El ladrón de tumbas (38 page)

Read El ladrón de tumbas Online

Authors: Antonio Cabanas

BOOK: El ladrón de tumbas
11.96Mb size Format: txt, pdf, ePub

Para lograr que la diosa leona dejara a un lado sus iras y se mostrara benefactora, existían unos ritos llamados de Apaciguamiento de Sejmet, que eran realizados delante de sus estatuas en sus templos dos veces al día, por los
hery heb,
sus maestros sacerdotes. Todos estos actos litúrgicos no dejaban de contener un claro componente mágico. El hecho de que la diosa fuera capaz de transmitir enfermedades inducía a la posibilidad de que éstas pudieran ser combatidas con la magia. Por ello existían tanto médicos como personal eclesiástico especializado en todo tipo de rituales mágicos, que tenían como finalidad la liberación de todos aquellos «malos espíritus». Era corriente por tanto, que la gente acudiera al templo en busca de un médico mago que expulsara a los demonios causantes de su enfermedad.

A diario solían formarse largas colas de ciudadanos frente a los templos, con la esperanza de que su extraña dolencia fuera aliviada y terminasen por fin sus sufrimientos.

La mayoría de la gente tenía una fe ciega en aquellos magos que, con sus ceremonias, solían producir un efecto psicoterapéutico.

«He aquí una enfermedad que trataré.» Eran las palabras que, pronunciadas por el médico, anhelaban escuchar sus pacientes aferrándose a ellas esperanzados.

Los médicos egipcios conocían más de doscientos tipos de enfermedades, con cientos de prescripciones para cada caso concreto, siendo muchas de ellas de dudosa eficacia. Mas donde la medicina egipcia era realmente buena, era en la cirugía y en el tratamiento de lesiones externas.

Ni que decir tiene que los grandes médicos estaban adscritos a los templos, a la casa real, o atendían a los dignatarios capaces de pagar el alto precio que cobraban por sus consultas. El pueblo llano, sin embargo, tenía que conformarse con los médicos ordinarios que, en abundante número, atendían en sus pequeñas consultas a unos precios más moderados.

Pero en una ciudad tan grande como Menfis, no todo el mundo podía permitirse acudir a un
sunu
(doctor)cada vez que se sentía aquejado de alguna dolencia. Era por ello que proliferaban todo tipo de curanderos, sacamuelas o hechiceros que hacían su agosto entre la población, formulando las más extravagantes recetas
[150]
.

Nubet no pertenecía a ninguno de estos grupos aunque sentía un gran respeto hacia los médicos y ninguno por los segundos. Ella sólo se dedicaba a experimentar con los innumerables componentes que la tierra le daba, recopilando aquellas viejas recetas que no eran sólo médicas, sino que abarcaban también campos como el de la perfumería o la cosmética.

El cobertizo, situado en el patio de su casa junto a los graneros, se fue convirtiendo en un verdadero laboratorio donde la joven confeccionaba sus compuestos. Lo que había comenzado como una mera curiosidad o afición se había transformado en auténtica fascinación que llegaba a acaparar todo su tiempo.

Enseguida se dio cuenta que con aquella apasionante afición podía ayudar a los demás. Primero fue un remedio para las arrugas, luego otro para depilarse, después otro para el mal aliento… y así hasta que, sin proponérselo, dio el primer consejo médico a una vecina que tenía un herpes. Hizo una mezcla de miel fermentada, mirra seca y semillas de cilantro y le aplicó los sedimentos. Al poco tiempo, el herpes le desapareció a la mujer, que se deshizo en alabanzas hacia la joven. Esto, añadido al hecho de que no cobraba un solo deben por sus consejos, hizo que el nombre de Nubet corriera por el vecindario como si fuera una reencarnación de la divina madre Isis.

Así fue como empezó a recibir visitas a diario, de gente aquejada de dolencias comunes como dolores de cabeza, resfriados o estreñimientos. Nubet los recibía con amabilidad y trataba con atención su problema desinteresadamente. Pero los vecinos, que no por ser humildes eran desagradecidos, se obstinaban en hacerle algún tipo de obsequio por sus servicios. Legumbres, cereales, hortalizas; pronto el granero de Seneb no daba abasto para tanto regalo, que no tenía más remedio que aceptar por temor a que sus paisanos se enfadaran.

La vida cotidiana en el barrio de los artesanos de Menfis, como en cualquier otro de una gran ciudad, estaba expuesta a todo tipo de enfermedades e infecciones, que se manifestaban a diario en sus más diversas formas. Los egipcios eran asiduos comedores de gran variedad de verduras, frutas y hortalizas que, a veces, ingerían sin lavar o bien éstas habían sido regadas con aguas estancadas en las que proliferaban toda clase de parásitos, que les producían enfermedades tales como la bilarciasis, tenias, quistes amébicos o infecciones por lombrices intestinales, de las que prácticamente nadie estaba a salvo. Además existían enfermedades tan graves como la viruela, poliomielitis o la tuberculosis, muy extendidas entre la población y ante las que poco se podía hacer. «Ni tan siquiera los mejores magos de los templos podían expulsar del cuerpo a los demonios que causaban tales males.»

Por si todo esto fuera poco, había gran cantidad de individuos con deformaciones óseas como la acondroplastia, que producía enanos o las excrecencias marginales en las vértebras (osteofitosis marginal) muy frecuentes entre los hombres mayores de cuarenta años.

Ante un cuadro semejante, no era de extrañar que los enfermos acudieran a magos, curanderos o hechiceros que pudieran librarles de aquellas dolencias inexplicables, y que sólo podían ser producidas por entes malignos y poderosos. A ello ayudaba, sin lugar a dudas, la concepción que el egipcio tenía del cuerpo humano. Para ellos, el corazón era el centro no sólo vital, sino también de las emociones, sentimientos y de todo razonamiento. El cuerpo se hallaba lleno de canales llamados
metu,
que comunicaban todos los órganos entre sí y por los que circulaban, además de la sangre, el aire que respiraban, los alimentos, la orina, los detritus, el esperma, etc
[151]
. Por ello, cuando sentían alguna molestia en cualquier órgano, pensaban que el
metu
se encontraba taponado y no dejaba circular los diferentes fluidos que transportaba. Acudían entonces al médico, con la esperanza de que éste dejara libre de nuevo los canales internos y todo volviera a la normalidad.

Para los trastornos menores del aparato digestivo, conocían todo tipo de enemas y lavativas que solían aliviarles de ordinario, resolviendo el problema; pero en muchas ocasiones «los canales» se resistían a quedar libres y entonces, como se dijo anteriormente, sólo quedaba la magia.

En poco tiempo conoció Nubet el variopinto vecindario que tenía. Estaban las personas que acudían en busca de consejo para cualquier nimiedad, las que no querían acudir de ninguna manera, las que iban a regañadientes, las que cada día presentaban una dolencia diferente, o las que persistían siempre en la misma.

La señora Hentawy pertenecía a este último grupo y visitaba a diario a Nubet quejándose de dolores en el ano
[152]
. Al principio la joven no se extrañó pues eran muy corrientes los pacientes con trastornos en el ano. La recibió con amabilidad y deferencia y le puso un tratamiento que contenía vitriolo de cobre, hojas de cebolla y hojas de malvavisco en agua de rosas y que debía aplicarse cada día con una pluma de ibis.

Mas la señora Hentawy regresaba al día siguiente quejándose de nuevo de su ano, a lo que Nubet insistía en la necesidad de mantener el tratamiento durante un tiempo para notar sus efectos.

Pero era inútil, pues en los días sucesivos Hentawy volvía a visitarla.

—Créeme, Nubet, si te digo que no puedo soportar el dolor.

—Señora Hentawy, debe tener un poco de paciencia, ya verá cómo se le pasa —dijo intentando calmarla.

Pero la señora Hentawy no era fácil de calmar y poniéndose las manos a ambos lados de la cabeza, comenzó a moverla desesperadamente.

—Cálmese o se hará daño en su hermosa cabellera —trató de apaciguarla Nubet haciendo referencia a su pelo teñido que desprendía un olor desagradable.

—¿De verdad te gusta mi pelo? —preguntó medio lloriqueando.

—Claro que sí. Tiene un pelo muy bonito.

—Es teñido, ¿sabes? —dijo Hentawy como si le confiara un secreto.

—Pues nadie lo diría —continuó Nubet tranquilizándola—. ¿Cómo lo ha conseguido?

—Bueno, es una fórmula confidencial que poca gente conoce, y a mi edad todos los trucos son pocos para parecer lozana.

—Vamos, señora Hentawy, usted todavía es joven.

—Eso quisiera yo, querida; pero me falta poco para cumplir los cuarenta
[153]
, y si no fuera por mi secreto mis cabellos lucirían totalmente blancos.

Hizo una pausa y luego continuó.

—Bueno, a ti te lo voy a contar. Tú eres muy joven y no tendrás necesidad de usarlo; pero debes prometerme que no se lo dirás a nadie, ni tan siquiera como receta.

—Sejmet me fulmine si lo hago.

—Ja, ja, bueno en este caso te lo diré; pero sólo a grandes rasgos.

Calló un instante mientras miraba fijamente a Nubet con ojos picaros.

—Está hecho con hígado de burro putrefacto en aceite
[154]
—musitó en voz baja a la vez que apoyaba una mano sobre el brazo de la joven.

—¿Hígado de burro putrefacto en aceite?

—Sí —continuó con voz queda—, pero entiende que no te diga las proporciones. Sólo te confiaré que es mucho más efectivo que la sangre de buey negro cocida en aceite.

Nubet sonrió con la receta pues de sobra conocía todos esos tratamientos que a ella le parecían repugnantes y que, sin embargo, estaban muy extendidos entre la población.

—En cuanto a mi dolencia —continuó Hentawy cambiando de nuevo el semblante— creo saber a qué es debida.

Nubet enarcó una ceja en espera de la contestación.

—Es un dolor en el ano de origen demoníaco —dijo la señora al fin.

—¡Ah! —contestó la joven—. ¿Podría dejarme que se lo observara?

—Claro que sí querida —exclamó con aire festivo mientras se subía la falda y se ponía en posición.

La joven la auscultó, no observando ningún tipo de anormalidad.

—Creo que tiene razón, señora Hentawy, su dolencia va a ser de ese tipo; pero no se preocupe pues tengo la fórmula idónea para solucionarlo.

—¿De veras? —preguntó la señora alborozada.

—En cuatro días estará libre de la enfermedad; para ello deberá tomar un compuesto muy fácil de hacer.

—Pero ¿lo debo hacer yo?

—Naturalmente. Sus demonios deben de ser muy persistentes y es mejor que usted misma fabrique la fórmula para que no la vuelvan a molestar más.

—Pero…

—No se preocupe, yo le proporcionaré los ingredientes y usted sólo tendrá que mezclarlos.

—Ah.

—Primero pondremos 1/8 de ajenjo —dijo mientras sacaba el componente de una bolsa, luego 1/16 de bayas de enebro, después 1/32 de miel. Todo eso ha de mezclarse con 10
ro
de cerveza dulce y luego lo tiene que filtrar. Bébalo durante cuatro días y verá como los demonios dejarán su ano tranquilo
[155]
.

Con esto la señora Hentawy se marchó agradecidísima, dando loas a la Enéada Heliopolitana por la sabiduría de la joven.

Afortunadamente no todo el mundo era igual y por desgracia muchos se hallaban aquejados de males reales. Al principio Nubet se quedó sorprendida al comprobar la gran cantidad de vecinos que tenían parásitos intestinales. No había día en que no tuviese que recetar algún remedio para las lombrices. Así pues, se tomó la molestia de tenerlo preparado de antemano dado la gran demanda que existía.

Solía utilizar dos compuestos que daban buenos resultados, uno lo hacía moliendo 5
ro
de hojas de planta acuática con 5
ro
de ajenjo; luego lo mezclaba con 20
ro
de cerveza dulce, lo filtraba y se lo daba a beber al enfermo.

El otro era un poco más complejo y en él la base eran las vainas de algarrobo; una planta muy usada en medicina como vermífugo y que no solamente era utilizada para tratar los gusanos, sino que mezclada adecuadamente con otros componentes, podía ser empleada tanto para vaciar los intestinos como para parar la diarrea e incluso para tratar las ampollas de las quemaduras.

Nubet mezclaba 1/8 de pulpa de vaina de algarrobo con 2,5
ro
de jugo de planta fermentada, 1/64 de ocre rojo, 1/8 de parafina, y 25
ro
de cerveza dulce. Luego lo cocía y lo daba a tomar con magníficos resultados.

Fue tal el éxito de esta planta, que la joven se vio obligada a hacer acopio de ella ante el uso que tenía de las vainas y de las semillas.

Era por tanto frecuente ver a Nubet por la mañana bien temprano, deambular entre los puestos del mercado en busca de los más dispares ingredientes con los que elaborar sus fórmulas. Los mercaderes, que la conocían, le solían regalar muchos de ellos y a veces le proporcionaban encargos que eran difíciles de encontrar.

Luego, ya en su casa, se enfrascaba en la lectura de aquellos viejos papiros que su padre guardaba como un precioso tesoro, donde descubría cientos de recetas prescritas hacía más de mil años y que se apresuraba a preparar. A veces la sorprendía la tarde, absorta en aquellas vetustas escrituras, debiéndose apresurar en preparar la cena para que ésta estuviera lista cuando su padre y Min llegaran. También aprovechaba, siempre que podía, para adentrarse en los hermosos campos y palmerales que rodeaban la ciudad, y si disponía de tiempo, visitaba a su padre como antaño solía hacer para llevarle un tentempié.

Podría decirse que Nubet se sentía plenamente feliz con la vida que llevaba; y así, cuando su padre refunfuñaba reprobándola el que no tuviera novio, ella le dirigía la más furibunda de las miradas llamándole viejo chocho o cascarrabias.

A la joven le molestaba enormemente el que su padre le diera la monserga con el tema del noviazgo, y no es que ella tuviera nada en contra de los hombres, era que simplemente no tenía interés en formalizar relación alguna con nadie. Era dichosa haciendo lo que hacía y no tenía intención de complicarse la vida como el resto de sus vecinas. Con ellas mantenía la mejor de las relaciones, ayudándolas en lo posible a paliar todos aquellos males propios de la mujer. Menstruaciones demasiado abundantes, desórdenes en la matriz, provocación del parto o estimulación de la producción de leche materna.

Ellas, por su parte, la ponían al día de sus intimidades contándole las venturas y desventuras que sus matrimonios les hacían pasar.

Other books

Etched in Sand by Regina Calcaterra
A Sister to Honor by Lucy Ferriss
The Secrets of Jin-Shei by Alma Alexander
Honour and the Sword by A. L. Berridge
The Crown Jewels by Honey Palomino
Heroes Die by Matthew Woodring Stover