El juez de Egipto 1 - La pirámide asesinada (38 page)

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Authors: Christian Jacq

Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga

BOOK: El juez de Egipto 1 - La pirámide asesinada
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—Hay otra versión de los hechos. Conocíais a Chechi desde hace mucho tiempo; vuestro encuentro se remonta a vuestras primeras campañas en Asia. Sus dotes de químico os interesaron; le facilitasteis la entrada en territorio egipcio, borrasteis su pasado y organizasteis su carrera en el armamento.

—Puras especulaciones.

—El hierro celeste no lo es. ¿A qué lo destinabais y por qué se lo procurasteis a Chechi?

—Pura fábula.

Pazair se volvió hacia los jurados.

—Os ruego que toméis nota de que Qadash es libio y Chechi beduino de origen libio. Creo en la complicidad de estos dos hombres y en sus vínculos con el general Asher. Están confabulados desde hace mucho tiempo y pensaban dar un paso decisivo utilizando el hierro celeste.

—Eso es sólo lo que vos pensáis —objetó el general—. No tenéis ninguna prueba.

—Admito que sólo he establecido tres hechos reprensibles: el falso testimonio de Qadash, la falsa declaración de Chechi y la ligereza administrativa de vuestros servicios.

El general, arrogante, se cruzó de brazos. Hasta ahora, el juez estaba poniéndose en ridículo.

—Segundo aspecto de mi investigación —prosiguió Pazair—: el asunto de la gran esfinge de Gizeh. Según un documento oficial firmado por el general Asher, los cinco veteranos que formaban la guardia de honor del monumento perecieron en un accidente. ¿Lo confirmáis?

—Puse, efectivamente, mi sello.

—La versión de los hechos no corresponde a la realidad.

Asher, turbado, descruzó los brazos.

—El ejército pagó los funerales de esos infelices.

—Con tres de ellos, el guardián en jefe y sus dos colegas que habitaban en el delta, no pude establecer la causa exacta de la muerte; los dos últimos habían sido jubilados y enviados a la región tebana. Estaban pues vivos tras el supuesto accidente mortal.

—Es muy extraño —reconoció Asher—. ¿Podremos escucharlos?

—Los dos murieron. El cuarto veterano fue víctima de un accidente; ¿pero no le empujaron para que cayera en su horno de pan? El quinto, aterrorizado, se ocultaba disfrazado de barquero. Murió ahogado o, más exactamente, asesinado.

—Si me permite una objeción —declaró el decano del porche—. Según el informe que ha llegado a mi despacho, el policía local defiende el accidente.

—De cualquier modo, dos de los cinco veteranos no murieron al caer de la esfinge, como el general Asher quería hacer creer. Además, el barquero tuvo tiempo de hablar conmigo antes de morir. Sus camaradas habían sido atacados y asesinados por un grupo compuesto de varios hombres y una mujer. Hablaban en una lengua extranjera. Esa es la verdad que ocultaba el informe del general.

El decano del porche frunció las cejas. Aunque detestaba a Pazair, no ponía en duda la palabra de un juez pronunciada en plena audiencia y que aportaba un hecho nuevo de espantosa gravedad. Incluso Mentmosé se sintió conmovido; el verdadero proceso comenzaba.

El militar se defendió con vehemencia.

—Firmo cada día muchos informes sin verificar personalmente los hechos, y me ocupo muy poco de los veteranos.

—A los jurados les interesará saber que el laboratorio de Chechi, donde estaba la caja que contenía el hierro, se hallaba en un cuartel de veteranos.

—No importa —consideró Asher, irritado—. El accidente fue comprobado por la policía militar y, simplemente, firmé el acta administrativa para que se organizaran los funerales.

—¿Negáis, bajo juramento, haber sido informado de la agresión contra la guardia de honor de la esfinge?

—Lo niego. Y niego también cualquier responsabilidad, directa o indirecta, en la muerte de aquellos cinco infelices. No sabía nada del drama y de sus consecuencias.

El general se defendía con una convicción que le ganaría el favor de la mayoría de los miembros del jurado. Ciertamente, el juez sacaba a la luz una tragedia, pero a Asher sólo se le reprocharía otra falta administrativa y no uno o varios crímenes de sangre.

—Sin poner en cuestión las rarezas de este caso —intervino el decano del porche—, pienso que será indispensable una investigación complementaria. ¿Pero no sería mejor dudar de las declaraciones del quinto veterano? ¿No habrá inventado una fábula para impresionar al juez?

—Pocas horas más tarde, había muerto —recordó Pazair.

—Una triste coincidencia.

—Si fue efectivamente asesinado, alguien quiso impedir que siguiera hablando y compareciese ante este tribunal.

—Aun admitiendo vuestra teoría —indicó el general—, ¿en qué me afecta eso? Si lo hubiera comprobado, habría advertido, como vos, que la guardia de honor no había desaparecido en un accidente. Por aquel entonces, estaba preparando la campaña de Asia; esta tarea prioritaria me absorbía.

Pazair había esperado, sin creer demasiado en ello, que el militar sería menos dueño de sus nervios, pero conseguía rechazar los asaltos y esquivar los argumentos más incisivos.

—Llamo a Suti.

El teniente se levantó, grave.

—¿Mantenéis vuestras acusaciones?

—Las mantengo.

—Explicaos.

—Durante mi primera misión en Asia, tras la muerte de mi oficial, asesinado en una emboscada, vagabundeé por una región poco segura para reunirme con el regimiento del general Asher. Creí que me había perdido cuando fui testigo de una horrible escena. Un soldado egipcio fue torturado y asesinado a pocos metros de mí; yo estaba demasiado agotado para ayudarle, y sus agresores eran numerosos. Un hombre dirigió los interrogatorios y, luego, le degolló con ferocidad. Ese criminal, ese traidor a su patria, es el general Asher.

El acusado permaneció imperturbable.

Conmovida, la concurrencia contuvo el aliento. El rostro de los jurados se había ensombrecido bruscamente.

—Estas escandalosas palabras están desprovistas de cualquier fundamento —declaró Asher con una voz casi serena.

—Negar no basta. ¡Yo os vi, asesino!

—Mantened la calma —ordenó el juez—. Este testimonio demuestra que el general Asher colabora con el enemigo. Por eso no hay modo de coger al rebelde libio Adafi. Su cómplice le advierte de antemano del desplazamiento de nuestras tropas y prepara con él una invasión de Egipto. La culpabilidad del general permite suponer que no es inocente en el asunto de la esfinge; ¿hizo matar a los cinco veteranos para probar las armas fabricadas por Chechi? Sin duda, una investigación complementaria lo demostrará relacionando entre sí los distintos elementos que he expuesto.

—Mi culpabilidad no se ha probado en absoluto —consideró Asher.

—¿Ponéis en duda la palabra del teniente Suti?

—Le creo sincero, pero se equivoca. Según su propio testimonio, ya no le quedaban fuerzas. Sin duda, sus ojos le engañaron.

—Los rasgos del asesino se grabaron en mi mente —afirmó Suti—, y me juré encontrarle. Entonces ignoraba que se trataba del general Asher. Le identifiqué en nuestro primer encuentro, cuando me felicitó por mis hazañas.

—¿Habíais enviado exploradores a territorio enemigo? —preguntó Pazair.

—Naturalmente —respondió Asher.

—¿Cuantos?

—Tres.

—¿Sus nombres fueron inscritos en el servicio de los países extranjeros?

—Es la norma.

—¿Regresaron vivos de la última campaña?

El general se turbó por primera vez.

—No, uno de ellos ha desaparecido.

—El que vos matasteis con vuestras propias manos porque había comprendido vuestro papel.

—Es falso. No soy culpable.

Los jurados advirtieron que su voz temblaba.

—Vos, que estáis cargado de honores, que educáis a los oficiales, habéis traicionado a vuestro país del modo más innoble. Es hora de confesar, general.

La mirada de Asher se perdió en la lejanía. Esta vez estaba a punto de ceder.

—Suti se equivocó.

—Mandadme inmediatamente al lugar, en compañía de oficiales y escribas —propuso el teniente—. Reconoceré el lugar donde enterré al infeliz. Traeremos sus despojos, será identificado y le daremos una sepultura digna.

—Ordeno una expedición inmediata —declaró Pazair—. El general Asher permanecerá detenido en el cuartel principal de Menfis, custodiado por la policía. Tendrá prohibido el contacto con el exterior hasta que Suti regrese, entonces continuaremos el proceso y los jurados darán su veredicto.

CAPÍTULO 38

E
n Menfís todavía resonaban los ecos del proceso. Algunos ya consideraban al general Asher como el más abominable de los traidores, alababan el valor de Suti y la competencia del juez Pazair.

A éste le hubiera gustado consultar con Branir, pero la ley le impedía hablar con los jurados antes de que finalizara el caso. Declinó varias invitaciones de notables y se encerró en su casa. En menos de una semana, el cuerpo expedicionario regresaría con el cadáver del explorador asesinado por Asher. El general quedaría confundido y sería condenado a muerte. Suti obtendría un elevado cargo y, sobre todo la conspiración quedaría desmantelada y Egipto se salvaría de un peligro procedente, al mismo tiempo, del interior y del exterior. Aunque Chechi se escapara entre las mallas de la red, se habría conseguido el objetivo.

Pazair no había mentido a Neferet. Ni un solo instante dejaba de pensar en ella. Incluso durante el proceso su rostro se le imponía. Debía concentrarse en cada palabra para no sumirse en una ensoñación de la que ella era la única heroína.

El juez había confiado el hierro celeste y la azuela al decano del porche, que los había entregado en seguida al sumo sacerdote de Ptah. En colaboración con las autoridades religiosas, el magistrado tendría que averiguar su procedencia. Un detalle turbaba a Pazair: ¿por qué no habían denunciado el robo? La excepcional calidad del objeto y del material orientaba, en principio, las investigaciones hacia un rico y poderoso santuario, el único capaz de albergarlos

Pazair había concedido tres días de descanso a Iarrot y Kem. El escribano se había apresurado a dirigirse a su domicilio, donde acababa de estallar un nuevo drama doméstico, su hija se negaba a comer legumbres y ya sólo devoraba pasteles. Iarrot le consentía el capricho, su esposa lo rechazaba.

El nubio no se alejó del despacho; no necesitaba descanso en absoluto y se consideraba responsable de la seguridad del juez. Aunque fuera intocable, se imponía la prudencia.

Cuando un sacerdote de cráneo afeitado quiso entrar en casa del juez, Kem se interpuso.

—Debo transmitir un mensaje al juez Pazair.

—Confiádmelo.

—A él y sólo a él.

—Aguardad.

Aunque el hombre fuera esmirriado y no llevara armas, el nubio experimentaba una sensación de malestar.

—Un sacerdote quiere hablar con vos. Sed prudente.

—¡Veis peligros por todas partes!

—Llevaos, por lo menos, al babuino.

—Como queráis.

Entró el sacerdote, Kem permaneció detrás de la puerta, el babuino, indiferente, cascó la nuez de una palmera.

—Juez Pazair, os esperarán mañana por la mañana, al amanecer, en la gran puerta del templo de Ptah.

—¿Quién desea verme?

—No tengo otro mensaje.

—¿Motivo?

—Os lo repito: no tengo otro mensaje. Afeitaos todos los pelos del cuerpo, absteneos de cualquier relación sexual y recogeos venerando a los antepasados.

—¡Soy juez y no pienso hacerme sacerdote!

—Sed puntual. Que los dioses os protejan.

Bajo la vigilancia de Kem, el barbero acabó de afeitar a Pazair.

—¡Ya estáis perfectamente liso y sois digno de tomar las órdenes! ¿Perderemos un juez para ganar un sacerdote?

—Simple medida de higiene. ¿No lo hacen, también, regularmente los notables?

—¡Y os habéis convertido en uno de ellos, es cierto! Lo prefiero así. En las callejas de Menfis sólo se habla de vos. ¿Quién se hubiera atrevido a atacar al omnipotente Asher? Hoy, las lenguas se desatan. Nadie le quería. Se murmura que ha torturado a algunos aspirantes.

Adulado ayer, pisoteado hoy, Asher veía cómo su destino se torcía en pocas horas. Circulaban los más sórdidos rumores sobre él. Pazair aprendió la lección: nadie estaba a salvo de la bajeza humana.

—Si no os hacéis religioso —supuso el barbero—, entonces vais, sin duda, a ver a una dama. A muchas les gustan los hombres bien afeitados, que parecen sacerdotes… ¡o que lo son! El amor no les está prohibido, es cierto, ¿pero no es excitante tratar con hombres que miran cara a cara a los dioses? Tengo aquí una loción a base de jazmín y de loto que he comprado al mejor fabricante de Menfis. Perfumará vuestra piel durante varios días.

Pazair aceptó. De ese modo el barbero haría correr por todas partes una información fundamental: el juez más intransigente de Menfis era también un coqueto amante. Quedaba por descubrir el nombre de la elegida.

Tras la marcha del charlatán, Pazair leyó un texto consagrado a Maat. Ella, venerable antecesora, era la fuente del gozo y de la armonía, hija de la luz, luz ella misma, actuaba en favor de lo que actuaba por ella.

Pazair le pidió que mantuviera la rectitud de su vida.

Poco antes del alba, mientras Menfis despertaba, Pazair se presentó ante la gran puerta de bronce del templo de Ptah. Un sacerdote le llevó a un lado del edificio, sumido en las tinieblas. Kem había desaconsejado ardientemente al juez que acudiera a la extraña convocatoria. A causa de su grado, no estaba habilitado para investigar en un templo. ¿Pero no desearía un religioso hacerle ciertas revelaciones sobre el robo del hierro celeste y de la azuela?

Pazair estaba conmovido. Penetraba en el templo por primera vez. Altos muros separaban del mundo profano el universo de los especialistas encargados de mantener la energía divina y hacerla circular para que no quebrara el vínculo entre la humanidad y las potencias creadoras. Ciertamente, el templo era también un centro económico, con sus talleres, sus panaderías, sus carnicerías, sus almacenes, donde trabajaban los mejores artesanos del reino. El primer patio a cielo abierto era accesible a los notables durante las grandes fiestas. Pero más allá comenzaba el dominio del misterio, el jardín de piedra donde el hombre no debía ya levantar la voz para poder escuchar la de los dioses.

El guía de Pazair siguió por el muro del recinto hasta una pequeña puerta provista de una rueda de cobre que servía de esclusa; los dos hombres la hicieron girar y provocaron una circulación de agua con la que se purificaron el rostro, las manos y los pies. El sacerdote pidió a Pazair que aguardara en la oscuridad, en el umbral de una columnata.

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