El juego de los abalorios (21 page)

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Authors: Hermann Hesse

Tags: #Clásico, Drama

BOOK: El juego de los abalorios
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En la biblioteca, el único lugar donde encontraba con frecuencia a Antonio, trabó relación con un hombre al que no diera importancia en razón de su modesta apariencia, pero que luego, con el correr del tiempo, conoció mejor y durante el resto de su vida amó con una agradecida veneración semejante a la que profesó al anciano
Magister Musicae
. Era el
Pater
Jakobus el más calificado de los historiadores de la Orden benedictina; aparentaba unos sesenta años y era un anciano magro, con cabeza de gavilán sobre un cuello largo y tendinoso. Su rostro, visto de frente —sobre todo porque era muy parco en sus miradas— parecía casi sin vida, apagado, pero contemplado de perfil, con la línea audazmente elevada de la frente, la profunda depresión de su nariz ganchuda, agudamente recortada, y el mentón un poco breve, pero ensanchado poderosamente, revelaba una personalidad fuerte y voluntariosa. El anciano apacible se mostraba excesivamente temperamental cuando se le conocía mejor; tenía su propia mesa de estudio, cubierta siempre de libros, manuscritos y mapas, en el más recóndito y reducido lugar de la biblioteca, y parecía ser el único sabio que trabajaba realmente en forma seria en este monasterio que poseía libros de un valor incalculable. El novicio Antonio fue quien involuntariamente llamó la atención de Josef sobre el
Pater
Jakobus. Knecht había observado que el pequeño espacio interior de la biblioteca donde el sabio tenía su mesa de trabajo, era considerado casi como un estudio privado y que en él entraban los pocos asiduos de la institución sólo en casos de necesidad y aun entonces muy despacio y demostrando sumo respeto, caminando de puntillas, a pesar de que el
Pater
que trabajaba allí no daba la impresión de que se le pudiera molestar fácilmente. Como era natural, también Josef consideró necesaria la misma atención, por cuyo motivo el anciano trabajador quedó fuera de su campo de observación. Un día que el
Pater
se hizo traer por Antonio algunos libros, cuando éste volvía de aquel lugar, le sorprendió a Knecht que el joven se quedara un instante en el umbral de la puerta y mirara al anciano abstraído en su labor ante la mesa, con una fervorosa expresión de admiración y respeto, mezclada con aquel sentimiento de casi delicada ternura y disposición a servir que la juventud bondadosa suele ofrendar a las canas y a la fragilidad de los ancianos. Knecht se alegró ante esa prueba de afectuosa adhesión, que si era hermosa en sí, también evidenciaba que en Antonio existía una noble pasión por los mayores y los admirados sin el menor matiz físico.

Inmediatamente pasó por su cabeza una idea sutilmente irónica, de la que casi se avergonzó: ¡qué escaso favor merecía aquí, en esta institución, la sabiduría, cuando el único sabio de la Casa realmente en actividad era contemplado por la juventud como un fenómeno o como un ser de leyenda! De todos modos, aquella mirada fervorosa de veneración admirativa que Antonio ofrendara al anciano, abrió a Knecht los ojos para la revelación del sabio
Pater
, al que desde entonces dirigía una mirada de vez en cuando, hasta notar su perfil romano y encontrar paulatinamente en el
Pater
Jakobus cualidades que lo consagran como un espíritu extraordinario, un carácter excepcional. Ya sabía que era un historiador y uno de los más informados conocedores de la historia de los benedictinos.

—Un día el
Pater
le dirigió la palabra; ésta no tenía nada de la inflexión amplia, de acento benevolente, casi alegre y familiar que parecía pertenecer al estilo de la Casa. Invitó a Josef a visitarlo en su habitación, después de las vísperas.

—A buen seguro —le dijo tímidamente, con una voz queda, pero con pronunciación admirablemente perfecta—, no hallará usted en mí a un conocedor de la historia de Castalia y menos a un jugador de abalorios, mas como ahora, según parece, nuestras dos Órdenes que son tan distintas se relacionan cada vez más, no quisiera permanecer extraño y desearía también obtener algún fruto de la permanencia de usted aquí.

Habló con toda seriedad, pero la voz queda y el viejo rostro inteligente dieron a sus corteses palabras aquella múltiple variedad de sentidos que oscila maravillosamente entre la seriedad y la ironía, el respeto y la leve burla, el patetismo y la jugarreta, como se puede percibir, por ejemplo, en el juego de gentileza y de paciencia de las infinitas reverencias en la salutación entre dos santones o dos príncipes de la Iglesia. Esta mezcla —que él conocía bien por los chinos— de superioridad y mofa, de sabiduría y de ceremoniosa extravagancia, fue para Josef un alivio; recordó sorprendido que hacía mucho tiempo que no oía esa cadencia, que también empleaba en forma perfecta el
Magister Ludi
Tomás; aceptó la invitación altamente complacido. Cuando al anochecer se encaminó a la alejada habitación del
Pater
, al final de una tranquila ala lateral, y se halló ante la puerta a la que tenia que llamar, sorprendióse al escuchar música de piano.

Era una sonata de Purcell, ejecutada sin pretensiones ni virtuosismos, pero con firme y vigoroso ritmo; la alegre música pura, con sus dulces trítonos, le impresionó íntimamente y le recordó la época de Waldzell, en que, junto con su amigo Ferromonte, estudió piezas de esta clase en diversos instrumentos. Esperó, escuchando gozoso, el final de la sonata; en el silencioso corredor ya en penumbra la música parecía tan solitaria y lejana, tan valiente e inocente, tan infantil y dominante al mismo tiempo, como toda buena música en la irredenta mudez del mundo.

Llamó a la puerta.
Pater
Jakobus contestó: «¡Adelante!», y lo recibió con modesta dignidad; sobre el piano ardían aún dos velas. A una pregunta de Knecht confesó el
Pater
que todas las tardes tocaba media hora y hasta un hora; concluía su labor diaria cuando caía la oscuridad, y antes de acostarse renunciaba a leer y escribir. Hablaron de música, de Purcell de Haendel, del antiquísimo culto por la música de los benedictinos, Orden verdaderamente artística, cuya historia Josef mostró deseos de conocer. La conversación cobró vivacidad y rozó cien problemas; los conocimientos históricos del anciano parecían verdaderamente maravillosos, pero no negó que se había ocupado e interesado poco de la historia de Castalia, del pensamiento castalio y de su Orden; tampoco disimuló su postura crítica frente a Castalia, cuya «Orden» consideraba como imitación de las congregaciones cristianas, y ciertamente, en su esencia, una imitación sacrílega, porque la Orden Castalia no tenía como base religión alguna, ni un Dios ni una Iglesia. Knecht se limitó a oír respetuosamente esta censura, pero objetó de todos modos que por lo que se refería a religión, Dios e Iglesia, además de las concepciones benedictinas y romana católica, eran posibles otras más y habían existido en realidad, sin que se le pudiera negar ni la pureza de las intenciones y las tendencias, ni la profunda influencia sobre la vida espiritual.

—Exactamente —replicó Jakobus—. Con esto, piensa usted en los protestantes, para citar una concepción. No lograron mantener la religión y la Iglesia, pero en algunos momentos mostraron mucho valor y tuvieron hombres ejemplares. Hubo algunos años en mi vida, en que entre mis estudios predilectos figuraron los distintos intentos de conciliación entre las confesiones e Iglesias cristianas adversas, sobre todo los de la época alrededor de 1700, cuando encontramos ocupados en una tentativa de avenencia de los hermanos enemistados a personajes como el filósofo y matemático Leibniz, y luego al maravilloso conde Zinzendorf. Sobre todo el siglo XVIII, aunque su espíritu pueda parecer a menudo superficial y frívolo, es muy interesante y ambiguo para la historia del espíritu, y precisamente los protestantes de aquellos días me preocuparon a menudo. Descubrí un día entre ellos a un filólogo, maestro y educador, de gran talla, un pietista suabo por lo demás, un hombre cuya influencia moral se advierte claramente a través de dos siglos enteros… Pero, estamos pisando otro terreno; volvamos al problema de la legitimidad y de la misión histórica de las Órdenes verdaderas…

—¡Oh, no —exclamó Josef Knecht—, por favor! Hablemos todavía del maestro de quien usted estaba hablando; creo adivinar quién es.

—Adivine, pues.

—Primeramente pensé en Francke de Halle, pero si es suabo no puedo imaginar más que a Juan Alberto Bengel.

Sonó una risa y un resplandor de alegría iluminó el rostro del sabio.

—Usted me sorprende, querido —exclamó vivamente—; me refería justamente a Bengel. ¿Cómo lo conoce? ¿O es natural y lógico tal vez en su sorprendente «provincia» conocer cosas y nombres tan lejanos y olvidados? Tenga usted por seguro de que si preguntara a todos los
Patres
, maestros y alumnos de nuestro monasterio, agregando aún los de las dos últimas generaciones, nadie conocería este nombre.

—También en Castalia serían pocos los que lo saben, quizá nadie fuere de mí y dos amigos míos. Me ocupé una vez en estudiar aspectos del siglo XVIII y el problema del pietismo, sólo para un propósito privado, y me llamaron la atención dos teólogos suabos que merecieron mi admiración y mi respeto, y entre ellos sobre todo Bengel, quien me pareció entonces el ideal del maestro, del guía de la juventud. Me sentí tan conquistado por este hombre que hasta me hice copiar su imagen de un viejo libro y por un tiempo la conservé sobre mi mesa de trabajo.

El
Pater
volvió a reír.

—Nos encontramos bajo el mismo signo insólito —dijo—. Es ya de por sí notable que usted y yo coincidamos en nuestros estudios sobre este olvidado pensador. Tal vez sea más sorprendente que este protestante suabo haya logrado ejercer influencia casi al mismo tiempo en un Padre benedictino y en un jugador de abalorios de Castalia. Por lo demás, imagino su juego como un arte que necesita de mucha fantasía y me asombra que le haya podido atraer tanto un ser severamente parco como Bengel.

Knecht también se rió complacido.

—Perfectamente —dijo—, pero si usted recuerda los largos años de estudio de Bengel acerca de la revelación de Juan y su sistema expositivo de las profecías de aquel libro, deberá admitir que nuestro amigo poseía también el polo opuesto a la parquedad.

—Es exacto —admitió alegremente el
Pater
—. ¿Y cómo explica usted semejantes contrastes?

—Si me permite una broma, diría: lo que le faltó a Bengel, lo que sin saberlo buscó ardientemente y deseó tanto, era el juego de abalorios. Para mí cuenta entre los precursores ocultos, los antepasados de nuestro juego.

Jakobus, que se había tornado serio, preguntó prudentemente:

—Me parece algo atrevido anexar precisamente a Bengel en su árbol genealógico. ¿Cómo lo justifica?

—Fue una broma, pero una broma que puede ser defendida. Ya en su juventud, antes de sumirse en su gran tarea bíblica, Bengel comunicó una vez a sus amigos que esperaba ordenar y resumir en una obra enciclopédica todo el saber de su tiempo, configurándolo alrededor de un punto central simétrica y sinópticamente. Esto no es más que lo que hace también el juego de abalorios.

—Es el concepto enciclopédico, con el cual jugó todo el siglo XVIII —exclamó el
Pater
.

—Es cierto —replicó Josef—, pero Bengel no aspiraba meramente a aparear campos de la ciencia y de la investigación, sino a fundirlos, a crear una ordenación orgánica; había emprendido la búsqueda de un común denominador. Y ésa es una de las ideas elementales del juego de abalorios. Y me atrevería a afirmar algo más, es decir, que si Bengel hubiese poseído un sistema tal como lo es nuestro juego, se hubiera ahorrado el grave error de su conversión de los números proféticos y de su anuncio del Anticristo y del reino de los mil años. Bengel no halló para las distintas facultades que reunía en sí mismo, la anhelada dirección a una meta común, o no la halló del todo, y así sus dotes matemáticas, en colaboración con su aguda penetración de filólogo, elaboraron aquella «ordenación de las épocas», mezcla admirable de «akribia»
[22]
[22] y fantasía que le insumió muchos años de labor.

—Es una suerte —opinó Jakobus— que usted no sea historiador. Se inclina realmente a fantasear. Pero entiendo lo que quiere decir; soy presuntuoso solamente en mi especialidad científica.

De esto nació un coloquio fructífero, un mutuo conocimiento, una especie de amistad. Al sabio le parecía más que coincidencia o, por lo menos, una extraña coincidencia el que ambos, él desde su sujeción benedictina, el joven desde la castalia, hubieran hecho ese hallazgo y descubierto al pobre preceptor monástico, hombre de corazón delicado y, sin embargo, firme como una roca, complicado y a la vez simple. Debía existir algo que los uniera a ambos, para que el mismo invisible magnetismo influyera en ellos tan vigorosamente. Y desde aquel atardecer que comenzó con la sonata de Purcell, ese algo y esa unión existieron en realidad. Jakobus gozó del cambio de ideas con aquel espíritu juvenil tan culto y todavía tan maleable; no le estaba concedido muy a menudo este placer, y para Knecht, el trato con el historiador y sus enseñanzas que comenzaron en ese momento, fueron un nuevo escalón por ese camino del «despertar», que consideraba su experiencia. Para decirlo en breves palabras, gracias al
Pater
, aprendió la historia, las leyes y contradicciones del estudio y la redacción histórica y, en los años siguientes, más allá todavía, se impuso del presente y de la propia vida como realidad histórica.

Sus conversaciones se transformaron muy a menudo en verdaderas polémicas, ataques y justificaciones; al comienzo fue naturalmente el
Pater
Jakobus quien se demostró más inclinado a la ofensiva. Cuanto más ahondaba en el conocimiento del espíritu de su joven amigo, tanto más le dolía saber que un hombre que tanto prometía hubiese crecido sin educación religiosa y en la disciplina aparente de un espiritismo estético-intelectual. Lo que encontraba tal vez digno de censura en la forma de pensar de Knecht, lo atribuía a este «moderno» espíritu castalio, a su alejamiento de realidad, a su tendencia a la abstracción en el juego. Y en lo que Knecht lo sorprendía por su propia mentalidad incontaminada coincidente con la suya en ideas y expresiones, le satisfacía que la sana naturaleza del joven amigo hubiera opuesto tan vigorosa resistencia a la educación castalia. Josef aceptaba con mucha tranquilidad las críticas sobre Castalia y cuando creía que el anciano llegaba demasiado lejos en su apasionamiento, rechazaba fríamente sus ataques. Pero entre las manifestaciones despreciativas del
Pater
por Castalia había también algunas a las que Josef tuvo que dar en parte la razón y en un punto cambió violentamente de opinión durante su permanencia en Mariafels. Se trataba de la posición del espíritu castalio frente a la historia universal, de lo que el anciano llamaba «carencia absoluta de sentido histórico».

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