El juego de los abalorios (34 page)

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Authors: Hermann Hesse

Tags: #Clásico, Drama

BOOK: El juego de los abalorios
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Knecht asintió amablemente.

—Carlos —dijo—, es una lástima que nos podamos ver tan raramente. No todos los amigos juveniles son los mismos, cuando se los vuelve a encontrar. He venido a verte con mi narración del anciano
Magister
, porque aquí en este lugar eres el único a quien me importaba comunicar y participar todo esto. Pero debo dejar librado a tu criterio lo que quieras hacer con mi narración y cómo quieras denominar el estado iluminado de nuestro amigo y maestro. Me alegraría si lo visitaras y quisieras permanecer un momento en su
aura
. Su estado de gracia, perfección, plenitud, sabiduría de la edad o beatitud, o como quieras llamarlo, puede pertenecer a la vida religiosa; aunque los castalios no tenemos ni confesión ni iglesia, la piedad no nos es desconocida; justamente nuestro ex
Magister Musicae
fue siempre en todo y por todo un hombre piadoso. Y como hay noticias de bienaventurados, perfectos, luminosos e iluminados en muchas religiones, ¿por qué no debería también nuestra piedad castalia llegar alguna ver a ese florecimiento? … Se ha hecho tarde, hubiera debido acostarme ya, mañana debo partir de madrugada. Espero poder volver pronto. Deja, sin embargo, que te cuente mi historia hasta el final. Cuando, pues, me dijo: «Te cansas», logré finalmente desistir de mis esfuerzos para iniciar una conversación y no sólo calmarme, sino también desviar mi voluntad de una meta falsa, la de indagar a este taciturno máximo con palabras y preguntas y aprovecharme de él. Y desde el instante en que renuncié y lo dejó todo en sus manos, todo marchó a las mil maravillas. Luego podrás sustituir mis expresiones con otras más de tu gusto, pero ahora escúchame, aunque parezca inexacto o altere las categorías. Estuve con el anciano una hora, tal vez hora y media; no puede expresarse en palabras lo que pasó o se intercambió entre nosotros. Quebrada mi resistencia, sólo asentí que él me cobijaba en su serenidad, en su alegría, porque nos envolvió realmente el gozo, la quietud maravillosa. Sin que hubiese meditado a sabiendas, fue en cierta medida una meditación muy afortunada y bienhechora, cuyo tema hubiera podido ser la existencia del ex
Magister
. Le vi o le sentí y percibí el curso de su evolución desde el momento en que me encontró por primera vez, siendo yo niño, hasta el día de hoy. Era una vida de entrega y labor, pero libre de coerción, libre de ambición y colmada de música. Y se desarrollaba de manera tal como si él, músico y maestro, hubiera elegido la música como una de las vías para alcanzar la suprema meta del hombre, la libertad interior, la pureza, la perfección, y desde entonces no hubiese hecho otra cosa que dejarse empapar cada vez más por la música, trasformar, iluminar por ella, desde las expertas e inteligentes manos de clavecinista y la rica enorme memoria de músico hasta todas las partes y los órganos de su cuerpo y de su alma, hasta el pulso y el aliento, hasta el sueño y el ensueño, y fuera ya sólo un símbolo, más aún, una forma fenoménica, una personificación de la música. Por lo menos sentí como música lo que irradiaba de él o lo que ondeaba entre él y yo como en rítmica respiración; música esotérica, enteramente inmaterial ahora, que aferra a quien penetra en el círculo mágico como en un canto de muchas voces incorpora una voz nueva que llega. Para quien no fuera músico, la gracia hubiera sido percibida tal vez con otros aspectos; un astrónomo, por ejemplo, hubiera visto quizá girar la luna alrededor de un planeta, o un filólogo se hubiera oído llamar en una lengua primitiva mágica, capaz de expresarlo todo. Pero basta ahora, me despido de ti. Fue un grato placer para mi, Carlos.

Hemos narrado con cierta amplitud este episodio, porque el
Magister Musicae
tuvo muy importante lugar en la vida y el alma de Knecht; nos ha llevado y aun tentado a hacerlo la circunstancia de que la conversación de Knecht con Ferromonte ha llegado hasta nosotros en una carta de puño y letra de este último. Acerca de la transfiguración del ex
Magister Musicae
, es esta carta seguramente el documento más antiguo y fidedigno; más tarde se tejieron sobre el tema leyendas e interpretaciones.

VIII 
LOS DOS POLOS

EL torneo anual, conocido aun hoy por el «Juego de la casa china» y citado a menudo, dio a Knecht y a su amigo los frutos de su labor y a Castalia y a las autoridades la comprobación de que con la promoción de Josef al cargo supremo se había procedido con excelente criterio. Una vez más Waldzell, el
Vicus Lusorum
y la «selección» vivieron un brillante y fascinante periodo festivo; ciertamente, hacia años que el torneo no había sido un acontecimiento parecido a éste, en el cual el
Magister
más joven y discutido debía presentarse por primera vez en público y aquilatarse, y donde además Waldzell debía resarcirse de la pérdida y el fracaso sufridos el año precedente. Esta vez, nadie estaba enfermo y no presidía angustiosamente la gran ceremonia un representante intimidado, espiado fríamente por la vigilante malevolencia y la constante desconfianza de la «selección», apoyado solamente por funcionarios con los nervios en rebelión, fieles, pero sin iniciativa. Callado, inaccesible, Sumo Sacerdote por entero, figura dirigente vestida de blanco y oro en el solemne tablero de los símbolos, el
Magister
celebró la obra de su cerebro en colaboración con el amigo: irradiando calma, energía y dignidad, lejos de todo llamamiento profano, apareció en el salón de fiestas en medio de sus numerosos ministrantes, abrió el acto en cada juego con los ademanes del rito, escribió bellamente con brillante estilete de oro signos y más signos sobre una tablilla delante de él, y apenas aparecían los mismos signos en la escritura del juego, aumentados cien veces, en la gigantesca tabla de la pared posterior del salón, fueron deletreados por mil voces susurrantes, anunciados en voz alta por los locutores, enviados lejos por el país y el mundo por los teléfonos, y cuando al final del primer acto, conjuró en la tabla la fórmula que resumía el todo, dio las reglas para la meditación con gesto incitante y persuasivo, dejó el estilete y, sentándose, se colocó en la postura ejemplar para el ensimismamiento, no se sentaron solamente en el salón, en el
Vicus Lusorum
y en Castalia los devotos creyentes del juego de abalorios para la misma meditación, sino también afuera lejos en muchos lugares de la tierra, y así permanecieron hasta el momento en que en la sala el
Magister
volvió a levantarse. Todo fue como había sido tantas otras veces, y, sin embargo, resultó impresionante y nuevo. El mundo del juego, abstracto y aparentemente eterno, fue lo bastante elástico como para reaccionar en cien matices en el espíritu, la voz, el temperamento y hasta la caligrafía de una personalidad, la personalidad lo suficientemente grande y culta para no considerar sus ideas más importantes que la inasible norma propia del juego; ayudantes y compañeros de juego de la «selección» misma obedecieron como soldados bien adiestrados y, a pesar de esto, cada uno de ellos, aunque sólo realizara en el conjunto las reverencias o ayudara a tender la cortina alrededor del maestro en meditación, parecieron cumplir su propio juego, un juego vivo de su personal inspiración. Mas desde la muchedumbre, desde la gran comunidad que llenaba el salón y a todo Waldzell, desde las mil almas que sobre las huellas del maestro seguían el curso fantásticamente hierático en las infinitas colocaciones polidimensionales del juego, llegó a la fiesta el acorde básico, el bajo de campanas con su profundo temblor, la mejor y casi la única vivencia de la solemnidad para los miembros infantiles de la comunidad; acorde sin embargo, que sintieron con respetuoso estremecimiento también los experimentados virtuosos del juego y los críticos de la «selección», desde los ministrantes y funcionarios hasta los altos jefes y maestros.

Fue una fiesta nobilísima; también los enviados de fuera lo sintieron íntimamente y lo anunciaron, y más de un novicio fue conquistado en esos días para siempre por el juego de abalorios. Notables fueron las palabras con que Josef Knecht resumió su experiencia con su amigo Tegularius, al final de los diez días del torneo.

—Podemos estar satisfechos —dijo—. Sí, Castalia y el juego de abalorios son cosas maravillosas, algo casi perfecto. Sólo que son tal vez demasiado grandes, demasiado bellas; son tan hermosas que apenas pueden ser observadas sin que se tema por ellas. No es agradable pensar que ellas también, como todas las cosas, un día perecerán.. Y hay que pensar en eso, a pesar de todo.

Estas palabras llegadas hasta nosotros obligan al biógrafo a acercarse a la parte más delicada y misteriosa de su cometido, de la que se hubiera mantenido alejado gustoso todavía, para llevar a término con la tranquilidad y la comodidad que conceden al escritor estados claros y unívocos, su relato de los triunfos de Knecht, su ejemplar dirección funcional y su brillante apogeo vital. Sólo que nos parecería equivocado y nada ajustado a nuestro objetivo no reconocer, no señalar la dualidad o bipolaridad en la vida y el ser del venerado maestro allí también donde para nadie fue visible, exceptuando a Tegularius. Más aún, nos proponemos admitir y afirmar desde ahora esta división o, mejor dicho, esta incesante y pulsante bipolaridad del alma de Knecht, como lo original y propio y distintivo en el ser del venerable señor. No le resultaría muy difícil a un autor que creyera permitido escribir la biografía de un
Magister
castalio solamente en el sentido de una vida de santo
ad majorera gloriam Castaliae
[30]
presentar la descripción total de los años de magisterio de Josef Knecht —exceptuando únicamente sus últimos instantes— como una glorificada enumeración de méritos, actos de deber y triunfos. La vida y la dirección de las tareas a su cargo de parte de cualquier
Magister Ludi
, sin excluir aquel Ludwig Wassermaler de la época más amante del juego en Waldzell, no puede presentarse a la mirada del historiador que se atiene solamente a los hechos documentados, en forma menos censurable y más digna de loas que la vida y la actuación directa del
Magister
Knecht. Sin embargo, su labor como director y jefe concluyó de manera totalmente desacostumbrada y sensacional y, para más de un crítico, escandalosa, y ese final no fue ni acaso ni accidente, sino que resultó por completo consecuente y es también deber nuestro demostrar que no está en absoluto en contradicción con los brillantes resultados y los gloriosos servicios del Venerable. Knecht fue un administrador noble y ejemplar, un perfecto representante de su alto cargo, un maestro del juego de abalorios sin mancha alguna. Pero Josef vio y sintió el esplendor de Castalia a la que servía como una grandeza amenazada y desvaneciente; no vivió en ese esplendor ingenua e irreflexivamente como la gran mayoría de sus conciudadanos castalios, sino que supo su origen y su historia, lo percibió como esencia histórica, sometida al tiempo y lamida y sacudida por las olas de su poder despiadado. Este despertar a la sensación viva del devenir histórico y a esa percepción de la propia persona y de la propia actividad como célula compulsora y colaboradora en la corriente del devenir y trasformarse, había madurado en él y alcanzado conciencia a través de sus estudios de la historia y por la influencia del gran
Pater
Jakobus, pero la disposición y las semillas o los gérmenes para eso habían existido desde mucho antes, y lo puede comprobar fácilmente aquel para el cual la personalidad de Josef Knecht cobre vida, aquel que encuentre las huellas de la originalidad y el sentido de esta vida.

El hombre que en uno de los días más brillantes de su existencia, al final de su primer torneo solemne, después de una manifestación insólitamente feliz e impresionante del espíritu de Castalia, dijera; «No es agradable pensar que Castalia y el juego de abalorios perecerán también… y hay que pensar en eso a pesar de todo», este hombre, aun cuando no era todavía un iniciado en la historia, tuvo muy temprano un sentido del mundo, un sentido universal, familiarizado con lo pasajero de todo lo que es y lo problemático de todo lo creado por el espíritu humano. Si nos remontamos a sus años de la infancia y la escuela primaria, encontramos la noticia de que sentía una profunda inhibición, una amarga intranquilidad, cada vez que en Eschholz desaparecía un condiscípulo que hubiese desilusionado a sus maestros y que la «selección» devolvía a las escuelas comunes. La tradición no nos habla de uno solo de estos rechazados que fuera amigo personal del joven Knecht; no era la pérdida, ni el rechazo ni la desaparición de las personas lo que le excitaba y oprimía con angustioso dolor. Era más bien el ligero sacudimiento experimentado por su fe infantil en la firmeza de la organización castalia, en su perfección, lo que le afligía instintivamente. El que hubiera niños y jovencitos a quienes había sido concedida la dicha, la gracia, de la admisión en las escuelas electas de la provincia, y éstos descuidaran y perdieran esa gracia, le causaba un estremecimiento, le atestiguaba el poder del mundo no castalio, porque había tomado su vocación como algo sagrado. Tal vez —no es posible demostrarlo— esos acontecimientos provocaban en el niño también las primeras dudas acerca de la infalibilidad de las autoridades de educación, hasta ese momento aceptada como dogma, dado que traían a Castalia constantemente alumnos que poco después se veían obligados a eliminar. Si esta idea pudo o no contribuir a la muy temprana iniciación en la crítica de las autoridades, no hace al caso; el desvío y el rechazo de un estudiante de selección fue considerado y sentido por el joven no solamente como una desgracia, sino como una inconveniencia, una odiosa mancha que sorprendía y cuya sola existencia era de por sí un reproche y además implicaba la responsabilidad de toda Castalia. Allí, creemos, reside la sensación de sacudimiento y trastorno propia de Knecht en su juventud, en tales ocasiones. Fuera de allí, detrás de los límites de la provincia, existía un mundo, una vida humana en contraste con Castalia y sus leyes, que no contaba con ellas en la organización y economía y que Castalia no podía dominar ni sublimar. Y naturalmente, conoció la existencia de ese mundo también con el corazón. Él también tenía impulsos, fantasías y deseos que contradecían a las leyes bajo las cuales estaba, impulsos e instintos cuyo dominio se lograba solamente poco a poco y costaba duros esfuerzos. Estos instintos, pues, en muchos estudiantes podían llegar a ser tan fuertes que resistían a todas las advertencias y los castigos, y devolvían a los réprobos desde el mundo selecto de Castalia a aquel otro mundo que estaba dominado no por la educación y el cuidado espiritual, sino por los impulsos naturales y que debía parecer a los que se esforzaban por alcanzar la virtud castalia, ora perverso mundo inferior, infierno en fin, ora lugar tentador de juego y alboroto. Desde generaciones atrás, muchas conciencias jóvenes conocieron el concepto del pecado, de la falta, en esta forma castalia. Y muchos años después, adulto, amante de la historia, Knecht tuvo que saber con mayor exactitud que la historia no puede surgir sin la sustancia y el dinamismo de este mundo pecador del egoísmo y de la vida instintiva, y que también creaciones tan sublimes como la de la Orden nacieron de este turbio fluir y serán devoradas otra vez por el mismo algún día. El problema de Castalia, pues, era lo que constituía la base de toda impulsión enérgica, de toda aspiración y vacilación, y eso no fue nunca para él mero problema filosófico, sino algo que le penetraba en lo más íntimo y de lo cual se sentía también responsable. Knecht era una de esas naturalezas que se enferman, se marchitan y mueren porque ven enferma y sufriente la idea creída y amada, la patria y la comunidad queridas.

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