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Authors: Åsne Seierstad

El librero de Kabul (2 page)

BOOK: El librero de Kabul
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Por último, usé la
burka
como medida de protección cuando emprendí con Sultán el inseguro camino a Jalalabad y teníamos que pasar la noche en algún infecto puesto fronterizo o partíamos tarde cuando ya había oscurecido. Las mujeres afganas no acostumbran a viajar con un fajo de billetes de cien dólares y un ordenador portátil, de modo que los salteadores de caminos dejan en paz a las vestidas con
burka
.

Ésta es la historia de una sola familia afgana; hay millones de otras y ésta ni siquiera es representativa. Proviene de una especie de clase media, si es que se puede hablar de clase media en la sociedad afgana. Algunos de los miembros tenían estudios y varios sabían leer y escribir, no les faltaba dinero y no pasaban hambre.

Para vivir con una familia afgana del todo típica hubiera tenido que instalarme en el campo, en el seno de un clan familiar donde nadie habría sabido leer ni escribir, y donde cada día habría sido una lucha para sobrevivir. No elegí la familia Khan por típica, sino porque me inspiraba.

Yo pasé en Kabul la primera primavera después de la huida de los talibanes. La temporada estaba animada por una tenue esperanza: los habitantes se alegraban de su partida, ya no tenían que temer que la policía religiosa les molestase por las calles, las mujeres volvían a caminar solas por la ciudad, podían estudiar y las niñas podían ir a la escuela. Pero esos meses también estuvieron marcados por las decepciones de las décadas pasadas. ¿Por qué ahora iban a mejorar las cosas?

Aun así, en el curso de la primavera, mientras el país se mantenía relativamente pacífico, se pudo constatar un optimismo más sólido. La gente hacía planes, cada vez más mujeres dejaban la
burka
en casa, algunas empezaron a trabajar y los refugiados comenzaron a volver.

Igual que antes, los señores de la guerra y los jefes tribales presionaban al régimen, y éste vacilaba entre el tradicionalismo y la modernidad. En medio de este caos, el dirigente Hamid Karzai se esforzaba por crear un equilibrio y trazar un programa político. Era un líder popular, pero no disponía ni de un ejército, ni tan siquiera de un partido político en un país en el que abundaban las armas y las facciones enfrentadas entre sí.

En Kabul la situación era relativamente tranquila, pese al asesinato de dos ministros, el atentado contra un tercero y las agresiones que todavía sufría la población. Muchos habitantes depositaban su fe en los soldados extranjeros que patrullaban las calles. «Sin ellos volverá a haber una guerra civil», decían.

Apunté lo que veía y oía, y he reunido en este relato las impresiones de una primavera en Kabul, donde algunos trataban de quitarse de encima el invierno para poder resurgir, mientras otros todavía se veían condenados a morder el polvo, como hubiera dicho Leila.

ÁSNE SEIERSTAD

Oslo, 1 de agosto de 2002

Migozarad!

(«Ya pasará»)

Grafito en la pared de una casa de té en Kabul

I
LA PETICIÓN DE MANO

Cuando Sultán Khan estimó que había llegado la hora de buscarse una nueva esposa, no encontró a nadie que quisiera echarle una mano. Primero se dirigió a su madre.

—Basta con la que tienes —fue la respuesta.

Entonces lo intentó con su hermana mayor.

—Quiero mucho a tu primera mujer —le respondió, y lo mismo le dijeron sus otras hermanas.

—Sharifa se sentiría deshonrada —opinó su tía.

Sultán precisaba ayuda porque un pretendiente no puede solicitar la mano de una mujer personalmente. Según la tradición afgana, una de las mujeres de la familia presenta la oferta e inspecciona a la muchacha para determinar si se trata de una candidata apta, competente y de buenos modales. Pero ninguna de las mujeres del entorno de Sultán quería saber nada del asunto.

Él había escogido a tres jóvenes que le parecieron adecuadas. Todas eran sanas y hermosas, y además pertenecían a su mismo clan. En la familia de Sultán no se acostumbra a contraer matrimonio con alguien ajeno al clan; es considerado más prudente casarse con los propios parientes y, de poder ser, entre primos.

Pensó probar suerte primero con Sonya. Se trataba de una morena de dieciséis años con ojos almendrados y pelo brillante, bien proporcionada, robusta y, según se decía, trabajadora. Su familia era pobre y necesitada, y ella era una pariente lo suficientemente cercana: la abuela de su madre y la de Sultán eran hermanas.

Mientras él rumiaba cómo pedirle la mano a su futura esposa sin el apoyo de las mujeres de la familia, Sharifa se encontraba en la más completa ignorancia de que una chiquilla —nacida el mismo año de su boda con Sultán— ahora era quien obsesionaba a su marido. Se estaba haciendo vieja; igual que Sultán, ya pasaba los cincuenta. Le había dado a su marido tres hijos y una hija, y para un hombre de la posición de Sultán había llegado el momento de buscarse otra esposa.

—Pues preséntate tú mismo —dijo finalmente su hermano.

Tras evaluar la situación, Sultán decidió que ésa era la única solución. Una mañana fue a casa de la adolescente. Los padres recibieron a su pariente con los brazos abiertos. Sultán tenía fama de hombre generoso y siempre era bienvenido. La madre sirvió té y los tres se sentaron en cojines colocados junto a las paredes de la choza, intercambiando saludos y frases de cortesía hasta que Sultán consideró oportuno exponer su deseo.

—Un amigo mío desea contraer matrimonio con Sonya —anunció a los padres.

No era la primera vez que alguien les pedía la mano de la muchacha. Era bella y diligente, aunque todavía demasiado joven, en opinión de los padres. Además, como el padre ya no trabajaba porque había quedado paralizado tras una pelea con armas blancas en la que le seccionaron varios nervios de la espalda, querían conseguir un precio considerable por la hermosa doncella y seguían esperando una oferta mejor de las recibidas hasta entonces.

—Mi amigo es rico —empezó Sultán—. Trabaja en el mismo gremio que yo, tiene estudios y tres hijos. Pero su esposa se está haciendo mayor.

—¿Cómo tiene los dientes? —preguntaron los padres con premura, aludiendo a la edad del amigo.

—Igual que yo, más o menos —contestó Sultán—. Juzguen ustedes mismos —dijo enseñando su dentadura.

—Viejo —concluyeron los padres. Pero eso no tenía por qué ser una desventaja: cuanto más viejo fuera el pretendiente, más alto sería el precio de la hija, ya que éste se establece según la edad, la belleza y las capacidades, además de la situación familiar.

Cuando Sultán Khan terminó su exposición, los padres reaccionaron según se esperaba de ellos:

—Sonya es demasiado joven.

Si bien les convenía venderla —incluso barato— al rico y desconocido pretendiente del que hablaba tan encarecidamente su pariente, no había que mostrarse demasiado interesados. Contaban con que la juventud y la belleza de Sonya harían que Sultán insistiera.

Al día siguiente fue otra vez a reiterar la propuesta. Tuvieron la misma conversación y Sultán recibió idéntica respuesta, pero en esta ocasión los padres le dejaron ver a Sonya, a la que no había visto desde que era una niña. La chica besó su mano mostrando así su respeto hacia un pariente de más edad, y él depositó un beso sobre su cabello y le dio la bendición. La joven notó el ambiente tenso y se sintió incómoda al advertir la mirada escudriñadora de su tío.

—Te he encontrado un marido rico, ¿qué te parece? —inquirió Sultán. Sonya bajó la mirada. Contestar hubiera significado quebrantar las normas: una chica no debe opinar nunca sobre un pretendiente.

Sultán volvió al tercer día y esta vez presentó la oferta del pretendiente. Un anillo, un collar, pendientes y una pulsera, todo de oro rojo. Toda la ropa que quisiera, trescientos kilos de arroz, ciento cincuenta litros de aceite para cocinar, una vaca, unas cuantas ovejas y quince millones de afgani, la moneda local, un poco más de cuatrocientos dólares.

El padre de Sonya estaba más que contento con el precio y pidió conocer al hombre misterioso que ofrecía tanto por su hija y que incluso pertenecía al clan, según les había asegurado su pariente, aunque ni él ni su mujer conseguían identificarlo, ni tampoco recordaban haberlo conocido.

—Mañana —dijo Sultán— les dejaré ver una foto de él.

Al día siguiente, su tía —a cambio de un pequeño soborno aceptó descubrir a los padres de Sonya la identidad verdadera del pretendiente. Llevó una foto de Sultán Khan y les dijo que éste había puesto la condición inapelable de que se decidieran en el plazo de una hora. Si aceptaban, él estaría muy agradecido, pero el hecho de que le rechazaran no afectaría a sus relaciones. Lo único que no quería eran unas negociaciones interminables.

Los padres dieron su consentimiento antes de una hora. Les complacían tanto el pretendiente como el dinero y su posición. Sonya, mientras, lloraba en el piso de arriba. Una vez revelado el misterio de la identidad del pretendiente y aceptada la oferta por los padres, un tío de la muchacha subió a hablar con ella.

—El tío Sultán es tu pretendiente —dijo—. ¿Das tu aprobación?

Sonya no despegó los labios y se quedó mirando el suelo con ojos lacrimosos, oculta tras el largo velo.

—Tus padres han aceptado al pretendiente —prosiguió el tío—. Ésta es tu única oportunidad para expresar tu deseo.

La joven estaba petrificada de terror. No quería casarse con ese hombre, pero sabía que tenía que obedecer a sus padres. Subiría varios peldaños en la sociedad afgana, y el alto precio pagado por ella resolvería gran parte de los problemas de su familia. El dinero que recibieran los padres ayudaría a comprar esposas apropiadas para los hermanos. Sonya guardó silencio sellando de este modo su propio destino: el que calla, otorga. Se ultimó el acuerdo y se fijó la fecha de la boda.

Sultán volvió a casa para dar la buena nueva. Encontró a su mujer, a su madre y a sus hermanas sentadas en el suelo, en torno a una fuente con arroz y espinacas. Sharifa tomó la noticia a guasa y contestó riéndose y bromeando. También la madre se rió de lo que consideraba un chiste de su hijo, ya que no le creía capaz de pedir la mano de una muchacha sin su permiso. Las hermanas se quedaron estupefactas. Nadie le creyó hasta que mostró el pañuelo y los dulces que recibe el pretendiente de los padres de la novia como prueba del compromiso.

Sharifa lloró veinte días seguidos.

—¿Qué he hecho yo para merecer esto? ¡Qué deshonra! ¿En qué te he faltado?

Su marido le dijo que se callara. Ningún familiar apoyó a Sultán, ni siquiera los hijos varones. Aun así, nadie se atrevió a llevarle la contraria: la voluntad de Sultán debía ser siempre respetada.

Sharifa estaba inconsolable. A ella, que era profesora de persa, lo que más le dolía era que su marido hubiera elegido a una analfabeta que ni siquiera había terminado el primer curso.

—¿Qué tiene ella que no tenga yo? —sollozaba.

Sultán pasó por alto las lágrimas de su esposa.

Nadie tenía ganas de participar en la fiesta de esponsales, pero Sharifa tuvo que tragarse el orgullo y vestirse para la ceremonia.

—Quiero que todos vean que estás a mi lado y que das tu consentimiento —ordenó su marido—. En el futuro, todos viviremos juntos y tienes que mostrar que Sonya es bienvenida.

Sharifa siempre había cedido ante su marido, y también lo hizo entonces, cuando le resultaba más doloroso: entregarle a otra mujer. Sultán exigió incluso que fuera ella quien pusiera los anillos a los novios.

Veinte días después de la petición de mano se celebró la solemne ceremonia de compromiso. Sharifa trató de dominarse y guardó la compostura, aunque sus parientes femeninas hicieron lo que pudieron para que la perdiese.

—Qué destino tan cruel el tuyo —comentaban—. Qué marido tan ingrato.

A los dos meses del compromiso se celebró la boda el día de la fiesta del Año Nuevo musulmán. Pero esta vez Sharifa se negó a participar.

—Está por encima de mis fuerzas —comunicó a su marido.

Las mujeres de la familia la apoyaron: ninguna compró vestidos nuevos para la fiesta, ninguna se maquilló todo lo que exigía una boda. Lucieron peinados sencillos y sonrisas congeladas en solidaridad con la esposa desechada que ya no compartiría el lecho con Sultán Khan. La cama estaba ahora reservada para la jovencita asustada, aunque todos vivirían bajo el mismo techo hasta que la muerte les separara.

II
LA QUEMA DE LIBROS

Una fría tarde de noviembre de 1999, la rotonda de Charhai—i—Sadarat en Kabul estuvo iluminada durante horas por una hoguera chisporroteante. Las llamas daban a los rostros sucios y vivarachos de los niños reunidos a su alrededor un trémulo resplandor. Mientras los golfillos callejeros competían a ver quién se atrevía a acercarse más a las lenguas de fuego, los adultos pasaban a toda prisa y sólo miraban el espectáculo de reojo. Era mejor así; estaba claro para todos que no se trataba de una mera fogata encendida por los vigilantes de la calle para calentarse las manos, sino que estaba dedicada al servicio de Alá.

El vestido sin mangas de la reina Soraya se arrugó antes de reducirse a cenizas. Lo mismo pasó con sus brazos blancos y bien torneados y con su rostro de seria expresión. Junto con ella ardió su marido, el rey Amanula, con todas sus condecoraciones. La dinastía entera crepitaba en la fogata junto a unas chiquillas vestidas con trajes nacionales afganos, algunos
muyahidin
a caballo y unos campesinos de un mercado de Kandahar.

Este día de noviembre la policía religiosa procedía a requisar con celo la librería de Sultán Khan. Todos los libros con imágenes de seres vivos, humanos o animales, fueron arrebatados de las estanterías y echados al fuego. Páginas amarillentas, postales inocentes y sesudas obras de consulta fueron pasto de las llamas.

Alrededor de la hoguera se encontraban también los agentes de la policía religiosa con látigos, palos y fusiles Kaláshnikov en las manos. Estos hombres consideraban enemigos públicos a todos los amantes de las imágenes, los libros, las esculturas, la música, la danza, las películas y el pensamiento libre.

Este día solamente se interesaban en las imágenes. Hacían caso omiso de los textos herejes aunque los tuvieran delante de las narices, porque los agentes eran analfabetos y no sabían discernir entre la doctrina ortodoxa de los talibanes y lo herético, pero sí se percataban de la diferencia entre imágenes y letras, entre seres animados y objetos muertos.

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