El ladrón de tumbas (11 page)

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Authors: Antonio Cabanas

BOOK: El ladrón de tumbas
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—Perfectamente, escriba. Os comprendo desde mucho antes de conocerte a ti. Es por eso por lo que este ciclo, como tú lo llamas, no lo viviré con arreglo a las normas de los dioses.

—Espléndido, artesano —exclamó Ankh mientras daba palmas—. Es sin duda uno de los motivos por los que me encuentro hoy aquí ¿cómo si no podría hacer negocios contigo?

Shepsenuré le miró molesto, ¿cómo podía hablarle con tal cinismo? A él, que durante toda su vida había sido un paria, nieto de un reo ajusticiado por ladrón de tumbas por orden del faraón, y del que sólo pudo aprender el oficio de sobrevivir a duras penas. El escriba estaba a punto de proponerle alguna oscura empresa y lo hacía manifestando su alabanza a los dioses, a la vez que se congratulaba del poco respeto que Shepsenuré sentía por ellos. Nunca hasta entonces había conocido a alguien así y su sentido común de nuevo le advirtió que debía irse de allí. «¡Vete de Menfis! ¡Hazlo ahora que todavía puedes!»

Eso significaba volver de nuevo al polvo de los caminos de Egipto. ¿Por qué no podía vivir en paz como el resto de sus vecinos? ¿Acaso los dioses le castigaban por sus grandes pecados? Shepsenuré hizo un mohín de asco; él siempre se recordaba como penitente, pero no estaba dispuesto a cumplir su condena de acá para allá. Por primera vez tenía una casa, un techo propio que poder ofrecer a su hijo, un lugar donde establecerse al fin. Ésta era una sensación gratificante que no había sentido nunca y que le invadía cuando se veía entre aquellas paredes llenándole de paz. Una perspectiva nueva sin duda y a la que no estaba dispuesto a renunciar.

Sin embargo, al salir de su ensoñación y mirar al escriba sintió una cierta zozobra que no había experimentado con anterioridad, a la vez que presentía que ya no era dueño de su destino. Su mirada se cruzó con la de Ankh y volvió a escuchar en su corazón aquellas palabras «¡Vete, márchate de Menfis!».

—¿Te preocupa algo? —preguntó quedamente Ankh.

—¿Acaso debería de hacerlo? —contestó Shepsenuré sin mucha convicción.

—Uhm, no por el momento y en todo caso confío en que nunca tenga que ser yo la causa, artesano.

Este le observó intentando escrutar lo inescrutable, mas tan sólo fue capaz de ver en su rostro la astucia que el escriba no se molestaba en ocultar. Fijó sus ojos en los del funcionario y sintió que Ankh le leía hasta el alma.

Sobreponiéndose, Shepsenuré cogió una silla y se sentó frente al escriba.

—Bien, Ankh, tú dirás a qué se debe tu visita, ¿o quizás es de simple cortesía? —preguntó sarcástico.

—Las cortesías están bien y son incluso recomendables cuando acompañan a un buen acuerdo, y tú y yo tenemos uno, ¿no es así?

—Creo recordar que en cierta ocasión hicimos negocios, mas no sé qué puedo ofrecerte ahora.

—En esta oportunidad no serás tú quien ofrezca, sino yo. Claro que, habrá que cambiar las condiciones del trato anterior.

Shepsenuré le observó sin decir una palabra.

—Me parece que cuando decidiste venir a Menfis, lo hiciste no sólo por pasar como un honrado artesano más, ¿no es así? No en vano —continuó Ankh— estamos rodeados de kilómetros y kilómetros de tumbas, y supongo que para un hombre como tú este hecho debe resultar ciertamente muy sugestivo.

—Tanto como para ti según veo, escriba.

—Je, je, ya que lo que he de proponerte parece que nos puede interesar a ambos, te lo expondré pues al punto. Tengo indicios más que sobrados para conocer la situación de varias tumbas de alguna antigüedad —continuó Ankh con suavidad a la vez que observaba el rostro de su interlocutor.

Éste permaneció impasible.

—¿Te interesa el tema? —preguntó el escriba con malicia.

Shepsenuré guardó silencio.

—Bien —prosiguió Ankh—, veo que te interesa. Como te decía, conozco el emplazamiento de algunas tumbas que creo se hallan intactas y que, de ser así, sin duda guardarán en su interior magníficos ajuares; piezas únicas, que quisiera que tú sacaras a la luz.

—Si conoces el paradero, no veo para qué me necesitas, escriba.

—Oh, vamos, artesano, de sobra sabes el peligro que supondría para mí el aventurarme por la noche en semejantes parajes. ¿Te imaginas lo que podría llegar a pensar el divino Ptah al verme deambular entre los restos de sus antiguos sacerdotes? ¡El inspector del catastro del templo, vagando entre sepulturas! Tendría que correr un gran riesgo, y Ankh no corre riesgos; en cambio para ti sería como coser y cantar.

—¿Cómo has accedido a semejante revelación? —inquirió Shepsenuré.

—El cómo ha llegado la información a mi poder no viene al caso, pero he de decirte que ésta es auténtica. ¡Escucha, si das con ellas te aseguro que no sabrás en qué gastar tanta riqueza!

—¿Sabe alguien más este asunto?

—¡Nadie! Sólo tú y yo; te lo aseguro —exclamó Ankh con cierta teatralidad.

El semblante antes dubitativo de Shepsenuré se tornó ahora reflexivo. Por descontado que no se fiaba en absoluto de Ankh. Seguramente habría alguien más en el secreto, pero esto no era lo que le hacía recelar; él había actuado durante toda su vida solo, en su propio provecho y la idea de participar con alguien más le hacía sentirse extrañamente inseguro. Examinó al escriba sin disimulo. Para él simbolizaba todo aquello que más aborrecía, la respuesta al porqué de todos los males por los que su país se había visto aquejado. Aun como despreciable saqueador, era consciente de las leyes que durante miles de años habían hecho posible el armónico equilibrio de su tierra; incluso hasta sentía cierto respeto por el faraón como vértice en el que confluía aquel orden. Sin embargo, Ankh personificaba la simiente que poco a poco había ido descomponiendo el Estado. No era un problema nuevo, puesto que durante muchos años esa simiente había fermentado hasta llegar a corromper los estamentos jerárquicos.

Así veía pues Shepsenuré al escriba allí sentado que, desde su rango superior, le empujaba con todo el peso que su poder le confería, hacia un incierto sino. Era un desafío para quien, como él, no había tenido oportunidad de elegir; y decidió aceptar.

—Y bien, ¿qué me dices? —preguntó Ankh enarcando una de sus cejas.

—Que acepto —contestó Shepsenuré con un suspiro.

—¡Espléndido, artesano, espléndido! Veo que sabes lo que te interesa. Aunque hay una cuestión que debemos considerar, que no es otra que las condiciones del acuerdo —dijo el escriba clavando sus ojos en su anfitrión.

—Pensé que las condiciones habían sido aclaradas entre nosotros hace tiempo.

—¡Sin duda! Pero debes comprender que las circunstancias actuales difieren sobre manera. El lugar es conocido, no habrá búsqueda por tu parte pues tan sólo tendrás que encontrar la entrada y tener un mínimo de precaución. Digamos por tanto que el valor de tu trabajo alcanzaría la cuarta parte del total.

—Ja, ja, supongo que estarás bromeando. No creerás que voy a arriesgarme por tal cantidad.

—¡Piensa en la totalidad de ajuares funerarios que debe haber enterrados! —exclamó el escriba juntando sus manos con fuerza—. La cuarta parte supone una cuantía enorme, artesano.

—Nada comparado con las tres cuartas partes que tú te quedarás mientras duermes tranquilamente en tu casa.

—Bien, en ese caso quédate con la mayor parte e inunda el mercado de joyas. ¿Cuánto tiempo crees que tardarías en ser descubierto? Vamos, artesano; un hombre juicioso como tú sabe que ni tan siquiera yo podría colocar adecuadamente algo tan comprometedor. Son necesarios determinados contactos que indudablemente tienen un precio.

—¿Y si las tumbas se hallan vacías?

—Imposible. Estoy seguro de que debe haber media docena de enterramientos por lo menos.

—¿Y si no es así?

—En ese caso, ¿qué perderías? Tan sólo una noche en tan augusta necrópolis.

Shepsenuré pensaba con toda la rapidez de que era capaz. Evidentemente aquel asunto se le escapaba de las manos; él era la punta de una daga de empuñadura muy larga. Percibía que no tenía alternativa, al menos de momento, por lo que era conveniente no crear recelos y obrar con más astucia que el escriba.

—Queda claro que las condiciones que me propones en nada afectarán a nuestro anterior contrato.

—Por supuesto, artesano. Eres libre de andar cuanto quieras por Saqqara; y en ese caso nuestro anterior acuerdo seguiría vigente.

—Bien, entonces accederé por la tercera parte.

—¡Nef ertem divino!
[55]
—exclamó Ankh levantándose de un salto y haciendo aspavientos con los brazos—. ¿Has dicho una tercera parte? Eso es un abuso.

—Yo no lo veo así, Ankh. Claro que, si sabes de alguien en esta ciudad capaz de hacer el trabajo mejor que yo, quizá lo puedas contratar por mucho menos. Aunque, en ese caso, te aconsejo que elijas bien; no sabes los destrozos que he visto en muchas tumbas causados por aficionados.

Ambos mantuvieron la mirada por un momento, luego, tras parpadear, Ankh comenzó a acariciarse la barbilla.

—Está bien —dijo al fin—, será como tú deseas.

—La tercera parte del total, Ankh. Ni un deben menos.

—Je, je. Convenido, artesano. De más está decirte —continuó el escriba— que guardes la más absoluta de las discreciones; confío en que utilices tus ganancias sabiamente. En fin creo que es hora de marcharme, tendrás noticias del lugar y la fecha con suficiente antelación —dijo mientras se ajustaba correctamente su peluca.

Shepsenuré le abrió la puerta y la luz cegadora entró a caudales obligándoles a entrecerrar los ojos.

—Ah, se me olvidaba —dijo Ankh echando un último vistazo por la habitación—. Tengo una partida de pino del Líbano ideal para tu negocio. Por desgracia los dioses decidieron que no hubiera buena madera en nuestro país, artesano. Recuérdame que te la envíe.

La noche se echó tenebrosa y llenó Saqqara de una inmensa oscuridad. Sin duda que no había podido ser elegida mejor, pues tan sólo las estrellas allá arriba, daban luz a un firmamento por lo demás impenetrable.

Shepsenuré llevaba caminando más de dos horas en aquella noche sin luna, y a cada paso sentía que la oscuridad le devoraba un poco más. Ni tan siquiera el inmenso mar de arena que le rodeaba le ayudaba a ver algo. La suave brisa que le había acompañado a su salida de Menfis hacía rato que le había abandonado, dejándole solo en aquel desierto; todo estaba en calma.

Un chacal aulló no demasiado lejos y el egipcio se detuvo. Se envolvió en su frazada e intentó atisbar a su alrededor, pero no observó nada; la gran necrópolis parecía dormida bajo sus pies con el pesado sueño que daban más de mil años.

Sintió que el frío nocturno propio de aquel lugar le calaba hasta los huesos y decidió continuar su camino.

—¡Viejo zorro! —masculló a la vez que lanzaba un escupitajo.

Y es que Ankh había sido muy cauto con los preparativos, no entregándole sino esa misma mañana los planos del lugar, haciendo hincapié en la conveniencia de que aprovechara la luna nueva para mayor seguridad. Es más, si así lo hacía, le había asegurado que no se encontraría con ninguno de los vigilantes que a veces deambulaban por allí.

—¡Medio Menfis debe saber que estoy aquí! —exclamó para sí mientras apretaba el paso—. Parezco un funcionario más a sueldo de la Casa de la Vida cumpliendo con su trabajo. -¡Justo lo que más aborrecía! Bah, sería mejor olvidarlo y concentrarse en la caminata que ya empezaba a exasperarle; porque nunca imaginó que aquella necrópolis pudiera ser tan grande. ¿A cuántos difuntos podría cubrir aquella inmensidad? En los tiempos antiguos (Imperio Antiguo), cuando Menfis era la capital absoluta del país, la mayoría de la gente se hacía enterrar allí; aunque a la vista de tan vasta extensión no veía nada fácil el poder encontrar una tumba interesante—. En el fondo quizás hasta no sea tan mala idea el empezar sobre algo más seguro —se dijo para animarse.

Hundido hasta los tobillos, continuó arrastrando sus pies por la helada planicie rodeado por unas tinieblas que apenas le dejaban ver más allá de unos pasos. Shepsenuré forzó la vista una vez más y percibió unas formas que parecían levantarse frente a él.

«Aquél es el lugar, sin duda», pensó animado mientras recorría los últimos metros que le separaban.

Volvió a detenerse y observó prudentemente el paraje con aquella sensación de ansiedad que se le originaba siempre que se encontraba en las proximidades de alguna tumba, y que tan bien conocía. Nada se escuchaba, ni rumor, ni céfiro, ni tan siquiera murmullos, ¿o quizás el corazón animado por su impaciencia se lo impedía? No, allí no había nadie y no le extrañaba, pues el templo o lo que quedaba de él se encontraba en el más absoluto de los abandonos. Casi derruido en su totalidad, sólo mantenía en pie algunas columnas que formaban un pequeño quiosco.

Se introdujo en él con cautela y encendió su lámpara al cobijo de las únicas paredes que quedaban. La tenue luz hizo dibujar en ellas extrañas formas que hiciéronle contener la respiración por un instante. Sin moverse apenas, Shepsenuré permaneció alerta. Aquel lugar pertenecía a Sokar, el señor de la región misteriosa, dios con cabeza de halcón, patrón de la necrópolis situada al oeste de Menfis y por el cual sentía tan poco respeto como por el resto de los dioses del panteón egipcio.

No era el temor a ellos lo que le hacía adoptar aquella actitud. Había un peligro mucho más real entre las ruinas digno de tener en cuenta; alguien que pertenecía al mundo de los vivos y que, como bien sabía, llevaba dentro de sí la misma muerte; la cobra egipcia, cuya presencia era mejor evitar.

Tras acostumbrarse a la débil claridad, examinó el lugar donde Ankh le había indicado que estaría la tumba. Shepsenuré comenzó a apartar los cascotes que lo cubrían con sumo cuidado. Cuando terminó, quedó ante una superficie cubierta de fina arena, que se había ido acumulando a través de tanto tiempo. Echó un último vistazo a su alrededor y sin dilación comenzó a cavar.

Más de dos horas le llevó dejar las losas del suelo al descubierto.

—¡Y menos mal que esta parte queda protegida por las únicas paredes que están en pie! —exclamó para sí mientras se secaba el sudor de la frente con el dorso de la mano—. Si no, el viento del desierto habría acumulado tal cantidad de arena que habría sido imposible poder quitarla.

Tras recuperar el aliento examinó las baldosas con atención. A pesar de haber estado al abrigo de la tierra que las cubrió durante muchos años, éstas se encontraban muy desgastadas, signo inequívoco de su antigüedad. Shepsenuré se arrodilló y con su bastón empezó a golpear las losetas pendiente de la más leve diferencia entre los tonos. Con infinita paciencia fue batiéndolas una por una esperando ese leve matiz que le indicara cuál de ellas se encontraba cubriendo algún hueco; pero no observó nada.

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