Read El Lector de Julio Verne Online

Authors: Almudena Grandes

Tags: #Drama

El Lector de Julio Verne (18 page)

BOOK: El Lector de Julio Verne
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Eso era la vida, la única vida que yo conocía, una pesadilla rojiza y espesa, salpicada de gritos, salpicada de golpes, salpicada de sangre, que se desvanecía con cada amanecer, cuando salía el sol para que el teniente volviera a ser un pobre hombre manejado por su mujer, y Curro un buen chico, y mi padre un hombre bueno, que nos quería y cuidaba de nosotros, mientras Sanchís siguiera cargando con todas las culpas. Eso era la vida en mi pueblo, donde las mujeres se levantaban pronto para encontrarse en la cola de la compra, y Fernanda despachaba en su carnicería y las saludaba a todas por igual, buenos días, ¿qué te pongo?, con los ojos hinchados y las manos temblando todavía. Esa era mi vida, una vida casi normal mientras el sol viajaba por el cielo, aunque mi hermana Pepa no entendiera por qué algunas niñas no querían jugar con ella, por qué le daban la espalda sin saludarla, por qué madre le decía siempre lo mismo, pues déjalas, si se han ido corriendo a su casa, será que las han llamado… Eso era la vida cuando la muerte no se cruzaba por medio, y la muerte llegaba siempre de noche, en las horas oscuras, las horas largas y feroces de los cerrojos y la luz eléctrica, las horas despiadadas de las vocales interminables y los hombres sin corazón, porque lo habían dejado en medio del pijama, doblado bajo la almohada, para recuperarlo sólo de madrugada, cuando volvían a ser lo que eran antes, pobres hombres, buenos chicos, hombres buenos. Eso era la vida y padre tenía razón, el llanto de Fernanda había sido una pesadilla, y una pesadilla había sido la muerte de su hermano Laureano, y la del padre de los dos, otra pesadilla de la que Fuensanta de Martos se despertó al día siguiente y ellos nunca. Ellos nunca.

Esto no puede seguir así, Antonino, decía mi madre, así no se puede vivir, pero así vivíamos, así seguíamos levantándonos por la mañana, así nos quejábamos del frío o del calor, y cuando no habíamos podido dormir, no lo decíamos, porque la noche era una pesadilla, pero después de la noche llegaba el día, y salía el sol para iluminar la vida de un pueblo corriente, donde vivían gentes corrientes que hacían las cosas corrientes de todos los días. No se podía vivir así, pero había que vivir, y se vivía, los hombres madrugaban para trabajar en el campo, las mujeres despertaban a sus hijos, los lavaban, los vestían, los peinaban, les obligaban a terminarse la leche, cuando había leche, y los mandaban a la escuela después, y cada uno se ponía la máscara de sí mismo para interpretar su papel como si la noche no les hubiera partido el corazón, como si no les hubiera arrebatado para siempre un pedazo, como si no tuvieran que llevarlo a cuestas, eternamente roto, eternamente pesado, y maltrecho, y doloroso como una herida abierta que no quería cerrarse, y así se mezclaban con los demás, con los que no sufrían, los que dormían sin despertarse cada vez que sonaban pasos en la calle, los que no desayunaban miedo, ni comían miedo, ni cenaban miedo, en la fabulosa representación de la normalidad, la apacible envoltura cotidiana del odio, de la rabia, del terror, la farsa agonizante de los desesperados, y esas mujeres de luto que habrían preferido estar muertas, pero vivían, y seguían levantándose para vestirse de negro todas las mañanas.

No se puede vivir así, pero así vivíamos, y los paréntesis de tranquilidad, los meses sin redadas, sin detenciones, sin entierros, no tenían más sentido que la espera, los minutos, los días, las semanas que faltaban para que todo empezara otra vez, para que regresaran los camiones, y las patrullas, y la ruleta rusa de las visitas inesperadas, unos nudillos tocando de noche en la puerta de al lado, quizás en la propia, y nos llevamos a su marido a declarar, señora, pero no se preocupe que se lo devolvemos enseguida, y ya te puedes ir, pero echa por ahí delante, que te veamos bien, y los tiros de madrugada, porque su marido intentó escapar, señora, salió corriendo y no nos dejó otra salida que disparar sobre él, siempre las mismas palabras, los mismos verbos, los mismos adjetivos, la repugnante sintaxis burocrática del terror, el comedido vocabulario de los falsos pésames, la cortesía templada de los asesinos y las ropas teñidas de oscuro que retornarían sin falta a los balcones antes o después, mientras durara aquella guerra que nunca se iba a acabar porque nadie pensaba todavía en rendirse, por más que don Eusebio se empeñara en contar en voz alta los años de paz en algunas fechas señaladas.

No se podía vivir así, y sin embargo, hasta aquella torpe simulación de la vida tenía sus reglas, riesgos y certezas bien delimitados, espacios seguros pactados de antemano, como esas paredes en las que los niños podíamos poner una mano y gritar, ¡salvo!, cuando jugábamos a pillarnos los unos a los otros. En las horas del día, estábamos a salvo. Mientras el sol viajase por el cielo, a nadie le podía pasar nada más grave que perder un rollo de pleita o una cesta de huevos, pesadillas pequeñas, diurnas, que no disputaban a la noche el monopolio del miedo y del dolor. Por eso, aquella tarde, en la oficina del cuartel, cuando Sanchís se desabrochó el cinturón y acercó su cara a la de Filo hasta que sus narices casi se rozaron, sentí un miedo desconocido, un escalofrío distinto a los que me estremecían de noche en mi cama y aún más intenso, porque lo que estaba viendo no podía estar pasando, no mientras la luz del sol entrara por la ventana, mientras las ventanas estuvieran abiertas de par en par, mientras respiráramos a través de ellas el aroma manso y templado del campo en una precoz tarde de primavera. Aquello no podía estar pasando, era imposible, y por eso temí que además, y sobre todo, fuera peor.

—¿Qué pasa? —el tono de Sanchís, grave, ronco, susurrante, era el mismo que había escuchado una vez al otro lado de la pared de mi cuarto—. ¿Te lo estás pensando?

Entra, Filo, entra, entra de una vez, por favor, por Dios y por la Virgen, entra ya, por tu madre, Filo, entra, entra… Entonces miré a Curro. Haz algo, le dije con los ojos, ¿por qué no haces algo?, y él me entendió, sé que me entendió porque giró la cabeza para no volver a mirarme, para no volver a enterarse de lo que le estaban diciendo mis ojos. En ese gesto comprendí que estaba solo, completamente solo, y me levanté. No sabía qué iba a hacer a continuación, pero me levanté, y las patas de la silla chirriaron al deslizarse sobre las baldosas. Los ojos negros de Filo me miraron con asombro, me miraron con recelo los ojos verdes de Sanchís, y pensé que podía elegir entre ponerme a gritar o salir corriendo. Cualquiera de esas dos acciones bastaría para que dejara de pasar lo que no debería estar pasando, o quizás no, quizás sólo lo aplazaría, porque los demás taparían a su compañero, le ampararían como antes, como siempre, acabarían diciéndome que había soñado despierto, otra vez con pesadillas, Nino, ni que fueras un crío chico… Todo eso me dio tiempo a pensar en un segundo, de pie ante la mesa, hasta que escuché la voz de Sonsoles, y todo estalló como un globo cuando roza la punta de un alfiler.

—¿Ya te ibas? Lo siento, me he retrasa… —y sólo entonces se dio cuenta de que no estábamos solos—. ¡Uy, cuánta gente hay aquí!

Cuando terminó de decirlo, Sanchís ya no estaba encima de Filo, y ella había soltado al fin los barrotes para que yo sintiera algo parecido al alivio que hacía mi cama más blanda, más cómoda, más caliente, cada vez que despertaba de una pesadilla en la familiar oscuridad de mi cuarto.

—Sí, ya ves —el sargento cogió a su detenida del brazo, la separó de la puerta, la abrió y la Rubia entró por fin, dócilmente.

—Bueno, pues… —Sonsoles cogió su novela y no se atrevió a preguntar nada—. Yo ya me voy.

—Yo también —añadí, pero Sanchís me detuvo con un gesto de la mano cuando ya había empezado a andar hacia la puerta.

—No, Canijo, tú te quedas.

—¿Por qué? —él, que me había dado la espalda para ir a buscar algo en un archivador, no me contestó—. Mi clase ya se ha terminado.

—Sí —y vino hacia mí con un papel en la mano—, pero ya que eres tan servicial, tan decidido para tus cosas, seguro que no te importa hacerme un favor, ¿verdad? Y así, de paso, practicas un poco, que siempre conviene…

Cabrón, cabrón, cabrón, le llamé sin despegar los labios, porque Alfredo y Paquito estarían esperándome ya para jugar al fútbol, cabrón, cuando me enseñó la denuncia que iba a tener que escribir yo en su lugar, cabrón, mientras me decía que era muy fácil, cabrón, que tenía que poner Filomena Rubio donde ponía nombre, cabrón, luego la dirección donde ponía dirección, cabrón, la fecha donde ponía fecha, cabrón, y en el motivo, hallado un rollo de pleita en su domicilio, cabrón, careciendo de licencia del Servicio Nacional del Esparto, cabrón, cabrón y cabrón.

—Cuando hayas acabado, me la traes a mi casa para que la firme. ¿Está claro?

—Sí —pedazo de cabrón.

Y se fue.

Curro se marchó tras él sin atreverse a decir nada, y me quedé a solas con Filo y con su denuncia, un impreso que había visto rellenar un montón de veces y que de lejos parecía muy fácil, pero de cerca no lo era tanto porque, por mucho que girara los rodillos, nunca conseguía situar el papel a la altura exacta de la letra impresa. Al final, me resigné a escribir en un renglón sólo aproximado y fui pulsando las teclas despacio, con mucho cuidado, para no equivocarme, f, u, e, n, s, a, n, t, a, porque esta vez no estaban todas juntas. Sonsoles sólo me había enseñado a hacer planas, pero ni todas las cuartillas rellenas de qwer y poiu que había rellenado en un mes y medio juntas, me ayudaron a escribir el nombre de mi pueblo como si disparara con un simple fusil.

—¿Y tú estás dando clases de máquina?

Estaba tan concentrado en encontrar las teclas y pulsarlas sin confundirme, tan aterrado por la posibilidad de estropear el impreso y tener que ir a casa de Sanchís a pedirle otro, que ni siquiera me había dado cuenta de que Filo se había levantado y se había acercado a la puerta del calabozo para mirarme.

—Sí —dije, levantando las manos del teclado para no correr el riesgo de escribir una letra equivocada sin querer.

—¿Con quién? —la expresión de incredulidad de su cara no impedía que su voz fuera dulce—. ¿Con Mediamujer?

—Sí, con ella.

—Pues no adelantas mucho, por lo que veo —me sonrió, y yo le devolví la sonrisa, y fue como si ella me diera las gracias por haberme levantado antes, y como si yo sintiera que sólo por eso había valido la pena.

—Bueno, es que todavía no hemos empezado en serio, me parece, porque llevo casi mes y medio, pero sólo hago planas.

—¿En mes y medio?

—Sí —y mi confirmación acentuó el arco atónito de sus cejas—. Por cierto, Filo, ¿cuál es tu segundo apellido?

—Martín. Pero así no vas a escribir a máquina en tu vida, Nino.

La miré y me pareció que estaba hablando en serio, y eso quería decir bastante, porque Filo sabía muchas cosas, y madre decía que hacía cuentas de cabeza, sumas, restas, multiplicaciones y hasta reglas de tres en un periquete.

—¿Tú sabes? —le pregunté.

—Más o menos. Empecé un poco cuando Elena, la amiga de mi madre, se vino a vivir a casa. Ella trajo una máquina, pero el año pasado tuvimos que empeñarla, porque como heló en primavera, se nos echó todo a perder, y no hemos podido rescatarla todavía, así que…

En ese momento escuchamos el ruido asimétrico, inconfundible, de los pasos de Pastora, la pisada leve a la que sucedía siempre la pesada huella de su tacón ortopédico como en el ritmo de una canción mal cantada, una alerta involuntaria que animó mis dedos sobre el teclado mientras Filo se apartaba de la puerta para ir a sentarse en el banco de su celda.

—¿Has terminado ya? —me preguntó desde la puerta.

—No, pero me falta poco —mentí, y ella asintió con la cabeza antes de dirigirse a la detenida.

—Toma —le tendió un paquete envuelto en papel de periódico—. Me he encontrado por la calle con tu hermana Paula, que venía a traerte esto.

Era un bocadillo de panceta, y olía muy bien, pero la Rubia retuvo a la mujer del sargento antes de darle el primer mordisco.

—Oye una cosa, Pastora… ¿Y el rollo? ¿Sabes lo que ha hecho tu marido con él?

—No te molestes, Filo —Pastora sonrió con suficiencia mientras seguía andando hacia la puerta—. Mi marido no es de esos.

Yo ya lo había oído contar, se rumoreaba de Izquierdo, sobre todo, aunque Paquito me había asegurado que Carmona también lo hacía, su padre no, decía él, ni el mío. Nuestros padres entregaban el rollo en la oficina del Esparto, que era lo que había que hacer, pero ellos dos le revendían la pleita que hubieran requisado a su propietario original, a cambio de la mitad del dinero que consiguiera sacar por ella. Yo no me lo había creído, porque a Paquito le gustaba hacerse el enterado conmigo, presumir de que sus padres hablaban de todo delante de él, y no como los míos, que andaban siempre a vueltas con la ropa tendida y dándose golpecitos en los labios con el dedo índice cuando nosotros andábamos cerca. Estaba seguro de que se inventaba la mitad de las cosas sólo por farolear, pero acababa de descubrir que aquella era verdad, una verdad que arrojaba tanta vergüenza sobre la vergüenza, que no medí unas palabras que no debería haber dicho jamás.

—¿Quieres que lo busque yo, Filo? ¿Quieres que mire…?

—¿Tú? —y al mirarla, vi en sus ojos más miedo que sorpresa—. ¿Pero cómo vas a hacer tú…? ¡Anda, anda, termina de una vez, que a este paso vamos a dormir los dos aquí!

No entendí del todo si se refería a la lentitud de mi trabajo o a la naturalidad con la que le había propuesto algo que, y sólo entonces me di cuenta, era un delito, y me puse tan colorado como si hubiera metido la pata, como si me hubieran descubierto infringiendo una ley sagrada, como si yo, sólo por ser hijo de un guardia civil, no pudiera opinar sobre lo que era justo y lo que era injusto, lo que estaba bien y lo que estaba mal, lo que estaba aprendiendo en los libros porque la realidad se negaba a enseñármelo. No quería pensar en eso, y así terminé de rellenar la denuncia antes de lo que pensaba.

—Voy a llevársela a ese… —le dije a Filo—. Ahora vuelvo.

Ella asintió con la cabeza y salí corriendo sólo para tropezarme en la puerta con la barriga de Michelín, que acababa de enterarse de que tenía una prisionera porque se lo había contado Romero, que estaba de guardia. Ya habían dado las siete, y eso significaba que el sargento había terminado ya su jornada, pero no me atreví a dejar la denuncia en la oficina para que la firmara al día siguiente.

Me acerqué a su casa muy despacio, meditando sobre la mejor manera de abordarle. Tenía pensado anunciarme con los nudillos en la puerta, pero la encontré entreabierta, y no chirrió cuando la empujé. Nunca había pasado más allá del zaguán, un pasillo estrecho y diminuto, pero allí no había nadie. Sanchís y Pastora estaban al otro lado de la cortina que ella misma había confeccionado atando tapones de botellas de todos los colores, unos planos y otros de canto, en unos cordeles blancos. Era muy bonita, mucho más que la que teníamos en casa. Madre, que había comprado en una tienda aquellas hileras de tubos de pasta marrón que parecían macarrones quemados, decía que ella no tenía tiempo para perderlo en trabajos manuales y que el caso era que no entraran moscas en la cocina, pero aquella tarde, cuando vi a Sanchís, y vi a Pastora, y vi lo que estaban haciendo, pensé que todo era justo, que era lógico, aunque sólo fuera porque en cualquier otro lugar aquella escena sería diferente, y al otro lado de una cortina como la nuestra, yo nunca habría tenido la sensación de que un enjambre de hadas pequeñas, graciosas, transparentes, estuviera a punto de posarse sobre mi cabeza.

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