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Authors: Katherine Howe

El Libro de los Hechizos (14 page)

BOOK: El Libro de los Hechizos
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Sam cogió la mano de Connie para tirar de ella mientras avanzaba hacia la pared de piedra, pero ella se negó a moverse.

—¡Sam! —susurró —. ¿Qué estás haciendo? ¡No podemos entrar furtivamente en el jardín de otra persona!

—¡Chis! —Sam le indicó que guardara silencio sin dejar de sonreír —. Es imposible que estén en casa. Y, por si acaso, andaremos de puntillas.

—¡Sam! —susurró ella, el temor creciendo en su interior a causa de la emoción y el placer.

—¡Vamos! —Sam aumentó la presión sobre su mano y Connie se excitó con el cálido contacto de su piel, suave pero firme, dejando que la llevase a lo largo de la pared de piedra para adentrarse en un pequeño bosque entre dos de las casas.

Sam tanteó la pared mientras avanzaba, y finalmente se detuvo junto a un bloque de granito de unos sesenta centímetros de alto que sobresalía de la pared de piedra formando un ángulo. La pared y los árboles de los alrededores cubrían el bloque con una densa sombra, y Connie echó una mirada nerviosa hacia la casa que se encontraba más próxima, segura de que descubriría un rostro detrás de una cortina, o el súbito encendido de la luz en un porche para demostrar que estaban a punto de ser sorprendidos.

—Espera un segundo —musitó Sam, buscando algo en un bolsillo de su mono de trabajo. Connie oyó un chasquido y un siseo y el olor a fósforo la alcanzó justo en el momento en que aparecía la llama —. Muy bien —dijo él entonces, y se agachó para sostener la llama junto al bloque de granito —. Ahora, mira esto.

Connie se agachó a su lado y estudió el bloque de granito, iluminado ahora en un brillante círculo amarillo que convertía la superficie de la piedra en un plano achatado. En el bloque, vio una figura humana grabada con rasgos muy simples, de unos treinta centímetros de alto; llevaba un sombrero o un tocado, y tenía los brazos y las piernas extendidos. Junto a la mano izquierda habían grabado una estrella de cinco puntas, una luna creciente junto a la derecha, un sol junto al pie izquierdo y, junto al pie derecho, había una serpiente o un lagarto. El grabado era basto e impreciso, las errantes marcas del cincel aún podían verse en la superficie de la vieja piedra. Era evidente que no había sido tallada por un grabador de lápidas u otra persona entrenada para hacer esa clase de trabajo. Encima del tosco dibujo alguien había grabado una sola palabra en letras mayúsculas: TETRAGRAMMATON.

Connie abrió unos ojos como platos, aunque no estaba muy segura de lo que veía.

—¿Qué es esto? —susurró —. No sé lo que estoy mirando.

—Esto, mi racionalista amiga, es un marcador de límites —contestó Sam, apagando el fósforo y dejándolo en la hierba. Encendió otro antes de continuar —: En los primeros tiempos del asentamiento, una forma de demarcar el límite de tu tierra antes de meterte en problemas construyendo una cerca consistía en colocar un bloque de piedra grande y visible en cada esquina de tu parcela. Si echas un vistazo en Old Town, podrás ver estos bloques de piedra por todas partes, en ocasiones justo al lado de la puerta principal de una casa, si la parcela es muy pequeña.

—Correcto —dijo Connie —. Creo que hemos visto algunos de ellos. Pero ¡¿y el grabado?!

—Por eso precisamente quería que vieses este bloque. Lo encontré debajo de lo que solía ser un cúmulo de abono cuando estaba comprobando la seguridad estructural de la pared para los nuevos propietarios de la casa. Desde que hallé este bloque de piedra, me he topado con varios otros que también exhiben marcas grabadas, pero la mayor parte del cincelado ha sido borrado por el paso del tiempo. La talla no es muy profunda, y supongo que eso se debe a que quienquiera que la hiciera no sabía realmente qué estaba haciendo. Hasta ahora, éste es el bloque que presenta el dibujo más claro.

—Pero ¿«Tetragrammaton»? —preguntó Connie —. ¿Qué significa eso? ¿Por qué alguien habría de hacer un grabado así en un marcador de límites, en vez de escribir simplemente «Esta tierra pertenece a fulano de tal»?

Sam se encogió de hombros y apagó el segundo fósforo.

—Ignoro cuál es el significado de ese simbolismo, pero que yo sepa pretende ser un encantamiento… , para mantener alejado el mal.

—El mal, ¿eh? —dijo Connie.

—Es una manera de hablar. Es muy posible que alguien practicara la magia entonces. Si existía la idea de la brujería, seguramente alguien estaba dispuesto a aprovecharla. Después de todo, las personas son personas, incluso los puritanos. Está claro que este grabado significaba algo para alguien. En este pueblo había algo a lo que la gente temía. —La miró fijamente —. Para ellos no se trataba de un asunto académico; era la vida real. Y en la vida real hay terrores reales.

Connie pasó las yemas de los dedos por las muescas superficiales del marcador de granito, fascinada por lo que Sam acababa de explicarle. Su argumento, por supuesto, tenía sentido. Pero toda la literatura que ella había leído acerca de ese tema insistía en que la brujería era sólo un sustituto de otras cosas: la irracional herramienta social de un mundo anterior a la Ilustración, acostumbrado a desplazar el miedo a lo desconocido hacia los miembros más vulnerables de la sociedad. La excitación la recorrió por dentro cuando su mano se demoró en la cara de la piedra. La magia no era sólo un sustituto, no era simplemente una categoría psicoanalítica para intentar explicar un mundo sin causa y efecto aparentes. Para algunos de los primeros colonos, la magia era algo real. La idea le hizo contener el aliento. Allí había una prueba tangible, palpable, que había permanecido enterrada debajo de una pila de abono durante más de doscientos años.

Estaba a punto de contestar cuando se oyó una voz distante que preguntaba: «¿Hay alguien ahí?», desde la puerta trasera de la casa. Connie y Sam se miraron con la boca abierta por la sorpresa.

—¡Te lo dije! —susurró ella, golpeándole ligeramente el pecho.

Sam extendió las manos en un gesto de inocencia y se encogió de hombros, como si dijese: «¿Qué puedo decir?» Luego la cogió de la mano y, jadeando y riendo, ambos echaron a correr.

Capítulo 6

Salem, Massachusetts

Mediados de junio

1991

C
onnie se encontraba delante del imponente edificio estilo renacimiento griego del palacio de justicia de Salem, con los brazos cruzados sobre el pecho, preguntándose qué estaba haciendo. El calor agobiante de la semana anterior había continuado de la misma manera, y toda la ciudad había cerrado sus persianas contra el mundo exterior. Las tiendas estaban desiertas. Un solitario autobús escolar dejaba excursionistas en la calle, la imagen de ellos corriendo cogidos de la mano por un callejón adoquinado oscurecido por las ondas de calor que emergían del asfalto ardiente. Connie atravesó las puertas de hierro enrejadas del palacio de justicia, que permanecían entreabiertas con una silla plegable de metal sujetándolas para atrapar así la más mínima brisa.

El vestíbulo de entrada de mármol estaba fresco y en penumbra después de la intensa luminosidad de la calle, y se detuvo un momento para que sus ojos se adaptaran al cambio de luz. El mostrador de seguridad estaba desierto, y Connie volvió a guardar su tarjeta de identificación de Harvard en el bolsillo de sus tejanos cortados, reflejando que el verano genera una especial indiferencia en la normalmente ordenada conciencia de Nueva Inglaterra. Pasó a través de un segundo juego de puertas de roble, también ligeramente abiertas, y entró en un corredor con olor a humedad, siguiendo el cartel impreso que decía «DEPARTAMENTO DE VALIDACIÓN DE TESTAMENTOS», indicado con una flecha.

Había pasado una semana desde que Sam y ella habían huido a la carrera del patio trasero de un desconocido y, en ese tiempo, la agradable confusión que experimentaba en presencia de Sam se había prolongado incluso en su ausencia. Esa mañana, mientras hablaba con Liz desde una cabina del centro, había culpado al calor, que siempre parecía emborronar su mente, como si fuese la punta húmeda de un dedo tratando de eliminar una mancha de tinta.

—Yo no creo que sea el calor —había dicho Liz.

—Oh, no tienes ni idea —se quejó Connie —. La casa de la abuela es sofocante. Y ni siquiera puedo enchufar un ventilador. Anoche llené la bañera con agua fría y me senté dentro durante media hora. El calor ha convertido a
Arlo
en un globo en lugar de un perro.

—Lo que tú digas. No es la primera vez que tienes calor —dijo Liz, ignorando su argumentación —. Creo que conocer a ese tío te ha pillado fuera de juego, pero en el buen sentido.

Connie se quedó desconcertada; Liz, como siempre, tenía una manera especial de disipar sus bloqueos mentales y articular aquello que ella misma no era capaz de decir.

Era verdad que ante Sam reaccionaba de un modo distinto. Los chicos con los que había salido en la universidad habían sido muy agradables, tíos indiferentes y geniales que eran felices estando junto a ella en una fiesta de una fraternidad mientras bebían cerveza, pero nada más. Connie había sido incapaz de realizar demasiadas incursiones personales con los hombres en Harvard; solía decir que estaban demasiado absorbidos en los rigores de la escuela de graduados como para dedicarle tiempo a las relaciones sociales, pero Liz insistía en que Connie les intimidaba. Sam, en cambio, no se mostraba indiferente, y tampoco se sentía intimidado. Sus labios se torcían en una sonrisa traviesa cuando pensaba en él. Cuando estaba con Sam, paradójicamente, se sentía relajada y a la vez confusa; cuando estaba con Sam era capaz de sorprenderse a sí misma.

Al acabar su día juntos, Sam había conseguido extraerle a regañadientes la promesa de que le mantendría informado si descubría alguna otra cosa acerca de su misteriosa bruja, y ella había asentido, evitando mirarlo a los ojos. El último autobús nocturno llegó para llevarlo de regreso a Salem. Ella lo miró cuando subió, su partida demorada mientras se dirigía hacia la parte posterior del autobús, el vehículo avanzando alrededor de él mientras su movimiento parecía, por un instante, mantenerlo en el mismo lugar. Sam la saludó agitando la mano y luego el autobús se alejó con él, y Connie sintió que la soledad descendía sobre ella como un telón.

Si esa tarde conseguía descubrir algo acerca de Deliverance Dane, tendría una excusa para detenerse en la iglesia donde Sam estaba trabajando y decirle lo que había encontrado. La idea de hallar algo que mostrarle hizo que una corriente de excitación corriese por sus brazos y sus piernas. Había estudiado los juicios por brujería celebrados en Salem como parte de su examen de calificación, pero no recordaba haber visto nada sobre alguien llamado Deliverance Dane en la literatura de consulta. Si Deliverance había sido una de las brujas acusadas en aquella época, seguramente fue expurgada por completo del registro histórico. Connie todavía no se había formado una hipótesis de por qué habría sucedido algo así. ¡Una bruja de Salem no descubierta! Apresuró el paso por el corredor, ansiosa por comenzar la búsqueda.

Un escritorio alto dominaba el Departamento de Validación de Testamentos, ocupado sólo por un ventilador oscilante y una campanilla de metal. Connie la hizo sonar y se inclinó sobre el escritorio. Estaba a punto de llamar cuando una voz seca siseó a su espalda.

—¿Siií?

Connie, sobresaltada, se volvió para toparse con una mujer diminuta y ajada que llevaba gafas y el pelo recogido en un tirante moño, lucía un vestido suelto y unos zapatos de lona. Tenía los brazos cruzados, y los labios apretados formaban una línea estrecha y amarga.

—Buenas tardes —dijo Connie, serenándose —. He venido a investigar un registro de validación testamentaria.

—¿Tiene cita? —preguntó bruscamente la mujer, estudiando con evidente desaprobación los tejanos cortados y las chanclas de goma de Connie.

Ella echó un vistazo al archivo silencioso, donde no había personal y tampoco investigadores, y apoyó las manos en las caderas.

—No, me temo que no —dijo con firmeza —. Pero sólo me llevará un momento. Veo que está ocupada.

La mujer frunció el ceño.

—Así es —dijo —. Habitualmente sólo recibimos a personas que han concertado una cita.

—En ese caso le agradecería que hiciera una excepción conmigo —repuso Connie, congratulándose por su diplomacia —. Estoy buscando un testamento que habría sido validado en la década de 1690.

—¡Están por nombre, no por fecha! —ladró la mujer.

—Entiendo —dijo Connie, tensando los músculos de la mandíbula como una cuerda que envolviera una cornamusa —. ¿Y los archivos no han sido cotejados por fecha?

—No hay motivo para ello —dijo la mujer. «No hay motivo para ello.» El carácter de Nueva Inglaterra como una cuestión de semejanza privilegiada por encima de cualquier otra cosa, incluida la eficiencia. «Porque siempre ha sido así» era una explicación con la que Connie ya se había topado antes en el curso de su investigación; era como un parapeto que mantenía a raya al mundo exterior de Nueva Inglaterra. Sintió una oleada de simpatía por el deseo adolescente de Grace de rebelarse. La casa de la abuela debía de estar ordenada según un sistema de coherencia similar a costa del progreso y el cambio.

—En ese caso, ¿sería tan amable de indicarme la sección de nombres que comienzan con la letra «D»? —preguntó Connie con una sonrisa tensa.

—El catálogo de fichas está allí —dijo la mujer, señalando en una dirección que abarcaba toda la mitad izquierda del archivo. Luego, sin añadir más comentarios, giró sobre los talones de sus zapatos de lona y desapareció a través de una pequeña puerta en la que se leía «SÓLO PERSONAL AUTORIZADO».

—Gracias —dijo Connie a la habitación vacía, dejando caer el bolso que llevaba al hombro sobre una larga mesa de lectura y volviéndose hacia el catálogo de fichas.

Connie sabía que, si Deliverance había muerto antes que su esposo (suponiendo que tuviese un esposo), todos sus bienes habrían sido transferidos automáticamente a su cónyuge. Si ella le había sobrevivido, entonces al menos una tercera parte de los bienes de él le habrían sido entregados a ella por ley, mientras que el resto iría a parar a los hijos que hubiesen tenido. Las cosas se complicaban si ella nunca se había casado, pero ésa era una circunstancia inusual en el período colonial. Connie reflexionó entonces que no disponía de ningún dato que le dijera qué edad tenía Deliverance durante la celebración de los juicios por brujería. En términos estadísticos, la mayor parte de las mujeres acusadas de practicar la brujería eran de mediana edad, entre cuarenta y sesenta años, la edad en que las mujeres del período colonial se encontraban en el apogeo de su poder social. Las brujas acusadas eran habitualmente mujeres anormales de alguna manera llamativa: tenían un menor número de hijos, o eran económicamente marginales. Si Deliverance era una bruja incluida en la estadística, existía una buena posibilidad de que fuese una mujer mayor, posiblemente viuda, y sin hijos.

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