Con el tiempo, Catalina escogería la versión del único Rubio que quedaba en Francia, la generosidad sobre la locura, el heroísmo de otro hijo entregado a una causa noble y sin futuro, pero el 25 de junio de 1948, cuando yo llegué a la casilla vieja por el camino de atrás y la encontré desierta, sólo había recibido una carta, y nada, ni siquiera la suma de los seis que le quedaban, le compensaba por la muerte del que acababa de perder. Yo no lo sabía, y tampoco encontré ningún indicio de lo que estaba pasando. El segundo día que estuve en casa de doña Elena, ella me advirtió que de vez en cuando tenía que ir a echarle una mano a Catalina, acompañarla al médico o a hacer gestiones, y que procuraría liberar nuestras horas de clase o avisarme antes, a través del Portugués, pero que, por si acaso, siempre debería fijarme en una mata de tomillo que crecía justo al borde de los escalones que llevaban a su casa. Un pañuelo atado en cualquier rama significaría que había tenido que salir, que no había podido avisarme y que no merecía la pena que la esperara, porque nuestra cita se trasladaba automáticamente al día siguiente, a la misma hora. Así había ocurrido ya dos veces, pero el 25 de junio de 1948, por mucho que miré, no vi ningún pañuelo atado en ninguna rama de aquella mata. La puerta de la casilla estaba cerrada con llave y sin embargo, cuando empecé a bajar hacia la casa grande, vi que las contraventanas estaban abiertas, y por eso, aunque nadie me había dicho nunca que lo hiciera, se me ocurrió que lo más fácil era acercarme a preguntar.
No había vuelto por allí desde que Pepe me acompañó por primera vez. Habíamos subido juntos muchas otras tardes, pero yo siempre me desviaba antes de llegar a la casa grande para coger un atajo que desembocaba en el sendero que iba derecho a la casilla, y siempre me volvía, solo o con el Portugués, por la cuesta de atrás. Aquella tarde, en cambio, desanduve el camino por el que doña Elena me había guiado después de invitarme a merendar pestiños con limonada, y llegué hasta la casa de Catalina sin ver a nadie, aunque escuché algunos gritos, un rumor confuso de quejas y de llantos que provenía de la fachada delantera. Aquel sonido debería haberme inspirado una prudencia que no sentí porque yo no iba a hacer nada malo, porque sólo quería preguntar por mi profesora, porque era amigo de Pepe el Portugués y estaba seguro de ser bien recibido en aquella casa. Cuando comprobé que estaba equivocado, ya era tarde.
No vi lo que pasaba en el porche hasta que estuve dentro, mis pies clavados en las tablas del suelo, mis ojos incapaces de devolver la atención de todas las miradas que se volcaron en ellos a la vez. Todo pasó muy deprisa, pero yo sólo puedo recordarlo despacio, como si en mi memoria el tiempo se hubiera detenido de pronto para avanzar de detalle en detalle, atropellándose a sí mismo en una intermitente sucesión de imágenes bruscas, secas, violentas como golpes, y tan quemadas por el sol que se confunden con una vieja colección de fotografías abandonadas a la intemperie.
Recuerdo los ojos de Chica, húmedos y blandos, rojizos de haber llorado mucho, y recuerdo cómo se abrieron al encontrarse con los míos, y su expresión cambiante, que viajó del asombro al miedo, del miedo a la cautela en un segundo. Recuerdo que Chica estaba apoyada en la pared, en la misma esquina por la que yo entré, y que por eso la vi antes que a las demás, pero allí estaban todas, Manoli sentada en una mecedora con Pedrito encima, Paula junto a la puerta, inmóvil, abandonada contra el cuerpo del Portugués, que la rodeaba con sus brazos como si temiera que fuera a derrumbarse si la dejaba sola un solo instante, y Catalina sentada en el centro del banco de mimbre que ocupaba a su vez el centro del pequeño mundo del cortijo, Catalina muy pálida, su cabeza desmayada en el respaldo, las piernas separadas y los brazos abiertos, las manos apoyándose sin fuerza en sus rodillas, un papel arrugado en el regazo, Catalina quieta y vacía, fría y exhausta, como muerta, doña Elena a un lado, Filo al otro, y las dos mirando sus ojos húmedos y blandos, rojizos de haber llorado mucho, con sus propios ojos rojizos de llanto, tan blandos, tan húmedos como los de Manoli, como los de Paula, como los de Elenita, que al verme escondió la cara en la falda de su abuela para acabar de componer una imagen tan perfecta de la desolación que parecía ensayada, casi teatral, como si en el cortijo de las Rubias no vivieran ya personas, sino personajes, actores y actrices que representaran un papel o posaran para un cuadro, una Trinidad doliente, desgarradora, en aquel banco de mimbre, Catalina sin vida entre su amiga y su hija, que lloraban por ella y por ellas mismas, por ella y por los demás, y los demás llorando el mismo llanto propio y ajeno, desprendido y egoísta, generoso e inútil, todo eso vi yo hasta que Catalina abrió los labios, y nunca había visto una escena semejante, nunca tanta tristeza en tan poco espacio, tanta intensidad, tanto exceso, pero Catalina me señaló con el dedo mientras su nieto Blas avanzaba hacia mí al mismo tiempo, y él, que tenía doce años, ya había terminado de llorar.
¿Qué hace este aquí? Entonces comprendí que lo que estaba viendo no era un cuadro ni una foto, que no era teatro, ni una película, porque Catalina, el dedo extendido todavía en mi dirección, repitió aquella pregunta, ¿qué hace este aquí?, y Filo cerró los ojos, doña Elena movió la cabeza en el aire para pedirme que me marchara, Blas dio otro paso y Pepe cruzó el porche sin soltar nunca a Paula, llevándola siempre entre los brazos como a una rehén, os he dicho que no quería verle, Catalina siguió hablando en un tono seco, preciso, pronunciando cada palabra muy despacio, diciendo todas las eses con una serenidad, una calma inauditas, ¿os lo he dicho o no os lo he dicho?, y yo tendría que haber salido corriendo, tendría que haber obedecido las señales de aquellas cabezas que se movían rítmicamente de izquierda a derecha, de arriba abajo, para pedirme, para rogarme, para ordenarme que me marchara, doña Elena, Paula, Filo, el Portugués, tendría que haberme largado de allí pero Catalina hablaba en un tono casi hipnótico, pronunciaba muy bien cada palabra, y todo era muy lento, muy tranquilo, yo sentía que tenía los pies clavados en aquel suelo de madera y no podía imaginarme lo que me estaba jugando, el precio que tendría que pagar por cada segundo de inmovilidad, os he dicho que no quería volver a verle, pero esa frase ya no sonó como la primera vez que la escuché, ni hoy ni mañana ni nunca jamás, porque Catalina me miraba como si pretendiera taladrarme con los ojos, ya os lo advertí, os lo dije bien claro, ¿o no os lo dije?, porque Catalina apretaba los dientes para helar cada sílaba que salía de sus labios, os dije que no me gustaba que viniera por aquí, porque Catalina se apretaba las rodillas como si pretendiera hundirlas con sus propias manos, que no me gustaba y no me gusta, porque Catalina se levantó y me pareció de pronto mucho más grande que antes, más grande que nunca, aterradoramente inmensa y fuerte y poderosa como si fuera mucho más que una simple mujer, que no me gusta su dinero, que no necesitamos el dinero de un…
¡Cállate, Catalina! Entonces, doña Elena también se levantó, se acercó a ella, la agarró de un brazo, tan blanca, tan pequeña, tan pulcra, tan bien peinada, ¡no me pienso callar!, la Rubia la apartó de un manotazo y quizás le hizo daño, pero ella volvió a insistir, sí que te vas a callar, y entonces me miró otra vez, vete, Nino, me dijo, vete, por favor, vete, vete ya, y había tanta angustia en su voz, tanta angustia en sus ojos, que sin saber todavía lo que iba a pasar, lo supe al fin, y al fin mis pies obedecieron, y obedecieron mis piernas a aquella orden desesperada y benéfica que llegó muy tarde, demasiado tarde, y me puse en marcha sin pensar muy bien adónde iba, y en lugar de volverme por donde había venido, avancé unos pasos por el camino principal, y mi corazón latía tan deprisa como si quisiera prepararse para lo que se avecinaba y sin embargo pareció que no iba a pasar nada, nada pasó hasta que escuché de nuevo a Catalina, su voz mintiendo siempre una serenidad que no podía sentir mientras pronunciaba muy bien cada palabra, eso, vete tranquilo, que aquí nadie te va a matar por la espalda, como mató tu padre a Fernando el Pesetilla…
El suelo se hundió bajo mis pies, eso fue lo que sentí, que la tierra se abría y yo caía, caía, caía entre rocas incandescentes que ardían dentro y fuera de mí, y tenía los ojos cerrados, los párpados apretados como si nunca más pudieran despegarse, pero notaba el calor, un fuego sin llama, un fuego espantoso, mineral, metálico, un fuego informe y total que me mordía, que me quemaba hasta los huesos como si pretendiera devorarme por entero, no sé cómo puedes ser así, Catalina, y muy lejos, en la orilla templada de aquel abismo tan parecido al infierno, escuché la voz de doña Elena, no sé cómo puedes ser tan dura, tan cruel, y aquella voz me llamaba aunque no hablara conmigo, si no es más que un niño, ¿es que no lo ves?, me devolvía a una realidad de la que nunca me había movido, ¡un niño, sí, qué pena me da!, Fuensanta de Martos, 1948, un lugar desde el que escuchaba muy bien la cuidadosa dicción de Catalina, yo tuve nueve niños, ¿sabes?, porque ya no había elección para mí, no había ningún camino, ninguna puerta, ningún agujero por el que escapar a la verdad, yo crié a nueve niños, los vi crecer, hacerse hombres, que es toda la verdad y no sólo la parte que nos conviene, ¿y sabes para qué?, lo primero que vi al abrir los ojos fue a Blas muy cerca, jadeando a mi lado, pues para que me los vayan matando unos hijos de puta como el padre de este, Catalina seguía pronunciando todas las eses con un cuidado exquisito, así que no me vengas ahora con que no es más que un niño, como si el odio afilara la punta de su lengua, es el hijo de un asesino, y cuando crezca, será un asesino igual que su padre, como si la adiestrara, y la estilizara, y la ennobleciera, no sé cómo puedes ser así, Catalina, la voz de doña Elena era más ronca, sorda, casi opaca, no sé cómo no te das cuenta de que eres tan injusta, tan cruel como ellos, entonces escuché mi propia voz y su sonido me asombró tanto como si ya no contara con oírla nunca más, mi padre no es un asesino, como si creyera haberla perdido para siempre en mi fabuloso viaje a las profundidades, ¡ah!, ¿no?, pregúntaselo a Carmela, anda, Catalina me estaba hablando a mí, pregúntale quién la dejó viuda, y yo levanté la voz, y la cabeza, para mirarla, mi padre no es un asesino, y lo repetí a gritos, ¡no es un asesino, no es un asesino, no es un asesino!, hasta que Blas me derribó de un puñetazo, ¡sí que lo es!, y era más alto, más grande que yo, pero me levanté enseguida, le embestí con la cabeza y le hice daño, ¡no lo es!, y él me dio un puñetazo, y yo se lo devolví, y unos brazos más fuertes nos separaron, ¡ya está bien!, Pepe el Portugués intentó retenerme pero yo salí corriendo, ¡Nino!, corrí y corrí sin pararme nunca a volver la cabeza, ¡Nino, espérame!, y seguí corriendo, corrí hasta el cruce y corrí después, porque no podía hacer otra cosa, sólo correr, correr hasta agotarme delante de la verdad, que era más veloz que yo, que era más fuerte que yo y ya me había alcanzado.
—¿Qué te ha pasado, hijo? —madre se asustó al verme llegar con la cara magullada, la camisa arrugada, las piernas llenas de rasguños—. ¿Qué has hecho?
—Nada —respondí, sin mirarla a los ojos—. Es que he venido corriendo y me he caído.
—¿Seguro?
—Sí.
—¿Y la clase? Todavía no son las cinco y media.
—Doña Elena no estaba. Tendría algo que hacer.
No se lo creyó. Me limpió las heridas, me las curó y no me dijo nada, pero yo me di cuenta de que no se lo creía. Luego le dije que me iba a la cama, que aquella noche no iba a querer cenar, que me dolía mucho la barriga, y ella me miró, asintió con la cabeza y me miró, y en sus ojos leí que lo sabía todo, que sin necesidad de saber lo que me había pasado aquella tarde, sabía que yo había descubierto que no había cuartel.
Que en Fuensanta de Martos, en la Sierra Sur, en la provincia de Jaén, en toda Andalucía, en España entera, no había cuartel, no había piedad, no había esperanza ni futuro para un niño como yo.
* * *
El río me pareció más manso, más turbio, los árboles polvorientos como troncos de leña vieja, y los rayos de sol que acertaban a filtrarse entre sus ramas para dibujar sombras de luz sobre la superficie del agua, un truco barato, sin gracia.
—¿Quieres que nos sentemos aquí?
Pepe el Portugués me miró y yo me encogí de hombros. Me daba lo mismo. Todo me daba lo mismo, y no tenía ganas ni de mover los labios para decirlo en voz alta, pero cuando se sentó, me senté a su lado.
—¿No vas a volver a hablarme en tu vida, o qué?
Cuando vino a buscarme, llevaba más de un día sin hablar con nadie, aparte de madre, que entraba en mi cuarto de vez en cuando para preguntarme cómo me encontraba. Yo me agarraba la tripa con las manos, ponía cara de enfermo, le decía que muy mal, y no mentía. Era verdad que me encontraba muy mal, peor que en cualquier otro momento que pudiera recordar, porque el golpe, durísimo, no había sido más grave que sus consecuencias, la devastación fulminante, radical, de todo lo que me rodeaba, la muerte prematura de cuanto había brotado, de cuanto había crecido y madurado en mí gracias a la alegría de aquella primavera. Eso era lo que más me dolía mientras pasaba las horas muertas tendido en la cama, mirando al techo como si el techo fuera un espejo que me reflejara por dentro, que me enseñara al idiota que no había sabido quedarse en su sitio, al idiota que no había querido comprender cuáles eran sus deberes y sus lealtades, al idiota que había desafiado al tiempo y al espacio para escoger un camino ficticio, ilusorio, irreal, una vida al margen de las hojas de los calendarios, al idiota que era yo, y no era como Paquito, ni como Alfredo, ni como Miguel, no porque fuera diferente, sino porque era un idiota. Así me sentía, y vacío, hueco por dentro.
—Que si no vas a volver a hablarme en tu vida —el Portugués me dio un codazo para obligarme a mirarle.
—No —y volví a mirar al río—. Tú y yo ni siquiera deberíamos estar juntos aquí.
—¿Por qué? —le conocía tan bien, que no necesité ver su sonrisa para adivinar que estaba sonriendo—. Somos amigos, ¿no?
—No. Ya no.
—¿Y por qué? —volvió a preguntar—. ¿Porque a mí me gusta Paula y tú eres hijo de un guardia civil?
—Justo.
Entonces se echó a reír. Se echó a reír y se volvió hacia mí, me cogió por los hombros, me obligó a mirarle, y al verle, con el pelo quemado por el sol, la piel tostada, los dientes blanquísimos y una paleta partida, quebrada en diagonal como un cuchillo para completar el modelo de hombre que yo habría querido ser, sentí una punzada de nostalgia por todo lo que estaba a punto de perder, Julio Verne, doña Elena, una historia infinita de preguntas y respuestas, el verdadero origen de los cincos pelados que me ponía don Eusebio, ciertos recodos del río donde bastaba meter un cazamariposas en el agua para sacarlo lleno de cangrejos, los bocadillos de pan con tomate y cualquier cosa, y una casilla en la falda del monte, con un huerto, un olivar pequeño, unos pocos animales, unos pocos amigos, y muy pocas cosas muy bien ordenadas, para que todo pareciera limpio sin haber tenido que limpiarlo nunca. Todo eso iba a perder, todo eso estaba perdiendo ya, y se me partía el corazón sólo de pensarlo. Por eso no quería pensar en nada, no quería hablar de nada, ni con él ni con nadie.