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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

El legado de la Espada Arcana (11 page)

BOOK: El legado de la Espada Arcana
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—Los hch'nyv no permitirán que Joram viva en paz —dijo Kevon Smythe.

—Lo matarán —apostilló el general Boris—, como han hecho ya con decenas de miles de los nuestros.

—Todos los puestos avanzados de nuestro sistema están siendo evacuados y sus gentes trasladadas de vuelta a la Tierra por su propia seguridad. Nuestra flota se encuentra demasiado diezmada para permanecer dividida. Aquí, en la Tierra, se llevará a cabo la confrontación definitiva con los invasores.

Mi señor los miró con expresión grave, preocupado.

—No sabía que la situación fuera tan crítica.

—Hemos cometido una equivocación con vos, Padre —suspiró Garald—. Hemos expuesto primero nuestro peor argumento y lo hemos expuesto muy mal. Ahora no confiáis en nosotros, y no puedo culparos por ello. Pero muy pocos habitantes de la Tierra saben lo desesperada que es la situación. Queremos mantenerlo así todo el tiempo que nos sea posible.

—El pánico que se produciría, el mal que haría a nuestra causa, es incalculable —dijo el general—. Necesitamos tropas preparadas para combatir al enemigo, no para sofocar disturbios en las calles.

—Lo que ha oído aquí, Padre —manifestó Kevon Smythe—, no debe repetirlo, excepto a una persona, y esa persona es Joram. Puede contarle la verdad, Aunque sólo sea para que comprenda el peligro. Entonces espero y ruego, Padre, por que él entregue la Espada Arcana de buen grado, a quien él escoja. Después de todo, luchamos por la misma causa.

Parecía un santo, en su auto sacrificio y humildad, mientras que el rey y el general parecían muy mezquinos. Sin embargo, el encanto, una vez disipado, no podía volver a proyectarse.

Saryon se dejó caer en su asiento. Parecía enfermo de preocupación y ansiedad. No seguía precisamente la etiqueta ni el protocolo, pero a mí ya no me importaba; haciendo caso omiso de los tres, me acerqué a mi señor e, inclinándome sobre la silla, le pregunté por señas si quería un poco de té.

Me sonrió y me dio las gracias, mientras hacía un gesto negativo. No obstante, mantuvo su mano sobre la mía, para indicar que me quedara a su lado. Permaneció sentado y pensativo un buen rato, sumido en un turbado y desdichado silencio.

El rey y el general regresaron a sus asientos. Smythe no había abandonado el suyo. Los tres intentaban parecer comprensivos, pero ninguno conseguía ocultar un aire de satisfacción. Estaban seguros de haber vencido.

—Iré a ver a Joram —dijo en voz baja Saryon, levantando por fin la cabeza—. Le diré lo que me habéis contado. Le advertiré de que él y su familia están en peligro y que deberían ser evacuados a la Tierra.
No
le diré nada sobre la Espada Arcana. Si la trae con él, podéis presentaros cada uno de vosotros ante él con vuestras necesidades. Si no la trae, entonces podéis ir a Thimhallan, una vez que Joram y su familia se hayan marchado, y buscarla.

Era una victoria para ellos... al menos en parte. De modo que fueron lo bastante sensatos para no proseguir con sus argumentaciones ni intentos de persuasión.

—Y ahora, caballeros —concluyó Saryon—, se os ha mantenido aquí más del tiempo estipulado. No quisiera parecer descortés, pero tengo que realizar los preparativos para el viaje...

—Ya nos hemos ocupado de todo ello, Padre —interpuso el general Boris, enrojeciendo al tiempo que añadía sin convicción—, por... si... por casualidad decidíais hacer el viaje.

—Qué oportuno —respondió mi señor, y una de las comisuras de sus labios se crispó.

Íbamos a partir aquella noche. Uno de sus ayudantes permanecería con nosotros para ayudarnos con el equipaje, conducirnos hasta el aeropuerto espacial y escoltarnos a bordo de la nave.

Kevon Smythe se despidió con palabras amables y pareció llevarse la luz del sol con él. El general Boris salió apresuradamente, aliviado por haber conseguido llevar la entrevista a buen puerto, y se vio inmediatamente rodeado por su personal, que esperaba con impaciencia su salida. El rey Garald permaneció unos instantes más con nosotros.

Saryon y yo habíamos acompañado a nuestros invitados hasta la puerta. El monarca parecía casi tan enfermo como mi señor, y él, al menos, tuvo el buen gusto de disculparse.

—Lamento poner esta carga sobre vuestras espaldas, Padre —dijo—. Pero ¿qué podía hacer? Ya lo ha conocido. —Sabíamos a quién se refería. No era necesario nombrarlo—. ¿Qué podía hacer? —repitió.

—Podríais tener fe, Majestad —repuso Saryon con suavidad.

El rey esbozó una sonrisa. Volviéndose hacia Saryon, allí en el umbral, el soberano extendió la mano y estrechó la de mi señor.

—La tengo, Padre. Tengo fe en vos.

Saryon se sobresaltó tanto con esta respuesta que me costó ocultar una sonrisa. Garald salió caminando muy erguido, con los hombros echados hacia atrás; con porte regio. El general Boris lo esperaba en la limusina. Kevon Smythe ya se había marchado.

Saryon y yo regresamos rápidamente al interior, consiguiendo evitar a una multitud de periodistas que solicitaban a gritos una entrevista. La ayudante del general era muy hábil con la prensa, y no nos molestaron demasiado. Tras romper una única ventana y pisotear los arriates de flores, acabaron dejándonos en paz. Vi que varios entrevistaban a la señora Mumford.

Supongo que una fiesta de cumpleaños en honor de un clérigo anciano no merecía una excesiva dedicación de tiempo y dinero. De haber conocido la auténtica historia, habrían asaltado nuestra casa.

Otro de los ayudantes del general estaba en el estudio, al teléfono, confirmando y actualizando las disposiciones para nuestro transporte a Thimhallan.

Saryon se detuvo un breve instante en el pasillo. Observando la expresión de su rostro, le toqué el brazo para llamar su atención.

—Hicisteis lo correcto —indiqué, y añadí, un poco en broma, me temo, para darle ánimos—: Debéis tener fe.

Él sonrió, pero su sonrisa era débil y triste.

—Sí, Reuven. Eso debo hacer.

Entre suspiros y con la cabeza inclinada, se dirigió a su habitación para prepararse para el viaje.

7

Los Vigilantes habían custodiado la Frontera de Thimhallan durante siglos. Era la tarea que se les había impuesto; durante noches en blanco y días llenos de monotonía, debían mantener la vigilancia sobre el límite que separaba aquel reino mágico de cualquier cosa que hubiera en el Más Allá.

¿Qué había en el Más Allá?

El Triunfo

Os ahorraré los detalles de nuestro viaje, que fue, supongo, igual que cualquier otro vuelo interplanetario, con la excepción de que nosotros íbamos en una nave militar con una escolta militar. Para mí, el viaje al espacio fue sobrecogedor y excitante. Era mi segundo vuelo y el primero que recordaba con claridad. No tenía más que una vaga memoria de la salida de Thimhallan en las naves de evacuación.

Saryon permaneció en sus aposentos, con el pretexto de que tenía trabajo que hacer. Estaba, algo que creo he olvidado mencionar, desarrollando un teorema matemático en relación con las partículas de las ondas luminosas o algo parecido. Puesto que no me atraen las matemáticas, no sabía demasiado al respecto, y, cada vez que él y su tutora se ponían a discutirlo, yo empezaba a notar un martilleo en las sienes y me alegraba de poder dejarlos solos. Él decía que estaba trabajando en ello, pero cuando entraba en su cabina para preguntarle si necesitaba alguna cosa, lo encontraba mirando por la portilla cómo las estrellas se deslizaban junto a nosotros.

Imaginé que revivía su vida en Merilon. Tal vez volvía a estar en la corte de la reina de las hadas o de pie, una estatua de piedra, en los límites del Más Allá. El pasado era para él a la vez doloroso y una bendición. Al ver la expresión de su rostro, me retiraba en silencio, con el corazón en un puño.

Aterrizamos en el mundo que él y yo habíamos conocido como Thimhallan; era la primera nave procedente de la Tierra que llegaba en veinte años, sin contar las de mercancías, que se limitaban a descargar provisiones para la base, y que partían inmediatamente después. Sin contar tampoco las que llegaban en secreto, transportando a los
Duuk-tsarith
y a los Tecnomantes.

Saryon permaneció solo en su cabina durante tanto tiempo después de que la nave se posara en el suelo que empecé a pensar que había reconsiderado su decisión y que no hablaría con Joram. La ayudante del general estaba visiblemente nerviosa y se realizaron llamadas de consulta tanto al general Boris como al rey Garald. Sus imágenes estaban ya en pantalla, dispuestas a importunar y suplicar, cuando mi señor apareció.

Tras hacerme una seña para que lo siguiera, pasó junto a la ayudante sin decir una palabra y sin mirar a las pantallas. Atravesó con tal rapidez la nave que apenas me dio tiempo de coger la mochila en la que había metido las pocas cosas indispensables que ambos necesitaríamos y correr tras él.

A juzgar por la beatífica sonrisa de su rostro, mi señor se encontraba muy por encima de trivialidades tales como pensar en calcetines limpios, agua embotellada y todo lo necesario para el afeitado. Dando gracias por la previsión que me había inducido a hacer el equipaje pensando en los dos, cargué la mochila a la espalda y ya me encontraba justo detrás de él cuando llegó ante la escotilla.

Cualquier duda que hubiera podido tener había desaparecido. El peso de su responsabilidad e incluso el peso de los años transcurridos durante este tiempo se habían esfumado. Para mi señor, esto era más que un sueño hecho realidad. Jamás se había atrevido a soñar aquel sueño. Nunca había creído que pudiera celebrarse esta reunión. Había creído que Joram —en su autoimpuesto exilio— había quedado fuera de su alcance para siempre.

Cuando la escotilla se abrió, Saryon salió disparado por la puerta y descendió a toda velocidad por la rampa, con la túnica ondeando violentamente contra sus tobillos. Yo descendí pesadamente detrás de él, forcejeando con el peso de la mochila, que me desequilibraba. Al pie de la rampa nos esperaba un grupo de personas procedentes de la estación de investigación. Saryon se detuvo, porque de lo contrario los hubiera atropellado.

Sin embargo, no les prestó demasiada atención; su ávida mirada se paseaba por encima de sus cabezas en dirección al territorio situado más allá, una tierra que, tal y como él la había conocido, debía estar envuelta en una protectora neblina mágica. La neblina había desaparecido. El terreno estaba expuesto a las miradas de todos.

Saryon intentaba ver, intentaba ver todo lo posible de su hogar. Estiró el cuello y miró por encima de las cabezas del grupo, se limitó a hacer breves y por lo general incomprensibles declaraciones y, finalmente, renunció a su predisposición a la amabilidad. Echó a andar, dejando al comandante y el mensaje urgente que intentaba transmitir en mitad de la frase.

El catalista avanzó por el pedregoso terreno en dirección a la tierra que lo había visto nacer.

El comandante de la base habría ido tras él, pero yo había visto las lágrimas en el rostro de mi señor, y le indiqué con enérgicos gestos que Saryon deseaba estar solo. La ayudante del general había llegado a nuestro lado, y entre ella, el comandante y yo planificamos nuestra estancia.

—Debe hacerle comprender —dijo el comandante de la base, contrariado—. Como intentaba decir al sacerdote, recibimos ayer las órdenes de partir, de evacuar la estación. De modo que no pierdan el tiempo. Recuerde al sacerdote que no está de vacaciones. La última nave partirá dentro de setenta y dos horas.

Me sentí anonadado, y miré fijamente al hombre, que comprendió mi muda pregunta.

—Sí; los hch'nyv están muy cerca —respondió sombrío—. Los sacaremos a ustedes y al prisionero y su familia de aquí. Imagino que usted y el sacerdote están aquí para hacer que entre en razón, ¿no es así?

»Pues la verdad, no los envidio. —El comandante dirigió su mirada hacia las lejanas colinas—. Ese Joram se ha vuelto loco. Se comportaba como un salvaje cuando fuimos allí arriba a rescatar al senador Smythe. No es que no tuviera motivos, desde luego, pero de todos modos, no había pasado nada y ahí estaba Joram de pie ante la figura caída del pobre senador, con los puños apretados y, aparentemente, dispuesto a matarlo a golpes. Y vaya mirada que me echó cuando le pregunté si su esposa y su hija se encontraban bien. Casi me abrasa con sus ojos negros y luego me soltó que la salud de su familia no era de mi incumbencia. No, señor. No los envidio ni a usted ni al sacerdote. Recomiendo una escolta armada.

Sabía que eso era imposible, en lo referente a Saryon, y también lo sabía la ayudante del general.

—No tienen que viajar muy lejos y el catalista conoce el territorio —le dijo al comandante—. El sacerdote es un viejo amigo de Joram. No correrán ningún peligro. Y tendrá comunicadores en el vehículo aéreo, que pueden usar ante cualquier contingencia imprevista.

Me dedicó una mirada de soslayo mientras lo decía, para ver mi reacción. Adiviné entonces que tendríamos una escolta; de naturaleza invisible. Los
Duuk-tsarith
, ocultos tal vez en sus pliegues del tiempo, nos protegerían.

—¿Y el conductor? —inquirió el comandante.

—Yo conduciré... —empezó a decir la mujer.

Hice un enérgico gesto negativo y di un golpe en mi pecho con el dedo. En mi ordenador de mano, escribí: «Yo conduciré».

—¿Sabe hacerlo? —inquirió ella, no muy segura de mi capacidad.

Sí, respondí con firmeza, lo cual era casi la verdad.

Había conducido un vehículo aéreo en una ocasión en un parque de atracciones, y más o menos le había cogido el truco. Eran los otros vehículos, que venían hacia mí en todas direcciones, los que me habían confundido y provocado que mi conducción resultara ligeramente errática. Si el mío era el único vehículo en esta parte del sistema solar, pensé que podría arreglármelas.

«Además —levanté el ordenador para que la ayudante viera lo que había escrito—, ya sabe que él no permitirá que nadie más nos acompañe.»

Ella lo sabía, pero no le gustó. Imaginé que todo había estado organizado —el vehículo aéreo, quiero decir— con la idea de que ella condujera, nos vigilara, y realizara sus informes pertinentes.

«¿No tenéis ya suficientes espías?», pensé con amargura, pero no lo expresé en palabras. Había ganado este asalto y podía permitirme ser magnánimo.

—Manténganse en contacto —advirtió el comandante—. La situación con respecto al enemigo podría cambiar. Y probablemente no para mejorar.

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