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Authors: Hermann Hesse

Tags: #Clásico, Drama

El juego de los abalorios (18 page)

BOOK: El juego de los abalorios
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Precisamente en los días en que esta problemática más lo atormentaba y en sueños revivía a menudo las discusiones con Designori, le ocurrió al pasar por uno de los amplios patios de la ciudad de los jugadores en Waldzell, que una voz detrás de él, que no reconoció en seguida y que sin embargo, le parecía bien conocida, lo llamó en voz alta por su nombre. Cuando se volvió, vio a un joven muy crecido, con ligera barba en el rostro, que corría alegremente hacia él. Era Plinio quien en un tumulto de recuerdos y afectos, lo saludó cordialmente. Se citaron para la noche. Plinio, que concluyera hacía mucho sus estudios en la Universidad del mundo y ya era un funcionario, concurrió como huésped durante unas breves vacaciones a un curso del juego de abalorios, como algunos años antes. La reunión nocturna hundió muy pronto a los dos amigos en verdadera perplejidad. Plinio era allí un huésped escolar, un aficionado de afuera tolerado, que seguía por cierto con mucho entusiasmo su curso, pero un curso para externos y aficionados; la distancia era excesiva; estaba allí frente a un perito, a un iniciado, quien ya sólo por su circunspección y su gentil asentimiento por el interés del amigo por el juego de abalorios tenía que hacerle sentir que él no era allí un colega, sino un niño, que encontraba su gozo en la periferia de una ciencia que para los otros era familiar en lo más hondo. Knecht trató de desviar la conversación del tema del juego, pidió a Plinio que le contara de su cargo, de su labor, de su vida allá afuera. En esto el retrasado, el niño, era Josef ahora, que formulaba preguntas necias y era instruido por el otro con cierta contemplación. Plinio era jurisperito, aspiraba a tener influencia política, estaba por comprometerse con la hija de un jefe de partido, hablaba una lengua que Josef sólo entendía a medias, muchas expresiones repetidas a menudo le sonaban a hueco, por lo menos no tenían sentido para él. Era imposible no percibir que Plinio valía algo allá en su mundo, sabía mucho y tenía una meta ambiciosa. Pero los dos mundos que un día, diez años antes, se habían puesto en contacto y tornado sensibles en ambos jóvenes, curiosamente y no sin simpatía, no combinaban ahora, chocaban como incompatibles y extraños uno a otro. Cabía reconocer ciertamente que este hombre de mundo, este político, mantenía cierta adhesión a Castalia y sacrificaba por segunda vez ya, sus vacaciones al juego de abalorios; mas en el fondo, pensó Josef, no existía mucha diferencia con el hecho de que algún día él mismo apareciera en el ambiente oficial de Plinio y se hiciera mostrar, como huésped curioso, algunas sesiones de tribunal, un par de talleres o algunos institutos sanitarios. Ambos estaban desilusionados. Knecht encontró a su amigo de un tiempo más grosero y superficial. Designori en cambio consideró al cantarada de años antes como altanero en su espiritualismo y exoterismo exclusivistas; le pareció convertido en un espíritu solitario completamente prendado de sí y de su deporte. Entre tanto lucharon para sobreponerse y Designori quiso contar muchas cosas de sus estudios y exámenes, de sus viajes a Inglaterra y al sur, de reuniones políticas, del Parlamento. Al pasar manifestó también una idea que sonó como amenaza o advertencia; dijo:

—Verás, pronto tendremos intranquilidad, tal vez guerra, y no es imposible que toda vuestra existencia castalia llegue a encontrarse en serio peligro.

Josef no lo tomó muy en serio, preguntó solamente:

—Y tú, Plinio, ¿estarás con Castalia o contra Castalia?

—¡Oh —respondió Plinio, con forzada sonrisa—, creo que ni siquiera se me preguntará mi opinión! Por lo demás, estoy por la intacta subsistencia de Castalia, de otra manera no estaría aquí. Mas, aunque vuestras exigencias materiales son modestas, Castalia cuesta al país una buena suma de dinero por año.

—¡Sí! —exclamó riendo Josef—. La suma, según se me dijo, importa más o menos la décima parte de lo que se gastó en armas y municiones todos los años durante el siglo bélico en nuestro país.

Se encontraron algunas veces todavía, y cuanto más se fue acercando el fin del curso de Plinio, tanto más cuidaron de ser gentiles mutuamente. Pero ambos se sintieron aliviados, cuando las dos o tres semanas pasaron y Plinio partió.

Gran maestro del juego de abalorios era entonces Tomás Della Trave, hombre famoso que había viajado mucho y conocía el mundo, conciliador y muy cortés con quien se le acercara, pero de la más vigilante y ascética severidad en asuntos del juego, gran trabajador, como no alcanzaban a sospechar aquellos que sólo le conocían en su aspecto representativo, por ejemplo, en la suntuosidad de la fiesta como director de los grandes juegos ó cuando recibía delegaciones del extranjero. Se murmuraba de él que era un ser inteligente y frío, que mantenía con la música relaciones de mera cortesía, y entre aficionados jóvenes y entusiastas del juego de abalorios se oían ocasionalmente más bien juicios despectivos acerca de él, juicios equivocados, porque aunque no era un fanático y en los grandes juegos públicos prefería evitar los temas elevados y excitantes, en cambio sus «partidas» brillantemente construidas y formalmente insuperables mostraban al experto una profunda familiaridad con los problemas trascendentales del mundo del juego.

Un día, el
Magister Ludi
invitó a Josef Knecht, lo recibió en su residencia, en traje de casa, y le preguntó si le seria posible y placentero frecuentar su casa en los próximos días durante unos treinta minutos, siempre a esa misma hora. Knecht nunca lo había visitado solo y aceptó la orden asombrado. Por ese día, el
Magister
le presentó un abultado escrito, una propuesta que había recibido de un organista, una de las innumerables propuestas, cuyo examen corresponde a las tareas del cargo supremo del juego. Se trataba generalmente de ofrecimientos para la aceptación de nuevo material para el archivo: hubo, por ejemplo, quien elaboró con especialísima exactitud la historia del madrigal y descubrió en la evolución del estilo una curva que pudo dibujar musical y matemáticamente, para ser incorporado al tesoro idiomático del juego. Otro investigó el latín de Julio César en sus propiedades rítmicas y encontró en ese ritmo una asombrosa concordancia con el resultado de muy conocidas investigaciones del intervalo en el canto eclesiástico bizantino. Un exaltado, en otro caso, inventó una nueva cábala para la notación musical del siglo XV; y no es éste el lugar para hablar de las violentas cartas de experimentadores desviados que supieron extraer las más sorprendentes conclusiones del cotejo, por ejemplo, de los horóscopos de Goethe y Espinosa, y a menudo enviaron dibujos geométricos en colores, muy bonitos y aparentemente ilustrativos. Knecht se dedicó celosamente al proyecto; él mismo elaboró en su mente muchos proyectos de esta clase, pero no los envió; todos los jugadores activos de abalorios sueñan por cierto con una constante ampliación del campo de juego, hasta que abarcan al mundo entero, mas aún, realizan tales ensanches constantemente en sus fantasías y en sus ejercicios privados del juego, y en todos aquellos que parecen distinguirse, persiste el deseo de que las ampliaciones privadas se convierten en oficiales también. La verdadera y última perfección del juego particular de jugadores muy adelantados consiste justamente en que son tan dueños de las fuerzas que expresan, que dominan y reforman las leyes del juego como para comprender en un ejercicio cualquiera con valores objetivos e históricos también concepciones totalmente individuales y unívocas o eventuales. Un apreciado botánico hizo una vez al respecto esta chusca observación: «Todo ha de ser posible en el juego de abalorios, hasta que, por ejemplo, una simple planta aislada se entretenga en latín con el señor Linneo».

Knecht ayudó, pues, al
Magister
en el análisis del esquema citado; la media hora pasó rápidamente, al otro día acudió puntual y así todos los días durante dos semanas, para trabajar esos minutos solo con el
Magister Ludi
. Ya en los primeros días le llamó la atención que éste le hacía estudiar críticamente con el mayor cuidado hasta el final también asuntos sin valor alguno, que a simple vista aparecían inservibles; se sorprendió que el gran maestro tuviese tiempo para ello y, poco a poco, comenzó a notar que no se trataba en este caso de prestar un servicio al sabio y ahorrarle un poco de trabajo, sino que estas tareas, aunque necesarias en sí, debían ser ante todo una oportunidad para examinarlo a él, joven adepto, con suma atención, en la forma más gentil. Le sucedía algo, algo parecido a lo de un tiempo en su período infantil, cuando apareció el
Magister Musicae
; observó que de pronto también el comportamiento de sus cantaradas se hacía más tímido, más distanciado, por momentos irónicamente respetuoso; algo se estaba preparando, él lo sentía, sólo que no era tan satisfactorio como la primera vez.

Después de la última de sus sesiones, el
Magister Ludi
le dijo con su voz afable y ligeramente aguda en su manera exactamente acentuada, sin solemnidad alguna:

—Está bien, mañana ya no hace falta que vengas, nuestra labor está terminada por el momento, pronto ciertamente tendré que volver a molestarte. Muchas gracias por tu colaboración, para mí ha sido muy útil y valiosa. Además opino que ahora deberías solicitar tu admisión en la Orden; no chocarás con dificultades, ya notifiqué lo necesario a las autoridades superiores. ¿Estás de acuerdo conmigo?

Luego, poniéndose de pie, agregó:

—Unas palabras más todavía: probablemente también tú, como lo hacen en su juventud la mayor parte de los buenos jugadores de abalorios, estás tentado ocasionalmente a emplear nuestro juego como una especie de instrumento para el filosofar. Mis palabras por sí solas no te curarán de ello, pero quiero decírtelas; se debe filosofar solamente con los recursos legítimos, los de la filosofía. Nuestro juego no es ni filosofía ni religión, es una disciplina individual y se emplea generalmente con carácter de arte, es un arte
sui generis
. Si se considera así, se sigue, aunque esto se comprenda apenas después de cien fracasos. El filósofo Kant —se le conoce poco ya, pero fue una mente de categoría— dijo que el filosofar teológico es «una linterna mágica de quimeras». No tenemos que convertir nuestro juego de abalorios en una cosa de esta naturaleza.

Josef estaba sorprendido y por su contenida excitación casi no oyó la última advertencia. Con la rapidez del rayo lo comprendió; estas palabras significaban el fin de su libertad, la conclusión de su período de estudios, la admisión en la Orden y su próxima inserción en la jerarquía. Agradeció con una profunda inclinación y fue luego a la Cancillería de la Orden en Waldzell, donde se encontró de hecho ya inscripto en la lista de los candidatos. Como todos los estudiosos de su grado, conocía las reglas de la Orden lo bastante a fondo y recordó la disposición por la cual cada miembro de la misma que cubriese un cargo oficial de rango muy elevado estaba autorizado a realizar la admisión. Expresó, pues, el pedido de que la ceremonia fuese verificada por el
Magister Musicae
, recibió un documento y un breve permiso, y partió al día siguiente para ver a su protector y amigo de Monteport Encontró al anciano y respetable señor ligeramente indispuesto, pero fue recibido con alegría.

—No podrías llegar más a propósito —le dijo el
Magister
—. Muy pronto no hubiera yo poseído la facultad de aceptarte en la Orden como Hermano menor. Estoy por deponer mis funciones, ya se me ha concedido el retiro.

La ceremonia misma fue simple. El día siguiente, el
Magister Musicae
invitó como testigos a dos Hermanos de la Orden, según lo prescribían los estatutos; antes, Knecht había recibido como tema para un ejercicio de meditación un párrafo de las reglas de la Orden. El mismo rezaba: «Si la Alta Autoridad te llama a un cargo, debes saber que cada ascenso en la escala de las funciones, no es un paso hacia la libertad, sino hacia mayores lazos; cuanto más alto el cargo, tanto más estrecho el vínculo; cuanto mayor el poder de este cargo, tanto más severo el servicio. Cuanto más fuerte la personalidad, tanto mas vedada la indiferencia». Se reunieron en la celda de música del
Magister
, la misma donde Knecht había vivido su primera iniciación en el arte de meditar, el anciano pidió al candidato que para dar solemnidad al momento tocara un preludio coral de Bach, luego uno de los testigos leyó el resumen de las reglas de la Orden y el
Magister
mismo formuló las preguntas rituales y tomó el voto al joven amigo. Le concedió una hora todavía; fueron a sentarse en el jardín, y el anciano le hizo amables indicaciones de cómo debía asimilar las reglas de la Orden y vivir de conformidad con ellas.

—Es hermoso —le dijo— que tú entres en la brecha en el instante en que me retiro; es como si tuviese un hijo que en el futuro me reemplazará.

Y cuando vio que la cara de Josef se nublaba de tristeza, añadió:

—No, no te entristezcas, yo tampoco me siento triste. Estoy verdaderamente cansado y me alegra de antemano el ocio que aún me espera y de cuyo goce participarás muy a menudo, según lo espero. Y cuando nos veamos la próxima ver, me tutearás. No te lo pude pedir ni ofrecer mientras revertía mi cargo.

Lo despidió con la cordial sonrisa que Josef conocía ya desde hacia veinte años.

Knecht regresó rápidamente a Waldzell, había recibido allí solamente tres días de permiso. Apenas estuvo de vuelta, fue llamado por el
Magister Ludi
que lo recibió con una vivacidad de cantarada o de colega y lo felicitó por su admisión en la Orden.

—Para que seamos completamente colegas y carneradas de labor —le explicó—, falta solamente tu alistamiento en un determinado lugar de nuestra construcción.

Josef se estremeció ligeramente. Estaba, pues, por perder su libertad.

—¡Oh! —objetó sobriamente—, espero que se me podrá utilizar en algún puesto humilde. Mas si he de confesarlo, creí por cierto, poder estudiar por un tiempo libremente todavía.

El
Magister
lo miró fijamente en los ojos con su sonrisa inteligente y un poco irónica:

—Un tiempo, tú dices, más ¿cuánto? —preguntó.

Knecht rió confundido.

—No lo sé, en realidad.

—Me lo imaginaba —asintió el
Magister
—, hablas todavía la lengua estudiantil y piensas según los conceptos del estudiante, Josef Knecht, y esto está bien pero muy pronto no estará bien ya, porque te necesitamos. Sabes perfectamente que aun más Urde hasta en los cargos más elevados de nuestra jerarquía, puedes ser autorizado para fines de estudio, si logras demostrar a las autoridades el valor de tales estudios; mi predecesor y maestro, por ejemplo, solicitó siendo ya
Magister Ludi
y anciano, todo un año de permiso para sus estudios en el Archivo de Londres, y lo obtuvo. Pero no recibió su permiso por «un tiempo», sino por un determinado número de meses, semanas, días. Deberás tenerlo presente en el futuro. Y ahora debo hacerte una propuesta; necesitamos un hombre responsable que no sea conocido fuera de nuestro ámbito, para una misión especial.

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