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Authors: César Mallorquí

Tags: #Intriga, Policiaco

El juego de Caín (11 page)

BOOK: El juego de Caín
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—Lo siento.

—No importa; ocurrió hace mucho tiempo.

—¿Qué hiciste después?

—Fui a la universidad, estudié Empresariales y, cuando acabé la carrera, dediqué parte de lo que había cobrado del seguro a abrir una tienda deportiva en San Sebastián. Como ves, una vida apasionante.

—¿Y cómo acabaste en Madrid?

Un breve silencio.

—Me casé con Begoña en 1995 —respondió—. En el 97 nació nuestro hijo. Tres años después nos divorciamos y ella se quedó con la custodia de Pablo. Al año siguiente, Begoña se volvió a casar y poco después se trasladó con su marido y el niño a Madrid. Así que por eso vendí la tienda de San Sebastián y vine aquí: para poder seguir viendo a mi hijo, aunque sólo sea durante los fines de semana.

Un nuevo silencio, más prolongado que el anterior.

—El otro día, en la boda —añadió de repente—, justo antes de que tu madre y tú aparecierais, Begoña habló conmigo y me dijo que se trasladaban de nuevo, esta vez a Barcelona. Ella, su marido y, claro, Pablo.

—Por eso estabas de mal humor.

—Sí.

—¿Y qué vas a hacer?

—No lo sé. —Se giró hacia mí y me rodeó con un brazo—. ¿Sabes que haces muchas preguntas, Carmen?

—Es que soy detective.

Me besó, y luego otra vez, y otra, e hicimos el amor de nuevo. Tres cuartos de hora más tarde, cuando los dígitos luminosos del radio-despertador marcaban la una y diez de la madrugada, me levanté de la cama y dije:

—Es tarde; tengo que irme.

—¿Por qué no pasas la noche aquí? Mañana es sábado.

Negué con la cabeza.

—Tengo cosas que hacer a primera hora —mentí.

Recogí apresuradamente mi ropa y me encaminé al cuarto de baño, donde procedí a vestirme y a intentar recomponerme el peinado y el maltrecho maquillaje. Cuando regresé al dormitorio, encontré a Óscar sentado en la cama; se había puesto una camiseta y unos pantalones de deporte.

—Te acompañaré al coche —dijo, incorporándose.

—No, no hace falta —le contuve—. Escucha, Óscar, yo… En fin, esto que ha pasado ha estado muy bien…

—Mucho —asintió él.

—Y ha sido bonito…

—Sí que lo ha sido.

—Pero no significa que haya ningún compromiso entre nosotros.

—No, por supuesto.

—A fin de cuentas, somos dos adultos y…

—Carmen.

—¿Qué…?

—Mañana pasaré el día con mi hijo, pero tengo que dejarlo en casa de su madre a eso de las nueve. ¿Te apetece que salgamos a cenar?

—Claro.

Mientras conducía de regreso a casa, no dejaba de preguntarme por qué no me había quedado a dormir con Óscar. Por miedo, concluí sin necesidad de meditarlo mucho. Miedo a volver a enamorarme, porque el amor siempre acaba doliendo, miedo a creer que tienes algo y descubrir que no tienes nada, miedo a la desilusión, miedo al fracaso. A los veinte años puedes permitirte el lujo de acumular errores y derrotas, pero cuando inicias el camino hacia la mediana edad comienzas a preguntarte si ese error, esa derrota, no será la definitiva.

Exhalé una bocanada de aire y sacudí la cabeza. No seas tonta, Carmen, me dije; no le conoces, no sabes nada de él. Lo único que ha ocurrido es que te has acostado con un hombre guapo y agradable, eso es todo.

El problema era que ese hombre en concreto me gustaba bastante más de lo que yo misma estaba dispuesta a reconocer.

Capítulo 7

El sábado, Emilio Santamaría llamó por teléfono para decirme que las entrevistas con los jugadores comenzarían el martes. Agregó que iba a mandarme por mensajero dos entradas para el partido del domingo, por si quería ver a Mochedano en directo. El azar quiso que aquel encuentro enfrentara al Deportivo de Chamartín con la Real Sociedad.

Por la noche cené con Óscar en un restaurante oriental y después fuimos a tomar una copa a un atestado local de moda. Luego nos dirigimos al chalet de Pozuelo e hicimos de nuevo el amor. Tampoco me quedé a dormir, pero estuve tentada de comentarle lo de las entradas. Al final no lo hice y, al día siguiente, llamé a Hermes para invitarle a presenciar conmigo el partido.

Era la primera vez en mi vida que asistía a un encuentro de fútbol y, para ser sincera, no me quedaron ganas de repetir, porque me aburrí mortalmente. Al principio pensé que aquel tedio se debía a mi desconocimiento del juego, pero Hermes reconoció que había sido un partido soporífero. Ganó el Chamartín por dos a cero, pero ninguno de los goles se pareció ni remotamente a lo que había visto hacer a Maradona. Uno fue de penalti y otro el resultado de una confusa jugada que concluyó en autogol por parte de uno de los defensas de la Real. En cuanto a Mochedano, creo que no llegó a tocar la pelota más de tres o cuatro veces. Jugó tan mal —o, mejor dicho, tan poco— que a los treinta minutos el entrenador le sustituyó por otro jugador.

Cuando concluyó el partido, encontré a Emilio Santamaría esperándome en la doble puerta que conducía a las escaleras de salida. Nos apartamos de las riadas de personas que abandonaban el estadio y le presenté a Hermes.

—Ya nos conocemos —respondió el ex policía con una sonrisa sarcástica.

A veces me olvidaba de que, en una vida anterior, Hermes había sido un reputado delincuente.

—¿Qué te ha parecido el encuentro? —preguntó Emilio.

—Aburrido —respondí—. Y Mochedano no ha jugado muy bien que digamos, ¿verdad?

—Ese chico no levanta cabeza —repuso—. Desde que perdió la fe no da pie con bola.

—¿A qué te refieres?

—¿Recuerdas lo que te conté sobre los rezos del Moche en su capillita antes de cada tiempo? Pues de un par de meses a esta parte, ya no lo hace; y desde entonces no juega ni a las tabas. —Rió entre dientes—. A lo mejor Dios le ha abandonado.

En ocasiones, las soluciones a los problemas pasan por delante de nosotros sin que nos demos cuenta; eso fue lo que ocurrió en aquel momento. La aparente pérdida de fe de Mochedano ocultaba, en efecto, parte de las respuestas que yo buscaba, pero eso no lo supe hasta mucho después, cuando ya era demasiado tarde.

* * *

El lunes por la mañana revisé los informes sobre las actividades de Mochedano a lo largo del fin de semana. Todo muy aburrido, aunque hubo algo que me llamó la atención: durante la noche del viernes, el jugador había salido a cenar con Raquel Tena, su novia, pareja, amante o lo que fuese. Según el informe, cuando salieron del restaurante discutían y no dejaron de discutir durante todo el trayecto de regreso a la casa del futbolista. ¿Cuál podía ser el motivo de aquella discusión?, me pregunté; ¿una simple disputa entre enamorados… o algo distinto? Mentalmente tomé nota de que debía encontrar el modo de conocer en persona a esa mujer.

Las entrevistas con la plantilla del Chamartín comenzaron el martes. Emilio Santamaría, según lo previsto, le había dicho a los jugadores que se estaba realizando una auditoría externa de seguridad, así que preparé un pequeño cuestionario y, el día señalado, me acomodé en un despacho de la Ciudad Deportiva e inicié la primera tanda de entrevistas. La plantilla del Chamartín estaba compuesta por veintidós jugadores, pero cuatro de ellos —Guimaráes, Bayón, Zamacola y Vargas— estaban lesionados o enfermos, de modo que debía interrogar a dieciocho personas en tres días. El martes entrevisté a los dos porteros, Iglesias y Contreras, así como a Martos, Alonso, Chicharro y Klaus Honeker, un recio defensa alemán con el que tuve que desempolvar mi inglés para poder entenderme, pues, aparentemente, lo único que sabía decir en español era «puta madre» y «cojones». Huelga decir que no saqué nada en claro de ninguna de aquellas entrevistas.

El miércoles, sin embargo, me llevé una sorpresa. Tras reunirme con Villarta, Peraleja, Chevalier y el checo Ludvik Ostrava —estos dos últimos me obligaron a practicar de nuevo el inglés—, llegó el turno de Sebastián Rodríguez,
Sebas
, delantero y capitán del equipo. Debía de rondar los treinta años; era alto, no muy agraciado y menos fornido de lo que cabe esperar en un deportista, pero tenía la mirada inteligente. Comencé a interrogarle, igual que a los demás, siguiendo el cuestionario, pero cuando llegué a la duodécima pregunta —
¿Ha advertido que algún miembro del club se haya comportado de forma extraña últimamente
?—, obtuve una respuesta inesperada. El resto de los entrevistados había contestado con un más o menos titubeante no, pero Sebas repuso sin vacilar:

—Claro: Rubén Mochedano.

—¿A qué se refiere? —pregunté.

—A todo. Siempre ha sido raro, pero desde hace unos meses parece un extraterrestre. Además, está ese mafioso que tiene por representante, siempre con sus dos gorilas detrás. Cada vez que viene por el club, y viene mucho, tengo la sensación de que vamos a rodar una secuencia de
El Padrino
. Joder, me pone de los nervios.

Según Emilio Santamaría, la llegada al Chamartín de Mochedano había eclipsado en gran medida la estrella de Sebas, de modo que quizá aquellos comentarios del capitán del equipo se debieran a los celos, aunque no lo creía; Sebas parecía hablar con franqueza, como si lo que me estaba contando fuese algo evidente.

—¿En qué consisten las rarezas del señor Mochedano? —pregunté.

El jugador sonrió.

—Las hay de todo tipo, pero sobre todo es su forma de mirar. Se nota que no se fía de ti, nunca te mira a los ojos. La verdad es que no confía en nadie, salvo en su representante; ni en sus compañeros, ni en el míster, ni en su madre si estuviese viva. ¿Y sabes por qué?

—No.

Sebas guardó unos segundos de silencio y se inclinó hacia mí.

—Porque oculta algo —dijo en tono confidencial.

—¿El qué? —pregunté.

—No lo sé —contestó, apoyando la espalda contra el respaldo de la silla—. Pero sea lo que sea, tiene que ver con Müller, de eso estoy seguro.

Sí, Sebastián Rodríguez,
Sebas
, era muy perspicaz.

Había dejado la entrevista con Rubén Mochedano para el último día; quería que escuchase los comentarios de sus compañeros y pensara que todo era un simple formulismo, quería que estuviera tranquilo y confiado. Le cité justo después de Da Costa, Vázquez y Chapman, y antes de Cohimbra e Idiáquez. Finalmente, cuando llegó su turno, Mochedano entró en el despacho y, tras musitar un apenas perceptible buenos días, se sentó frente a mí con las piernas juntas, la espalda muy recta y las manos sobre el regazo. Me recordó a un colegial al que hubieran enviado al despacho del director para recibir una reprimenda.

Mientras fingía examinar unos papeles, le observé de soslayo: no resultaba tan guapo al natural como en foto, pero, aun así, seguía siendo un hombre muy atractivo, sobre todo por aquellos enormes ojos verdes. Aunque, como había señalado Sebas, esos ojos jamás te miraban de frente. Comencé a formularle la tanda de preguntas habitual, que él respondió con taciturnos monosílabos, pero al cabo de unos minutos abandoné el cuestionario general e introduje un par de preguntas especialmente diseñadas para él.

—¿Ha intentado últimamente ponerse en contacto con usted algún desconocido?

—Muchos hinchas lo hacen cada día —respondió él con la que, hasta el momento, había sido su frase más larga.

—Ya, pero me refiero a algo distinto; en concreto: ¿ha recibido algún tipo de amenaza o coacción, sea en persona o por teléfono, carta o correo electrónico?

La expresión de Mochedano no se alteró, pero percibí cómo su cuerpo se tensaba.

—No —dijo en voz baja.

—¿Y sus familiares y amigos? ¿Alguno de ellos ha sido…?

Entonces, súbitamente, la puerta se abrió de golpe y un desconocido entró —mejor dicho, irrumpió— en el despacho. Era un hombre maduro, de complexión fornida, alto, muy grueso, enteramente calvo; se parecía a Lex Luthor, el archienemigo de Supermán. Nunca le había visto, pero al instante supe quién era.

—Soy Martin Müller —me espetó, más a modo de amenaza que como información—, el representante de Rubén Mochedano. ¿Quién es usted?

Su voz, tan grave que parecía surgir del fondo de una caverna, desprendía una extraña mezcla de acento alemán y latinoamericano. Me incorporé.

—Buenos días, señor Müller —le saludé con amable profesionalidad—. Me llamo Carmen Hidalgo.

—¿Qué hace aquí? —gruñó, más que dijo.

Detrás de él, en el pasillo situado al otro lado de la puerta, dos hombres muy fornidos permanecían inmóviles con los brazos cruzados, como soldados montando guardia. Ambos tenían el pelo cortado a cepillo y lucían bigote, ambos vestían trajes negros y ambos llevaban gafas de sol. Hernández y Fernández en versión culturista; sólo les faltaba un cartel con el rótulo «somos guardaespaldas».

—La directiva del club ha contratado a mi empresa para realizar una auditoría de seguridad —respondí.

—¿Y por qué hay que auditar la seguridad del club?

—Al parecer, ha habido algunos problemas en ese sentido.

—¿Qué problemas?

—No estoy autorizada para revelar esa información —respondí con una sonrisa de disculpa—. Deberá hablar con el señor Santamaría si quiere…

—Hablaré con Vázquez —me interrumpió—. ¿Cómo se llama su empresa?

—Investigaciones Hidalgo.

—¿Es usted la propietaria?

—Sí.

Müller frunció el ceño y me contempló fija e intensamente, como si su mirada pudiera taladrarme el cerebro. Y, quién sabe, a lo mejor podía.

—Ha estado interrogando a los jugadores, ¿no es cierto? —dijo—. Y ahora pretendía interrogar a mi representado.

—Forma parte del protocolo de actuación —respondí—; aunque yo no lo llamaría interrogatorio. Se trata de un simple formulario…

—No puede hacerlo —me interrumpió de nuevo—. Usted no tiene derecho a preguntarle nada a mi representado; ni siquiera la hora. ¿Está claro?

—Pero…

—¿Está claro?

Asentí. Müller me dedicó una última y feroz mirada y, tras indicarle a Mochedano con un gesto que le siguiese, ambos abandonaron el despacho y se alejaron pasillo arriba flanqueados por los dos gorilas. Apenas una hora más tarde me telefoneó Vázquez para decirme que le había llamado Müller hecho una furia. Al parecer, el contrato de Mochedano estipulaba que nadie podía entrevistarse con el jugador sin la autorización expresa de su representante.

—Ya le advertí que no era buena idea —concluyó—. ¿Ha sacado algo en claro, por lo menos?

Le dije que sí, aunque no era del todo cierto. ¿Qué había averiguado, que Mochedano ocultaba algo? Eso ya lo sabía: ocultaba un secreto y ocultaba que le estaban chantajeando por ese secreto. Pero, en realidad, yo no pretendía averiguar nada; quería verle en persona, quería escuchar su voz y estudiar el lenguaje de su cuerpo, quería todo aquello que no podía ofrecerme una fotografía. Al final, por desgracia, nuestro encuentro había sido demasiado breve, pero a cambio me brindó el dudoso placer de conocer a Martin Müller. Ya sólo me quedaba por despejar la tercera incógnita de aquella ecuación: Raquel Tena.

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