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Authors: Lewis Perdue

Tags: #Intriga, #Histórico

El legado Da Vinci (35 page)

BOOK: El legado Da Vinci
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Probablemente los archivos de Tosi, pensó Vance.

—¿Cuándo viene el sacerdote? —preguntó Vance.

—A cualquier hora. De día, de noche, pero es un sacerdote mezquino, un hombre del diablo, si me permite decirlo. —El hombre se santiguó—. Nunca se para a hablar conmigo, y una vez que me dirigí a él para decirle hola, me contestó con una palabrota. —La voz del viejo reflejaba su indignación.

O sea, que los Hermanos se habían adueñado de la casa de Tosi, pensó Vance. En su cabeza se entrecruzaban mil ideas. ¿Qué más cabía esperar?

Intentó encajar todas las piezas mientras aparentaba escuchar al hombre, que ahora hablaba atropelladamente, contando habladurías de los vecinos como una lavandera. La casa no estaba vigilada, pero un sacerdote iba todos los días a recoger el correo. Si pudieran seguir al cura, tal vez podrían llegar a la organización de los Hermanos, y entonces —a Vance le dio un vuelco el corazón ante la idea— podrían tener ocasión de apoderarse de los papeles de Da Vinci. Vance tenía la certeza de que, con los documentos en la mano, podría negociar la liberación de Kingsbury. Y si no llegaban a un acuerdo al respecto, destruiría los documentos: unos papeles escritos por la mano de un hombre al que había dedicado toda una vida de estudio y al que reverenciaba.

Necesitaban un coche, pero sin permiso de conducir nadie les iba a alquilar uno. «Pues, Vance, muchacho, lo robaremos. Total, ya estás metido en esto hasta las cejas».

—No importa, son las jugarretas de la mente de un viejo —concluyó el hombre—. El profesor Tosi se ausenta con frecuencia. Le da vacaciones a su ama de llaves y vuelve al cabo de unas cuantas semanas. Tosi es un hombre brillante —añadió con orgullo—. Era toda una figura en el barrio. Vamos a echarlo de menos.

—No entiendo —dijo Vance—, creí que había dicho que va y viene.

—Sí, eso he dicho, ¿no es cierto? Bueno, no tengo intención de confundirlos. Quiero decir que no pretendía confundirlos, porque lo cierto es que se marchó como de costumbre, pero —el hombre bajó la voz y se inclinó hacia Vance, con aire conspirador— su ama de llaves, Angela, suele hablar conmigo. Verá, desde que me jubilé paso mucho tiempo sentado ahí, en mi porche —señaló al otro lado de la calle—, o caminando. Y camino mucho para ver a Angela. Es todo un espectáculo. Está… —Echó una rápida mirada a Suzanne y después cogió a Vance por el brazo y se lo llevó aparte—. Está muy bien formada, joven, bonitas piernas y grandes… —Se puso las manos ante el pecho y sonrió como un hombre sonríe a otro hombre. Vance no pudo evitar reír con él.

»Pero hace unos días Angela me dijo que había recibido una carta del profesor con el salario de seis meses. ¡Seis meses! ¿Se imagina? En la carta le decía que ya no iba a necesitar sus servicios. Puedo imaginar a qué servicios se refería —el viejo sonrió, otra broma entre hombres.

—Ya veo, entonces…

—No, no, eso no es todo —continuó el anciano—. Todos los días, desde que el profesor se marchó, un sacerdote viene a la vivienda. Tiene llave de la verja y de la casa. Entra, recoge la correspondencia y se marcha. Ayer llegó un camión, uno con matrícula de algún lugar al norte de Milán, y se llevó cajas. Nada de muebles, sólo cajas.

Probablemente los archivos de Tosi, pensó Vance.

—¿Cuándo viene el sacerdote? —preguntó Vance.

—A cualquier hora. De día, de noche, pero es un sacerdote mezquino, un hombre del diablo, si me permite decirlo. —El hombre se santiguó—. Nunca se para a hablar conmigo, y una vez que me dirigí a él para decirle hola, me contestó con una palabrota. —La voz del viejo reflejaba su indignación.

O sea, que los Hermanos se habían adueñado de la casa de Tosi, pensó Vance. En su cabeza se entrecruzaban mil ideas. ¿Qué más cabía esperar?

Intentó encajar todas las piezas mientras aparentaba escuchar al hombre, que ahora hablaba atropelladamente, contando habladurías de los vecinos como una lavandera. La casa no estaba vigilada, pero un sacerdote iba todos los días a recoger el correo. Si pudieran seguir al cura, tal vez podrían llegar a la organización de los Hermanos, y entonces —a Vance le dio un vuelco el corazón ante la idea— podrían tener ocasión de apoderarse de los papeles de Da Vinci. Vance tenía la certeza de que, con los documentos en la mano, podría negociar la liberación de Kingsbury. Y si no llegaban a un acuerdo al respecto, destruiría los documentos: unos papeles escritos por la mano de un hombre al que había dedicado toda una vida de estudio y al que reverenciaba.

Necesitaban un coche, pero sin permiso de conducir nadie les iba a alquilar uno. «Pues, Vance, muchacho, lo robaremos. Total, ya estás metido en esto hasta las cejas».

Aunque no podrían apostarse allí, en la acera, ni sentarse en el coche a esperar: unos extraños estacionados en aquel lugar llamarían la atención, no sólo de un abuelo jubilado. La tranquila calle residencial, con sus fachadas, verjas y puertas todas iguales, no ofrecía ningún refugio. Sólo había una solución: tendrían que entrar en la casa y esperar allí al sacerdote. Vance Erikson, delincuente por excelencia: asesino, asaltante, ladrón. Menudos antecedentes. Suzanne se acercó a Vance y recibió un gesto de aceptación no muy convencido del anciano.

—Ese hombre, el sacerdote del que le he hablado antes… Como le he dicho, me puso tan furioso que apunté el número de su matrícula. Pietro, Pietro es el panadero que vive al lado de mi casa, tiene un hijo, Renato, que es policía. Conozco a Renato desde que era niño y le pedí que le hiciera un favor a este viejo. Le conté lo del sacerdote y le dije que quería escribir una carta quejándome de su comportamiento, de modo que le pedí a Renato… ¿le he dicho que es…? Sí, claro que se lo he dicho.

El hombre soltó una risita. Vance contuvo un gesto de impaciencia y sonrió comprensivo, asintiendo.

—Vaya, ¿qué estaba diciendo? —El hombre miró alrededor, desorientado.

—¿Renato? —apuntó Suzanne amablemente.

—Sí, gracias. Es usted una mujer muy hermosa —dijo sonriéndole ampliamente—. Sí, Renato le hizo un favor a este viejo, y buscó en sus archivos la matrícula del sacerdote. Ayer precisamente me dio la dirección, y yo le escribí una carta al rector, vaya si lo hice. Ese sacerdote, sea quien sea, las va a pagar.

—¿El rector? —preguntó Vance simulando no estar demasiado interesado.

—Sí, el rector del santuario de San Lucas. Le digo que se enfadará mucho al ver que uno de sus sacerdotes actúa así con un devoto feligrés. Y pensar que el santuario está a apenas tres kilómetros de aquí. Si no fuera porque soy viejo, iría caminando hasta allí y le diría al rector a la cara lo que pienso. Yo…

Signore
—lo interrumpió Vance lo más educadamente que pudo—, ha sido un gran placer hablar con usted. Más de lo que usted puede suponer. —El cumplido hizo que el rostro del hombre brillara de satisfacción—. Pero ahora tenemos que irnos. Teníamos intención de hablar unos minutos con el profesor, pero ya llegamos tarde. Tenemos que…

—No se preocupe. —El hombre volvió a coger a Vance por un brazo y le dijo en voz baja—: Si yo fuera acompañado de una mujer como ella, tampoco perdería el tiempo escuchando a un viejo como yo —concluyó guiñándole un ojo.

—No quería… —trató de protestar Vance.

El hombre alzó una mano.

—Por supuesto que sí, pero está bien. Aprecio el tiempo que me ha dedicado. Vaya con Dios, joven. —Dicho lo cual, le volvió a guiñar el ojo y se dio la vuelta.

Ambos se quedaron mirando cómo desaparecía por una verja del otro lado de la calle.

Suzanne se acercó a Vance.

—Parece que nuestra suerte ha cambiado —susurró rodeándole la cintura con el brazo.

—Y ya era hora —respondió Vance atrayéndola hacia sí.

—Sí —asintió ella—. Ya era hora.

Capítulo 20

Al ayudante del alcalde no le entusiasmaba precisamente que lo llamaran durante la cena, pero la perspectiva de frustrar un complot fascista lo enardecía, de modo que, acompañado por el extranjero de vestimenta informal, se dirigió a la principal comisaría de Bolonia. El ayudante del alcalde entró en la comisaría solo, habló con el subcomisario que estaba de guardia esa noche y dio las órdenes pertinentes. El musculoso extranjero acompañó de nuevo al ayudante del alcalde de regreso a su casa para que pudiera acabarse la cena. Cuando se produjo el cambio de turno, a medianoche, ya se habían entregado fotos de Vance Erikson a todos los oficiales de servicio.

La visita a los hoteles en busca de fugitivos, delincuentes y personas desaparecidas era una tarea de rutina, pero esa noche, los oficiales pusieron más celo del habitual en su misión. Todos querían ser el policía que localizase a aquel famoso asesino.

Lo notó suavemente en mitad del sueño. Sintió los labios de él en las mejillas, en el cuello, en los pechos. Suzanne se removió, deseosa de seguir aferrada al placer de la duermevela pero ávida también de lo que sus besos prometían. Se volvió de lado y, sin abrir los ojos, sintió los labios de Vance. Su lengua encontró la suya y gimió de placer mientras el hombre la cogía entre sus brazos.

Cuando Vance empezó a acariciar levemente la sensible piel de detrás de las orejas, Suzanne abrió los ojos. La habitación estaba todavía a oscuras.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó con fingida seriedad—. Todavía es noche cerrada.

—No, no lo es —aseguró él interrumpiendo las caricias—. Ya han dado las seis, he mirado el reloj. Ya hemos perdido la mitad de la mañana.

—Hummm —respondió ella apretando sus senos contra el pecho cálido y duro de él y colocándosele encima—. Entonces no perdamos el resto del día.

Se deslizó hacia abajo para besarlo en el cuello y luego más aún para pasarle la lengua por el estómago liso como una tabla. El gruñó de placer mientras ella seguía bajando.

Enrico Carducci paró el coche patrulla azul y blanco junto al bordillo, al otro lado de la calle de la estación, y miró su reloj. Ya eran las 6.11 de la mañana. Bostezó. Su compañero estaba acurrucado contra la ventanilla, roncando como un silenciador roto que se arrastrara por la grava.

«Para qué molestarlo», pensó Carducci sofocando otro bostezo. Se acomodó el sombrero azul del uniforme y abrió la puerta. Llevaba toda la noche parando y mostrando una copia de una fotografía de periódico a los porteros de noche de todos los hoteles del centro de Bolonia. No había tenido suerte. La foto, reproducida en papel barato, estaba a esas alturas arrugada y ajada, pero la imagen del hombre que buscaba se veía con claridad.

Carducci salió del coche patrulla, cerró la puerta con suavidad para no despertar a su compañero, ajustó el arma dentro de la cartuchera de cuero blanco y entró en el primer hotel. Había tres hoteles comerciales enfrente de la estación. Tal vez el asesino estuviera allí, pensó con optimismo mientras empujaba la puerta de cristal.

«¿Qué estoy haciendo con este hombre?», se preguntó Suzanne Storm, echada en la cama con los ojos entrecerrados y envuelta en el bienestar de después de hacer el amor. Observó a Vance de pie, junto a la cómoda, secándose el pelo con la toalla. Una expresión de perplejidad se reflejó en su cara al preguntarse cómo era posible que hubiera pasado por alto sus buenas cualidades. Ninguno de los hombres con los que había estado la había tomado jamás tan en serio. Se refería a tomarla realmente en serio, como algo más que una… bueno, una mujer.

Claro, algunos de sus jefes sí lo habían hecho; era una escritora excelente y había sido una agente de Inteligencia sumamente competente hasta… Beirut. Pero ninguno de los hombres con los que había salido, o que habían sido sus amantes, la había tomado en serio.

Beirut había sido una pesadilla. Había ido allí como periodista para un semanario de información y había caído en una emboscada de lo que sus superiores de la CIA describieron como una despiadada rama de Hezbolá. Cuando todo hubo terminado, había vagado aturdida entre los cadáveres mutilados de niños… de adolescentes. Aquellos muertos llevaban rifles automáticos Kalashnikov, que les habían proporcionado los sirios y los iraníes, y sus dedos, al oprimir el gatillo, seguro que mataban igual que los de los adultos. Era cierto que aquellos niños soldados habían cometido actos ignominiosos contra civiles indefensos: mujeres, niños y adolescentes iguales que ellos. Pero mientras deambulaba entre sus cuerpos sin vida, mirando aquellas caras tersas y jóvenes, Suzanne lloró, y se preguntó qué clase de mundo manda a sus hijos a que los maten. Se sintió furiosa contra los padres dispuestos a implicar a sus hijos en su lucha; esa tristeza se volvió resignación en cuanto regresó a París.

Su retirada al mundo enrarecido del arte, como escritora para
Haute Culture
, no la había satisfecho, ni tampoco una sucesión constante de amantes por completo prescindibles.

Sin embargo, ahora, sonrió perezosamente, mientras observaba a Vance secándose la espalda, se sentía viva; se sentía libre. Era algo más que la adrenalina que puede hacer que los supervivientes de un mismo peligro puedan creerse enamorados. No, dijo convencida, era la forma que tenía él de ver las cosas, de hacerlas. Le gustaba el desprecio de Vance por la autoridad impuesta. Si tenía suerte, a lo mejor se le pegaba algo.

Ninguno de los porteros de noche de los tres hoteles comerciales situados enfrente de la estación reconoció la fotografía de Vance Erikson.

Todos dijeron al policía que existía la posibilidad de que se hubiese registrado durante el día. A petición de éste, comprobaron también el número de pasaporte de Erikson. Nada. Carducci, recordando la advertencia de su superior de que podría viajar con un pasaporte falso, puso énfasis de nuevo en la foto.

Volvió a donde estaba su compañero y lo sacudió con suavidad.

—Lleva el coche de vuelta a la central —le dijo—. Yo me voy a quedar por aquí hasta las siete, cuando entren los conserjes de día. Ya volveré a casa en autobús.

Molesto por haber sido sacado de un sueño erótico, su socio asintió con expresión sombría. El coche se apartó a saltos del bordillo y partió calle abajo.

No es que Carducci esperara realmente encontrar allí a su hombre, pero vivía a apenas diez minutos de trayecto en autobús. Además, detestaba al sargento de la comisaría, que solía comportarse como un gilipollas en la revista. Estaba dispuesto a perdérselo, prefería la perspectiva de echarse un sueñecito en uno de los cómodos sillones del vestíbulo. Se arrellanó en uno bien mullido, junto a las puertas de entrada del Milán Excelsior, y a las siete menos cuarto se quedó dormido.

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