia. Quedamos un día, volvimos a vernos poco después, hicimos el amor, cenamos juntos al día siguiente, hicimos el amor de nuevo, y desde entonces no he vuelto a saber de ella. La he telefoneado mil veces y no me devuelve las llamadas. No sé, empiezo a estar preocupado; temo que pueda haberle sucedido algo.

Dejé escapar un suspiro.

—No, no le ha sucedido nada —musité.

—Pues entonces peor —exclamó en tono burlón—, porque eso querría decir que ha estado conmigo sólo por mi cuerpo. —Fingió un estremecimiento—. Me siento usado y tirado, como si fuera un kleenex. Me siento… sucio.

Me eché a reír. Óscar se inclinó hacia mí mirándome a los ojos.

—¿Qué sucede, Carmen? —preguntó en voz baja—. ¿He hecho o dicho algo que te haya molestado?

Sacudí la cabeza.

—No es eso, Óscar… —comencé a decir.

Pero entonces sonó mi móvil. Puse cara de circunstancias y contesté la llamada. Era Violeta.

—Ya está, querida —dijo mi prima en tono triunfal—; le tenemos cogido por las pelotas.

—¿A quién tenemos cogido por las pelotas?

—¿Pues a quién va a ser, reina? ¡Al chantajista! Acaba de enviarle otro
e-mail
a Rubén Mochedano.

Supongo que el
jet lag
aún hacía estragos en mi cerebro, porque durante unos segundos fui incapaz de reaccionar, como si no acabara de entender lo que me decía mi prima.

—¿Sigues ahí, Carmen?

—Sí, sí; estoy aquí.

—¿Dónde, en la agencia, en casa o en algún lugar inconfesable?

—En la agencia —respondí—. Perdona, Violeta, en este momento estoy ocupada. Te llamo dentro de un minuto.

Desconecté el móvil y le dirigí a Óscar una mirada entre avergonzada y compungida.

—Tienes trabajo —dijo él.

—Es algo muy urgente, lo siento.

—Ya. Pero sigo queriendo hablar contigo. ¿Podemos vernos más tarde?

Dudé, aunque apenas una fracción de segundo.

—Claro —asentí—. ¿Quedamos a las ocho?

—¿Dónde?

—¿Me recoges aquí?

—Muy bien. Entonces, hasta luego.

Óscar se despidió de mí con una sonrisa y salió del despacho. Le observé mientras cerraba la puerta a su espalda y luego escuché el ruido de sus pasos alejándose. Entonces se apoderó de mí una tumultuosa mezcla de alegría, culpabilidad, miedo e incertidumbre; demasiadas emociones para experimentarlas a la vez, así que inspiré, resoplé un par de veces y llamé a Violeta.

—Te acabo de mandar un
e-mail
con el mensaje del chantajista, querida —me dijo nada más descolgar—. Échale un vistazo.

Abrí Outlook, desencripté el archivo y leí el correo electrónico que contenía.

De:
[email protected]

Enviado el:
lunes, 8 de mayo de 2006 12:34

Para:
[email protected]

Asunto:

Hasta ahora lo has hecho muy bien, Rubén. Estamos satisfechos. Pero el anterior pago sólo era un anticipo para asegurarnos de que ibas a colaborar. Como todos sabemos, tu secreto vale mucho más que 500 000 euros. En concreto, vale dos millones de euros más. Ésa es la cantidad final que deberás abonarnos para garantizar nuestro silencio. Una vez que lo hagas, no volverás a saber de nosotros.

Dispones de tres días para reunir el dinero. Los dos millones, en billetes de 100, irán en el interior de una bolsa de deporte sin ningún tipo de identificación. El próximo viernes recibirás nuevas instrucciones, así que más vale que estés atento al correo electrónico.

Recuerda: no le cuentes esto a nadie. Si hablas con la policía o con Müller, haremos público vuestro secreto, y tu hermano y tú os veréis metidos en serios problemas.

Tu hermano y tú
… Después de todo, yo tenía razón: Simón Mochedano seguía vivo y estaba de algún modo relacionado con el chantaje.

—¿Ya lo has leído, princesa? —preguntó mi prima al otro extremo de la línea telefónica.

—Sí, Violeta. Esto es exactamente lo que estaba esperando.

—Pues aún hay algo mejor. ¿Sabes desde dónde ha enviado el mensaje nuestro amigo Sinimeg? Desde Interlandia, el mismo cibercafé que usó para mandar los anteriores correos.

Ni siquiera el
jet lag
me impidió comprender las implicaciones de aquello.

—Entonces —dije, pensando al tiempo que hablaba—, el próximo correo…

—Quizá vuelva a enviarlo desde Interlandia —concluyó Violeta—. Y si es así, querida, podemos pillarle con las manos en la masa.

Capítulo 11

—Ese tipo es un chapucero —dijo Hermes mientras servía vino en las copas.

Eran las dos y media. Nos encontrábamos en la taberna de Abilio, sentados a una de las mesas cubiertas con manteles de papel a cuadros rojos y blancos, esperando a que nos sirvieran el famoso cocido de la casa. El local estaba lleno de bulliciosos parroquianos, de modo que había que alzar la voz para hacerse entender.

—¿Quién es un chapucero? —pregunté.

—El chantajista. Mantiene los mismos hábitos, conserva la misma dirección de correo electrónico, envía los mensajes desde el mismo cibercafé… Además, corre riesgos absurdos. La parte más delicada de una extorsión es la entrega del dinero. El chantajista debe hacer acto de presencia en un lugar concreto, se descubre, y ahí es donde fracasan el noventa por ciento de las extorsiones. Sin embargo, ese tipo lo va a hacer no una, sino dos veces. Si quería dos millones y medio de euros, ¿por qué no los pidió desde el principio?

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