El librero de Kabul (30 page)

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Authors: Åsne Seierstad

BOOK: El librero de Kabul
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Ella había tenido el deseo ardiente de que Tajmir triunfara. Cada vez que le sobraba un poco de dinero lo inscribía en cursos de inglés, de matemáticas o de informática. La analfabeta que había sido dada en casamiento para aportar dinero a su familia quería ser una madre respetada y honrada, y esto lo sería a través de un hijo triunfador.

El padre de Tajmir no estaba casi nunca en casa. Era un hombre amable y tímido, y muy enfermo. Cuando se encontraba bien, viajaba como comerciante a la India y Pakistán, de donde a veces volvía con dinero y otras veces no.

Si bien Feroza era capaz de pegar una paliza a Tajmir, nunca había tocado a su marido, y no es que hubiera la menor duda de quién era el más fuerte de los dos. Con los años, Feroza se había convertido en una mujer regordeta, redonda como un pequeño bollo y con gruesas gafas que hacían equilibrios sobre su nariz o colgaban del cuello. Su marido, en cambio, se había vuelto ceniciento y consumido, débil y quebradizo como una ramita seca. Feroza fue tomando el mando de la familia a medida que su marido decaía.

Tajmir fue el único hijo varón de Feroza, aunque ella no cejó durante mucho tiempo en su empeño de tener más hijos. Cuando finalmente se rindió, se dirigió a uno de los orfanatos de Kabul y allí encontró a Kheshmesh, a quien alguien había abandonado en las puertas del orfanato envuelta en una sucia funda de almohada. Feroza la acogió y la crió como la hermana de Tajmir. Pero si bien éste es la viva imagen de su madre —el rostro redondo, la barriga grande, el andar con contoneos—, Kheshmesh es totalmente distinta. Es una chiquilla nerviosa e indómita, flaca como un palillo y de tez mucho más morena que los demás miembros de la familia. Tiene algo salvaje en la mirada y da la impresión de que su vida interior es más interesante que el mundo exterior. Para desesperación de Feroza, Kheshmesh corretea como un potrillo travieso en las celebraciones familiares. Mientras Tajmir siempre acataba los deseos de su madre cuando era niño, su hermana siempre se ensuciaba, siempre andaba despeinada y siempre acababa lastimándose. Pero no hay nadie más afectuosa que Kheshmesh cuando está tranquila, nadie le da a su madre besos más cariñosos o la abraza más estrechamente. Allá donde va Feroza, Kheshmesh la sigue. Es como una delgada y pequeña sombra al lado de la madre rolliza.

Al igual que todos los niños afganos, la hija adoptada pronto aprendió lo que era un talibán. En su caso, eso sucedió cuando ella y un amigo recibieron una paliza que les propinó un talibán vecino de la misma escalera. Habían jugado con su hijo y éste se había caído haciéndose bastante daño. El padre del niño había cogido a los dos compañeros de juego y los había apaleado, obteniendo como resultado que ellos nunca más quisieron jugar con su hijo. Talibanes también eran los que no la dejaron empezar la escuela a diferencia de los demás niños de la escalera; fueron ellos los que no permitieron que la gente cantara, batiera palmas o bailara; fueron los que no le dejaron sacar sus muñecas a la calle. Muñecas y peluches fueron prohibidos por ser representaciones de seres vivos, y cuando la policía religiosa hacía redadas en las casas de la gente —rompiéndoles los televisores y los radiocasetes—, solía confiscar también los juguetes de los niños si los encontraban. Delante de los críos petrificados arrancaban los brazos y las cabezas de los muñecos y los hacían trizas.

Lo primero que hizo Kheshmesh cuando su madre le dijo que los talibanes habían huido fue sacar su muñeca favorita para que viera mundo. Tajmir se afeitó la barba. Feroza buscó un casete polvoriento y un viejo radiocasete y se contoneaba por el piso cantando:

—¡Ahora vamos a divertirnos para olvidar estos cinco años perdidos!

Feroza nunca tuvo otro hijo al que cuidar. Justo después de haber adoptado a Kheshmesh, estalló la guerra civil y su familia huyó a Pakistán junto con la familia de Sultán. Al volver de la vida de refugiados, ya era hora de encontrarle una esposa a Tajmir, y no quedaba tiempo para buscar más niñas abandonadas en los hospitales.

Como todo lo demás en la vida de Tajmir, su madre también decidió con quién debía casarse. Él ya había elegido su Dulcinea.

Estaba profundamente enamorado de una chica de su curso de inglés en Pakistán, y eran prácticamente novios, aunque nunca se habían cogido de la mano ni besado. Apenas se veían a solas, pero aun así eran novios y se escribían una inmensa cantidad de misivas y elaboradas cartas de amor. Tajmir nunca se atrevió a hablarle a su madre de esa chica con quien soñaba casarse. La joven era parienta del guerrero Masud, y Tajmir sabía que a su madre le preocuparían los problemas en los que se podían meter. Pero independientemente de quién hubiera podido ser la candidata, Tajmir nunca habría osado hacerle confidencias a su madre sobre su enamoramiento. Había sido criado para no pedir nada y nunca en su vida le había contado a Feroza cuáles eran sus sentimientos. Él mostraba su respeto mostrándose sumiso. Un día, pues, su madre le informó:

—He encontrado a la chica con la que te vas a casar.

—De acuerdo —respondió Tajmir.

Se le hizo un nudo en la garganta, pero no pronunció una palabra de protesta. Tajmir sabía que no le quedaba más remedio que escribir una carta a su pequeña enamorada para poner punto final a la relación.

—¿Quién es? —preguntó.

—Es tu prima segunda, Khadiya. Tú no la has visto desde que era pequeña. Es trabajadora, hábil y de buena familia.

Tajmir se contentó con asentir con la cabeza. Dos meses después conoció a su novia por primera vez en su vida de adulto. Fue en la celebración de los esponsales. Estuvieron sentados juntos durante toda la fiesta sin intercambiar una sola palabra. No obstante, Tajmir decidió allí mismo que podía amar a esa chica.

Khadiya parece una cantante de jazz parisiense de los años veinte. Lleva el pelo negro y ondulado cortado justo por encima de los hombros y con la raya a un lado, y la piel blanca de su cara empolvada, y siempre lleva los ojos pintados de negro y pintalabios rojo. Tiene las mejillas perfiladas y los labios carnosos, y da la impresión de que se ha pasado toda la vida posando con un largo cigarrillo en la mano. Sin embargo, según los estándares afganos, Khadiya no es guapa: es demasiado delgada, demasiado estrecha.

En Afganistán las mujeres regordetas —con mejillas redondas, caderas redondas, barrigas redondas— responden al ideal de belleza femenino.

—Ahora la quiero —declara Tajmir.

Se acercan a la ciudad de Gardez y Tajmir ha contado toda su vida a Bob, el periodista americano.

—Wow
—exclama éste—.
What a story! So you really love your wife novo? What about the other girl?

Tajmir no tiene ni idea de qué pasó con la otra chica, y tampoco piensa en ello. Ahora vive sólo para su pequeña familia. Hace un año él y Khadiya tuvieron una hija.

—Mi mujer tenía mucho miedo a parir una niña —explica el afgano a Bob—. Khadiya siempre tiene miedo a algo, y esta vez era de tener una niña. Yo le dije a ella y a todo el mundo que yo quería una hija, que sobre todo quería una hija. De ese modo, si teníamos una hija, nadie diría: «Ay, qué lástima», porque era lo que yo había deseado, y si teníamos un varón, nadie diría nada porque todo el mundo estaría contento de todas formas.

—Mmm —refunfuña Bob intentando seguir la lógica de su razonamiento.

—Ahora Khadiya tiene miedo de no poder quedarse embarazada otra vez, porque llevamos tiempo intentándolo sin éxito. Entonces yo le digo que nos basta con una sola hija, que eso está bien. En Occidente mucha gente tiene sólo un hijo. Así que si no tenemos más, todos dirán: «Bueno, Tajmir no quería más hijos», y si vienen más, todos estarán contentos de todas formas.

—Mmm.

Paran en Gardez a comprar bebidas y cigarrillos. Cuando Tajmir trabaja, fuma sin cesar, un paquete o dos paquetes al día. Debe cuidar mucho, sin embargo, que su madre no se entere; él nunca fumaría delante de ella. Es algo simplemente impensable. Compran un cartón de la marca Hi—lite a diez céntimos el paquete, un kilo de pepinos, veinte huevos duros y algo de pan. Están pelando los pepinos y los huevos cuando Bob grita a Tajmir que pare.

A la vera del camino, unos treinta hombres están sentados en un círculo. Han dejado sus Kaláshnikov en el suelo delante de ellos y llevan la munición en cartucheras que les cruzan el pecho de arriba abajo.

—¡Son los hombres de Padsha Khan! —exclama el periodista—. ¡Detén el coche!

Bob se lleva al intérprete y los dos se acercan a los hombres. Entre ellos se encuentra el mismísimo Padsha Khan, el señor de la guerra más importante de las provincias orientales del país y uno de los adversarios más enconados de Hamid Karzai.

Cuando se fugaron los talibanes, Padsha Khan fue nombrado gobernador en la provincia de Paktia, que tiene fama de ser una de las zonas más agitadas de Afganistán. En esta región donde la red de Al Qaeda todavía encontraba apoyo, el nuevo gobernador se convirtió en un personaje importante para los servicios de información de Estados Unidos. Necesitaban a alguien que conociera la zona, y debieron pensar que les serviría tanto un señor de la guerra como otro. Ninguno era mejor ni peor que otro. La misión de Padsha Khan fue descubrir dónde se encontraban los talibanes y los guerrilleros de Al Qaeda y pasarle la información a los norteamericanos. Para este fin le dieron un teléfono vía satélite que usaba incesantemente. Llamaba a los norteamericanos para alertar de presuntos movimientos de Al Qaeda, y aquéllos bombardeaban sin excepción el lugar indicado. Contra esta aldea y la otra, contra jefes de tribus que se iban a Kabul para asistir a la ceremonia de investidura de Karzai, contra unas bodas, contra un grupo de hombres reunidos en una casa y que de hecho eran aliados de los norteamericanos. Ninguno de los muertos tenía algo que ver con Al Qaeda, pero todos tenían algo en común: eran enemigos de Padsha Khan. Las protestas de la población local contra este gobernador arbitrario que de casualidad disponía de bombarderos B52 y aviones caza F16 para resolver conflictos tribales de la zona llegaron a ser tan fuertes que Karzai no tuvo más remedio que relevarlo de su cargo.

Entonces Padsha Khan decidió comenzar su propia pequeña guerra: lanzaba misiles contra las aldeas donde estaban sus enemigos, y las diferentes facciones libraron cruentos combates. Muchos inocentes murieron en el intento de este señor de la guerra de reconquistar su poder perdido, pero al final tuvo que rendirse, al menos por el momento. Hace tiempo que el periodista norteamericano le busca, y ahí está, en medio de un arenal y rodeado por una banda de barbudos.

Padsha Khan se pone en pie al verlos. Saluda lacónicamente al periodista, pero abraza efusivamente a Tajmir y lo hace sentarse a su lado.

—¿Cómo te va, mi amigo? ¿Estás bien?

Los dos se vieron a menudo durante la operación Anaconda en la que Tajmir trabajaba como intérprete. Eso fue todo; nunca había sido amigo de Padsha Khan, quien está acostumbrado a dirigir la región como si fuera su propia trastienda junto con sus tres hermanos. Hace sólo una semana que dejó caer un sinfín de misiles sobre Gardez, y ahora le tocará el turno a Khost, donde se ha instalado el nuevo gobernador de la zona, un sociólogo que ha pasado los últimos diez años en Australia y ahora se esconde en la ciudad por temor a los hombres del gobernador exonerado.

—Mis hombres están listos —explica Padsha Khan a Tajmir, quien a su vez traduce al periodista que febrilmente toma notas—. Ahora estamos discutiendo qué hacer. ¿Tomamos la ciudad ya o esperamos a hacerlo más tarde? Si ustedes van a Khost, tienen que decirle a mi hermano que debe deshacerse del nuevo gobernador con rapidez. ¡Díganle que lo empaquete y se lo mande de vuelta a Karzai!

El señor de la guerra hace el gesto de envolver un paquete y enviarlo, y todos los guerrilleros miran a su líder, luego al intérprete y, finalmente, al periodista extranjero.

—Escucha —dice Padsha Khan, y a continuación pasa a explicar su punto de vista.

No cabe duda de quién es, en su opinión, el amo legítimo de estas tres provincias que los norteamericanos siguen con mirada de águila. El señor de la guerra hace uso de las piernas de Tajmir para subrayar lo que dice, dibujando mapas, caminos y fronteras en el muslo del intérprete. Al terminar su declaración, Padsha Khan le da una fuerte palmada. Tajmir traduce mecánicamente, consciente de que encima de sus pies reptan las hormigas más grandes que ha visto en su vida.

—Karzai amenaza con mandar al ejército la semana que viene. ¿Qué vas a hacer al respecto? —pregunta el periodista.

—¿Qué ejército? Karzai no dispone de ningún ejército. Lo que tiene son unos cientos de guardaespaldas entrenados por los ingleses. Nadie puede conmigo en mi propio territorio.

Padsha Khan mira a sus hombres. Visten ropas ajadas y sandalias gastadas; lo único que brilla son sus armas. Algunos de los mandos están cubiertos de collares de perlas de gran colorido, otros llevan complicados bordados. Algunos de los más jóvenes han adornado sus Kaláshnikov con pequeñas pegatinas, y en una de ellas pone
«kiss»
en letras rojas.

Muchos de estos hombres lucharon al lado de los talibanes hace tan sólo un año.

«No nos pueden comprar, solamente nos pueden alquilar», dicen los mismos afganos de sus frecuentes cambios de bando en las guerras. Ahora estos combatientes son los hombres de Padsha Khan, que a veces se los alquila a los americanos. Pese a todo, lo más importante para ellos es combatir a quien su jefe Padsha Khan considera su enemigo. La caza norteamericana de Al Qaeda viene en segundo lugar.

—Está loco —comenta Tajmir de vuelta en el coche—. Por culpa de hombres como él nunca habrá paz en este país. Para Padsha Khan, el poder es más importante que la paz, y está tan loco que quiere arriesgar miles de vidas humanas sólo para quedarse con el poder. Y pensar que los norteamericanos colaboran con un hombre así.

—Si únicamente colaboraran con gente que no tiene las manos manchadas de sangre, no encontrarían a muchos candidatos en estas provincias —dice el periodista en defensa de las autoridades de su país—. No tienen elección.

—Pero a esta gente no le interesa buscar a los talibanes en nombre de Estados Unidos, sino que apuntan y disparan contra su propia gente —insiste Tajmir.

—Me pregunto si realmente habrá serios enfrentamientos —dice Bob más hablando consigo mismo que con su intérprete.

Los dos hombres tienen ideas totalmente distintas de lo que constituye un viaje exitoso. Bob quiere la mayor acción posible; Tajmir sólo desea volver a casa. Dentro de unos días será el segundo aniversario de su boda y espera estar de vuelta para entonces. Quiere sorprender a Khadiya con un regalo bonito. Bob, en cambio, sueña con grandes titulares. Al periodista le excitan los platos fuertes, como pasar la noche en una trinchera, o como cuando él y Tajmir casi cayeron muertos por una granada que no les dio a ellos, sino al coche de atrás, o como cuando tuvieron que buscar abrigo corriendo en la oscuridad porque fueron tomados por enemigos al entrar en Gardez y las balas silbaban a su alrededor. Tajmir, por su parte, maldice su cambio de trabajo. Lo único bueno de estos viajes son las primas de guerra que cobra y de las que no ha dicho nada a su madre, y por tanto se las puede quedar.

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