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Authors: Lewis Perdue

Tags: #Intriga, #Histórico

El legado Da Vinci (16 page)

BOOK: El legado Da Vinci
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Miraron las vides, cargadas de uvas casi maduras cuya piel se veía empeñada por las levaduras naturales de la fermentación. Esperaron, atentos a cualquier sonido humano, temiendo alguna señal de que los hubieran descubierto. Vance pensó que quizá se había equivocado, que tal vez allí no pasaba nada raro y que nadie vigilaba. Puede que, una vez más, su imaginación le estuviera jugando una mala pasada.

Esperaron cinco minutos más. A Vance ya empezaban a dolerle las rodillas de tanto estar agachado.

—Vamos —dijo al fin poniéndose de pie.

Las murallas del castillo estaban a unos doscientos metros. Había una entrada para las partidas de caza y para el servicio, abierta en el extremo meridional. Probarían en ella.

Ocultos por el último surco de vides, que les llegaban hasta el pecho, Suzanne y Vance fueron rodeando el castillo en dirección a aquella parte de la muralla. Esta tenía más de doce metros de altura y se erguía blanca e impenetrable salvo por aquella única abertura en la base. Se veía un cobertizo para la leña adosado a la muralla.

—Por ahí entraremos —dijo Vance, señalando el cobertizo. La suave brisa cesó un instante y oyeron voces y el sonido de un televisor procedentes de él.

—Ahí hay gente —dijo Suzanne.

—¿Acaso he dicho que fuera a ser fácil? —replicó Vance—. ¡Vamos!

Recorrieron a la carrera los metros que los separaban de la pequeña construcción. Las voces eran dos: una hablaba el rudo dialecto de la montaña y la otra era una voz meliflua y cultivada que delataba su educación, el tipo de voz que es fácil oír en una iglesia. Cuando Suzanne y Vance llegaron al cobertizo, se ocultaron tras el lateral del mismo.

—¿Y ahora qué? —preguntó ella.

—Espera aquí —le indicó Vance en susurros. Ella asintió y sacó la automática de su bolso.

Vance corrió por el terreno abierto hasta los árboles y de allí hacia una zona que hacía las veces de vertedero, donde descubrió un pequeño tractor con una pala excavadora y huellas de un buldózer en un extremo. Le llegó el inconfundible olor a gas metano, resultado inevitable de la descomposición de la basura. «Bien —pensó—, esto va a ponerme las cosas más fáciles».

Se dirigió hacia el tractor, desenroscó la tapa del depósito del combustible y olió. Era gasóleo. Más que suficiente para encender un buen fuego.

Suzanne se preguntaba qué diablos estaría haciendo Vance. Su posición era en extremo descubierta, y en cualquier momento podían verla; tal vez sería mejor que se reuniera con él. Se pasó la pistola a la mano izquierda y se secó el sudor de la otra mientras miraba alrededor: sólo un bidón de petróleo y varias cajas de cartón para esconderse. Y entonces, como si algún demonio hubiera intuido sus peores temores, oyó pasos en el cobertizo y las bisagras de la puerta de éste que se abrían. Había ahora un tercer hombre junto a los otros dos. Al salir fuera, sus voces subieron notablemente de tono.

Suzanne se dejó caer al instante de rodillas y, por encima del borde del bidón de petróleo, vio a un hombre de pelo negro y brillante vuelto de espaldas; se agachó todavía más cuando éste se volvió en su dirección. Quitó el seguro de la automática. Una colilla encendida voló hacia ella, dio en la pared y luego cayó al suelo a su lado.

Los hombres reían y bromeaban. No tenían la actitud de alguien que está alerta. Logró entender algo de lo que decían. Uno de ellos, al parecer un guarda, cargaba con una cesta llena de desperdicios y los otros dos se reían de algo gracioso que habían dicho dentro al respecto. A uno de ellos los demás lo llamaban «padre».

Al oír que había aumentado el volumen de las voces, Vance se escondió detrás del tractor. Por debajo del vehículo, vio salir a los hombres del cobertizo. ¡Suzanne! Iban a verla, seguro. Con el corazón desbocado observó a un hombre mayor, calvo y con un bigote muy poblado, que empujaba una gran cesta de desperdicios cargada en una carretilla. Entre risas, el hombre se detuvo y se volvió para hablar con un joven vestido con un mono, tal vez algún encargado de las viñas, y con otro hombre alto vestido de negro, un fraile.

Los hombres acabaron su conversación. El sacerdote y el joven del mono volvieron al cobertizo mientras el otro iba a vaciar su carga de desechos de la casa y de la cocina en el vertedero.

Sin perder más tiempo, Vance se arrastró por debajo del tractor y encontró la válvula que servía para vaciar el depósito del gasóleo. Ésta se resistía, pero por fin cedió al golpearla levemente con el tacón del zapato. Al final, el aceitoso combustible y de fuerte olor se derramó por el suelo, formando una mancha y abriéndose camino a continuación cuesta abajo, hacia la basura. Vance sacó una caja de cerillas y aplicó una al chorro de gasóleo que seguía manando. Se oyó un suave ¡fuusss! y un humo negro acompañó las llamaradas que subían hacia el cielo.

Vance había cruzado a toda prisa el espacio abierto que lo separaba de Suzanne antes de que los hombres del cobertizo, entretenidos todavía con sus bromas, repararan en el fuego. De repente, la conversación cesó y los dos se lanzaron a la puerta. Un instante después corrían por el claro. El hábito del religioso volaba detrás de él formando una estela negra.

—¡Ahora! —Vance dio la orden y Suzanne y él se pusieron de pie y entraron corriendo en la pequeña choza.

Del mal iluminado interior pasaron rápidamente a un corredor todavía peor iluminado, que discurría por el interior de la muralla. Las húmedas paredes de piedra, irregularmente iluminadas por bombillas de bajo voltaje, describían una curva y a continuación se bifurcaban. De la derecha llegaba el sonido de voces distantes, así que fueron hacia la izquierda.

Tropezaron con una escalera de piedra que conducía hasta el nivel de la rampa. De la parte superior llegaba un débil haz de luz azulada. Siguieron adelante, iluminados por esa luz, hasta alcanzar una puerta de madera cerrada con un candado que parecía oxidado. La luz del día se abría paso por una rendija de las planchas de madera deterioradas por el tiempo. Vance aplicó el ojo a la fría y áspera puerta y miró al otro lado.

—Ven, echa un vistazo.

Por la rendija, Suzanne vio un foso, ahora lleno de lirios y otras plantas acuáticas, y a continuación otra muralla. A su derecha, vio un puente cubierto que atravesaba el foso desde el cobertizo. A la izquierda, un pequeño puente peatonal con barandillas.

Usando el cañón del revólver del cura, Vance golpeó el viejo y oxidado candado y empujó la puerta, que cedió rápidamente, con un chirrido.

—¡Maldita sea! —susurró Suzanne.

—Lo hecho hecho está —contestó Vance saliendo por la puerta de costado—. Si alguien nos ha oído, ya no hay nada que hacer.

Corrieron por el sendero, cruzaron el puente descubierto y traspasaron la puerta del otro lado. Por encima de la muralla exterior se veía una columna de humo negro que subía perezosamente hacia el cielo. Al otro lado se oían voces de hombres que hablaban a gritos.

—Cuando vine por lo de las negociaciones me llevaron a recorrerlo todo. Hay tres accesos como éste desde los jardines del foso. Los abrieron en las murallas para que los huéspedes pudieran acceder al foso. Cada entrada tiene su propio jardín en un pequeño patio, en el lado opuesto. Todos los patios dan a uno central, como en la mayoría de los castillos.

Suzanne asintió mientras pasaban bajo una balconada volada sostenida por columnas de mármol de color salmón. Los ojos de Suzanne pasaban de un detalle a otro del castillo, de las complejas tallas a los frescos de las paredes, protegidos por los balcones.

—Ese es un Brunini —dijo. Avanzaron otra media docena de pasos y volvió a detenerse—. Esa estatua —señaló la figura de mármol de un hombre y una mujer abrazados desnudos— es un Canova. No sabía que estuviese
aquí
.

De repente, unas voces de hombre procedentes del jardín exterior la devolvieron a la realidad. Se refugiaron en un portal y esperaron. Vance se enjugó el sudor del labio superior y deseó tener más de una bala en el revólver que le había cogido al sacerdote.

Cuando las voces se alejaron, Vance y Suzanne salieron de su refugio y se dirigieron a una escalera.

—Todos los dormitorios y salas de estar dan a la balconada que domina el patio principal —la informó rápidamente mientras subían corriendo la ancha escalera de mármol—. Caizzi tiene que estar en una de ellas si todavía vive.

Al llegar arriba se encontraron ante una sucesión de pórticos y columnas que se abrían en círculo a ambos lados. Vance y Suzanne recorrieron la circunferencia en sentido horario, echando una mirada al interior de todas las estancias. ¿Dónde estaba el señor del castillo, el conde Guglielmo Caizzi?

En el exterior, cerca del fuego, los gritos eran cada vez más altos. Vance supuso que el gas metano del vertedero convertiría el fuego en un infierno capaz de mantener ocupados todos los brazos útiles del castillo. A lo lejos se oyeron sirenas, evidentemente las motobombas que ascendían por la peligrosa carretera de montaña.

Habían recorrido aproximadamente un tercio de la circunferencia cuando llegaron a una habitación con todos los cortinajes echados. Se miraron y ambos asintieron con la cabeza. Tenía que ser aquélla.

A través de una pequeña abertura entre las pesadas cortinas de seda pudieron ver en una cama la figura quieta y tendida de espaldas de un pálido anciano, cuyo cuerpo estaba cubierto de los pies hasta el pecho por sábanas de lino. Por encima de ellas destacaban los brazos y los hombros vestidos con pijama. El conde Caizzi, no tenía buen aspecto.

Al lado de la cama, un fraile de escasa estatura hablaba furiosamente por teléfono. Las ventanas, de gruesos cristales y cerradas a cal y canto, amortiguaban el sonido. El hombre parecía agitado, y no dejaba de pasearse mientras hablaba. Tendrían que actuar con rapidez. Si se descubría el origen del fuego, es decir si alguien encontraba la válvula del depósito del tractor abierta, empezarían a buscar a algún intruso.

—Ven por aquí —susurró Vance.

Retrocedieron hasta un portal que daba al corredor interior. Se detuvieron antes de llegar a él y se quedaron muy pegados a la pared, escuchando.

Un roce. Eso fue lo primero que oyeron. Había alguien en el pasillo. Por encima del roce se oía la voz amortiguada, ansiosa, del sacerdote que seguía hablando por teléfono.

¿Cómo podían neutralizar al centinela sin alertar al resto del castillo?

—Tengo una idea —susurró Suzanne al oído de Vance—. Estáte preparado.

Y antes de que pudiera detenerla, ella ya había llegado osadamente al pasillo y se dirigía al vigilante, que resultó ser otro fraile.

—¡Rápido! —le dijo con urgencia—. ¡Por aquí, necesitamos su ayuda! ¡Dese prisa por favor!

Y se quedó allí de pie, agitando los brazos ansiosamente. «Los hombres son hombres —pensaba—, aunque sean frailes», y ella había representado aquella escena en incontables ocasiones.

—¡Oh, por favor, es importante! ¿Quiere darse prisa?

Suzanne hizo su mejor interpretación de damisela en apuros. El guardia avanzó con desconfianza, mientras ella daba a su vez unos cuantos pasos hacia él.

—Oh, me alegro de que estuviera usted aquí —dijo sin aliento, y cogió al religioso por el brazo derecho cuando éste se acercó—. Dijeron que podría echar una mano. Vamos, no tenemos mucho tiempo.

Iba tirando del hombre hacia la entrada, cogido por el brazo.

Vance asistía impresionado a la representación. «Una mujer admirable», pensó, mientras se mantenía pegado a la pared tratando desesperadamente de acallar el sonido de su atropellada respiración. Suzanne fue la primera en aparecer por la esquina del pasillo, seguida un instante después por un fraile robusto, de cara arrebolada, con una calva brillante y cejas pelirrojas.

Al doblar la esquina, ella simuló un resbalón y cayó al suelo sin soltar el brazo del fraile. Mientras éste trataba de ayudarla con el otro brazo, Vance le asestó un golpe con el revólver con todas sus fuerzas.

—¡Uf! —El sacerdote calvo soltó el aire ruidosamente y cayó al suelo sin sentido.

Vance le tendió una mano a Suzanne para ayudarla a levantarse.

—Me alegro de estar de tu lado —dijo con una sonrisa maliciosa.

De puntillas, ambos corrieron hacia la habitación de Caizzi, donde Vance probó el picaporte; la puerta estaba cerrada con llave. Retrocedió hasta donde estaba el hombre inconsciente, pero éste no tenía llaves. Escucharon atentamente junto a la puerta. Ahora el fraile no hablaba mucho, se limitaba a decir sí o no, y finalmente se despidió y colgó el receptor de un golpe. Una antigua llave giró en la cerradura y la puerta se abrió dando paso a un fraile alto y enfadado. Más allá, sobre una cama, un hombre quieto al que Vance en efecto reconoció como el conde Caizzi.

—Di una jodida palabra y te vuelo la cabeza —susurró Vance apuntando al monje con el revólver.

Los ojos de éste se abrieron como platos, pero en seguida la sorpresa fue reemplazada por la furia y abrió la boca para gritar. Antes de que pudiera hacerlo, Vance lo golpeó en la nuez con el canto de la mano izquierda, lo que transformó el grito de ayuda en un gorgoteo ahogado. Cuando el otro se llevó las manos a la garganta, Vance le soltó un fuerte puñetazo en el plexo solar que lo hizo caer de rodillas, dentro de la habitación, boqueando en busca de resuello.

Vance se puso de pie junto al hombre. La furia se había apoderado de él.

—Y ahora, tranquilito —le advirtió—. O las cosas podrían ponerse mucho peor.

Cogió un puñado de pañuelos de papel de la mesilla de noche de Caizzi y los metió en la boca del religioso. Miró a su alrededor en busca de algo para amordazarlo, pero al no encontrarlo, usó el cordón que el propio sacerdote llevaba a la cintura.

Este alzó los ojos hacia él con una mezcla de dolor y odio. Por un momento pareció que se ahogaba, pero después se recuperó y empezó a respirar por la nariz. Vance se quitó el cinturón de cuero y con él le ató las manos a la espalda.

—Ahora, de pie —le ordenó—, y ven aquí. —Vance lo condujo hacia una pared despejada, lo detuvo a unos tres pasos de ella e hizo que se inclinara hasta tocarla con la cabeza—. Abre las piernas. —Al ver que vacilaba, Vance se las abrió de un puntapié—. No te muevas.

Para cuando Vance hubo terminado, Suzanne había arrastrado al centinela inconsciente también dentro de la habitación, y había cerrado la puerta y echado la llave.

Durante toda esa conmoción, Caizzi casi no se había movido, y una vez que Suzanne y Vance hubieron registrado a ambos hombres por si tenían armas, se volvieron hacia el hombre pálido como la cera que estaba en la cama.

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