En eso, Pepe el Portugués tenía razón, Cencerro había resucitado. Daba igual que ya no se llamara Tomás Villén Roldán, que tuviera otra cara, otro nombre, otra edad, otro aspecto, que nadie supiera quién era ni de dónde había salido. Era Cencerro y estaba vivo, el alcalde de Alcaudete lo sabía, y el dueño de una venta de Castillo de Locubín, también. Lo sabía la madre de Paquito, que había venido a la escuela a buscarnos para llevarnos al cuartel de la mano como si fuéramos críos pequeños, y lo sabía la mía, que nos tuvo un día y medio encerrados en casa.
Cuando me dejó salir, lo primero que hice fue ir a buscar al Portugués para enseñarle mi botella nueva. Me lo encontré en las afueras del pueblo y le acompañé a casa del herrero, a recoger un azadón que tenía encargado. Luego, me propuso que volviéramos dando una vuelta por el camino viejo y nos sentamos en una peña, a mirar el monte, como si desde allí pudiéramos resolver el enigma de la segunda vida de Cencerro, pero lo que vimos fue algo muy distinto.
Una caravana de vehículos militares se acercaba muy despacio por aquella carretera abandonada, llena de socavones y de baches, como si pretendiera darnos a todos, por sorpresa, la noticia macabra de que aquello seguía siendo una guerra y nunca se iba a acabar.
—Sabes lo que significa esto, ¿no? —Pepe el Portugués lo preguntó sin mirarme, con el ceño fruncido.
—Pues no —admití—. ¿Lo sabes tú?
—Claro. Vamos, te acompaño al cuartel. Dentro de un rato, nadie va a poder andar por la calle. Si han venido aquí es porque alguien les ha ido con el cuento de que el nuevo Cencerro es de Fuensanta.
Sentí un escalofrío al escucharle, y fue tan intenso que ni siquiera me pregunté cómo se las arreglaría para saberlo todo, siempre, y parecer un pobre hombre al mismo tiempo.
* * *
Los camiones llegaron a mediados de noviembre, desembarcaron a una veintena de hombres de tres cuerpos armados diferentes, y se marcharon de vacío cuatro días después. La redada fue tan brutal como la del 17 de julio, pero esta vez la violencia no dio resultado más allá de las ventanas rotas, de las puertas destrozadas, de los huesos astillados y de los cuatro vecinos, los dos hermanos Fingenegocios, Lorenzo y Enrique, que se le escaparon a Sanchís por un pelo, y una pareja de recién casados, Celestino Cabezalarga y Asun la del Machillo, que Fuensanta de Martos perdió para que los ganara el monte. Una vez más, Pepe el Portugués tenía razón. El mando estaba convencido de que su principal enemigo, el hombre que había asumido el apodo y el estilo de Cencerro para que Cuelloduro invitara a tres rondas seguidas de vino y torreznos en un alarde de esplendidez sin precedentes, era fuensanteño, y necesitaba descubrir su identidad para poner un precio a su cabeza. Sin dinero no había traidores, y sin traidores no había caídas, pero no se puede confesar lo que no se sabe, y en mi pueblo nadie sabía nada de nada, más allá de las conjeturas a las que mi padre se entregaba en todos sus ratos libres.
—Tiene que ser Regalito. Tiene que ser él, porque si no…
—¡Qué va a ser él, hombre, qué va a ser! Si no es más que un crío.
—¡Y dale, Mercedes, tú siempre igual, siempre con lo mismo! Más crío era su hermano Laureano, ¿no?, y acuérdate. Elías debe tener ya veintiún años, y es el único… Porque el Pirulete es espabilado, pero no tiene cabeza para que se le ocurra algo así, y Salsipuedes, ya no digamos. Saltacharquitos… No sé. Ese es bragado, sí, y tiene muy mala hostia, pero el listo es Regalito, siempre lo ha sido, ¿o no?
—Pues yo creo que será ese nuevo que le dicen Antonio el Guapo, mira lo que te digo.
—¡Antonio el Guapo, Antonio el Guapo! —mi padre imitaba a mi madre con una vocecilla burlona, los ojos en blanco, porque la sola mención de aquel nombre le sacaba de quicio—. ¡Mira que sois tontas las mujeres, Mercedes, que es que no tenéis remedio! Antonio el Guapo no puede ser Cencerro porque Antonio el Guapo no existe, a ver si te enteras de una vez.
—Ea, porque tú lo digas. Pero a mí, Paquita Miracielos me ha contado que una conocida suya le vio la otra noche, en un cortijo, y que es… —y arracimaba todos los dedos de la mano derecha, se la llevaba a la boca, se besaba las yemas—, para que te enteres.
—¡Ah! ¿Sí? ¿Y quién ha sido la afortunada, si puede saberse?
—¡A mí me lo iba a decir! Sólo faltaba que yo te lo contara a ti y fueras con Romero a detenerla…
—Mira, te voy a decir una cosa —y al ponerse serio, el guardia Pérez echaba la silla hacia atrás, para que el chirrido de las patas sacara a su mujer de quicio antes incluso que sus palabras—. Lo que pasa en este pueblo es que faltan hombres jóvenes, eso es lo que pasa. Que como la mitad está en el monte, y las de izquierdas no se acuestan con los de derechas, andan todas removidas y viendo visiones. Y que el día menos pensado, Paquita Miracielos se va a morir de un calentón, ni más ni menos.
—¡Antonino! —mi madre era incapaz de reprimir una expresión de escándalo antes de soltar la contraseña que, en teoría, debería advertir a mi padre de que había niños delante sin que nosotros nos enteráramos, aunque hasta mi hermana Pepa la había descubierto ya—. Que hay ropa tendida…
Pero él seguía a lo suyo, como si fuera el único que no hubiera descifrado la alusión de su mujer.
—Y además, que Cencerro es Regalito y punto final. Porque no puede ser otro…
Cuando los expertos que habían venido de Jaén se rindieron al súbito fracaso de sus técnicas tradicionales y hasta de las más sofisticadas, comprendieron que se enfrentaban a una situación nueva en aquella guerra nueva y vieja. Entonces vinieron otros de Madrid, y hasta un comisario de la Brigada Político-Social que por lo visto era muy famoso. Será por las orejas, comentó mi madre, porque las tenía tan grandes como si llevara una chuleta de ternera pegada a cada lado de la cara, pero mi padre dijo que no, que se había ganado un montón de medallas desarticulando grupos comunistas. Eso habría sido en la Puerta del Sol, porque con los de mi pueblo, desde luego, no pudo.
El monte y el llano respiraban a la vez el mismo aire, y los de arriba bajaban a ver a sus mujeres, a sus hijos, a dormir en su cama de vez en cuando, y subían los de abajo, ellas vestidas de hombre para que nadie las conociera, y todos, por una razón o por la contraria, declaraban en voz alta que esos encuentros eran mentira, chismes, pura leyenda, pero todos sabíamos lo que ocurría, y llevábamos la cuenta de los milagrosos embarazos de las mujeres sin hombre que no salían de su casa, todas esas mujeres decentes que se ponían coloradas al improvisar un desparpajo que no tenían, y tartamudeaban como si la lengua les estorbara dentro de la boca mientras le contaban a sus vecinas que un día no habían podido aguantar más y se habían acostado con un vendedor ambulante. Todas, menos Carmen la Rosa, la mujer de Cencerro, que cuando se quedó viuda ya llevaba seis años en la cárcel por decir la verdad.
—Que esa es otra —mi madre tampoco dejaba pasar la ocasión de recordarlo en voz alta—, meter presa a una mujer por ser decente.
—No está presa por eso, Mercedes, sino por hacer propaganda subversiva.
—¿Propaganda subversiva? ¿Decir que te acuestas con tu marido es hacer propaganda subversiva? Y ponerle los cuernos, ¿qué es? ¿Apoyar a Franco? Pues sí que, tanto cura y tanta misa, y luego…
—Que te calles, Mercedes, que no sabes de lo que hablas.
—Pues no me callo porque no me da la gana, ea. Lo único que hizo la Rosa fue decir que la había dejado embarazada su marido. ¿Eso es para ir a la cárcel? ¿Ser decente, y querer al marido de una, y acostarse con él es para ir a la cárcel, Antonino? —mi padre no se atrevía a contestar y su silencio la envalentonaba todavía más—. Y muy bien que hizo la muchacha, primero por decir la verdad, y luego porque habría que haberos oído, llamándole cornudo sin necesidad…
Hacía varias semanas que Carmen la Rosa no se dejaba ver por el pueblo cuando, en 1941, la Guardia Civil de Castillo de Locubín la detuvo en una redada. Estaba embarazada de ocho meses, y cuando le preguntaron en el cuartelillo, declaró con la cabeza muy alta que el niño era de Cencerro. ¿De quién si no?, añadió, y desde entonces no había vuelto a poner los pies en la calle. Parió a su único hijo varón en la cárcel y luego, por si aún no habían tenido bastante, le puso de nombre Tomás, igual que su padre, pero ninguna otra había llegado tan lejos. En mi pueblo, todas preferían pasar por adúlteras y sostenerlo contra viento y marea, aunque unos meses después acabaran pariendo un niño con la mismísima cara de su marido.
En 1947, en la Sierra Sur, todos sabíamos cómo eran las cosas, lo supimos hasta que aquel comisario de Madrid se marchó de vacío, igual que los camiones que le habían precedido. No se puede contar lo que no se sabe, y si en mi pueblo no se sabía nada, era porque en el monte nadie había podido irse de la lengua. Por eso, porque sólo alguien muy inteligente podía combinar semejante alarde de chulería con la extrema prudencia de no darse a conocer ni siquiera entre sus compañeros, mi padre siempre estuvo convencido de que el Cencerro de Fuensanta de Martos era Elías el Regalito.
—Y escogió al alcalde de Alcaudete, claro —mientras más lo decía, más se convencía—. No le valía otro, porque tenía que vengar la matanza de Navidad del año pasado. El dinero era lo de menos, podrían haber asaltado a otro, a cualquiera que tuviera perras, pero no. Tenía que ser alguien de Alcaudete, y el alcalde, mejor que mejor, para que nos enteremos bien de que en el monte vuelve a haber un jefe.
—¿Y ese que le dicen el Pleitista? —descartado Antonio el Guapo, mi madre insistía a la desesperada, con una terquedad que yo apenas podía explicarme al recordar que a Carmela la Pesetilla sólo le vivían dos de los cinco varones que había parido, Regalito y Fernando, su primogénito, que estaba preso cerca de Sevilla, trabajando en el canal del Guadalquivir—. ¿No decías tú que tenía mucho mando ese?
—Sí, pero es de Alcalá.
—¿Y qué? ¿Por qué tiene que ser de Fuensanta? ¿Si no saben nada, por qué saben que es de este pueblo?
—Porque lo saben.
—Ya… Pues también podría ser Cristobita, que se crió aquí, aunque naciera en Lopera.
—¿Quién? —mi padre fruncía el ceño, como si ya no supiera identificar a los vecinos por sus nombres propios—. ¡Ah, Pocarropa! No, quita, qué va a ser… Ese es valiente, pero muy atolondrado, y además, lleva arriba mucho tiempo, desde el principio, y nunca nos ha llamado la atención. No, tiene que ser Regalito, que te lo digo yo, porque además, fue él quien estuvo…
—¿Quién estuvo dónde?
—No, nada, nada.
Don Eusebio, el maestro, siempre decía que Elías Sánchez Sánchez, hijo de primos segundos, era al mismo tiempo el mejor y el peor alumno que había tenido en su vida. El mejor porque poseía una cabeza tan rápida y habilidosa como los dedos de un prestidigitador, y era capaz de asimilar conocimientos a gran velocidad pero sólo después de desmenuzarlos y comprenderlos perfectamente. El peor porque era el único al que había tenido que echar de la escuela, y de la manera más tonta, solía añadir, que a él no le habían dado ninguna vela en aquel entierro.
Don Eusebio había llegado a Fuensanta en los días de las mujeres rapadas y el baile de los cementerios, cuando a los de mi pueblo se los llevaban a fusilar a Martos, y a los de Martos a Torredonjimeno, y a los de Torredonjimeno a Los Villares, y a los de Los Villares los traían a mi pueblo. El venía del suyo, una aldea de Palencia donde sólo se habían enterado por los periódicos de que en el resto de España había una guerra. Quizás por eso le resultó tan fácil no ver, no oír, no saber nada de lo que pasaba de madrugada, los camiones que se cruzaban en la carretera, las descargas de los fusiles contra las tapias, el resonar apresurado y silencioso de los zapatos de las mujeres que llegaban después para intentar recuperar los cuerpos, y casi nunca los encontraban ya, y volvían a sus casas más cansadas, más despacio, más muertas que vivas. Eso fue lo que le reprochó Elías, que había perdido a un hermano en aquel viaje, y el maestro le dijo que no volviera más.
En aquella época, Regalito no era sólo el mejor alumno que tenía, sino también el más raro, el más especial de todos. El hijo de Pesetilla sólo había ido a la escuela durante unos años, de pequeño, pero después había empezado a asistir por las tardes a las clases gratuitas que el maestro de antes de la guerra daba en la Casa del Pueblo, hasta que los dos comprendieron a la vez que así no hacía más que perder el tiempo. Desde entonces estudiaba por su cuenta. El maestro le daba libros, hablaba con él, resolvía sus dudas, le ponía a prueba, y todos los años, en junio, le acompañaba a Jaén, donde su alumno se examinaba por libre en el instituto y aprobaba siempre con buena nota. Hasta que se acabó todo, al maestro lo fusilaron en el cementerio de Martos, como a los demás, y Elías cometió el error de intentar salvar algún mueble de aquel naufragio.
Cuando le abordó un domingo, a la salida de misa, don Eusebio se sorprendió tanto que apenas logró reaccionar. No se lo esperaba, nadie habría esperado algo así de un muchacho como él, un invisible, de una familia de invisibles, la flamante casta de los que sólo aspiraban a vivir como si fueran sombras, hombres y mujeres borrosos, corpóreos a su pesar, que habrían dado cualquier cosa por adquirir la feliz sustancia de los camaleones y volverse pared al pasar junto a una pared, y hacerse madera con los troncos de los árboles, aire al cruzar una calle, para que nadie les reconociera, para que nadie se acordara de que existían, para que a nadie se le ocurriera pronunciar sus nombres en ciertas casas, ciertas noches sombrías que se iban espesando, volviéndose rojizas, ásperas, puntiagudas, alrededor de una sola palabra, escarmiento. Nadie habría esperado algo así, pero Elías esperó a don Eusebio, se presentó ante él, y le dijo que quería sacarse el bachillerato, y que no podía hacerlo solo. No me dejan matricularme por mi cuenta, le explicó, como si el maestro no lo supiera, pero si usted me presentara… En aquel momento, ya se había formado un corro considerable de vecinos atónitos y expectantes, entre los que estaba mi madre conmigo en brazos. Ella lo recordó en voz alta después, muchas veces, que don Eusebio se quedó callado, que miró a su alrededor, y luego a Elías, y otra vez a la derecha, a la izquierda, al suelo, al cielo, y salió de aquel atolladero por una puerta que nadie imaginaba y que nadie entendió, salvo aquel que se hallaba al otro lado.