Tras la destrucción de la Espada Arcana, la magia desapareció casi por completo y la tecnología obtuvo el respeto que se le había negado durante tanto tiempo, fusionándose incluso con las artes mágicas para producir una ciencia llamada tecnomancia. Pero ahora, una fuerza siniestra intenta que la magia regrese al mundo, al mismo tiempo que una raza extraterreste amenaza a todos los planetas habitados, con la clara intención de destruir a la humanidad. Sólo queda una última esperanza: localizar una nueva Espada Arcana que acaba de ser forjada y rechazar a los extraterrestres de forma definitiva. Este cuarto volumen de la saga “La Espada de Joram” nos devuelve a personajes ya conocidos como el propio Joram, Gwendolyn, Mosiah y Saryon, y presenta otros nuevos como Eliza, hija de Joram y Gwen, o Reuven, narrador de esta aventura. Todos se verán implicados en la lucha contra la nueva amenaza maligna.
Margaret Weis & Tracy Hickman
El legado de la Espada Arcana
La espada de Joram IV
ePUB v1.0
Volao25.04.12
1
Finalmente, un niño puede nacer poseyendo el más excepcional de los Misterios, el Misterio de la Vida. El taumaturgo, o catalista, es el distribuidor de magia, aunque él no la posee en gran medida. Es el catalista quien, como indica su nombre, toma la Vida de la tierra y el aire, del fuego y el agua, y una vez su cuerpo la ha absorbido, puede incrementarla y transferirla a aquellos magos que pueden utilizarla.
La Forja
Saryon, que tendría ahora unos sesenta o setenta años según el cómputo del tiempo utilizado en la Tierra, vivía discretamente en una pequeña casa en Oxford, Inglaterra. No estaba muy seguro de la fecha de su nacimiento en Thimhallan, y por lo tanto yo, que soy quien escribe esta historia por él, no puedo precisar su edad. Saryon jamás consiguió adaptar su mentalidad sobre el tiempo de Thimhallan al concepto de tiempo terrestre. La historia sólo tiene sentido para los que son producto de ella y el tiempo no es más que un medio de medir la historia, tanto si ésta se remonta a un momento inmediatamente anterior como si lo hace a un pasado de billones de momentos.
Para Saryon, como para muchos de los que llegaron a la Tierra desde el mundo de Thimhallan, ahora desprovisto de magia, el tiempo empezó en otro reino... un reino que era como una hermosa, fabulosa y frágil burbuja; y el tiempo finalizó cuando aquella burbuja estalló, cuando Joram la reventó con su Espada Arcana.
Saryon tampoco tenía necesidad de medir el tiempo. El catalista (aunque ya no lo necesitaban como tal en el mundo, era así como siempre se denominaba a sí mismo) no tenía citas, no usaba calendarios, apenas veía las noticias de la tarde, no quedaba para comer con nadie. Yo era su amanuense, como él gustaba llamarme, si bien yo prefería la expresión menos formal de secretario. Fui enviado a Saryon por orden del príncipe Garald.
Yo había servido en la casa del príncipe y se suponía que mi tarea sería, también, la de actuar como sirviente de Saryon, pero él no lo permitió. Las únicas pequeñas tareas que conseguía realizar eran las que podía llevar a cabo a hurtadillas antes de que él pudiera darse cuenta o las que le impedía realizar a él casi por la fuerza.
Yo también habría sido un catalista, de no haber sido desterrado mi pueblo de Thimhallan. Apenas poseía un poco de magia cuando abandoné aquel mundo de niño, y ahora, tras vivir veinte años en el mundo de los mundanos no tengo ninguna; pero lo que sí poseo es un don para la escritura y ésta fue una de las razones por las que mi príncipe me envió a Saryon. El príncipe Garald estaba convencido de la importancia de que se contara la historia de la Espada Arcana. En especial, esperaba que al leer estos relatos, los terrícolas llegaran a comprender al pueblo exiliado de Thimhallan.
Escribí tres libros, que recibieron una magnífica acogida por parte de los terrícolas, y no tan buena por parte de mis compatriotas. ¿A quién le gusta contemplarse a sí mismo y ver que su vida fue un cruel desperdicio y que estuvo llena de excesos, codicia, egoísmo y rapacidad? Puse un espejo ante las gentes de Thimhallan, y ellas se miraron en él y no les gustó el rostro desagradable que vieron reflejado; pero en lugar de culparse a sí mismas, culparon al espejo.
Mi señor y yo recibíamos pocas visitas. Él había decidido reanudar sus estudios de matemáticas, uno de los motivos por los que se había trasladado de los campamentos de adaptación a Oxford, para así poder estar cerca de las bibliotecas relacionadas con aquella antigua y venerable universidad. No asistía a las clases, pero había contratado a una tutora, para que le diera clases; aunque cuando quedó claro que el profesor no tenía nada más que enseñar al alumno y que más bien era el profesor quien aprendía del alumno, la tutora empezó a espaciar sus visitas, si bien se acercaba de vez en cuando a tomar el té.
Fue ésta una época tranquila y dichosa en la tumultuosa vida de Saryon, pues —aunque él no lo diga— veo cómo su rostro se ilumina cuando habla de ella y percibo una tristeza en su voz, como si lamentara de que una existencia tan pacífica no hubiera durado hasta que la edad madura se desvaneciera, como unos cómodos pantalones vaqueros, en la vejez, y de allí pasar al tranquilo sueño eterno.
Aquello no iba a ser posible, claro, y eso me lleva a la tarde que en mi opinión, al volver ahora la vista atrás, se convirtió en la primera perla en caer del collar roto. Perlas que eran días de tiempo terrestre y que empezarían a caer cada vez más veloces a partir de aquella noche hasta que ya no quedaran más, sólo el hilo vacío y el cierre que las había mantenido unidas. Y ambas cosas serían arrojadas lejos, como algo inútil...
Saryon y yo no hacíamos nada especial en casa aquella noche, y habíamos puesto la tetera en el fuego, una acción que siempre le recordaba —según me explicaba en aquel momento— otra ocasión en que había cogido una tetera y ésta no había sido en realidad una tetera, sino Simkin.
Acabábamos de escuchar las noticias de la radio. Como ya he dicho, Saryon no había mostrado hasta ahora un interés especial por las noticias de la Tierra, porque, en su opinión, tenían muy poco que ver con él. Pero esta noticia, por desgracia, parecía tener más que ver con él de lo que ni él ni nadie deseaba, y por ese motivo prestó atención.
La guerra con los hch'nyv no iba bien. Los misteriosos extraterrestres, que habían aparecido tan de repente, con tan devastadoras intenciones, habían conquistado otra más de nuestras colonias; y los refugiados que llegaban a la Tierra contaban relatos atroces sobre la destrucción de su colonia, informaban de innumerables bajas y afirmaban que los hch'nyv no estaban dispuestos a negociar. De hecho, habían asesinado a los que habían sido enviados a ofrecer la rendición de la colonia. El objetivo de los invasores parecía ser la aniquilación y erradicación de todos los humanos de la galaxia.
Ésta fue una noticia pesimista, y la estábamos comentando cuando vi que Saryon daba un salto, como sobresaltado por un ruido repentino, aunque yo no había oído nada.
—Debo ir a la puerta —me dijo—. Alguien ha llamado.
Saryon, que leía el manuscrito, me detuvo en este punto para decirme, con evidente disgusto, que debería hacer un alto y explicar con más detalle la historia de Joram, Simkin y la Espada Arcana o nadie comprendería lo que iba a suceder.
Yo le contesté que si nos remontábamos al pasado y arrastrábamos a nuestros lectores por ese viejo sendero con nosotros (¡un sendero que muchos ya habían recorrido por sí mismos!), perderíamos a algunos por el camino; le aseguré también que el pasado se iría revelando a medida que avanzáramos. Le insinué con amabilidad que era un periodista avezado, con cierta experiencia en este campo, al tiempo que le recordé también que se había mostrado muy satisfecho con el trabajo que había realizado en los primeros tres libros, y le rogué me permitiera retomar mi relato.
Puesto que era un hombre muy humilde, que se sentía abrumado por el hecho de que sus memorias se consideraran tan importantes que el príncipe Garald me hubiera contratado para darlas a conocer, reconoció sin dilación mi talento y me permitió retomar la narración.
—Qué curioso —prosiguió Saryon—. Me gustaría saber quién puede ser a estas horas de la noche.
Yo me preguntaba por qué no habían llamado al timbre de la puerta, como lo haría cualquier visitante normal, y se lo indiqué...
—Lo han hecho —respondió él con suavidad—. En mi mente, aunque no en mis oídos. ¿No lo oyes?
Yo no podía, pero eso no era ninguna sorpresa. Al haber vivido casi toda su vida en Thimhallan, estaba mucho más adaptado a los misterios de su magia que yo, que no tenía más que cinco años cuando Saryon me rescató, un huérfano, del abandonado Manantial.
Saryon acababa de encender el fuego bajo la tetera, para calentar agua y preparar una tisana nocturna, que a ambos nos gustaba y que había insistido en hacer para mí. Apartó la atención de la tetera para mirar a la puerta y, como muchos de nosotros, en lugar de ir a abrir inmediatamente, o al menos mirar por la ventana para averiguar quién esperaba, permaneció en la cocina con su camisa de dormir y sus zapatillas, y volvió a preguntarse en voz alta:
—¿Quién querrá verme a estas horas de la noche?
Las alas de la esperanza hicieron palpitar su corazón, y su rostro se ruborizó con ansiedad. Yo, que llevaba tanto tiempo a su servicio, sabía lo que estaba pensando.
Mucho tiempo atrás (hacía veinte años, para ser exactos, aunque dudo de que él tuviera conciencia del paso de tanto tiempo), Saryon había dicho adiós a dos personas que amaba, y no había vuelto a saber nada de ellas. No tenía motivos para pensar que volvería a tener noticias suyas algún día, excepto la promesa de Joram de que enviaría a su hijo junto a él cuando fuera mayor.
Ahora, cada vez que sonaba el timbre de la puerta o el llamador, el catalista imaginaba al hijo de Joram de pie en su puerta, y lo veía con los largos y rizados cabellos de su padre, pero desprovisto, con un poco de suerte, del rojo y negro fuego interior de su progenitor.
Volvió a sentirse la llamada en la puerta principal, pero ahora con tal intensidad e impaciencia que hasta yo lo percibí... provocando en mí una sensación sobrecogedora. Si realmente hubiera sonado el timbre, habría imaginado a la persona que esperaba apoyada literalmente sobre él para conseguir tan imperiosa llamada. En la cocina había luces que podían verse desde la calle, y quienquiera estuviera allí fuera, proyectando mentalmente sus órdenes, sabía que Saryon y yo estábamos en casa.
—Ya va —gritó Saryon, arrancado bruscamente de su ensueño por la segunda orden; afirmación que no tenía ninguna posibilidad de ser escuchada a través de la gruesa puerta que conducía fuera de la cocina.
Tras retirarse a su dormitorio, cogió su bata de franela y se la puso encima de la camisa de dormir —yo estaba aún vestido, pues jamás había conseguido sentir afición por las camisas de dormir— y volvió a cruzar con pasos rápidos la cocina, donde yo me uní a él. Atravesamos la sala de estar y pasamos al pequeño recibidor. Encendió la luz de la calle, pero no funcionaba.
—Debe de haberse fundido la bombilla —masculló irritado—. Enciende la luz del vestíbulo.
Asesté un capirotazo al interruptor, pero tampoco se encendió. Era extraño que las dos bombillas se hubiesen fundido al mismo tiempo.