Las palabras de Larsen se vieron interrumpidas por el movimiento de un cuerpo que de repente voló por el estrecho espacio de la limusina. Era Harrison Kingsbury que se había lanzado contra Rudi, el tipo corpulento. Un disparo fue a dar contra el asiento trasero; Kingsbury se puso tenso, pero no soltó el arma del matón.
Vance saltó para ayudar a Kingsbury, mientras Larsen se echaba al suelo y se tapaba la cabeza, dejando el campo despejado para que el otro matón le disparara a Vance por la espalda. Pero Suzanne se abalanzó sobre Larsen y desvió el disparo del vigilante con un gancho directo a su muñeca. La bala se estrelló improductivamente en el suelo. Con las dos manos, Suzanne cogió la muñeca del hombre y la golpeó contra la separación de plexiglás abierta a medias que había detrás del conductor. Otro disparo dio en el techo.
Vance le dio a Rudi un puñetazo en la nariz y le satisfizo oír el crujido del hueso al romperse, aunque una décima de segundo después sintió la punzada ardiente de dolor procedente de su mano herida.
Mientras, Kingsbury había conseguido sujetar las manos del matón, y Vance se aprovechó de ello descargando un puñetazo tras otro en la cara y la cabeza del tipo.
Sin embargo, éste era corpulento, y a Kingsbury le resultaba cada vez más difícil sujetarlo. Con un gruñido gutural, Rudi consiguió apartar al fin el cuerpo del viejo. Vance saltó para reemplazar a Kingsbury, y sujetando la mano del matón que sostenía el arma, se la golpeó contra la ventanilla. A pesar de todo, el otro no la soltó.
Suzanne estaba atacando al otro guardia, al tal Steven. Lo arañaba con todas sus fuerzas y sus uñas dejaron sangre en la cabeza y la cara del hombre. Su arma vaciló. Suzanne había conseguido que la mantuviera apuntando a otro lado. Los ojos del conductor pasaban nerviosos de la carretera a la pelea que se estaba desarrollando en el coche, mientras el cañón del poderoso Magnum.357 iba pasando por encima de su cabeza, hacia adelante y hacia atrás.
Lo reducido del espacio también impedía que Steven pudiera moverse libremente y lo único que podía hacer era protegerse de las arremetidas de Suzanne.
Por fin, consiguió enredar los dedos en un mechón de la larga cabellera de Suzanne. Ella gritó cuando él le empujó la cabeza hacia abajo y se la golpeó contra el respaldo del asiento. Aturdida, apenas consiguió esquivar el golpe del revólver que descendía como un garrote hacia su cabeza. Con un giro del cuerpo se apartó y logró clavar los dientes en los tendones de la base del pulgar del hombre. Este gritó y trató de liberar la mano, pero cuanto más lo intentaba, más fuerte lo mordía Suzanne, al tiempo que con la mano derecha buscaba su cara y le metía los dedos índice y corazón en los ojos. Sintió las bolas gelatinosas bajo sus dedos y oyó el espantoso alarido de él mientras ella trataba de hundírselos.
A su lado, Vance seguía luchando con el otro matón, aunque sus escasamente recuperadas fuerzas empezaban a flaquear. El guardia había conseguido soltarse y amartillar el arma, pero su mano golpeó contra la ventanilla en un vaivén del coche, y Vance aprovechó la oportunidad para lanzarle un puñetazo con todas sus fuerzas. El golpe alcanzó al tipo justo detrás de la oreja; el arma se le deslizó de la mano y él cayó inconsciente.
Un alarido que no parecía humano llenó la limusina al hundir Suzanne una y otra vez los dedos en los ojos del contable. Éste dejó caer su revólver y se llevó las manos a la cara para protegerse. El.357 cayó al suelo en la parte trasera del coche, Larsen se apoderó de él y disparó contra Vance, pero un movimiento de Suzanne lo desequilibró y el tiro salió desviado. Vance sintió que pasaba rozándole el cuello.
Larsen volvió a apuntar con el arma, pero Vance había logrado coger el revólver de debajo del guardia caído y, esquivando el nuevo disparo de Larsen, apuntó a su vez y disparó contra él. Pudo ver cómo se abría un enorme agujero en la frente del presidente de la petrolera, parecido a un rubí en la de un rajá de la India. Larsen soltó el revólver y se quedó inerte, inmóvil mientras la limusina se iba deteniendo en el arcén de la autopista.
—¡Que nadie se atreva a hacer nada! —ordenó Vance apuntando con el revólver primero al guardia, que seguía balanceándose adelante y atrás, quejándose y cubriéndose los ojos, y a continuación al conductor—. Saque la llave y entréguemela.
El hombre obedeció con expresión hosca.
—Toma —Vance le entregó el arma a Suzanne—, no le quites ojo.
Se volvió ahora rápidamente hacia Kingsbury, cuya respiración entrecortada era lo único que se oía en la limusina.
El viejo petrolero estaba tirado en el asiento trasero, adonde lo había arrojado el tal Rudi. Una enorme mancha roja y húmeda cubría la pechera de su camisa blanca. A Vance se le llenaron los ojos de lágrimas mientras lo rodeaba con sus brazos.
—Los Larsen de este mundo se equivocan, Vance. Tú siempre lo has sabido —dijo Kingsbury entrecerrando sus ojos grises y tratando de sonreír—. Por eso tú eres mi hijo más de lo que podría serlo cualquier descendiente de mi propia sangre. Yo…
Kingsbury tosió violentamente tratando de desalojar la sangre que llenaba sus pulmones.
—Descanse, por favor —le aconsejó Vance—. Lo llevaremos a un hospital.
—Vance —rogó el anciano con una voz que era apenas un esforzado susurro*—. Limítate a escuchar.
Vance se inclinó para oír la débil voz de Kingsbury.
Aunque Suzanne no perdía de vista a sus dos prisioneros, no podía por menos que prestar atención a Harrison Kingsbury y a Vance Erikson, que susurraban con las caras muy juntas. Vio que, en un momento determinado Vance volvía la cabeza para enjugarse las lágrimas antes de retomar el susurro de la conversación. Vio cómo peinaba con los dedos el cabello plateado de Kingsbury, apartándoselo de la cara, y le acariciaba la frente.
Suzanne contemplaba admirada la profundidad del afecto que había entre aquellos dos hombres. Se le hizo un nudo en la garganta y se mordió el labio inferior cuando Vance soltó un sollozo y apretó la cabeza de Kingsbury contra su pecho. Minutos después, Vance alzó la vista y sus miradas se encontraron.
—Ha dicho que había valido la pena morir así —le dijo Vance, y sus ojos volvieron a llenarse de lágrimas.
—¡¿Que no lo recuerda?! —gritó el portavoz del grupo de tres representantes, uno del FBI, uno de la CIA y otro de la Junta de Jefes del Estado Mayor Conjunto.
Todos tenían más o menos el mismo aspecto: trajes oscuros de hombres de negocios, zapatos relucientes, pelo muy corto. Todos rondaban los cuarenta años. El hombre del Estado Mayor actuaba como portavoz.
—Eso es lo que les acabo de decir, señores —respondió Vance Erikson levantándose de su puesto tras el escritorio y dirigiéndose a la enorme ventana de su oficina, en el edificio de la ConPacCo de Santa Mónica.
Al mirar hacia abajo, vio un solitario velero que se deslizaba sobre las aguas en aquel miércoles de fines de marzo. «Espera —le dijo al barco—, pronto tendrás compañía».
—Hemos oído perfectamente lo que ha dicho —insistió el hombre de la Junta de Jefes del Estado Mayor, dudando entre seguir sentado o ponerse de pie para estar a la misma altura que Erikson—, pero a mí, es decir, a nosotros, nos resulta muy difícil creer que el presidente del consejo de administración, el propietario si lo prefiere, de una de las mayores compañías petroleras del mundo no recuerde lo que hizo con esos documentos.
Los juicios habían sido cortos y la sentencia había sido exculpatoria. Una redada policial en el monasterio había dado como resultado la presentación de un testigo tras otro que culparon a los Hermanos Elegidos de San Pedro del asesinato del conde Caizzi y de la camarera del hotel, así como del tiroteo de la zona más elegante de Milán.
Uno de los principales testigos fue el profesor Umberto Tosi, que se había reincorporado a la Universidad de Bolonia después de una importante intervención de microcirugía para extraerle el módulo de veneno implantado por los Hermanos. El había sido uno de los afortunados. Casi la mitad de los que fueron sometidos a la operación murieron al liberarse de golpe el veneno.
Pero Tosi volvió a su casa como un hombre libre. No fue ése el caso de los dos matones y del chófer, que fueron condenados a penas de prisión menor por proporcionar pruebas. Su testimonio descargó de culpa a Suzanne y a Vance en el caso de las muertes de Kimball, Larsen y Kingsbury. También identificaron al hombre que había matado al profesor Geoffrey Martini y a los especialistas en Da Vinci de Viena y Estrasburgo, y que resultó ser un miembro de la delegación. Jamás lograron encontrarlo.
Cuando terminaron los juicios, Vance, Suzanne, el hombre de Kingsbury en la Inteligencia italiana y Tony Fairfax, ya recuperado de su leve ataque cardíaco, entraron por la fuerza en el apartamento de Kimball y abrieron los archivos. Estos contenían datos monstruosos, inculpatorios, de funcionarios gubernamentales y altos ejecutivos de corporaciones multinacionales, todo ello sólidamente documentado. Se repartieron los archivos, y Vance se hizo cargo de la custodia de los correspondientes a Estados Unidos.
—Parece ser que el predecesor de su jefe olvidó de qué lado estaba —concluyó Vance dirigiéndose al representante de la CIA que estaba tranquilamente sentado ante él—. Y ustedes dos, señores —y señaló con la cabeza a los otros dos—, tienen muchos ejemplos dentro de sus departamentos, hay mucho, muchísimo más.
»Además usted, Atkinson —Vance se dirigió específicamente al representante del Estado Mayor—, ¿le gustaría que su esposa se enterara de sus tratos ocasionales con chicos jóvenes?
—Eso no tiene nada de inusual…
—¿Entre las sábanas? —Vance lo miró con gesto inquisidor—. ¿Con niños de nueve años?
El otro se puso pálido. Sus dos compañeros evitaban mirarlo directamente, pero le echaban miradas furtivas.
—Sí, así es, Atkinson —continuó Vance—. La Delegación de Bremen fue minuciosa. Fotos y declaraciones de los chicos. Qué vergüenza, señor Halcón de la Guerra.
»Pero el hecho es que la Delegación de Bremen llevó el espionaje de las vidas de los funcionarios del gobierno a extremos a los que jamás llegó la CIA respecto a los ciudadanos de Estados Unidos; y los archivos que tengo en mi poder son una parte sustancial del fichero de la delegación.
—¡Eso es chantaje! —protestó el agente del FBI, indignado.
—Tal vez —respondió Vance—, pero este país no puede permitirse el lujo de vivir con semejante corrupción e incompetencia de su gobierno y de sus militares.
Y del mismo modo que la Delegación de Bremen utilizaba estos informes para obligar a personajes públicos y a militares a hacer cosas en contra del interés público, yo pretendo utilizarlos para eliminar hasta el último de ellos. Sí —dijo Vance mirando al agregado militar—, eso lo incluye a usted, señor Atkinson. Yo en su lugar empezaría a redactar su carta de dimisión, a menos que quiera ver publicada la historia completa con fotos y todo en los periódicos.
»¿Cómo se llamaba esa sociedad a la que usted pertenecía? —Vance hizo una pausa—. Ya sabe, Atkinson, ésa cuyo lema era «El sexo, cuanto más temprano, mejor». Vamos, Atkinson, seguro que se acuerda.
El militar dio un respingo, saltó de su silla y salió a toda prisa de la oficina.
—Caballeros, el contenido de esos archivos está duplicado y bien protegido. Se harán públicos de inmediato en caso de que a mí me suceda algo. Las pruebas inculpan a tantos miembros del gobierno que me temo que la república no sobreviviría a la crisis. Por eso los utilizo de forma gradual y callada. Lo que realmente necesitamos es un gobierno que trabaje para la gente, no al revés.
—Pe-p-pero… el presidente… —tartamudeó el hombre del FBI.
—Usted es un ingenuo, ¿verdad? Con su torpe economía macroeconómica de la oferta, ese hombre entregó el gobierno a las grandes corporaciones multinacionales. Lo que hace no es ayudar al capitalismo, sino ayudar a las jodidas oligarquías corporativas, y esos tipos son más peligrosos para la libre empresa que mil millones de clones de Marx y Engels marchando juntos. Fueron el capitalismo y la libre empresa los que hicieron grande este país; no una legión de reinos corporativos cuyos tentáculos llegan a todas partes y con una burocracia más grande que el sistema de la Seguridad Social.
El intercomunicador del escritorio de Vance empezó a sonar.
—Les ruego que me perdonen —dijo, cogiendo el receptor—. Sí, sí, están aquí ahora mismo. Sí, gracias por su llamada, puedo darle la respuesta directamente. ¿Qué? No, no quiero dinero del gobierno, y no quiero una legión de burócratas gubernamentales mirando por encima de mi hombro. Como ya he dicho reiteradamente en público y en las cartas que le he enviado, América tendrá su arma de haz de partículas porque yo voy a fabricarla y se la daré a usted. Estoy cansado de todo el dinero que tiramos por el desagüe del Departamento de Defensa, cuya mitad se acumula además en forma de grasa en las posaderas de los burócratas. No voy a permitir que el gobierno la joda con esta arma, como tampoco voy a permitir que cualquier corporación forrada de oro duplique su precio.
»Y no. No voy a decirle dónde se está fabricando. Los componentes están dispersos en más de una docena de lugares, y la interferencia del gobierno, de la forma que sea, hará que no haya ni arma ni documentos. No voy a entregarle los manuscritos de Da Vinci, ni a usted ni a nadie. Construiré sus armas y América dispondrá de ellas gratuitamente, y las tendremos mucho antes que los rusos, aunque seguro que no será gracias a nuestro desmesurado estamento militar.
»Sí, señor. Sí, tengo intención de seguir usando la información de que dispongo. Voy a usarla para que, por primera vez en más de un siglo, los americanos tengan el gobierno y la protección militar que necesitan y que se costean… No, señor. No disfruto para nada con esto. De hecho, preferiría estar navegando. —Vance escuchó y sonrió—. Gracias. —Dijo adiós y colgó.
»Era el presidente —explicó—. Ahora pueden irse a casa, dice que retiren a sus perros y que salgan pitando de aquí.
A fines de marzo, puede hacer fresco para navegar por el sur de California y aunque eso no es un problema para un marinero experimentado, deja fuera de juego a los aficionados. Era cerca de medianoche. Vance había vuelto tarde a casa desde la ConPacCo, y habían salido tarde del muelle de Marina del Rey rumbo a Catalina.
—Pero de eso se trata —decía Vance mientras se inclinaba ligeramente sobre el timón para mantener el rumbo—. No quiero hacerlo. Estoy harto de refregarle a la gente sus pecados por las narices. No me gusta decirle al presidente una vez por semana que no voy a entregarle los planos del haz de partículas. ¡No quiero ser el que manda! —gritó de cara al viento para dar rienda suelta a su frustración.