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Authors: Åsne Seierstad

El librero de Kabul (28 page)

BOOK: El librero de Kabul
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—No tenemos qué comer, pasamos hambre... Miren a estos niños. Pero pagaremos las postales.

A Leila no le queda más remedio que invitarlos a entrar. La pequeña abuela con cara de rata se echa a los pies de las mujeres de la familia que van llegando a la habitación despertadas por los gritos de lamento. Todas parecen incómodas por la miseria profunda que de repente ha llenado su casa. Las parientas del carpintero han traído a un crío de dos años y a una de las niñas afectadas por la polio. La chica se sienta en el suelo con gran dificultad, ya que no puede doblar la pierna rígida por la enfermedad. Con expresión seria sigue la conversación entre las mujeres.

Jalaludin no estaba en casa cuando vino la policía, de manera que se llevaron a su padre y a su tío en vez de a él. Los policías dijeron que a la mañana siguiente vendrían a recogerlo, y nadie en la familia pegó ojo en toda la noche. Ahora, antes de que llegue la policía a buscar a Jalaludin, las dos viejas han venido para suplicar la clemencia de Sultán y pedir que lo perdone.

—Si ha robado algo ha sido para salvar a su familia. Mírenlos, miren a los niños, flacos como fideos. No tienen ropa decente, no tienen qué comer.

Se ablandan los corazones en Microyan, pero la visita no da más resultado que esto: la compasión. Una vez que Sultán se ha propuesto una cosa, las mujeres de la familia Khan nada pueden hacer. Sobre todo cuando se trata del negocio.

—De buena gana ayudaríamos, pero no hay nada que podamos hacer. Es Sultán quien manda —explican—. Y él no está.

Las mujeres prosiguen con sus llantos y lamentaciones. Saben que es la verdad, pero no pueden abandonar la esperanza. Leila se ha ido a la cocina y ahora vuelve con huevos fritos y pan fresco, y para los niños, leche hervida. Cuando entra Mansur en la habitación, las mujeres de Deh Khudaidad se apresuran hacia él para besarle los pies, pero el joven las aparta a patadas. Ellas saben que él —siendo el hijo mayor— tiene poder en la ausencia del patriarca. Pero Mansur ha decidido hacer lo que le ha pedido su padre.

—Después de que Sultán confiscó las herramientas de carpintero de Jalaludin, él no ha podido trabajar. Hace semanas que no hemos comido de verdad y hemos olvidado el sabor del azúcar —se lamenta la abuela—. El arroz que compramos está casi podrido, los niños se vuelven cada vez más flacos; mira, están en los huesos. Cada día mi marido le pega a Jalaludin, y yo, yo nunca pensé que criaría a un ladrón.

Las mujeres Khan prometen hacer lo que puedan para convencer a Sultán, a sabiendas de que de nada servirá. Cuando la abuela y la tía vuelven renqueando al pueblo con los dos niños, la policía ya ha pasado a detener a Jalaludin.

Por la tarde, Mansur debe prestar declaración. Está sentado con las piernas cruzadas en una silla junto a la mesa del jefe de policía, mientras el carpintero está en cuclillas en el suelo. Nada menos que siete hombres están presentes durante el interrogatorio de Jalaludin; faltan sillas, de modo que dos de ellos comparten una. El conjunto de policías es variopinto: algunos llevan sus calurosos uniformes grises de invierno, otros van con ropa tradicional, y los demás lucen los verdes uniformes de la gendarmería. No hay demasiada actividad en esta comisaría, de modo que el robo de las postales se convierte en un caso importante. Uno de los policías se queda de pie en el umbral de la puerta sin decidirse a proseguir con el interrogatorio.

—Nos tienes que decir a quién las vendiste, si no, acabarás en la penitenciaría central.

Las palabras «penitenciaría central» son como un gélido golpe de viento. Allí es donde se manda a los criminales de verdad. El carpintero se acurruca en el suelo con aspecto impotente. Cierra y abre las manos, que tienen miles de cortes pequeños y grandes; las cicatrices zigzaguean por las palmas. A la fuerte luz del sol que entra por la ventana se ve cómo cuchillos, sierras y punzones han cortado su piel. Es como si el carpintero se encarnara ahora en estas manos y no en la mirada apagada que dirige a los siete hombres, como si el caso no le concerniera. Un rato después le mandan de vuelta a su celda de un metro cuadrado, un espacio en el que es imposible estirarse: puede estar de pie, sentarse o yacer acurrucado.

La decisión de lo que debe pasar con Jalaludin depende de la familia Khan. Pueden retirar la denuncia o mantenerla. En caso de que decidan mantenerla, el caso del carpintero seguirá los procedimientos establecidos y entonces será tarde para intervenir, pues la decisión estará en manos de la policía.

—Le podemos encerrar aquí durante setenta y dos horas. Cuando haya pasado ese tiempo, ustedes tendrán que tomar una decisión —explica el comisario, que es de la opinión de que Jalaludin debe recibir su castigo. Para él, la pobreza no es razón suficiente para robar—. Hay mucha gente pobre. Si no son castigados cuando roban, acabaremos teniendo una sociedad completamente inmoral.

El comisario discute con Mansur a voz en grito porque éste ha empezado a dudar. Cuando el joven se da cuenta de que Jalaludin puede acabar en la cárcel durante seis años por el robo de las postales, le vienen a la mente los hijos del carpintero, con sus miradas hambrientas y su ropa miserable. Contempla su propia vida privilegiada, lo cómodamente que vive, los pocos días que tarda él mismo en gastar el dinero que tiene la familia de Jalaludin para un mes entero.

Un gran ramo de flores de plástico ocupa casi la mitad del escritorio. Está cubierto de polvo, pero aun así ilumina la estancia. Es obvio que a los policías en Deh Khudaidad les gustan los colores: las paredes son de un verde menta, la lámpara es roja, muy roja. Cuelga un gran retrato de Masud, el héroe de guerra, como sucede en todos los despachos oficiales de Kabul.

—¡No se olvide! Los talibanes le hubieran cortado una mano —arguye de modo enfático el jefe de policía—. Lo hacían por delitos menores que éste.

Prosigue contando la historia de una mujer del pueblo que quedó al cargo de sus hijos después de morir el marido.

—Ella era muy pobre y su hijo pequeño no tenía calzado y tenía frío; era invierno y no le gustaba salir. El hijo mayor, apenas un adolescente, robó un par de zapatos para su hermano. Le cogieron y le amputaron la mano derecha. Eso fue ir demasiado lejos —opina el policía—. Pero en este caso se trata de un hombre que ha demostrado la mentalidad de un bandido al robar en varias ocasiones. Si robas para alimentar a tus hijos, robas solamente una vez —sentencia.

El comisario muestra a Mansur todas las pruebas confiscadas en otros casos, objetos que se encuentran en el armario situado detrás de él. Hay navajas automáticas, navajas plegables, cuchillos grandes, pistolas, linternas de mano, hasta un juego de naipes. Jugar por dinero representa seis meses de prisión.

—Aquel juego de naipes fue confiscado porque el jugador que había perdido golpeó al que había ganado y le pinchó con esta navaja. Habían bebido, de modo que recibió una condena por apuñalar, beber y jugar —cuenta el comisario riéndose—. El otro jugador se libró de ser castigado, ya que había quedado minusválido. Con esto tenía suficiente castigo, ¿no le parece?

—¿Cuál es la pena por beber? —tantea Mansur un poco nervioso. Sabe que según las leyes de la
sharia
es un pecado grave que se castiga severamente. Según el
Corán,
con ochenta latigazos.

—Para serte sincero, acostumbro a hacer la vista gorda con esas cosas. Cuando hay una boda, digo que es un día libre, pero todo tiene que mantenerse dentro de la familia y sin pasarse de la raya.

—¿Y el adulterio?

—Si los adúlteros están casados, son lapidados. Si no lo están, el castigo consiste en cien latigazos y son obligados a casarse. Si el hombre está casado y la mujer no, él tiene que tomarla como segunda esposa. Si es al revés, ella es lapidada y el hombre azotado y encarcelado —responde el jefe de policía—. Pero suelo hacer la vista gorda en esto también, yo personalmente. Puede que se trate de mujeres necesitadas, quizá viudas; entonces las ayudo, intento devolverlas al buen camino.

—Eso hablando de casos de prostitución, pero, ¿qué pasa con la gente normal y corriente?

—Una vez pillamos a una pareja en un coche. Los obligamos a casarse, o más bien los obligaron sus padres —cuenta el policía—. Eso está bien, ¿no?

—Mmm —murmura Mansur sin mayor convicción.

—Desde luego, no somos talibanes —insiste el policía—. Tenemos que intentar que no se lapide a la gente. El pueblo afgano ya ha sufrido lo suficiente.

El comisario da a Mansur un plazo de tres días. Todavía hay tiempo para perdonar al pecador, pero si los Khan dejan que él siga los procedimientos habituales en el sistema policial, será tarde.

Mansur sale meditabundo de la comisaría. No está de humor para volver a la tienda y regresa a casa para comer, cosa que casi nunca hace. Se echa encima de una estera. Afortunadamente, por el bien de la paz doméstica, la comida ya está preparada.

—Quítate los zapatos, Mansur —le recuerda su madre.

—Cállate —contesta el adolescente.

—Mansur, tienes que obedecer a tu madre —insiste ella.

El joven no contesta y se pone cómodo en el suelo, con las piernas cruzadas. No se quita los zapatos. Sharifa hace un gesto de desaprobación.

—Mañana como máximo tenemos que decidir qué hacemos con el carpintero —informa Mansur y enciende un cigarrillo.

Su madre rompe a llorar. Mansur nunca fumaría en presencia de su padre, jamás. Pero en el momento en que Sultán está ausente, disfruta tanto de los cigarros como de sacar a su madre de quicio fumando antes, durante y después de las comidas. El aire de la pequeña habitación se llena de humo. Bibi Gul siempre suele quejarse de los malos modales de Mansur para con Sharifa, instándole a que obedezca a su madre y no fume. Pero este día pueden más las ganas y alarga una mano susurrando:

—¿Me das uno?

Se hace un silencio mortal. ¿Acaso la abuela va a empezar a fumar?

—¡Mamá! —le reprocha Leila quitándole el cigarrillo.

Mansur le da otro a la vieja y Leila sale de la habitación a modo de protesta. Bibi Gul es feliz y fuma el pitillo riéndose bajito. Deja incluso de balancearse mientras mantiene el cigarrillo bien alto, en el aire, inhalando caladas profundas.

—Así no como tanto —explica, y añade cuando ha terminado el cigarrillo—: Jalaludin ya ha sido castigado, le ha pegado su padre, ha sufrido la vergüenza. Además, ha devuelto las tarjetas.

—¿Viste a sus hijos? ¿Cómo se las arreglará la familia sin los ingresos del padre? —pregunta Sharifa.

—Podríamos ser responsables de que se mueran sus hijos —dice Leila, quien ha vuelto después de que Bibi Gul ha apagado el cigarrillo—. Imagina si caen enfermos y la familia no puede pagar un médico; entonces morirían por nuestra culpa. O puede que se mueran de hambre. Además, el carpintero puede morir en la cárcel; hay muchos que no duran seis años. En ese lugar hay tuberculosis y otras enfermedades contagiosas.

—Sé clemente —insiste Bibi Gul.

Mansur llama a Sultán a Pakistán desde su nuevo teléfono móvil y le pide permiso para dejar al carpintero en libertad. Nadie dice una palabra en la habitación, ya que todos siguen la conversación. Escuchan la voz de Sultán gritando desde Pakistán:

—Quería destruirme el negocio bajando los precios. Yo le pagaba bien, no tenía necesidad de robar. Es un canalla y es culpable, hay que sacarle la verdad a golpes. Nadie destruye mi negocio.

—¡Pero si le van a caer seis años! Sus hijos pueden estar muertos cuando salga —vocifera Mansur a su vez.

—¡Aunque fueran sesenta, me da igual! Que le peguen hasta que diga a quién vendió las postales.

—¡Eso lo dices tú porque tienes la barriga llena! —vocea Mansur—. Lloro sólo con recordar a sus hijos flacos; esa familia está al límite.

—¿Cómo te atreves a contradecir a tu padre? —chilla Sultán por el auricular.

Todos reconocen su voz y saben que ahora tiene el rostro completamente rojo y lleno de ira.

—¿Qué clase de hijo eres tú? Tú tienes que hacer todo lo que yo te digo, ¡todo! ¿Qué te pasa? ¿Por qué eres descortés con tu propio padre?

La lucha interior que libra el primogénito de Sultán se le dibuja en la cara. Nunca ha hecho otra cosa que obedecer a su padre, al menos eso piensa Sultán. Nunca se ha enfrentado abiertamente con él y no se atreve a hacerlo, no puede correr el riesgo de que la ira de su padre se vuelva en su contra.

—Como tú digas, padre —acepta Mansur antes de colgar.

La familia guarda silencio alrededor de él. Mansur maldice. Sharifa suspira:

—No tiene corazón.

Sonya no dice palabra.

Cada día, mañana y noche, la familia del carpintero acude a la familia Khan. A veces es la abuela, a veces la madre, otras veces la tía o la esposa. Siempre traen a algunos de los hijos. Cada vez la respuesta es la misma: Sultán es quien decide, y cuando vuelva, seguramente todo se arreglará. Pero las mujeres Khan saben que eso no es cierto, porque Sultán ya ha tomado una decisión.

Al final no se sienten con fuerzas para abrir la puerta a la familia afligida, se mantienen en silencio y fingen no estar en casa. Mansur se dirige a la comisaría pidiendo una prórroga; quiere esperar a que vuelva su padre y que sea él quien se ocupe del asunto. Pero el comisario ya no puede esperar más: los detenidos no pueden permanecer en la pequeña celda más de unos pocos días. Vuelven a rogar al carpintero que confiese haber robado más postales y que diga a quién se las ha vendido, pero él sigue negándose. Le ponen unas esposas y le sacan de la choza de adobe.

Como la comisaría del pueblo no posee un coche, es el propio Mansur quien tiene que llevar a Jalaludin a la comisaría central de Kabul. Fuera de la choza esperan el padre del carpintero, su hijo y su abuela. Cuando sale Mansur, se acercan vacilantes, y a aquél la situación le resulta terrible. En la ausencia de Sultán, él debe protagonizar el papel de quien no tiene corazón delante de la familia del carpintero.

—Yo simplemente tengo que hacer lo que me manda mi padre —se excusa. Se pone las gafas oscuras y se sienta en el coche. La abuela y el pequeño niño se van a casa, pero el viejo padre de Jalaludin monta en su desvencijada bicicleta y sigue al coche. No se rinde y quiere seguir a su hijo todo lo que pueda. Mansur y el detenido ven la silueta de Faiz desaparecer poco a poco detrás de ellos.

El joven conduce más despacio que de costumbre; puede ser la última vez en muchos años que el carpintero vea estas calles.

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