El librero de Kabul (8 page)

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Authors: Åsne Seierstad

BOOK: El librero de Kabul
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Ahora era Sharifa quien no estaba interesada. Mansur tenía muy pocos años más que la chica y era demasiado joven para casarse: tenía que estudiar y ver mundo. Además, nunca se había dignado a mirar a Belkisa.

—Tampoco es verdad que ella tenga sólo trece años —comentó Sharifa a sus amigas más tarde—. Estoy segura de que al menos tiene quince.

Belkisa hace acto de presencia en la sala para que Sultán también pueda verla. Es alta y delgada y, de hecho, parece tener más de trece años. Lleva un vestido de terciopelo azul oscuro y, cohibida, toma asiento al lado de su madre. Belkisa es consciente de la razón de la visita y se siente incómoda.

—Llora porque no quiere —comentan sus dos hermanas a Sultán y Sharifa, y Belkisa baja la mirada.

Sharifa sólo se ríe. Es buena señal que la novia no quiera; eso muestra que tiene el corazón puro.

Al cabo de unos minutos, Belkisa se pone en pie y se retira. Su madre la excusa diciendo que tiene una prueba de matemáticas al día siguiente; y de hecho no es obligatorio que la elegida esté presente durante el regateo. Al principio las partes sondean el terreno, después abordan las cuestiones económicas: cuánto se les pagará a los padres, cuánto costará la fiesta, la ropa y las flores. Todos los gastos corren por cuenta de la familia del novio. La presencia de Sultán da mayor seriedad al intercambio, porque es él quien tiene el dinero.

Al final de la visita en la que nada se ha decidido, la familia Khan sale con paso tranquilo a la fresca noche de marzo. Las calles están silenciosas.

—No me gusta esta familia —declara Sultán—. Son unos interesados.

Sus prejuicios se dirigen sobre todo contra la madre de Belkisa. Es la segunda mujer del padre. Como su primera esposa no tuvo ningún hijo, él volvió a casarse y su nueva esposa fue tan antipática y desagradable con la primera que ésta acabó por desistir del matrimonio y mudarse a casa de su hermano. Circulan escandalosas historias de la madre de Belkisa, que tiene fama de interesada, celosa y poco generosa. Su hija mayor se casó con un pariente de Sultán, y éste contó que la madre había sido una verdadera pesadilla el día de la boda, quejándose sin cesar de que no había suficiente comida y de que la casa no estaba lo bastante decorada.

—De tal palo, tal astilla. Como la madre, así es la hija —afirma Sultán.

Y añade de mala gana que si Yunus realmente quiere a esa chica, ellos tendrán que hacer lo que puedan.

—Por desgracia estoy seguro de que aceptarán al final. Nuestra familia es demasiado buena como para rechazarla.

Habiendo cumplido con las obligaciones familiares, Sultán puede por fin ocuparse del objetivo de su viaje a Pakistán: imprimir libros. En la segunda etapa de la estadía, parte una mañana a primera hora para Lahore, la ciudad de las imprentas, los encuadernadores y los editores.

En una pequeña maleta mete seis libros, una agenda y un cambio de ropa. Como siempre durante sus viajes, lleva el dinero cosido en la manga de la camisa. El día promete ser caluroso. La estación de autobuses de Peshawar es un hormiguero de viajeros y las compañías de autocares compiten gritando lo más alto posible: ¡Islamabad! ¡Karachi! ¡Lahore! Al lado de cada vehículo hay un hombre vociferando. Los autocares no tienen un horario fijo, sino que salen cuando están llenos. Antes de la salida, suben a los vehículos vendedores de frutos secos, pipas, galletas, patatas fritas, periódicos y revistas. Los mendigos se limitan a tender la mano hacia las ventanillas abiertas.

Sultán finge no verlos. Sigue el consejo del profeta Mahoma con respecto a las limosnas interpretándolo de la siguiente manera: primero, uno debe ocuparse de sí mismo, luego de la familia cercana, después de los vecinos y, finalmente, del indigente desconocido. En Kabul ocurre que de tanto en tanto le deja unos afganis a un mendigo para librarse de él; pero los mendigos pakistaníes están demasiado al final de la lista. Pakistán tiene que hacerse cargo de sus propios pobres.

Está apretado entre otros pasajeros en el asiento trasero del vehículo, con la maleta debajo de sus piernas. En ella se encuentra el proyecto más grande de su vida. Quiere imprimir los nuevos libros escolares de Afganistán. El país apenas tendrá material de enseñanza en primavera cuando abran de nuevo los colegios. Lo que publicaron los gobiernos
muyahidin
y talibanes es inservible, los niños aprendieron el alfabeto de la siguiente manera: «Y como en
yihad
, nuestro objetivo en este mundo;
I
como en Israel, nuestro enemigo;
K
como en Kaláshnikov, ganaremos;
M
como en
muyahidin
, nuestros héroes;
S
como...». Los niños varones —porque los talibanes no hacían libros para las niñas— no aprendieron a contar con manzanas y pasteles, sino con balas y Kaláshnikov. Los ejercicios eran así: «El pequeño Omar tiene un Kaláshnikov con tres cargadores. En cada cargador hay veinte balas. Gasta dos tercios de las balas matando a sesenta infieles. ¿Cuántos infieles mata por bala?».

Los libros de la época comunista tampoco sirven, con sus cálculos basados en la repartición de tierra y en ideas igualitarias. Con banderas rojas y risueños campesinos de un
koljos,
pretendieron reclutar a los niños para el comunismo.

Sultán quiere volver a los libros de la época de Zahir Shah, el rey que gobernó durante cuarenta años relativamente pacíficos hasta su caída en 1973. Ha logrado encontrar viejas obras que quiere volver a imprimir: cuentos para las clases de persa, libros de matemáticas donde uno más uno suman dos, y libros de historia exentos de cualquier contenido ideológico, salvo un poco de nacionalismo inocente.

La Unesco pagará los nuevos libros escolares. Siendo uno de los editores más importantes de Kabul, Sultán ya se ha reunido con sus representantes y les presentará una oferta después del viaje a Lahore. En un papelito que tiene en el bolsillo del chaleco ha escrito apresuradamente los números de páginas y formatos de ciento trece libros. El presupuesto es de dos millones de dólares. En Lahore Sultán averiguará qué imprentas le pueden ofrecer los precios más competitivos. Luego volverá a Kabul para batallar por el contrato de oro. Satisfecho, medita sobre el porcentaje que va a poder deducir de los dos millones y decide no ser demasiado ambicioso. Mientras campos y llanos pasan al lado del camino construido como principal vía entre Kabul y Calcuta, piensa que si obtiene este contrato tendrá años de trabajo asegurado entre reimpresiones y nuevos libros de texto.

Cuanto más se acercan a Lahore, más calor hace. Sultán suda, lleva puesto un chaleco de basto paño de la meseta afgana. Se pasa una mano por la cabeza donde ya sólo le quedan escasos pelos y se seca el rostro con un pañuelo.

Aparte del papelito con la información de los ciento trece libros escolares, lleva consigo los libros que quiere imprimir por su propia cuenta. La venta de lectura en inglés florece desde la llegada al país de periodistas extranjeros, empleados de las organizaciones humanitarias y diplomáticos extranjeros. Sultán no importa libros de editoriales extranjeras, sino que los imprime él mismo.

Pakistán es el paraíso de las ediciones pirata. No existe ningún control y prácticamente tampoco existe respeto alguno por los derechos de autor y el
copyright
. Sultán paga un dólar por imprimir un libro que luego vende por veinte o treinta dólares, y ha impreso varias tiradas del best seller
Los talibán
, de Ahmed Rashid. El libro favorito de los periodistas extranjeros es
My hidden war (Mi guerra oculta)
, testimonio de un soldado ruso sobre la catastrófica ocupación de Afganistán entre 1979 y 1989. La realidad para los soldados de esa época era completamente distinta de la que viven las fuerzas internacionales de paz cuando patrullan por Kabul y de vez en cuando paran en la librería de Sultán para comprar postales o antiguos libros de guerra.

El vehículo llega a la estación de autobuses de Lahore que rebosa de gente. El calor se abate sobre el librero. Lahore, la ciudad cultural y artística de Pakistán, es bulliciosa, contaminada y desconcertante. En medio de un llano sin defensas naturales, ha sido conquistada, destruida y reconstruida repetidas veces; pero entre conquista y destrucción, los gobernantes invitaban a los más importantes poetas y escritores a sus palacios, convirtiendo así a la ciudad en un centro artístico y libresco, si bien los palacios donde se hospedaban los artistas y escritores eran arrasados una y otra vez.

A Sultán le encantan los mercados de libros de Lahore: aquí ha conseguido varias gangas. Su corazón rara vez se ablanda cuando encuentra un volumen valioso en un mercado polvoriento y puede comprarlo por una bicoca. Con sus ocho o nueve mil títulos, Sultán se considera el dueño de la colección más grande del mundo sobre Afganistán. Se interesa por todo: libros de historia, mitos y poesía antiguos, novelas y biografías, análisis políticos recientes, así como enciclopedias y obras de consulta. Su rostro se ilumina cuando ve un libro que no tiene o cuya existencia ignoraba.

Sin embargo, hoy no tiene tiempo para pasear por los mercados. Se levanta al alba, se pone ropa limpia, se arregla la barba y se encasqueta el fez. Tiene por delante una misión sagrada: imprimir los nuevos libros de texto escolar para los niños afganos. Se dirige a su imprenta habitual, donde encuentra a Talha. Este hombre joven es un impresor de tercera generación, pero sólo manifiesta un interés moderado en el proyecto de Sultán: es simplemente demasiado grande para él. Ofrece a Sultán un vaso de té con leche espesa y hace un gesto de preocupación.

—Puedo hacer una parte, pero, ¡ciento trece títulos son demasiados! Tardaríamos un año en imprimirlos.

Sultán los necesita en un plazo de dos meses. Al sonido de las máquinas que resuenan a través de las finas paredes del pequeño despacho, intenta convencer a Talha de dejar a un lado todos sus otros encargos.

—Imposible —responde el impresor.

Aunque Sultán es un cliente importante e imprimir libros escolares para los niños afganos es una misión santa, Talha tiene otros encargos que cumplir. De cualquier modo, confecciona un presupuesto y calcula que los libros se podrían imprimir por cuatro céntimos el ejemplar. El precio depende de la calidad del papel, de la tirada, del color y de la encuademación. Talha calcula por cada calidad y cada formato y los apunta en una larga lista. La mirada de Sultán es penetrante. Hace un cálculo mental en rupias, dólares, días y semanas. Ha exagerado un poco la brevedad del plazo de entrega para que Talha acelere el ritmo y posponga los libros de los otros clientes.

—Dos meses, acuérdate —dice—. Si no cumples con el plazo, me arruinarás el negocio, ¿entiendes?

Habiendo terminado las primeras negociaciones, tratan los nuevos libros de la librería de Sultán. De nuevo discuten precios, tiradas y fechas. Las obras que el librero lleva consigo se imprimen directamente a partir del original. Se desencuadernan las páginas y los impresores las colocan sobre grandes planchas metálicas para ser copiadas. Cuando imprimen tarjetas postales o cubiertas en colores, echan una solución de cinc sobre las planchas antes de exponerlas a la luz para que el sol desarrolle los colores, y si una página es multicolor, las planchas tienen que ser sacadas una por una. Finalmente, la plancha pasa a una impresora y todo el proceso se lleva a cabo en viejas máquinas semiautomáticas. Un obrero alimenta la máquina con papel, otro está en cuclillas al otro lado y separa los folios cuando salen. En el fondo se oye la radio que transmite un partido de cricket entre Pakistán y Sri Lanka. En la pared están colgadas las imágenes de siempre de La Meca y en el techo se mece una lámpara llena de moscas muertas. Corrientes amarillas de ácido corren por el suelo para salir por el desagüe.

Terminada la ronda de inspección, Talha y Sultán se sientan en el suelo para considerar las cubiertas de los libros. El librero ha escogido motivos de sus tarjetas postales y unas muestras de adornada caligrafía que le parecen bonitas con las que componen las cubiertas. En cinco minutos han hecho seis.

En un rincón están unos hombres sentados bebiendo té. Son editores e impresores pakistaníes que operan en el mismo mercado negro que Sultán. Tras los saludos de rigor, empiezan a hablar de los últimos acontecimientos en Afganistán, donde Hamid Karzai hace equilibrios entre los diferentes señores de la guerra mientras grupos de combatientes de Al Qaeda se despliegan por el este del país. Fuerzas especiales norteamericanas han acudido en socorro de los afganos y hacen volar cuevas con dinamita junto a la frontera de Pakistán. Uno de los hombres que se encuentra sentado sobre la alfombra lamenta que los talibanes hayan sido expulsados de Afganistán.

—También aquí en Pakistán necesitaríamos talibanes en el poder para que hicieran una buena depuración.

—Eso lo dices tú porque no los has sufrido en carne propia. Pakistán se arruinaría si llegaran al poder los talibanes, puedes estar seguro —espeta Sultán—. Imagínate: desaparecerían todos los carteles publicitarios, y sólo en esta calle hay varios miles. Todos los libros ilustrados serían quemados, lo mismo que todos los archivos cinematográficos o musicales del país, y los instrumentos de música serían destruidos. Ya no podrías escuchar música, ni podrías bailar. Cerrarían todos los cibercafés, las pantallas se quedarían en blanco, las televisiones serían incautadas y la radio sólo emitiría programas religiosos. Las niñas serían sacadas del colegio, las mujeres perderían sus puestos de trabajo. ¿Qué sería entonces de Pakistán? El país perdería cientos de miles de empleos y se hundiría en una depresión profunda. ¿Y qué pasaría entonces con toda esa gente que se quedaría sin trabajo cuando Pakistán dejara de ser un país moderno? ¿Se harían guerreros quizá? —pregunta Sultán vehementemente.

El otro hombre se encoge de hombros.

—Bueno, tal vez no todos los talibanes entonces, sólo algunos de ellos.

Talha había apoyado a los talibanes reproduciendo sus panfletos. Durante un par de años se encargó también de imprimir algunos de sus libros escolares sobre el islam. Después de un tiempo les ayudó a montar su propia imprenta en Kabul y consiguió una máquina de segunda mano de Italia que les vendió a bajo precio. Además les procuraba papel y equipamientos técnicos. Al igual que la mayoría de los pakistaníes, a Talha le tranquilizaba que el país vecino estuviera gobernado por los pashtun.

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