Las puertas de acceso tienen una segunda y sorprendente función. Al cruzar la entrada en el Muro Exterior, el viajero debe atravesar el zoológico que rodea la ciudad para poder entrar en la ciudad propiamente dicha, y puesto que podría alterar las sensibilidades de los que visitan el zoo ver a otros humanos como ellos deambulando por ahí, las puertas transforman temporalmente al confiado visitante en una ilusión en forma de animal.
A lo mejor nos convertimos todos en osos de juguete, pensé.
Scylla desconectó los motores del vehículo, que se posó en la carretera, y seguimos sentados en su interior en silencio y a oscuras, observando la puerta de acceso.
Nada, nadie apareció.
—Esperan que nos mostremos —dijo Mosiah, con voz ronca y resonante en medio del silencio—. Acabemos de una vez.
Se echó la capucha sobre la cabeza y posó la mano en la portezuela, pero Scylla lo sujetó por el brazo y lo detuvo.
—No debes salir. Los Tecnomantes no tienen motivo para hacernos daño a ninguno de nosotros. Pero a ti... —Se inclinó hacia su oído, y añadió en voz baja—: Estamos cerca de la Frontera. Permanece oculto en el coche, y cuando los Tecnomantes se hayan marchado, regresa a la base. Vuelve a la Tierra y prepara al rey Garald y al general Boris. Tienen que enfrentarse a la situación de que los Tecnomantes no tardarán en poseer la Espada Arcana. Hay que advertirlos con antelación, para que preparen algún plan, si es posible.
Él la miró en silencio durante un rato, en tan profundo silencio que pude oír como respiraba; también pude oír la respiración de Scylla, la de Eliza y la mía propia. Hasta oía los latidos de mi corazón.
—Ojalá supiera —dijo Mosiah por fin— si sencillamente intentas librarte de mí o realmente te importa... —calló un instante, y luego continuó, con menos convencimiento—, te importa el rey Garald y la Espada Arcana.
La mujer le dedicó una mueca irónica. Pude ver su rostro bajo la pálida luz de las estrellas, la luna y el sol que se ocultaba. Sus ojos centellearon divertidos y eso me animó como lo había hecho el resplandor de la luna.
—Me importa —dijo, y la mano que sujetaba su brazo se cerró con más fuerza.
—Me refería a la gente de la Tierra —repuso él con rudeza.
—También me importan ellos —respondió Scylla, y su sonrisa se ensanchó.
El Ejecutor la contempló con hosca perplejidad, porque pensó que le estaba tomando el pelo y no era el momento más indicado para juegos.
—Muy bien, Mosiah, así que me equivoqué sobre ti desde el principio —reconoció ella, encogiéndose de hombros—. No eres el típico Ejecutor, sin duda porque no naciste como tal. Y como he dicho, eres mucho más guapo de lo que apareces en las fotos de tu ficha. Regresa a la Tierra. Aquí no puedes hacer nada; sólo conseguirás ponerte en peligro y, tal vez, también a nosotros.
—Muy bien —asintió él, tras un breve instante de reflexión—. Permaneceré en el vehículo. Pero dejad la Espada Arcana conmigo, al menos hasta que tengáis pruebas de que los rehenes están vivos. Si los Tecnomantes intentan apoderarse de ella, se encontrarán conmigo custodiándola; algo que probablemente no esperarían.
—Un guardián fantástico —se mofó Scylla—. Careces de Vida y de cualquier otra arma.
Mosiah sonrió por primera vez desde que le conocía.
—Los Tecnomantes no lo saben.
Scylla lo miró sorprendida, luego rió:
—Eso es cierto. Si Eliza aprueba tu plan, no tendré nada que objetar.
Eliza no respondió. Yo no estaba muy seguro de que lo hubiera oído siquiera, pero entonces hizo un lento gesto de asentimiento.
—Que Almin os acompañe —dijo Mosiah.
—Y a ti —respondió Scylla, y le dio una fuerte palmada en la espalda para animarlo—. ¿Listos? —Por el entusiasmo que ponía, parecía como si fuéramos a un carnaval.
El rostro de Eliza brillaba pálido en la oscuridad; me parecía que estaba sentado junto a un fantasma. La muchacha alargó una mano, para tocar a Scylla o a Mosiah, pero vaciló, retirándola a continuación hacia el respaldo del asiento delantero.
—¿Hizo mi padre lo correcto? —preguntó, y el dolor de su voz me asestó una punzada en el corazón—. Todas esas personas que murieron... jamás creí que... tengo que saberlo.
Mosiah giró el rostro. Miraba fijamente al frente por el cristal delantero, hacia la ciudad que se había convertido en una tumba.
La mueca divertida de Scylla se esfumó, y con expresión lúgubre puso su mano sobre la de la joven, y el contacto que había sido tan osado se tornó ahora gentil.
—¿Cómo podemos saberlo, Eliza? Arroja un guijarro al lago. Las ondas se extienden mucho más allá del punto de contacto y continúan mucho después de que el guijarro se haya hundido en el fondo. Todas y cada una de nuestras acciones, desde la más nimia hasta la más importante, tienen ramificaciones que jamás podremos conocer. Sólo podemos hacer aquello que creemos es lo mejor y más justo en ese momento. Tu padre lo hizo, Eliza. Dadas las circunstancias, tomó la mejor decisión, probablemente la única decisión que podía tomar.
Eliza no se refería sólo a su padre. Hablaba por sí misma. Al devolver la espada a los Tecnomantes, ¿estaba tomando la decisión correcta? ¿Se desvanecerían las ondas de su acción en una plácida uniformidad en el lago del tiempo o se convertirían en un destructivo maremoto?
La muchacha aspiró con fuerza. Había tomado una decisión.
—Estoy lista —dijo, y echó la manta encima de la Espada Arcana.
Abrimos las puertas del vehículo volador y salimos al exterior, todos excepto Mosiah, que se agazapó en el asiento delantero.
Scylla llevaba unos prismáticos infrarrojos, y con ellos escudriñó el extraño bosque, un bosque que había permanecido dentro de unos límites que teóricamente ya no existían. Delante de nosotros se encontraba la Puerta de la Carretera del Este... al menos eso es lo que supuse que era. Una puerta invisible en una pared invisible no es algo fácil de encontrar.
—Nadie —anunció Scylla, bajando los prismáticos que llevaba.
—Siento como si alguien me observara —dijo Eliza, estremeciéndose, a pesar de que la noche era cálida.
—Sí —convino la mujer—. También yo. —Siguió mirando al frente, moviéndose, buscando, escudriñando.
—¿Qué hacemos? —preguntó Eliza, con voz quebrada. La tensión empezaba a dominarla—. ¿Por qué no hay nadie aquí?
—Paciencia —respondió Scylla—. Es su juego. Hemos de aceptar sus reglas. Debemos comprobar con nuestros propios ojos que los rehenes están vivos y bien. Mira dentro de la puerta. ¿Ves algo?
Recordé lo que había leído. En el pasado, todo el que atravesaba la entrada se transformaba inmediatamente en la imagen de alguno de los habitantes del zoo... una posibilidad que intimidaba. Pues si los Kan-Hanar, los porteros, descubrían que habías sido admitido por error, podías convertirte en un residente fijo del zoológico.
Este edicto mantuvo la integridad del lugar. La visión de gordinflones comerciantes avanzando pesadamente por entre los terrenos de caza de los feroces centauros destruiría el efecto. Sin mencionar que los centauros —que no eran ilusiones, sino muy reales— podrían decidir darse un banquete con un mercader rechoncho. Y por eso los comerciantes eran transformados en imágenes de centauros y así —si no abandonaban el sendero— atravesaban el zoo deprisa y sin sufrir ningún percance.
Desde luego, los magos de la elite que o bien vivían en Zith-el o tenían negocios allí entraban en la ciudad usando los Corredores y, por lo tanto, no tenían que someterse al degradante proceso de cruzar la puerta; experiencia que estaba reservada a los campesinos, estudiantes, buhoneros, magos campesinos y las categorías más inferiores de catalistas.
—No veo nada al otro lado de la puerta —dijo Eliza—. Nada en absoluto. Eso es muy extraño. Es como si hubiera un enorme agujero abierto en el bosque.
Yo asentí, para confirmar sus palabras.
—Sin embargo, se supone que la magia ha desaparecido —murmuró Scylla.
—No según tu teoría —dije por señas.
No sé si me entendió o no, pues resultaba difícil leer el lenguaje mímico en una oscuridad casi total.
—¿Es que... es que hemos de reunirnos con ellos ahí dentro? —preguntó la joven, atemorizada ante la posibilidad de adentrarse en las oscuras fauces que se abrían ante nosotros.
—No —respondió Scylla tranquilizadora—. Dijo que nos encontraríamos fuera de la Puerta de la Carretera del Este. Si los Tecnomantes están en Zith-el, imagino que han encontrado la manera de entrar sin atravesar el zoo.
Comprendía muy bien que los Tecnomantes se resistieran a entrar. Era como encontrarse frente a la entrada de una caverna, sintiendo el aire helado que surge de las profundidades y te acaricia la piel con dedos pegajosos. Un extraño olor emanaba del zoológico, que penetraba muy de tarde en tarde en la nariz, antes de desvanecerse. Era el olor de seres vivos, de excrementos y carne podrida, mezclado con el perfume de la vegetación y el mantillo, y por debajo de todo ello, putrefacción.
Permanecimos a la espera unos quince minutos, cada vez más inquietos. Si el enemigo deseaba acobardarnos, lo consiguió, al menos a Eliza y a mí. No estoy seguro de lo que haría falta para acobardar a Scylla, que permanecía de pie a mi lado, con los brazos cruzados sobre el pecho y una leve sonrisa en los labios.
Eliza volvió a tiritar, y le dije que volvería al vehículo para buscar su chal, pero Scylla me detuvo.
—¡Mirad! —exclamó en voz baja, señalando con el dedo.
Una figura avanzaba hacia nosotros, en nuestro lado del invisible muro. No andaba, sino que se deslizaba a pocos centímetros del suelo. Estaba sola y era, por sus ropas, una mujer. Eliza emitió un gemido y juntó las manos.
—¡Madre! —musitó.
La figura era Gwendolyn, que se acercaba a nosotros, flotando sobre el terreno. Recordé que ella pertenecía a la categoría de los magos, que podía flotar mientras que los mundanos se veían obligados a andar; pero también recordé que no la había visto usar su magia ni una sola vez cuando estuvimos en su casa. Tal vez fuera por respeto a Joram.
Gwen flotó hacia nosotros, con la mirada amorosamente clavada en su hija.
—¿Madre? —repitió Eliza, perpleja, esperanzada, asustada.
La mujer bajó con elegancia al suelo y extendió los brazos.
—Niña mía —dijo con voz entrecortada—. ¡Qué asustada debes haber estado!
—Madre, ¿por qué estás aquí? —preguntó la joven, permaneciendo inmóvil—. ¿Conseguiste huir? ¿Dónde está papá?
—¿Te encuentras bien, cariño? —Gwendolyn dio un paso hacia su hija, extendió el brazo otra vez y cogió una de las manos de su hija.
Eliza se echó atrás, pero luego, al ver el rostro preocupado y amoroso de su madre tan cerca, pareció ablandarse.
—Estoy bien, madre. ¡Sólo muy preocupada por ti y por papá! Me dijeron que estaba herido. ¿Cómo está?
—Eliza, ¿has traído la Espada Arcana? —inquirió Gwendolyn, alisando los negros rizos de su hija.
—Sí —respondió ella—. ¡Pero, papá! ¿Está bien? Y el Padre Saryon ¿está bien?
—Claro que sí, criatura. De lo contrario no habría salido a tu encuentro —respondió su madre, con una sonrisa tranquilizadora—. Tu padre está enojado contigo por haberte llevado la Espada Arcana, pero si la devuelves, te perdonará.
—Madre, tengo miedo por papá. ¡Vi su sangre! Y ellos mataron a las ovejas. ¡Todas las ovejas están muertas!
—Ya sabes el genio vivo que tiene tu padre —suspiró Gwen—. Los Tecnomantes lo pillaron desprevenido. Su jefe admite que actuaron sin reflexionar y se ha disculpado. Tu padre sufrió una leve herida. Nada serio. Su mayor dolor eres tú, Eliza. ¡Cree que le has traicionado!
—No era mi intención traicionarlo —protestó la joven, con voz trémula—. ¡Pensé que si les entregaba la espada, se irían y nos dejarían tranquilos y podríamos volver a ser felices! Ésa era toda mi intención.
—Lo comprendo, hija, y también lo hará tu padre. Ven y díselo tú misma. ¡Mi niña! —Gwendolyn extendió la mano—. ¡Tenemos tan poco tiempo! Dame la Espada Arcana y nuestra familia volverá a reunirse.
Miré a Scylla, preguntándome si recordaría Eliza su recomendación de que viera por sí misma que los rehenes estaban vivos y bien. No es que no confiara en Gwendolyn, pero la idea me pasó por la cabeza de que tal vez actuaba bajo coacción.
—Sí, madre —dijo Eliza, y dio un profundo suspiro, como si se quitara un gran peso de encima—. Te daré la Espada Arcana.
Dio media vuelta, y se dirigió al vehículo. Gwendolyn permaneció de pie junto al muro. Su mirada afectuosa no se separó ni un momento de su hija.
Pensé que Scylla expresaría alguna protesta, pero permaneció callada. Al fin y al cabo, era la muchacha quien debía tomar la decisión.
En cuanto llegó al vehículo, abrió la portezuela y se inclinó para coger la espada. Creo que Mosiah discutió con ella, pero si realmente lo hizo, su conversación fue muy breve. Eliza cerró la puerta con fuerza, irritada, y volvió con nosotros; llevaba con ella la Espada Arcana, con las dos manos cerradas alrededor de la empuñadura, y la hoja del arma apuntando al suelo.
Mosiah salió del coche para seguirla, moviéndose veloz y silencioso.
Eliza le daba la espalda, y miraba a su madre; de modo que no le vio ni oyó y Gwendolyn sólo tenía ojos para su hija. Mosiah, con sus enlutadas ropas, resultaba difícil de distinguir en aquella luz crepuscular. Yo lo veía porque había esperado que haría algo parecido. No existía la menor duda en mi mente de que nos había engañado, que iba a intentar apoderarse de la Espada Arcana por la fuerza. Scylla sí lo vio, pero permaneció inmóvil, observando, con la misma leve sonrisa en los labios.
La verdad era que casi había admitido que se sentía atraída por él; pero ¿y el juramento que había hecho a Eliza? Al parecer, yo no podía confiar en ninguno de los dos. Quizás estuvieran confabulados entre sí.
Tendría que intervenir yo.
De haber podido, le habría gritado advirtiéndola de la presencia de Mosiah, pero como no podía hacerlo con un grito inarticulado, señalé en dirección al Ejecutor.
Al oír el extraño sonido producido por mi grito, Eliza me miró, asustada y sobresaltada.
Volví a señalar, frenéticamente.
Ella empezaba a darse la vuelta cuando Mosiah la alcanzó, y cogió la Espada Arcana.
Cogida por sorpresa, la muchacha intentó mantener sujeta el arma, pero Mosiah era fuerte y se la arrancó de las manos. A continuación, ante mi asombro, arrojó la Espada Arcana tan lejos de él como le fue posible; la arrojó directamente al otro lado de la puerta.