El librero de Kabul (24 page)

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Authors: Åsne Seierstad

BOOK: El librero de Kabul
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La vida del profeta Mahoma es parte de los deberes. Fazil ha llegado al capítulo que trata de sus costumbres y lee en voz alta mientras sigue la lista de palabras con el dedo, de derecha a izquierda.

—«El profeta Mahoma, que en paz descanse, siempre se sentaba directamente en el suelo. No tenía muebles en su casa porque opinaba que un hombre debía pasar por la vida como un viajero que sólo descansa a la sombra antes de seguir su camino. Una casa no debe ser más que un lugar para el descanso y un amparo contra el frío y el calor y contra animales salvajes, y un sitio para la protección de la paz de la vida privada.

«Mahoma, que en paz descanse, acostumbraba a descansar sobre el brazo izquierdo. Cuando meditaba, le gustaba cavar en el suelo con una pala o con un palo, o bien se sentaba abrazándose las piernas con los brazos. Cuando dormía, yacía sobre el lado derecho con la palma derecha debajo de la cara. A veces dormía de espaldas, a veces con una pierna encima de otra, pero siempre cuidaba de que cada parte del cuerpo estuviera tapada. Dormir boca abajo le disgustaba mucho, y llegó a prohibir que los demás lo hicieran. No le gustaba dormir en una habitación a oscuras ni en una terraza. Siempre se lavaba antes de acostarse y recitaba oraciones antes de dormir. Roncaba suavemente mientras dormía. Cuando se despertaba en plena noche para orinar, se lavaba las manos y la cara antes de volver a acostarse. Llevaba un taparrabos al acostarse, pero solía quitarse la camisa. Como no había letrinas en las casas por aquel entonces, el profeta acostumbraba a caminar largos trechos para estar fuera de la vista de la gente. Elegía tierra blanda para evitar que saltara la orina y se salpicara el cuerpo. Siempre se aseguraba de estar cubierto por una roca o un promontorio. Se bañaba detrás de una manta o usaba un taparrabos cuando lo hacía bajo la lluvia. Cuando se sonaba la nariz, siempre se ponía un paño delante.

Fazil sigue leyendo en voz alta sobre las costumbres alimenticias del profeta. Le gustaban los dátiles y los mezclaba con leche o mantequilla. Prefería el cuello o las costillas de los animales, pero nunca comía cebolla o ajo porque detestaba el mal aliento. Antes de sentarse a comer, siempre se quitaba el calzado y se lavaba las manos. Usaba únicamente la mano derecha para comer, y sólo comía de su lado del cuenco, nunca de en medio del plato. No utilizaba cubertería y empleaba sólo tres dedos para comer. Daba las gracias a Alá por cada bocado que se llevaba a la boca.

Y, pues, cuando bebía..., lo hacía sin hacer ruido.

Fazil cierra el libro.

—Ahora tienes que irte a la cama, hijo.

Mariam le ha preparado la cama en la misma habitación donde han cenado. Alrededor de él, sus tres hermanos ya están roncando. Pero a Fazil le faltan leer las oraciones en árabe. Aprende de memoria las palabras incomprensibles del Corán antes de dejarse caer en su estera con la ropa puesta. A las siete del día siguiente tiene que estar en el colegio. Sólo de pensarlo le produce escalofríos. La primera clase es de islam. El muchacho duerme fatigado e inquieto, soñando que el profesor le vuelve a tomar la lección y que él, de nuevo, no logra contestar correctamente ninguna pregunta. Sabe las respuestas, pero no le salen.

En lo alto del cielo, grandes y pesados nubarrones se acercan a la aldea. Cuando Fazil se ha dormido, la lluvia cae a cántaros. Penetra por el techo de adobe y tamborilea en las losas del muro. Las gotas de lluvia reposan en el plástico que cubre los marcos de las ventanas. Una fresca corriente de aire recorre la habitación, la abuela se despierta y se da la vuelta.

—Gracias a Alá —murmura al sentir la lluvia.

Se pasa por la cara las manos mutiladas como rezando, da media vuelta y vuelve a dormirse. Los cuatro críos a su alrededor respiran apacibles.

Cuando Fazil se despierta a la mañana siguiente, la lluvia ha cesado y el sol lanza sus primeros rayos por las colinas que circundan Kabul. Cuando Fazil se lava en el agua que su madre le ha preparado y se viste y prepara la cartera, el sol ya está secando las charcas que ha dejado la lluvia nocturna. Fazil bebe té y desayuna antes de salir corriendo. Está de mal humor y se enfada con su madre cuando ésta no hace lo suficientemente rápido lo que él le pide. Fazil sólo puede pensar en el profesor de islam.

Mariam está dispuesta a hacer todo por su hijo mayor. De los cuatro hijos que tiene, él es quien recibe la mejor comida y el mayor cariño. Su madre siempre teme no alimentarlo lo suficiente para que se le desarrolle el cerebro. Es a Fazil a quien ella le compra ropa nueva cuando de tanto en tanto tiene un poco de dinero de más; en él deposita todas sus esperanzas. Mariam se acuerda de lo feliz que era hace once años. Se sentía a gusto en su matrimonio con Karimullah. Se acuerda del parto y de su gran alegría porque era un niño varón; lo celebraron con una gran fiesta y ella y Fazil recibieron bonitos regalos. La gente la visitaba y la cuidaba. Dos años después nació una niña, pero entonces no hubo fiesta ni regalos.

Mariam sólo estuvo unos pocos años con Karimullah. Cuando Fazil tenía tres años, su padre murió en un tiroteo. Ella quedó viuda y pensó que su vida había acabado. La suegra tuerta y su propia madre, Bibi Gul, decidieron, sin embargo, que ella tenía que ser dada en casamiento a Hazim, el hermano menor de Karimullah. Pero Hazim no era como su hermano, no era tan agradable ni igual de fuerte. La guerra civil había destrozado la tienda de Karimullah y la familia tenía que subsistir con el sueldo de funcionario de aduanas de Hazim.

Fazil, en cambio, tenía que estudiar y ser un hombre famoso, eso era lo que esperaba su madre. Primero había pensado que el chico podía trabajar en la tienda de su hermano Sultán; pensaba que una librería podía ser un ambiente estimulante. Sultán había asumido la responsabilidad del chaval y Fazil había comido mucho mejor que en su casa. Cuando Sultán mandó a Fazil de vuelta, Mariam se pasó un día entero llorando. Temía que su hijo hubiera hecho algo mal, pero también conocía los caprichos de su hermano, y entendió poco a poco que simplemente él ya no necesitaba que alguien le llevase las cajas.

Fue entonces cuando vino su hermano menor, Yunus, y le ofreció intentar matricular a Fazil en Esteqlal, que era uno de los mejores colegios de la ciudad. Hubo suerte y Fazil comenzó en el cuarto curso. De hecho, era mejor así, pensó Mariam, evocando al pobre de Aimal, el hijo de Sultán, que apenas veía el sol porque trabajaba de la mañana a la noche en una de las tiendas de su padre.

Mariam le acaricia la cabeza a su hijo cuando éste sale precipitado. Fazil echa a correr por el camino de barro intentando evitar las charcas saltando entre montoncitos de tierra. Tiene que cruzar todo el poblado para llegar a la parada del autobús. Entra por la parte delantera del vehículo, donde los hombres se sientan, y viaja pegando botes hasta Kabul.

Fazil es de los primeros en llegar a clase y se sienta en su pupitre de la tercera fila. Uno por uno entran los niños. La mayoría son flacuchos y van mal vestidos y muchos llevan ropa que les va grande, probablemente heredada de hermanos mayores. Entre todos lucen una mezcla variopinta de ropa. Algunos todavía llevan la túnica con pantalón impuestos por el régimen talibán a niños y hombres. En general, los pantalones tienen trozos extra de tela abajo, que han sido añadidos a medida que los niños crecían. Otros usan los pantalones y los jerseys de los años setenta, ropa que sus hermanos mayores llevaban antes de llegar al poder los talibanes. Uno viste unos vaqueros que tienen forma de globo, fuertemente sujetos por un cinturón; otros llevan pantalones de campana. A uno la ropa le va pequeña y se le ven los calzoncillos por debajo del suéter más corto. Más de uno lleva la bragueta sin abrochar; habiendo crecido llevando túnicas, ahora es fácil olvidarse de este nuevo mecanismo de cierre. Algunos tienen las mismas gastadas camisas de algodón a cuadros que llevan a menudo los chicos de los orfanatos rusos, y es como si también tuvieran la mirada hambrienta y un poco salvaje de esos niños. Uno lleva un traje formal raído que le va muy grande y cuyas mangas se ha subido hasta los codos.

Los chavales juegan y gritan, arrojan cosas por el aula y tiran los pupitres. Sin embargo, cuando suena la campana, todos están en su sitio. Toman asiento en los altos bancos sujetos a los pupitres, pensados para dos alumnos, pero donde a menudo se sientan tres para que todos quepan. Al entrar el profesor todos los chicos se ponen de pie rápidamente y saludan.

—Salam aleikum
. Que la paz de Alá sea contigo.

El profesor pasa lentamente a lo largo de las filas verificando que todos han traído los libros y han hecho los deberes. Controla también si tienen las uñas, la ropa y el calzado absolutamente limpios. Si alguien está muy sucio, se le manda a casa.

Luego el profesor les toma la lección. Esta mañana todos los chicos que deben contestar la saben.

—Entonces seguimos.
¡Haram!
—exclama, y escribe la palabra desconocida en la pizarra—. ¿Alguien sabe qué significa?

Un chico levanta la mano:

—Un acto malo es
haram.

Tiene razón.

—Un acto malo y antiislámico es
haram
—afirma el profesor—. Por ejemplo, matar sin razón o castigar sin razón. Beber alcohol es
haram,
drogarse es
haram,
pecar es
haram
. Comer cerdo es
haram
. A los infieles les da igual si algo es
haram
. De hecho, mucho de lo que es
haram
para los musulmanes, ellos lo perciben como algo bueno. Y esto es malo.

El profesor recorre el aula con su mirada. Hace un gran esquema sobre los tres conceptos:
haram, halal
y mubah
.
Haram
es lo que es malo y prohibido,
halal
lo que es bueno y permitido, y
mubah
es cuando hay dudas.

—Mubah
es lo que no es bueno, pero tampoco es pecado. Por ejemplo, comer cerdo si la alternativa fuera morir de hambre. O cazar, que es matar para sobrevivir.

Los chavales toman nota de todo. Al final el profesor les hace las preguntas habituales para comprobar que lo han entendido.

—Si un hombre piensa que
haram
es bueno, ¿él entonces qué es?

Nadie sabe contestar, por lo que el profesor tiene que hacerlo él mismo:

—Un infiel. Y
haram,
¿es bueno o malo?

Ahora casi todos levantan la mano. Fazil, sin embargo, no levanta la mano, tiene pánico a equivocarse. Se encoge en la tercera fila tratando de pasar desapercibido. El profesor apunta a otro chico que apresurado se pone de pie al lado de su pupitre y contesta:

—¡Malo!

Eso es lo que Fazil pensaba contestar también. Un infiel es malo.

XVI
LA HABITACIÓN TRISTE

Aimal es el hijo menor de Sultán, tiene doce años y una jornada laboral de doce horas. Cada día de la semana le despiertan al alba; no descansa ningún día. Y cada día vuelve a acurrucarse hasta que Leila o su madre le obliga a levantarse. Se lava la cara pálida, se viste, bebe té y come un huevo frito con las manos mojando trozos de pan en la yema. A las ocho de la mañana abre la puerta de una pequeña tienda en el oscuro vestíbulo de uno de los hoteles de Kabul donde vende chocolate, galletas, refrescos y chicles, cuenta dinero y se aburre. Se dice a sí mismo que la tienda es «la habitación triste» y siente una pequeña punzada en el corazón y en el estómago cada vez que abre esa puerta. Aquí tiene que quedarse hasta que le pasen a buscar sobre las ocho de la tarde. Entonces ya será oscuro y él se irá directamente a casa a cenar y dormir.

Justo fuera de la puerta hay tres grandes barreños que ha puesto ahí el recepcionista en un vano intento de recoger el agua que gotea del techo. Pero no importa la cantidad de barreños que ponga; en el suelo, fuera de la puerta del tenderete de Aimal siempre hay grandes charcos, y a fin de evitarlos, la gente no entra en la tienda. A menudo, el vestíbulo está sin luz, y si bien de día se abren las pesadas cortinas de los ventanales, la luz del sol no logra penetrar hasta aquellos oscuros rincones. De noche, si hay corriente, se encienden las lámparas, y si no se ponen grandes farolas de gas sobre el mostrador de la recepción.

Cuando el hotel fue construido en los años sesenta, era el más moderno de Kabul. Por aquel entonces, el vestíbulo se llenaba de hombres con trajes elegantes y mujeres que vestían faldas cortas y lucían peinados modernos, se servía alcohol y se ponía música occidental. Hasta el rey acostumbraba a ir allí para celebrar reuniones o para cenar.

Los años sesenta y setenta estuvieron marcados por algunos de los regímenes más liberales del país. Primero bajo la batuta del
bon vivant
de
Zahir Shah, luego bajo la de su primo Daud, que endureció la política y llenó las cárceles de presos, pero permitió el ambiente festivo, occidental y moderno. El edificio por aquel entonces tenía tanto bares como clubes nocturnos. Luego el hotel empezó a decaer a la par que el país entero, y finalmente, durante la guerra civil, quedó completamente destruido: los balazos penetraron en las habitaciones exteriores, las granadas aterrizaron en los balcones y los misiles destrozaron el techo.

Después de la guerra civil —cuando tomaron el mando los talibanes—, las reparaciones se fueron retrasando, pues los clientes eran pocos y no se necesitaban las habitaciones bombardeadas. Mandaban los ulemas que no estaban interesados en potenciar el turismo; al contrario, preferían que viniera el menor número posible de extranjeros al país. En consecuencia, los techos se hundieron y los pasillos quedaron desvencijados en el edificio semidestruido.

Ahora el nuevo gobierno también quiere dejar su huella en Kabul y los obreros han empezado a rellenar los huecos de las paredes y a cambiar los vidrios rotos. Aimal a menudo observa sus tentativas de arreglar el techo, o sigue la lucha desesperada que libran los electricistas por hacer funcionar el generador cuando se va a celebrar una reunión importante con necesidad de micrófonos y altavoces. El vestíbulo es el lugar de juego de Aimal; aquí puede patinar encima del agua, aquí puede caminar un poco aunque sea dando vueltas. Pero eso es todo, y es de lo más aburrido y de lo más solitario.

A veces habla con la gente de este vestíbulo de la tristeza. Los hombres que hacen la limpieza, los recepcionistas, los conserjes, los de la seguridad, algún que otro cliente del hotel y los otros vendedores. Rara vez tienen clientes. Un hombre vende joyas tradicionales del país y también se pasa el día aburrido, ya que no hay una gran demanda de joyas entre los huéspedes del hotel. Otro vende recuerdos turísticos a precios que espantan a los clientes.

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