El Lector de Julio Verne (36 page)

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Authors: Almudena Grandes

Tags: #Drama

BOOK: El Lector de Julio Verne
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—Con esto no podemos hacer nada, doña Felisa —el teniente intentó desanimarla con toda la delicadeza de la que era capaz, después de leer la nota y de mandar a Curro a la taberna, a traerle una tila—. Su hija ya es mayor de edad. Puede usted denunciar la desaparición, si quiere, pero…

—¡Claro que quiero! Tienen que encontrarla, Salvador, tienen que encontrarla y traérmela aquí, a su casa, yo no sé, no entiendo… —los sollozos no la dejaban hablar y estaba tan nerviosa que derramó en el suelo más tila de la que fue capaz de beberse, tanto le temblaba la mano que sostenía la taza—. Esto no puede ser, es imposible, ¿es que no lo entiende? La han raptado, la han secuestrado, eso es, han tenido que secuestrarla, porque por su propia voluntad, mi hija nunca habría hecho una cosa así, una niña tan buena, tan religiosa, tan dócil… ¡Si no quiso ni venir a la boda de su prima! Ya la conoce usted, y además, últimamente estaba tan despistada, tan metida en sus cosas, tan mística, en una palabra, que su padre hasta tenía miedo de que acabara metiéndose en un convento, no le digo más. De vez en cuando, tenía… No sé cómo llamarlo, una especie de raptos, que le subían los colores a la cara y le brillaban los ojos igual que a las imágenes de las iglesias. Mi marido me lo decía siempre, mírala, parece una santa… Y eso parecía, la verdad, tendría que haberla visto, todo el día encerrada en casa, abrazada a un cojín, sonriendo para sus adentros, sin hablar con nadie. Si ya ni siquiera salía, todo el pueblo lo sabe, que nunca iba al baile ni al cine con sus amigas, y no quería oír hablar de ningún chico, eso desde luego. A mí déjame de novios, madre, me decía, que no estoy para tonterías, y era verdad, no me diga que no, ella, nada, ella todo el tiempo con su abuela. Pobretica, me decía, está tan mayor, cualquier día de estos se nos muere, y se alegra tanto de verme, le gusta tanto que le haga compañía, que me quede a dormir con…

Al llegar a ese punto, el teniente levantó las cejas y doña Felisa se calló de pronto, como si hasta entonces no hubiera tenido en cuenta dónde estaba aquella finca, el cortijo que su suegra siempre se había negado a abandonar aunque estuviera más allá del cruce, y por mucho que sus hijos llevaran años insistiendo en que debería vivir en la casa que tenía en el pueblo.

—¡Ay, Dios mío! —y se puso una mano en el escote como si quisiera tapar un agujero por el que se le estuviera escapando la misma vida—. ¡Ay, Dios mío, Dios mío! ¡Asesinos, asesinos!

—Hombre —terció el teniente—, asesinos… No le digo que no, pero yo diría que a Isabel no se la han llevado para matarla, precisamente. Por ese lado, puede usted estar tranquila.

—Bueno, pues criminales… —insistió la madre de aquella dudosa víctima—. ¡Criminales, bandidos! ¡Ay, mi pobre niña!

Cuando consiguió que doña Felisa accediera a volver a casa con su marido, Michelín se quedó mirando a Curro con los brazos en jarras y una sonrisa cargada de sorna entre los labios.

—A saber con quién dormiría Isabelita cuando decía en casa que se iba a dormir con su abuela… Así no te quería a ti, claro, ya me gustaría a mí saber quién se la estaba beneficiando. ¡Joder con los raptos! Y que estaba pensando en meterse a monja, sí, seguro… Desde luego, con las mujeres no hay quien pueda. No hay manera de fiarse de ninguna.

Después, y aunque sabía perfectamente que las familias de las otras tres no iban a denunciar, porque lo más seguro era que hubieran estado en el ajo desde el principio, pidió a sus hombres que le llevaran al cuartelillo, al menos, a una persona de cada casa, y cursó una denuncia por la desaparición de Isabel, más por quedar bien con don Carlos, el hermano pequeño de don Justino, que por otra cosa. A aquellas alturas, estaba seguro de que las mujeres se habrían separado para no llamar la atención, a no ser que estuvieran ya en Francia, o en Portugal, o que hubieran cruzado el Estrecho desde Algeciras, o desde Málaga, o desde Almería. Si no habían parado, y no lo habrían hecho, en un día y dos noches les había dado tiempo a llegar a cualquier sitio con su propia documentación, porque nadie las estaba buscando todavía. El teniente, que estaba convencido de que Isabel había sido el cerebro de una fuga organizada por amor, y no por ideas políticas, reconoció desde el principio que la Mariamandil había sabido escoger la mejor fecha, había medido tan bien los tiempos y había calculado los detalles con tanta exactitud, que la búsqueda más exhaustiva no representaría más que una pérdida de tiempo.

Esa fue su única conclusión. Nunca averiguaría nada más, ni siquiera después de la espontánea comparecencia de don Bartolomé, que aquella misma mañana se presentó por su cuenta para declarar que le daba tanta rabia ver cómo todas las rojas del pueblo se acercaban a Filo para pasarle la mano por la barriga cuando se la encontraban por la calle, que un par de semanas antes se había atrevido a hacerle una advertencia. Si estás pensando en llamar a tu hijo Tomás, le dijo en voz alta, no te lo pienso bautizar. No se preocupe, le había contestado la Rubia mientras acariciaba su propia tripa, que este se va a llamar Tomás, pero no lo va a bautizar ni usted ni nadie. Entonces no podrá vivir en España, había replicado él, y Filo se había echado a reír, ¿y quién le ha dicho a usted que mi hijo va a vivir en España?

—¿Y qué me quiere decir con eso? —le preguntó el teniente a don Bartolomé.

—¡Pues que tenía preparado el viaje de antemano! —respondió el cura, muy ufano—. ¿Es que no lo entiende?

—Ya, ya, claro que lo entiendo —y sin perder la poca paciencia que le quedaba, le acompañó hasta la puerta—. Muchas gracias, don Bartolomé, y no hace falta que vuelva por aquí. Ya le llamaremos nosotros si le necesitamos.

Los interrogatorios fueron igual de inútiles, pero cuando se cansó de que Chica, y Paula, y Julián Cabezalarga, y Remedios Saltacharquitos contestaran a sus preguntas con otras preguntas, ¿y yo qué sé?, ¿y a mí qué me cuenta?, ¿cómo voy a saber yo con quién se acostaba mi hermana?, ya era mayorcita, ¿sabe?, ¿y a mí me lo iba a contar, que soy su suegra?, ¡pregúntele usted a su madre!, reunió a sus hombres para contarles lo que todos sabían desde el principio.

—Tenemos que estar alerta, y preparados para cualquier cosa. Los del monte se han llevado a sus mujeres y eso sólo puede significar dos cosas. O que han querido ahorrarles las represalias de antemano porque están preparando algo muy gordo, no lo permita Dios, o que se van.

Se iban. Diez días después, mientras patrullaban de noche, cerca del molino viejo, Curro y Sanchís distinguieron una silueta que bajaba del monte, y le dieron el alto para escuchar una voz conocida.

—No disparéis, voy desarmado, no disparéis.

Era Juan el Pirulete, el primo de Elías, que se había echado al monte con él tres años antes. Quería hacer un trato. Los de arriba se iban a Francia, él quería quedarse en España, y estaba dispuesto a contarlo todo, cuántos eran, qué armamento tenían, cuándo querían salir y por qué ruta.

Pero no llegó a traicionar ninguno de esos secretos, porque antes de que pudiera decir una sola palabra más, Miguel Sanchís le metió una bala entre las cejas, y después se suicidó con su pistola reglamentaria.

* * *

Al abrir los ojos, no comprendí por qué me había despertado. El corazón me latía muy deprisa, como si estuviera asustado por algo, aunque en mi cuarto no había nada nuevo, extraño o fuera de su lugar. Creí que había sido una pesadilla, pero cuando estaba a punto de darme la vuelta para volver a atrapar el sueño, escuché el repiqueteo violento, casi frenético, de unos nudillos en las tablas de la persiana, encendí la lamparita enganchada con una pinza en el cabecero de mi cama, y me levanté. A la luz de la diminuta bombilla que usaba para leer, no fui capaz de reconocer la cara que estaba pegada al cristal.

—¡Por fin! —pero al abrir la ventana me encontré con Curro, tan nervioso que ni siquiera su voz parecía suya—. Ya creía que no te ibas a despertar nunca.

—¿Qué pasa? —le pregunté, mientras le veía desabrocharse el botón del cuello de la camisa para aferrarse después a su propia garganta como si le faltara el aire—. ¿Qué quieres?

—Ve a buscar a tu padre —y debería haber sido una petición, pero sonó como una orden—. Despiértale, dile que se levante y que me abra la puerta sin hacer ruido.

—¿Y por qué no llamas al timbre?

—Porque no. Haz lo que te digo, corre.

Mi padre estaba tan dormido como lo había estado yo hasta hacía sólo un momento, pero su mujer tenía el sueño más ligero y me ayudó a zarandearle hasta que entre los dos conseguimos provocar un estallido de furia que le despejó del todo.

—¿Pero se puede saber qué coño ha pasado? —me preguntó, después de encadenar un par de blasfemias de las gordas.

—No lo sé, no ha querido decírmelo —y volví a repetir lo poco que sabía—. ¿Quieres que vaya a abrir?

—Sí, anda, ve.

En un solo instante, su tono había cambiado tanto que antes de darle la espalda para ir hacia la puerta, ya me había dado cuenta de que estaba asustado. El mal humor se había disipado sin llegar a desfruncirle el ceño, que ahora presidía una expresión distinta, un gesto de preocupación que no entendí del todo pero que perdió importancia cuando abrí la puerta para encontrar a Curro tan pálido como si estuviera muerto.

—Pasa —le dije, y ya estaba dentro cuando me levantó la mano del picaporte para empujarlo él muy suavemente, sin hacer ruido.

Después, tambaleándose como si estuviera borracho, o herido, o ambas cosas a la vez, bajó la persiana de la ventana que daba al patio antes de desplomarse sobre una silla y dejarse caer de bruces sobre la mesa. Así le encontró mi padre cuando salió, vestido de uniforme, la pistola bien visible a un lado del cinturón.

—¿Tú no tendrías que estar de guardia? —Curro levantó la cabeza para mirarle con los ojos rojizos, dilatados, como un indicio sangriento en la amarillenta palidez de su piel.

—Sí, estaba de guardia, pero… —se frotó la cara con las dos manos, se la destapó, negó con la cabeza como si no supiera por dónde empezar—. No te vas a creer lo que ha pasado, Antonino. No me lo puedo creer ni yo, todavía.

—¿Queréis que haga café? —mi madre, que se había entretenido en peinarse, pero se había contentado con echarse una toquilla de lana gruesa encima de un camisón largo hasta los pies y no más sugerente que el hábito de una carmelita, entró en ese momento para acercarse a ellos con pasos cautelosos.

—Sí —su marido aceptó sin mirarla.

—Yo prefiero una copa —Curro insistió antes de que su compañero pudiera llevarle la contraria—. Aunque esté de servicio, lo que me vendría bien es una copa, de verdad, Antonino, necesito beber algo para aclararme, todavía estoy temblando, ¿es que no lo ves?

—Bueno, bueno —mi padre se levantó, se acercó al aparador, y al darse la vuelta, con una botella distinta en cada mano, debió de verme, pero no me miró—. Coñac hay, pero queda poco. Orujo…

—Lo que sea —Curro alargó el brazo para coger uno de los vasos limpios que estaban en el escurridor y vació la botella de coñac en su interior—. Me da lo mismo.

Yo estaba apoyado en la puerta de mi cuarto, esperando a que me mandaran a la cama de un momento a otro, pero ninguno lo haría antes de que Curro terminara de contar lo que había sucedido aquella noche. Él era el único que podía verme, pero hablaba con los ojos clavados en los de mi padre, que estaba sentado frente a él, de espaldas a mí, sin desviarlos siquiera hacia su derecha, desde donde le miraba mi madre. Ella tampoco pareció advertir que yo seguía allí, de pie, sin hablar, sin moverme, sin darme apenas cuenta de que respiraba, pendiente sólo de los labios de Curro, de sus palabras, de sus pausas, las frases que iban hilando aquella historia extraordinaria, confusa y caliente, misteriosa y turbia, extraña e increíble, increíble, increíble sobre todo, de principio a fin, porque era imposible creer que fuera cierta, porque ni siquiera Curro, que había estado allí, comprendió qué estaba pasando, qué había pasado cuando Juan el Pirulete cayó al suelo con un tiro entre las cejas. Yo estaba allí y lo vi, lo vi y no lo entendí, lo vi y no me lo creí, te lo juro, Antonino, que estaba allí delante y no me pude creer lo que había visto, que lo que acababa de pasar fuera verdad…

Las manos le temblaban cuando apuró el coñac, le temblaban cuando agarró la botella de orujo, le temblaron mientras se llevaba el vaso a la boca para contar que al principio había pensado que era una trampa, que había otro hombre, un tercer tirador como el que forzó la muerte de Comerrelojes, pero no, allí no había nadie más, allí estaban sólo Sanchís y él, Sanchís todavía con la pistola en la mano, moviéndola muy despacio hacia su compañero, porque había sido él, Antonino, él había disparado, él acababa de matar al Pirulete y yo no lo entendía, no sabía por qué, si venía a proponernos un trato, si estaba dispuesto a cantar, a contárnoslo todo, y se lo pregunté, le dije, ¿qué has hecho?, ¿por qué le has matado?, ¿te has vuelto loco, Miguel…? Pero Miguel Sanchís, «el ángel de las mujeres», el sargento de la Guardia Civil, el hijo de guardia civil, el nieto de guardia civil, el hermano, y primo, y sobrino de guardias civiles que acababa de matar al Pirulete, no estaba loco.

Eso habría sido mejor para Curro, para mi padre, para el teniente, habría sido más sencillo, más fácil de contar, de entender, más fácil sobre todo de olvidar, pero Sanchís no estaba loco y quiso aclararlo inmediatamente. Las manos quietas, Curro, me dijo, tira esa pistola al suelo si no quieres que te mate aquí mismo, hazme caso porque no merece la pena que mueras tú también, ¿sabes?, y no estoy loco, pero si no tiras el arma al suelo ahora mismo, te dejo igual que a este… Y yo no sé si hice bien, bueno, sé que hice mal, pero estaba cagado de miedo, esa es la verdad, que me cagué de miedo y tiré la pistola, porque él tenía la suya en la mano, porque me estaba apuntando, porque me miraba con una cara que creí que me iba a matar a mí también, te lo juro, Antonino, te juro que pensé que me iba a matar, pero no lo hizo, yo creo que sólo quería hablar, que quería estar seguro de que iba a escuchar todo lo que quería decirme, aquí abajo estoy yo solo, eso fue lo primero que me dijo, aquí abajo estoy yo solo pero arriba hay muchos más…

Entonces fue mi padre quien cogió la botella de orujo, fue él quien se la llevó a los labios, le vi inclinar la cabeza mientras bebía y después a mi madre, con las dos manos cruzadas sobre la boca, como siempre que se llevaba un susto, levantarse para rodear la mesa e ir hasta el fregadero, y creí que iba a coger un vaso, pero cogió dos, y le quitó la botella a su marido para rellenarlos, y le pegó un trago al suyo, y yo nunca había visto beber a mi madre, y menos embarazada, pero despachó en un instante medio vaso de orujo y ni siquiera me extrañó, eso me dijo, Antonino, y yo debería haber comprendido, pero no quise, no pude comprender, es que no me cabía en la cabeza, ¿que estás tú solo en qué?, no te entiendo, Miguel, ¿qué estás diciendo?, a eso ya no quiso contestarme, dile a Pastora que la quiero, me pidió a cambio, dile que la quiero mucho, muchísimo, como no he querido nunca a nadie, que la quiero más que a mi vida, y entonces se le quebró la voz como si estuviera a punto de llorar, parecía a punto de echarse a llorar pero sonrió, tú no lo vas a entender, añadió, pero ella sí lo entenderá, y en ese momento ya era él y no era él, eso dijo Curro, y mi padre no le preguntó nada, era él y otro distinto, mi madre tampoco quiso interrumpirle, era como si se le hubiera cambiado la cara, ¿sabéis?, porque ellos no podían saber de lo que estaba hablando Curro pero yo sí lo sabía, era como si se le hubieran cambiado los ojos, el gesto, la expresión de la boca, yo había visto una vez a un arcángel que se llamaba Miguel Sanchís, fue muy raro, muy extraño, no os lo puedo explicar bien, había visto la cara de estatua clásica, serena, luminosa, que ocultaba bajo una máscara cruel, pero le vi y no le reconocí, porque era él pero no se le parecía, había visto el rostro inocente, joven y terso, que respiraba bajo la impecable máscara de un impostor implacable, y ya sé que no os lo vais a creer, que no podéis entenderlo, porque hace más de dos años que Sanchís era mi compañero y sin embargo fue como si no lo hubiera visto nunca, y no entendía nada, no sabía lo que estaba pasando, por qué estaba pasando, pero él seguía apuntándome con la pistola y pidiéndome cosas con una voz muy suave, una voz amable que tampoco era su voz, dile a las Rubias que lo siento mucho, eso me dijo, me lo pidió por favor, él, que nunca le había pedido nada por favor a nadie, y aunque a lo mejor Fernanda ya lo sabe, pídele también a su madre que me perdone, cuéntale que yo sabía que aquella noche Saltacharquitos estaba en el desván de su casa con un balazo en el hombro, y que tenía que distraeros, alejaros de allí, así que hice lo que era necesario, lo hice porque era necesario, eso me pidió, y otras cosas, y al final, que hablara con Nino…

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