El librero de Kabul (9 page)

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Authors: Åsne Seierstad

BOOK: El librero de Kabul
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—No tienes escrúpulos, serías capaz de imprimirle libros al diablo —le pincha con buen humor Sultán ahora que ha podido expresar con rabia su desprecio por los talibanes.

El impresor se retuerce un poco, pero no cede.

—Los talibanes no se oponen a nuestra cultura. Respetan el Corán, al Profeta y nuestras tradiciones. Nunca he imprimido algo que fuera contra el islam.

—¿Como qué? —le pregunta Sultán riéndose.

Talha piensa.

—Los versos satánicos
, por ejemplo, o cualquier otra cosa de Salman Rushdie. ¡Que Alá conduzca a alguien hasta su escondite!

La evocación de
Los versos satánicos
—libro que ninguno de los hombres ha leído— es agua para su molino.

—Debería haber sido asesinado. Pero siempre se escapa en el último momento. Todos los que imprimen sus libros o le ayudan deberían ser asesinados también —sentencia Talha—. Yo no imprimiría sus textos ni por todo el oro del mundo. Se ha mofado del islam.

—Nos ha herido e insultado, nos ha apuñalado con cuchillos afilados. Seguramente al final darán con él —continúa uno de los hombres.

Sultán se muestra de acuerdo:

—Intentó destruir nuestra alma; hay que pararle antes de que logre reclutar a más gente. Ni siquiera los comunistas trataron de perjudicarnos tanto; ellos se comportaron con cierto respeto y no ensuciaron nuestra religión. ¡Y luego viene tal marranada de uno que se llama musulmán!

Todos guardan silencio, como si no lograran salir de las tinieblas en que les ha metido el traidor Rushdie.

—Seguramente darán con él al final,
inshalá
—«si Alá quiere», concluye Talha.

Los días siguientes, Sultán visita todas las imprentas posibles de Lahore, situadas en patios, sótanos y callejones. Para asegurar la gran entrega tiene que repartir el trabajo entre diez imprentas. Explica el proyecto, solicita ofertas, toma notas y hace sus cálculos. Cuando la proposición es interesante, parpadea un poco más y su labio superior se mueve un poco. Humedece los labios con la lengua y calcula en un instante la ganancia. Al cabo de dos semanas ha colocado todos los libros de texto escolar. Promete mantener informadas a las imprentas.

Por fin puede volver a Kabul. Esta vez no hace falta sufrir el viaje a caballo para pasar la frontera. Es sólo para entrar a Pakistán donde los afganos tienen problemas; en la otra dirección no hay ningún control de pasaportes y el librero puede irse del país libremente.

Sultán pasa por los senderos sinuosos de Jalalabad a Kabul en un viejo autobús. A un lado del camino, grandes peñascos amenazan con caer rodando desde las alturas, y en un lugar ve dos autocares volcados y un camión que se ha salido del camino. Se llevan varios cadáveres, entre ellos los de dos niños. Sultán reza por sus almas y por sí mismo.

No es sólo la frecuencia de accidentes y de desmoronamientos lo que hace peligroso este camino. También es conocido por ser uno de los más ilegales de Afganistán. Aquí, periodistas extranjeros, funcionarios de organizaciones humanitarias y civiles afganos han pagado con sus vidas los encuentros con los bandidos. Justo después de la caída del régimen talibán, cuatro periodistas fueron asesinados con un tiro en la nuca después de ser torturados. Su chófer sobrevivió porque hizo profesión de fe islámica. Poco después, detuvieron un autocar lleno de afganos y a todos los que se habían rasurado la barba se les cortó las orejas y la nariz. Los bandidos demostraron de esta forma qué régimen preferían para el país.

Sultán reza una oración en el lugar donde los periodistas fueron exterminados. Como medida de seguridad, ha conservado la barba y se ha puesto la indumentaria tradicional; sólo el turbante ha dejado paso a un pequeño y redondo fez.

Se aproximan a Kabul. «Sonya estará enfadada», piensa sonriente. Le había prometido volver en una semana. Antes había intentado explicarle que no iba a poder pasar por Peshawar y Lahore en una semana, pero ella no había querido entenderlo.

—No voy a beber la leche entonces —había amenazado.

Sultán sonríe. Le hace ilusión volver a ver a Sonya. A ella no le gusta la leche, pero como todavía da el pecho a Latifa, él la obliga a beber un vaso cada mañana. Ese vaso de leche se ha vuelto el medio de presión de Sonya.

Ella le echa terriblemente de menos cuando está fuera. Los otros miembros de la familia son menos amables cuando su marido está ausente. Ella pierde entonces su posición de reina de la casa y se convierte simplemente en una chica joven que de casualidad ha acabado en aquel hogar. Otros toman el poder y hacen lo que les da la gana en ausencia de Sultán. La llaman «la pueblerina» y la califican como «más boba que un asno», pero sin ir más lejos para que ella luego no se queje a Sultán. Nadie quiere enemistarse con él.

El librero también echa de menos a Sonya, como nunca echó en falta a Sharifa. A veces piensa que es demasiado joven para él, que es como una niña, que él debe velar por ella, obligarla a beber la leche, sorprenderla con pequeños regalos.

Reflexiona sobre la diferencia entre sus dos esposas. Cuando está con Sharifa, es ella quien se ocupa de todo, quien se acuerda de sus citas, quien organiza y dispone. Sharifa siempre piensa primero en Sultán, en lo que él necesita o desea. Sonya hace lo que él le pide de buena gana, pero raramente toma la iniciativa. Hay una cosa que Sultán no logra aceptar en su relación con ella: su completa divergencia de ritmos. Sultán se levanta cada mañana sobre las cinco para el
fayr
, única hora de oración que cumple a rajatabla. Mientras Sharifa siempre se levantaba con él para hervir el agua y prepararle el té y la ropa limpia, a Sonya es imposible despertarla y hacerla salir de la cama, como si fuera una niña.

A veces Sultán se dice a sí mismo que es demasiado viejo para ella, que él no es el marido apropiado; pero siempre acaba concluyendo que ella no hubiera podido encontrar un marido mejor que él. Sonya no hubiese tenido el nivel de vida que tiene de haberse casado con uno de su misma edad, ya que éste hubiera sido pobre, porque todos los chicos jóvenes de su aldea eran pobres. «Todavía nos quedan diez o veinte años buenos», piensa Sultán contento. Se siente afortunado y feliz. Sonríe y da un pequeño respingo. Se acerca a Microyan y a la deliciosa niña y mujer.

VI
¿NO QUERRÁS VERME TRISTE?

El festín ha terminado. El suelo está lleno de huesos de cordero y de pollo. Hay grumos de arroz pegados al mantel junto con manchas rojas de salsa de chiles, charcos blancos de yogur líquido y trozos dispersos de pan y de cortezas de naranja, que parecen los últimos restos del banquete.

En unos cojines arrimados a la pared están sentados tres hombres y una mujer. En el rincón cerca de la puerta están de cuclillas dos mujeres que no han participado en el banquete, y bajo sus chales miran fijamente pero evitando cualquier contacto visual. Las cuatro personas sentadas cerca de la pared saborean lentamente su té, meditabundas y con aspecto de estar agotadas. Han acordado lo esencial y las decisiones han sido tomadas. Wakil se queda con Shakila, y Rasul con Bulbula. Sólo falta establecer el precio de las novias y las fechas.

Alrededor del té y de unas almendras garrapiñadas valoran a Shakila en cien dólares, mientras Bulbula resulta gratis. Wakil tiene el dinero listo; saca un billete del bolsillo y se lo tiende a Sultán, que lo recibe con aire arrogante y sin mostrar mayor interés. El precio obtenido no es nada del otro mundo. Rasul, por su lado, se siente aliviado: le hubiera costado años ahorrar el dinero suficiente para la boda y la dote de la novia. Sultán sólo se siente satisfecho a medias por sus hermanas. Por haber sido exigentes, se han perdido varios buenos pretendientes y también muchos años. Quince años antes hubieran podido tener maridos jóvenes y ricos.

—Habéis sido demasiado exigentes.

Pero no fue Sultán, sino su madre Bibi Gul, quien ha decidido la suerte de ambas. Ahora está contenta y se balancea sentada con las piernas cruzadas en el suelo. La lámpara de gas baña su rostro con una luminosidad apacible, las manos descansan pesadas en el regazo y sonríe complacida. Ya no parece prestar atención a la conversación. Bibi Gul fue dada en matrimonio a los once años a un hombre veinte años mayor como parte de un contrato de matrimonio entre dos familias. Sus padres habían pedido la mano de una de las hijas de los vecinos para su hermano; y esta familia había puesto como condición quedarse con Bibi Gul para su hijo mayor que la había visto en el patio.

Tras un matrimonio de muchos años, tres guerras, cinco golpes de Estado y trece partos, la viuda ha renunciado finalmente a sus dos penúltimas hijas. Se las ha guardado mucho tiempo; ambas pasan de los treinta y carecen por ello de mucho valor en el mercado matrimonial. Sus maridos ya son veteranos: el que sale esta noche como prometido de Shakila es un viudo de cincuenta años, padre de diez niños. El novio de Bulbula también es viudo, pero sin hijos.

Si bien muchos opinan que Bibi Gul ha actuado mal con sus hijas, ella ha tenido sus razones para quedárselas tanto tiempo. Considera a Bulbula poco dotada y bastante inútil, y lo dice abiertamente y sin la menor vergüenza delante de su hija. Bulbula tiene una mano paralizada y cojea de un pie.

—No va a poder ocuparse de una familia numerosa —estima su madre.

A los seis años, Bulbula cayó enferma de repente. Se recuperó luego, pero siguió teniendo problemas al moverse. Su hermano afirma que es la polio, el médico no está seguro y Bibi Gul piensa que es la pena. Está convencida de que Bulbula cogió la enfermedad a causa de la tristeza de ver a su padre en la cárcel: el padre fue detenido y acusado de haber robado en el almacén donde trabajaba. Bibi Gul sostuvo su inocencia y él salió de la cárcel después de unos meses, pero Bulbula nunca sanó del todo.

—Ella cumplió la condena de su padre —dice la madre.

Bulbula no asistió a la escuela porque —según sus padres— el padecimiento le había afectado también a la cabeza, de modo que no pensaba claro. La niña pasó la infancia a la vera de su madre, y si bien el mal la libró de las tareas de la casa, era como si también hubiera sido el responsable de que ella no tuviera vida. Nadie quería relacionarse con Bulbula, nadie jugaba con ella, nunca nadie le pidió ayuda.

Pocos saben de qué hablar con Bulbula. Esta mujer de treinta años ha asumido un extraño aire de inercia, y parece como si se arrastrara por la vida o como si estuviera saliendo de este modo de ella. Tiene grandes ojos vacíos y la boca casi siempre entreabierta, con el labio inferior colgante como si estuviera a punto de dormirse. En el mejor caso escucha la conversación de los demás, pero ni eso lo hace con un mínimo de entusiasmo. Bibi Gul ya se había resignado a que Bulbula pasara el resto de su vida vagando por la casa y durmiendo a su lado; pero pasó algo que le hizo cambiar de idea.

Un día Bibi Gul se puso la
burka,
se llevó a Bulbula y paró un taxi para ir a ver a su hermana en el pueblo. Normalmente iba caminando, pero en los últimos años había engordado tanto que sentía molestias en las rodillas y no se veía con fuerzas suficientes para andar los pocos kilómetros que la separaban de la aldea. El hambre que había pasado en la infancia, la pobreza y las fatigas de sus años de joven esposa la habían llevado a desarrollar una obsesión con la comida: no podía parar de comer hasta vaciar todas las fuentes.

El taxista que fue a llevar a esta enorme
burka
y a su hija era un primo lejano, el apacible Rasul, que había perdido a su mujer en un parto unos años antes.

—¿Ya encontraste una nueva esposa? —le preguntó Bibi Gul.

—No.

—¡Qué lástima!
Inshalá
(«si Alá quiere»), encontrarás una pronto —comentó Bibi Gul antes de contarle las últimas novedades de su propia familia, de sus hijos, sus hijas y sus nietos.

Rasul pilló la indirecta y, unas semanas más tarde, su hermana vino a pedir la mano de Bulbula. «Con él sí que puede», pensó Bibi Gul, que aceptó en el acto, una reacción del todo inusual. Dar una hija tan fácilmente significa que no vale nada y que la familia se alegra de librarse de ella. La espera y la indecisión aumentan el valor de la chica; la familia del varón tiene que ir varias veces a la casa de la muchacha y suplicar, convencer y traer regalos. En el caso de Bulbula, los trámites fueron los mínimos y no se hicieron los regalos acostumbrados.

Mientras Bulbula mira al vacío —como si la conversación no la concerniera—, su hermana Shakila escucha atenta. Las dos son el polo opuesto. Shakila es vivaracha y bulliciosa, el centro de atención de la familia. Llena de ganas de vivir, se ha vuelto guapa y regordeta acorde con el ideal femenino afgano.

En los últimos quince años numerosos pretendientes han acudido a pedir su mano. Le sucede desde que era una adolescente esbelta hasta ahora que permanece sentada y desenvuelta detrás de la estufa, escuchando sin decir palabra cómo su madre y su hermano regatean. Shakila ha puesto condiciones sine qua non a los pretendientes. Cuando venían las madres de éstos a ver a Bibi Gul, ella no preguntaba —como de costumbre— si eran ricos.

—¿Permitirán ustedes que ella siga sus estudios? —era la primera y obligada pregunta.

La respuesta siempre era negativa y entonces el matrimonio quedaba descartado. Shakila quería estudiar y aprender, pero ningún pretendiente veía la ventaja en tener una mujer con estudios e ideas propias. Además, ellos mismos eran a menudo analfabetos. Shakila terminó sus estudios y se hizo profesora de matemáticas y biología. Cuando nuevas madres acudían a su casa para pedir la mano de la atractiva Shakila para sus hijos, Bibi Gul preguntaba:

—¿Permitirán ustedes que ella siga trabajando?

No, eso no. Y Shakila siguió soltera.

Obtuvo su primer puesto de profesora en los tiempos en que la guerra contra la Unión Soviética causaba estragos. Todas las mañanas caminaba a pasitos cortos —con tacones altos y faldas que llegaban a las rodillas, al estilo de los años ochenta— hasta el poblado de Deh Khudaidad. Ahí no llegaban ni balas ni granadas, pero estalló en Shakila un enamoramiento.

Por desgracia, Mahmud ya estaba casado, en un matrimonio concertado e infeliz. Tenía unos años más que Shakila y era padre de tres hijos. Disimulaban sus sentimientos y se encontraban en sitios donde nadie les veía, o se llamaban y se decían palabras dulces. Nunca se vieron fuera del colegio. Durante uno de sus encuentros clandestinos hicieron planes para estar uno al lado del otro: Mahmud tomaría a Shakila como segunda esposa.

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