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Authors: Kendall Maison

Tags: #Intriga, #Aventuras

El laberinto prohibido (78 page)

BOOK: El laberinto prohibido
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Lo observé de hito en hito antes de intervenir otra vez.

—Dejaste aquella copia de yeso para que yo la viese en tu apartamento —le dije en tono firme.

—Bueno, tenía que llamar tu atención. Cada persona que viste había sido comprada previamente. Todo aquello resultó caro, pero eficaz. Debo decir que no era una copia, pues la fabriqué yo mismo.

—Pero las palabras escritas eran… —protesté, dejando la frase incompleta.

—Verás… —Esbozó una sonrisa cómplice—. Me ocurrió algo extraño. Soñé con este lugar y las palabras vinieron a mi mente como si alguien las estuviese escribiendo.

—Hay algo que no comprendo aún… ¿Por qué me dejaste esa fortuna en una cuenta a mi nombre? A menos que…

—Lo has adivinado —me interrumpió impulsivo—. Aquí el dinero no sirve para nada y yo me voy a quedar aquí para siempre. —Abrió los brazos, intentando abarcar la gigantesca cueva.

—¿Solo? ¿Aquí? —Krastiva se estremeció. Las mujeres siempre odian la soledad.

—Vendrán más —afirmó Ameneb en tono grave—. Klug. —Lo miró de soslayo— los enviará y esta mítica ciudad recobrará al fin la vida… A cambio, le diré cómo conseguir lo que desea, que es proclamarse gran sumo sacerdote de Amón-Ra en la superficie.

El rostro del austríaco se iluminó. La esperanza volvía a su atormentada mente y la ilusión lo tomó una vez más.

—¿Qué tengo que hacer? —se ofreció solícito.

—¿Veis? —preguntó Ameneb—. Todos conseguimos lo que deseamos —siseó con un poso de ironía.

—No, todos no —protestó Scarelli—. Ahora que nos ha descubierto, estamos en peligro; eso sin contar que nos vamos de vacío.

Olaza, Delan y Jean Pierre, que permanecían discretamente en un segundo plano, se rebulleron inquietos a la espera de conocer el próximo paso que deberían dar a favor de su señor.

Ameneb soltó una risa corta y desdeñosa.

—No ha entendido nada, monseñor —le recriminó apretando los labios—. Usted también fue atraído a esta ciudad. Como le dije, será el próximo Papa, el Pastor Supremo. Pero deberá cambiar algunos ritos, adaptándolos a los de Amón-Ra. Sabrá hacerlo sutilmente… —dijo en tono tajante—. No será inmortal, como era su deseo, porque el Árbol de la Vida, por sí mismo, no puede ofrecer ese preciado don, sino sólo su creador, pero verá colmadas todas sus ambiciones… —afirmó con evidente insolencia—. Se lo repito, cambiará algunos ritos. Además, favorecerá la creación, en riguroso secreto, eso sí, de una nueva religión con fondos provenientes de la propia Iglesia Católica Apostólica Romana. Se llamará la Iglesia de Amón-Ra —pronunció seco—. En principio será bajo el nombre de Nuevos Templarios.

Monseñor Scarelli lanzó un nervioso bufido antes de replicar en tono agrio:

—¿Cómo sabe que él. —Señaló despectivamente a Isengard— y yo cumpliremos lo aquí pactado?

—Ahí entra de lleno el poder de Amón-Ra… Todo el que penetra aquí estará el resto de sus días bajo su inmenso poder; salvo el elegido para hallar el Árbol de la Vida. —Me miró respetuoso. Era un hombre que parecía tener respuesta para todo. En el ínterin, sólo una cabeza permanecía cabizbaja, la de Mojtar El Kadern. Le tocaba el turno a continuación—. No me he olvidado de usted, comisario. Delatará a Scarelli y sus cómplices. —El aludido se envaró ante la amenaza—. Luego los expulsarán del país, pues él y los suyos tienen pasaporte diplomático… ¿Me equivoco? —Taladró a los del Vaticano con sus centelleantes ojos. Después exhibió una sonrisa presuntuosa y burlona—. Le ascenderán y su reputación se correrá como un reguero de pólvora por todo Egipto… En cuanto a usted. —Fijó toda su atención en la eslava—, señorita Iganov, no le vaticino nada. Deberá elegir su propio camino. Con Craxell, con su revista. —Abrió sus brazos, con las manos extendidas de forma un tanto teatral—, haga lo que haga, sé que elegirá bien.

Ella notó que se ruborizaba y le ofreció una pequeña sonrisa casi cohibida. Su mano aferró la mía, que estaba pegada al suelo, como una confirmación de lo que yo sospechaba.

Todo mi interior se convulsionó al sentir el contacto de sus dedos. Apreté su mano correspondiendo a su «mensaje» y miré con fijeza a Ameneb. Daba la impresión de que nos hallábamos ante el oráculo de Amón-Ra, inquiriendo de él pronósticos sobre el futuro. Algunas preguntas flotaban en mi mente, aunque sin esperanza de hallar una respuesta satisfactoria.

La luz nacarada que llevaba a aquel inimaginable submundo creaba una semipenumbra que le confería a Ameneb un aire de misterio, dibujando sombras con vida propia. Me dirigí de nuevo a él.

—Entonces… yo soy el elegido… Según creo, no estaré bajo el influjo de Amón-Ra —recité, dubitativo, a modo de pregunta.

—Comprendo su extrañeza, señor Craxell, y ni yo mismo alcanzo a entender algunos detalles relativos a usted, pero le contaré lo que sé y lo que deduzco de lo que yo conozco. —Había dejado el tuteo y su voz rezumaba gravedad—. Veamos… —Tosió con ganas un par de veces—. Cuando por casualidad o por la guía de Amón-Ra, como yo prefiero creer, se encontró este lugar, tan singular por su ubicación, tamaño y naturaleza, sus constructores no sospecharon, ni en sus más atrevidos sueños, que otro… llamémosle «santuario» ya había ocupado parte de su espacio… Todo comenzó al roturar tierras para cultivar. Uno de los bueyes metió sus patas delanteras en un hoyo. Allí encontraron, en una vasija de barro sellada, una bolsa de piel de dromedario, y en su interior había dos placas de oro conteniendo un papiro negro con símbolos en relieve de oro puro.

»Lamentablemente, su secreto no pudo ser descifrado por sabio alguno. Permaneció en el camarín del gran sumo sacerdote hasta que Imhab le prestó la debida atención y lo estudió más a fondo que nadie. Pero él sólo consiguió pobres progresos, únicamente algunos incoherentes símbolos salteados; egipcios, por supuesto. Fue Nebej quien, ya en la superficie, supo hallar otros escritos que le fueron guiando. Al retornar aquí, la idea principal fue abriéndose paso en su mente, pero la muerte lo sorprendió. Menos mal que antes de fallecer había copiado el papiro y se lo había entregado a su hijo. Este se llevó la copia, pero prefirió que el auténtico se quedara en manos de los grandes sumos sacerdotes de Amón-Ra.

»Nebej había recopilado cuantos datos existían sobre esta ciudad y se encontró con un nombre extranjero que le sorprendió: Alejandro Magno, el macedonio conquistador del país del Nilo que fue recibido, sin embargo, como un libertador que acabó con el yugo persa. Cotejando los símbolos que ya conocía con la escritura griega y la hebrea, Nebej fue conociendo al fin el significado de partes del papiro negro.

»Más tarde supuso que el macedonio había sido enterrado en la ciudad-templo de Amón-Ra; pero su sorpresa fue grande al comprobar que el portentoso general griego había sido, a su vez, el libertador de los hebreos y que esto estaba predicho en sus libros sagrados. Ya en esta ciudad, fue Imhab quien le refirió la historia que oralmente se le había trasmitido como un gran secreto.

»Alejandro contrajo unas misteriosas fiebres que cortaron su gloria en la flor de la vida. Se le transportó a la ciudad-templo de Amón-Ra; pero no para ser curado por las artes de los sacerdotes, sino para obtener la vida eterna tomando del fruto del Árbol de la Vida.

Monseñor Scarelli negó con la cabeza.

—Pero es imposible… —observó con sequedad—. El que lo coge muere en el acto, abrasado… Ya lo hemos visto —susurró, abrumado por las imágenes que nunca olvidaría.

—Él creía que tenía su derecho por haber liberado al pueblo de Dios de la opresión extranjera; pero llegó muerto… —añadió con tristeza el italiano.

Mojtar El Kadern terció en la conversación.

—Y lo confiaron a las raíces del Árbol de la Vida… ¿Esperaban acaso que lo resucitara? —quiso saber el policía, intrigado a su pesar.

Ameneb se encogió de hombros.

—Es posible —repuso en voz baja—. Pero el Árbol de la Vida no concede ese don a nadie. De hecho, no concede vida alguna —aseguró en tono pesimista.

Así las cosas, el enigma, como si de un puzzle se tratara, se conformaba ya en una imagen cada vez más nítida, hasta definir una tan sorprendente, complicada y antigua como la misma existencia del ser humano.

Sentados junto al estanque sagrado, como niños que cuentan historias inventadas para matar el tiempo, nos dejamos sumergir en aquella barahúnda de datos, nombres y hechos que se habían perdido en el devenir de los tiempos pretéritos.

Al final, y de común acuerdo, tomamos la decisión de levantar de nuevo el muro que sellaba la cámara del Árbol de la Vida y lo ocultaba, para olvidarnos de él y de Alejandro Magno de una vez para siempre. Lo hicimos nosotros mismos, de forma que al concluir la obra, nada indicaba que se hallara allí el mayor tesoro arqueológico de todos los tiempos.

Ameneb, como se llamaba ahora el inefable Pietro Casetti, se instaló en una cámara anexa del templo y ordenó, según los ritos sagrados de Amón-Ra, a Klug Isengard gran sumo sacerdote de Amón-Ra para ejercer su poder en la superficie.

Ninguno pudimos acceder a la celebración privada de aquel antiquísimo rito sagrado.

Sólo ellos dos…

Un par de días después del solemne acto, igual que una hilera de sumisos esclavos que avanzaran con pena al abandonar su hogar, partimos rumbo al exterior para no regresar jamás.

La figura de Ameneb se fue empequeñeciendo a medida que nos alejábamos de él. Sus níveas vestiduras parecían ahora estar talladas en puro mármol blanco y pesado.

Otros vendrían a unirse a él, a fin de renovar, hasta la eternidad, la vida de aquel submundo tan antiguo y remoto.

Capítulo 45

Su Santidad Juan XXIV

S
entí la luz natural sobre mi rostro. Tenía los ojos cerrados y a duras penas conseguía entreabrirlos. Lo logré frunciendo mucho el ceño. Hasta mis oídos llegaba el familiar sonido del repiqueteo del agua al salir con fuerza. Krastiva, aquella maravillosa mujer de la estepa rusa, se estaba duchando. Apoyé el peso de mi cuerpo sobre los antebrazos y me incorporé para echar una ojeada alrededor.

Camino del baño, ella había ido dejando un sofisticado rastro de moda. El vestido púrpura de la Colección Yoox de Christian Dior, de media pierna, caía despreocupadamente por el respaldo de una silla estilo Luis XV. Los zapatos de aguja… bueno, uno estaba a los pies de la cama, el otro… el otro no conseguí verlo.

Levanté la sábana y comprobé mi total desnudez. El final de la noche había transcurrido entre copas de champán Bollinger Grande Année, de 1996, tras saborear una copiosa cena en un restaurante tan famoso como el Maxim's, que todavía tiene una aureola de pintoresquismo contradictorio.

El cómo llegamos hasta el Ritz no era difícil de imaginar. Recordaba vagamente un elegante taxi que nos «depositó» a las puertas de tan lujoso establecimiento hotelero. Eso sí, como era obligado, tomamos la última consumición en el bar Hemingway, donde a la señorita Iganov le ofrecieron una preciosa rosa roja.

Mi ropa descansaba en un desordenado montón, en el suelo de la habitación, y por lo que parecía, ella se había quedado dormida con el costoso vestido puesto. Lo deduje al comprobar lo arrugado que se encontraba. Lamenté mi estado físico de la noche anterior soltando un largo suspiro.

—¿Te has despertado? —preguntó ella con voz aterciopelada desde el interior de la
toilette
, cuya puerta había dejado entreabierta a propósito.

—Sí, creo… que sí —farfullé medio atontado. Después me froté los ojos y miré a los amplios ventanales que se abrían a la Plaza de la Concordia. La luminosidad hirió mis retinas y por eso apreté los párpados, haciendo de paso una mueca.

Me senté al borde de la cama, dejando que la luz del día me bañara con su dulce abrazo. Era tan agradable volver a vivir bajo el cielo azul de París…

Desnudo como me encontraba, caminé como un sonámbulo hasta el baño para quitarme las legañas. Penetré en la exquisitamente decorada estancia que era la
toilette
. Una gran bañera victoriana, con doradas patas de bronce, reinaba entre sendas y regordetas columnas de mármol negro. Aquel exquisito recipiente contenía el esbelto cuerpo de Krastiva, quien en ese preciso instante se sumergía feliz en un relajante baño de espuma y de sales. Sonreía, quizás porque me había quedado tan absorto contemplando una escena por la que algunos hombres serían capaces de hacer una locura…

Igual que un oso, pesado y torpe, me introduje en la lujosa bañera y dejé que mi cuerpo se hundiera entrelazándose con el suyo en un provocativo abrazo. El agua acabó desbordándose. Por medio de una ola de espuma que se derramó con estruendoso chapoteo. Pero yo no lo percibí, tan concentrado como estaba.

Los espejos de marcos dorados reflejaron nuestra imagen con evidente envidia, mientras jugueteábamos como adolescentes con nuestras respectivas pieles.

Embutidos en sendos albornoces tono albaricoque, nos sentamos a desayunar. Estando en la bañera tan a gusto habían llegado del servicio de habitaciones con el abundante desayuno solicitado por
Mademoiselle
Iganov.

Acompañándolo, venían tres periódicos del día.

Nuestros ojos amenazaron con salirse de las órbitas al ver la fotografía que, a todo color, casi llenaba la primera página de
Le Journal
.

Mi chica se había quedado de piedra.

—Es… es él… —balbució, nerviosa. No acertó a proseguir, pues se le había trabado la sin hueso de la impresión.

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