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Authors: Lewis Perdue

Tags: #Intriga, #Histórico

El legado Da Vinci (12 page)

BOOK: El legado Da Vinci
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Él sabía que en esos momentos había un traidor entre ellos y que no sería fácil descubrirlo. El Vaticano había ganado en complejidad y astucia en su larga lucha contra los Hermanos, una guerra que se remontaba al siglo VIII. Durante ese tiempo, la Iglesia se había apoltronado y había perdido el rumbo, sustituyendo la fe verdadera por iconos e imágenes sagradas. Los Hermanos habían sido la punta de lanza en la lucha de los iconoclastas, los destructores de iconos, y habían perdido. Como premio a sus esfuerzos, habían sido excomulgados en 1378, después del Gran Cisma. Fue entonces cuando, financiados por poderosos enemigos políticos de la Iglesia, se habían instalado en aquella villa de Como, en las estribaciones de los Alpes italianos. Desde entonces, habían llevado a cabo un largo combate, tanto físico como espiritual.

Sólo el escarpado terreno montañoso y la seguridad de las aguas del lago habían salvado a los Hermanos de los ataques de los satánicos bárbaros del Vaticano. Y el propio Gran Satán, el papa, no había sido capaz de acabar con ellos, que tenían espías leales en las cortes de los principales reinos, e incluso en la propia residencia del pontífice. Fueron los Hermanos los que destronaron a Silvestre II e instalaron al papa Gregorio, su protector. Había sido casi el papa perfecto, pero faltó a las promesas hechas. Llegó a Roma a hombros de los her manos y, una vez allí, se volvió contra ellos; se alió con Enrique IV y les dio la espalda, pero ellos tenían en reserva a Clemente III.

Y la historia se había ido repitiendo, reflexionó Gregorio amargamente, retomando su paseo por el sendero. Los papas llegaban a la cima aupados por los Hermanos y después trataban de destruirlos, porque éstos tenían demasiado poder. Y era cierto, reconoció mientras se acercaba a la hospedería, tenían poder para imponer papas y para destronarlos. Sin embargo, nunca conseguían permanecer al mando el tiempo suficiente como para cambiar el rumbo de la Iglesia, como para devolverla a su curso legítimo. Con un esbozo de sonrisa pensó que eso iba a cambiar después de la transacción. Lo que se avecinaba dejaría el Gran Cisma reducido a una nota al pie en la historia de la Iglesia.

Antes de subir los escalones de piedra que llevaban a la hospedería, Gregorio se volvió a mirar el brillante cielo sobre el lago, y contempló el juego de la luz y de las sombras en las empinadas laderas excavadas por los glaciares. Los días como aquél pronto escasearían. Con la llegada del otoño, el lago quedaría envuelto en brumas y nieblas.

En cuanto solucionara la cuestión de Vance Erikson ya no habría nubes en su vida, ningún enemigo que pudiera ofrecerle resistencia. «Sí, señor Erikson —pensó mientras buscaba las llaves de la puerta de hierro de la la hospedería—. Estaba equipado con respecto a usted. No debería haber intentado traerlo aquí. Debería haberlo matado allí mismo. Lo subestimé entonces, y mis hermanos cayeron ayer en el mismo error. Pero ya me ocuparé de usted. Ya lo verá. No puede escaparse de mí eternamente».

Encontró la llave y la insertó en el nuevo cerrojo de seguridad instalado en los herrajes originales de hierro negro. En cuanto abrió las pesadas puertas de madera, guardó silencio en la entrada, escuchando. Arriba se oía el repiqueteo de un teclado.

—Profesor Tosi —llamó Gregorio. El teclado dejó de funcionar—, ¿puedo molestarlo un momento?

Vance apoyó la cabeza contra el frío cristal de la ventanilla del compartimento mientras el tren subía desde la humedad de las tierras bajas que rodean Milán al clima más fresco de las estribaciones alpinas. El lago Como era una delicia en aquella época del año, uno de los destinos favoritos de los habitantes de la Lombardía, agobiados por el calor.

Cerró los ojos cuando el tren entró en la oscuridad de uno de los muchos túneles que había en el camino. Qué bien le hubieran venido unas vacaciones, pero allí estaba, escapando como un fugitivo sin saber siquiera de quién escapaba. Alguien había tratado de matarlo el día anterior y a punto había estado de conseguirlo. De no haber sido por el comportamiento tan profesional de su guardaespaldas, también él estaría muerto a esas horas. Como la última persona viva que había leído el diario de De Beatis, Vance Erikson estaba marcado.

Abrió los ojos cuando el tren volvió a salir a la luz del día. Junto a la ventanilla pasaba el lujurioso follaje verde desdibujado por la velocidad. Si el tren llegaba a su hora, dentro de quince minutos estarían en Como. El viaje desde Milán duraba sólo una hora, pero Vance tenía la sensación de haber estado continuamente en trenes desde el día anterior.

Como no quiso arriesgarse a volver al hotel, había tomado el metro hasta la estación central de Milán, donde había cogido el primer tren que salía, y que lo había llevado a Roma. Allí sacó un billete para Imperia, en la costa Ligur, desde donde fue a Génova, y de allí volvió a Milán en otro tren, en el que dormitó a ratos, cambiando de vagón cada tanto para ver si alguien lo seguía. No paraba de decirse que siempre es más difícil acertarle a un blanco en movimiento. Hasta que el blanco se cansaba de moverse y empezaba a cometer errores.

Durante la parada en Génova, hizo cuatro llamadas telefónicas. Primero, le dejó un mensaje a la policía de Milán diciendo que había decidido salir de la ciudad para ver la campiña; segundo, llamó a su hotel para informarles de que se quedaría más días de lo previsto y que, por favor, le mantuvieran la habitación. La tercera llamada, que le llevó más tiempo, fue a Harrison Kingsbury. Su secretaria le dijo que éste estaba fuera de la ciudad, en otro largo viaje que culminaría en Turín, Italia, al cabo de dos semanas, para poder firmar los documentos de la compra de una refinería italiana adquirida por ConPacCo. Le preguntó si quería dejarle algún mensaje. Decepcionado, Vance le dijo que no, que volvería a llamar. La cuarta llamada la hizo al hotel de Suzanne Storm. Ella no estaba, pero dejó un mensaje en recepción: «Por favor, dígale a la señora Storm que me disculpe».

¿Disculparse? Revivió otra vez en su cabeza aquella agria escena en Chez Jules. «Sí —pensó—. Tal vez le debo una disculpa». Después pensó que no, que nada de tal vez. Definitivamente se la debía.

«En efecto, Jules, soy un tipo duro». Se rió con sarcasmo. Cerró los ojos y echó la cabeza hacia atrás, tratando de borrar la fatiga de su cerebro, y de eliminar la tensión que le tenía agarrotado el cuello. Había decidido que Como era la siguiente etapa lógica. La villa de la familia Caizzi, los anteriores propietarios del Códice Kingsbury, se encontraba a orillas del lago, a unos cinco kilómetros de Bellagio. Un confuso pasaje del diario de De Beatis también mencionaba Como, pero de una manera muy vaga. Puesto que el secretario del cardenal había escrito el diario dos siglos antes de que los Caizzi construyeran su villa y trescientos años antes de que compraran el códice, no podía haber ninguna conexión entre ambos. Vance pensó que le hubiera gustado tener consigo la copia del diario, ya que no recordaba con exactitud los detalles, pero no había querido correr el riesgo de volver al hotel para recuperarlo de la caja fuerte. Tal vez De Beatis había ido a Como de vacaciones, reflexionó Vance, tal como habían hecho todos, desde Leonardo a Napoleón I, Bramante, Maximiliano y las élites de Europa. Simples vacaciones. Ninguna otra razón. El pasaje del diario que se refería a Como no era muy largo ni muy significativo y, por más que lo intentaba, Vance no conseguía recordarlo.

Cuando el tren llegó por fin a la estación de destino, un puñado de pasajeros se apeó también: una pareja de ancianos cargados con montones de paquetes de colorido envoltorio, un par de hombres cuyos trajes impecables los identificaban como ejecutivos, y un ruidoso grupo de estudiantes con bolsas de lona, mochilas y sacos de dormir. Los hombres de negocios se fueron derechos a la parada de taxis; a la pareja mayor fueron a buscarlos una mujer y un hombre más jóvenes; y los estudiantes se dirigieron al quiosco de información turística. Mientras esperaba junto a la parada de autobús que había frente a la estación, Vance observaba cuidadosamente a su alrededor, estudiando a los viandantes. ¿Había alguno que le prestara excesiva atención? ¿Podía haber una arma bajo aquella chaqueta, en aquel maletín de mano? Una parte de él se burlaba de su nueva cautela, pero otra parte más dominante había empezado a asumir el papel de presa y a darse cuenta del juego letal al que estaba jugando. Un juego con graves penalizaciones para el perdedor.

Vance subió al autobús color naranja y, después de sacar el billete, se sentó en la parte de atrás y se dedicó a estudiar a cuanto pasajero subía. Entonces, en el preciso momento en que las puertas empezaban a cerrarse, se apeó de un salto. Lo había visto en
French Connection
y tal vez funcionara en ese caso. Tomó a continuación un taxi y dio instrucciones al conductor de que lo llevara al Metropole e Suisse, en la piazza Cavour. El viejo y lujoso hotel daba a la mismísima orilla del lago, en el corazón de la ciudad. Normalmente, Vance se alojaba en un hotel de tres estrellas que era menos caro y estaba menos cerca del lago, pero ahora necesitaba el anonimato del Metropole. Además, tendría que empezar a desviarse un poco de sus hábitos corrientes si quería eludir a los que pretendían matarlo.

Vance bajó del taxi en el Lungo Lario Trento, a unos cien metros del hotel. Hizo el resto del camino andando junto a la orilla, bajo un dosel de árboles que unían graciosamente sus ramas sobre el paseo, formando un perfecto túnel verde a través del cual se filtraba la brillante luz del día. Del lago soplaba una brisa que removía papeles y envoltorios y formaba con ellos remolinos de polvo. Turistas fatigados que habían pasado el día navegando por el lago, bajaban ahora de las embarcaciones con las cámaras colgadas al cuello.

Había parejas de todas las edades sentadas sobre los verdes bancos de madera, observando los multitudinarios barcos de recreo y las embarcaciones y taxis acuáticos. Más lejos, los veleros se balanceaban suavemente en sus amarres, cabeceando como si afirmaran que aquél era sin duda un momento agradable y un lugar placentero donde estar.

Vance observó a toda la gente con envidia, dolorosamente consciente de su forma sencilla de disfrutar de la vida. A ellos nadie trataba de matarlos. Pasó de largo frente al Metropole, cruzó la calle en el semáforo de via Luini y se dirigió a una tienda de productos de cuero. Allí usó su tarjeta American Express de ConPacCo para comprar una maleta de mano. En unos grandes almacenes próximos a la via Cinque Giornate, se proveyó de diversos artículos de tocador y, en una tienda de ropa para hombre que había a cien metros del hotel, compró camisas, calcetines, ropa interior y dos jerséis. Pensaba decirle a cualquier empleado curioso que su línea aérea le había extraviado el equipaje, pero nadie le preguntó. Colocó todas las compras dentro de su maleta.

Bien equipado ya para no levantar las sospechas de ningún recepcionista de hotel que desconfiara de un nuevo huésped sin equipaje, Vance se dirigió al Metropole y se registró. Compró un ejemplar de
Il Giorno
en el vestíbulo y siguió al botones hasta su habitación. Estaba en la tercera planta y daba al lago y a las laderas vertiginosamente empinadas y llenas de vegetación de las colinas. Incluso se vislumbraban a lo lejos las cumbres nevadas de los Alpes. La vista cautivó a Vance como siempre lo había hecho. Tal vez eso mismo era lo que atraía a tantos ricos y famosos a aquel lugar. El sol había empezado a descender hacia las colinas del oeste, y las sombras verdinegras avanzaban lentamente mientras la cálida luz ámbar se reflejaba todavía en la otra parte del lago, arrancándole destellos dorados.

Sin embargo, para Vance no había nada esa noche capaz de producirle bienestar. Todo era temor y melancolía. Temor por su vida. Temor por haber hecho algo indebido al ir allí en vez de acudir a la policía de Milán. ¿Y por qué precisamente aquel lugar? La última vez que había visitado Como lo había hecho con Patty.

Se preguntó cuánto tiempo seguiría siendo vulnerable. Dio la espalda a la ventana y empezó a desempaquetar el equipaje que había hecho apenas unos minutos antes. ¿Cuánto tiempo puede durar el dolor de un ser humano hasta que su corazón restaña la herida? El y Patty habían hecho un crucero a la luz de la luna en uno de aquellos taxis acuáticos de estilo antiguo. Recordó cómo ella se acurrucaba contra él, y la sintió cálida en sus brazos mientras le decía que lo amaba. Recordó su cara soñolienta y relajada por la mañana, y su pelo desordenado, brillando bajo los primeros rayos del sol.

Y también, mientras distribuía mecánicamente los artículos de tocador en el baño y colocaba la ropa doblada en los cajones, recordó los armarios vacíos después de su marcha, con unas desoladas perchas metálicas donde antes había estado su ropa. Del amor sólo quedaban recuerdos. Sacudió la cabeza lentamente y se vistió para la cena.

En el comedor de la planta baja casi no había gente; eran las siete y media de la tarde y apenas había comenzado el trajín de la cena. El maître sentó a Vance a una mesa bien iluminada desde la cuál se podía ver el lago a través de las leves cortinas.

El comedor del Metropole era uno de los mejores y más caros lugares donde se podía comer en Como. Sin embargo, esa noche no tenía ánimo para apreciar la comida. Sabía que era buena, pero en ese momento nada tenía significado para él excepto la necesidad de aplastar el dolor que sentía en el pecho y llenar el vacío que amenazaba con tragarse toda su vida. Comió algunos bocados y bebió unos sorbos de vino lánguidamente, después volvió con paso cansino a su habitación y se sumió en un sueño intranquilo en el que Patty trataba de matarlo.

Por la mañana se sentía mejor. Como de costumbre, el sueño nocturno había ahuyentado su depresión, y se lanzó a por el desayuno con paso mucho más ligero. En la pequeña terraza que era prolongación del comedor del Metropole, había una veintena de mesas de cristal y hierro forjado protegidas con sombrillas y rodeadas de arbustos que llegaban a la altura del hombro, plantados en grandes maceteros. Vance ocupó una mesa en la esquina que daba al lago y repasó la carta.

Aunque por lo general le gustaba comer según la costumbre del lugar, esa mañana se alegró de estar en un hotel dispuesto a satisfacer las apetencias de quienes querían desayunar algo más que brioches y jamón. Pidió unos huevos pasados por agua, salchichas en hojaldre y café americano, y a continuación se recostó en su silla disfrutando con las señales de hambre que le enviaba su estómago. Le llevaron el café en una cafetera de plata. Vance se sirvió una taza y desplegó un ejemplar de Il
Giorno
que le habían traído con el desayuno.

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