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Authors: Katherine Howe

El Libro de los Hechizos (18 page)

BOOK: El Libro de los Hechizos
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Grace permaneció un momento en silencio y Connie sintió remordimientos. Le preocupaba que la mención de Lemuel hubiese entristecido a su madre. Grace volvió a suspirar.

—Ah, papá te hubiera encantado —dijo su madre, la voz un punto melancólica —. Él no te hubiera entendido, no más de lo que me entendía a mí, pero habría estado loco por ti. Me alegro de que hayas estado pensando en él.

Connie tragó con dificultad, lamentando súbitamente haber sentido irritación hacia su madre. Grace sólo tenía una peculiar manera de expresar las cosas. Connie se recordó que se había prometido a sí misma que trataría de escuchar la sustancia de lo que Grace tuviese que decir, en lugar de su lenguaje o su idioma.

—Eso no es todo, mamá… —comenzó a decir.

—Lo que ocurre con las auras, Connie —la interrumpió Grace —, es que tienen una manera de permanecer en las cosas. A menudo, la gente perceptiva es capaz de captar esos restos que son dejados atrás. Pueden ser asombrosamente específicos, ¿sabes? Y siempre he pensado que tú eras una chica muy perceptiva.

Connie sintió una extraña mezcla de placer por el elogio de su madre y de contrariedad por el tema que estaban tratando: las auras, por supuesto. Connie estaba dispuesta a creer que poseía una imaginación muy activa, y dispuesta a creer que era una solitaria y, por tanto, a buscar cosas que podrían no estar allí. Pero eso era todo lo lejos que estaba dispuesta a ir.

—Mamá, tengo que colgar —dijo —. Aquí hay una ola de calor y esta cabina telefónica me está matando.

—¿Estás segura de que no hay ningún chico? —preguntó Grace con voz cauta —. Si lo hay, realmente deberías contármelo, cariño.


Mamá
—dijo Connie, irritada —. Tengo que irme. Te llamaré pronto, te lo prometo. Y será mejor que contestes.

Grace se echó a reír y Connie sonrió. Se dispuso a colgar el teléfono, pero lo pensó mejor y añadió:

—Te quiero, mamá —y esperó.

—Yo también te quiero, cariño. Llámame el domingo si te apetece —dijo Grace.

— Lo haré —respondió Connie con las mejillas arreboladas mientras colgaba el auricular.

Con
Arlo
resollando detrás de ella, Connie avanzó de puntillas a través de la pasarela de madera que llevaba desde el parque público situado en la margen occidental de Marblehead hasta la plataforma flotante anclada a cierta distancia del risco de granito. El aire húmedo de la tarde se había vuelto más denso y pesado desde que había salido de la casa, y cuando se encontraba con el agua fría del muelle se congelaba formando una niebla tan espesa que Connie casi podía modelarla, como si formase figuras de arcilla. Cuando llegó a la plataforma, la niebla se cerró tras ella sobre la pasarela, y se encontró completamente sola. Dejó caer la toalla que llevaba al hombro, y
Arlo
se instaló encima de ella, estirando las patas con un suspiro. Bajo la difusa luz de la luna, su pelaje parecía moteado en gris y negro, casi invisible contra la madera de la plataforma. Connie hizo una pausa, inhalando el olor salobre del mar, y aguzó los oídos.

Sólo el amortiguado sonido del aparejo de un velero a través de la bruma le confirmó que había embarcaciones ancladas a veinte metros de donde ella se encontraba. El agua salpicaba el costado de la plataforma, tranquila y sin oleaje. Dejó escapar un suspiro de alivio, quitándose la camiseta manchada de sudor y los tejanos cortados hasta quedarse en ropa interior, invisible en la oscuridad. La niebla era fresca y agradable contra su piel, y se deslizó en silencio en el agua del muelle, sintiendo que el calor de su sufrido cuerpo desaparecía en el delicioso abrazo del agua salada. Connie se sumergió debajo de la superficie, nadando sin ver nada a través del agua negra, el silencio cerrándose a su alrededor, conjurando noches en las que se movía furtivamente, desnuda, en Golden Pond cuando era una niña.

Su rostro asomó a través de la superficie del agua del muelle y descubrió que la cortina de niebla había oscurecido la imagen de la plataforma. Tumbándose boca arriba, flotó como una isla pálida en mitad de la noche. Se sentía feliz de haber encontrado a Grace en casa. Aunque por momentos la conversación había sido fastidiosa, no obstante se sentía reconfortada. ¡Y ni siquiera le había contado que había estado en la taberna de los marineros! Connie sonrió, y un poco de agua salada se filtró por los costados de su boca. Se lo contaría el domingo cuando la llamara. Alzó una mano para tocar la niebla, moviendo los dedos en medio de la bruma.

Entonces se oyó un ladrido, amortiguado por la humedad del ambiente, y ella levantó la cabeza mientras pedaleaba con los pies en el agua.

—¿
Arlo
? —llamó.

Un gimoteo feliz contestó a su llamada y luego se oyó un chapoteo. Connie comenzó a nadar de regreso a la plataforma flotante. La niebla se apartaba a medida que avanzaba y por el cambio en la vibración supo que había algo en el agua con ella.

—¿
Arlo
? —volvió a llamar a su perro, extendiendo los brazos frente a sí.

Su mano chocó entonces con algo y una voz exclamó:

—¡Cuidado!

Ella profirió un grito de sorpresa y la voz preguntó:

—¿Connie?

Ella aguzó la vista y vio que la forma que surgía a través de la niebla pertenecía a un hombre joven, que parecía sujetarse a la plataforma con un brazo. Encima de él se veía la silueta de su perro, meneando la cola.

—¿Sam? —preguntó ella con incredulidad.

—¡Hola! —dijo él, separándose de la plataforma y nadando hacia ella.

Connie se echó a reír, muy sorprendida.

—¿Qué estás haciendo aquí?

—Nadando —dijo él con autoridad —. Hazme otra pregunta.

Ella le lanzó un poco de agua con un gesto de impaciencia.

—Quiero decir, ¿cómo que estás nadando aquí? ¡Vives un pueblo más allá!

—¿Has visto alguna vez el puerto de Salem? Podría incendiarse espontáneamente de tan contaminado que está. Yo siempre nado aquí.

Sam se sumergió en el agua y volvió a emerger con la cabeza echada hacia atrás para quitarse el pelo de los ojos. La luz de la luna brillaba sobre su piel mientras el agua corría por su rostro en pequeños arroyuelos, centelleando en el pequeño aro que llevaba debajo de la nariz. Connie se preguntó cuánto tiempo debía de hacer que lo llevaba. Habitualmente detestaba las joyas en los hombres, pero ese aro debajo de la nariz era poco convencional. Peligroso…

—He conocido a
Arlo
—señaló Sam, interrumpiendo sus pensamientos —. Es muy majo. En cualquier caso, no me ha mordido. Aunque no creo que hubiese permitido que te robara la toalla sin luchar.

—No te habría dejado —dijo ella con la boca torcida en una sonrisa traviesa. Luego se alejó lentamente de la plataforma y Sam la siguió.

—¿Y bien? —preguntó él mientras nadaban —, ¿alguna novedad sobre tu bruja favorita?

Connie puso los ojos en blanco y dio una fuerte patada que arrojó agua directamente a la cara de Sam.

—¡Eh! —exclamó él escupiendo agua y agitando los brazos —. ¿Por qué has hecho eso?

—Por hablar de trabajo cuando hace tanto calor —respondió ella —. Y, si es necesario, volveré a hacerlo.

—Es bastante justo —dijo Sam, sumiso —. No hablaremos del trabajo—. Hizo una pausa, acercándose en el agua y moviendo los ojos a derecha e izquierda. Connie lo observó mientras agitaba lentamente las piernas y flotaba. Sus hombros pálidos asomaban apenas sobre la superficie del agua, y su pelo suelto se arremolinaba alrededor de ella, las cejas castaño oscuro unidas encima de los ojos —. ¿Sabes?, podría ser peligroso para nosotros nadar aquí a esta hora de la noche —dijo él en voz baja.

—¿Y eso por qué? —preguntó ella, bajando la voz a su vez.

—Bueno —dijo Sam, asumiendo un tono fingidamente serio —por el calamar.

—¿El calamar? —repitió Connie enarcando una ceja.

—Oh, sí. La extraña variedad de calamar norteamericano que escupe veneno. Sólo salen de caza cuando hay niebla. Si notas algo que te roza la pierna —se acercó aún más a ella, bajando la voz hasta convertirla en un susurro —, es probable que ya sea demasiado tarde.

Connie sintió unos dedos que le rozaban la rodilla por debajo del agua. Hundió una mano, aferró un pie y lo sacó fuera del agua.

—¡Eh, he cogido uno! —exclamó con expresión de triunfo mientras Sam caía hacia atrás, hundiendo la cabeza debajo del agua en medio de una carcajada —. Oh, espera, este calamar está cubierto de tatuajes —señaló, examinando la pierna mientras los brazos de Sam se agitaban y buscaban la superficie.

Él consiguió soltarse finalmente y, jadeando, se lanzó tras ella mientras Connie se alejaba sin dejar de reír.

Desde donde se encontraba en la toalla,
Arlo
oyó el chapoteo en el agua y unas sonoras carcajadas, mezcladas con gritos de «¡Estás muerta, Cornell!» y «¡Primero tendrás que atraparme, Hartley!». En un momento dado, el perro alzó la cabeza con las orejas levantadas, buscando el origen del sonido, cuando las carcajadas se convirtieron en unas débiles risitas. Pero luego sus orejas inquisidoras oyeron sus voces que susurraban, y entonces volvió a apoyar la cabeza sobre las patas y esperó, confundiéndose con el pálido color de la niebla iluminada por la luz de la luna.

Capítulo 8

Cambridge, Massachusetts

Finales de junio

1991

C
onnie se encontraba en el estrecho lavabo de mujeres del primer piso del club de la Facultad de Harvard, recogiéndose el pelo en lo que esperaba que fuese una trenza pulcra y ordenada. Hizo una pausa para examinar los resultados en el espejo y vio que un mechón sobresalía en la coronilla.

—Maldita sea —dijo, deshaciendo el trabajo.

Mojó el peine con el agua del grifo del lavamanos y luego lo pasó a través del pelo, raspando con los dientes de plástico el cuero cabelludo. Nunca había conseguido dominar el arte de parecer tranquila. En las ocasiones en las que había que estar elegante, ella siempre se sentía destrozada por la ansiedad, atenta a no caer en trampas de sastrería ocultas. Mientras rehacía la trenza no dejaba de murmurar por lo bajo. De todos modos, ¿por qué había insistido el profesor Chilton en almorzar allí? Podría haberse reunido con él en su despacho. Él habitualmente invitaba a los estudiantes de posgrado cuando quería celebrar algo con ellos. O para intimidarlos.

—Estúpida —dijo, envolviendo el extremo de la trenza con una goma y empujándola por encima del hombro.

Contempló su imagen en el espejo. Detrás de una cerosa orquídea morada, que llenaba la mayor parte del campo visual encima del lavamanos, el espejo le devolvió el reflejo de una mujer joven, de ojos azules, con un vestido suelto de flores, su conservadurismo básico compensando —o, al menos, eso esperaba —, sus carencias en cuanto a estilo y entallado. Unos adecuados zapatos Mary Jane reemplazaban a sus habituales chanclas de goma. Su bolso de bandolera era simplemente un bolso de bandolera. Connie suspiró. Tendría que haberle pedido algo prestado a Liz.

—Ridículo —dijo en voz alta, sin saber muy bien si estaba comentando la situación o su atuendo. Quizá ambas cosas. Echó un vistazo al reloj, decidió que ya llevaba escondida en el lavabo tanto tiempo como podía justificar, y abrió la puerta.

Los estudiantes de posgrado nunca se aventuraban en el salón de lectura del club de la Facultad de Harvard, y cuando Connie se dirigió hacia allí se preguntó por qué. Tenías que ser invitado. Unos sofás profundos y copetudos y unos lustrosos sillones de cuero ocupaban ambos extremos en torno a unas mesas de centro bajas, y las alfombras estaban desteñidas por el efecto del sol y varias décadas de pies calzados con mocasines. El amplio salón estaba vigilado por los benévolos ojos pintados de harvardianos clericales que llevaban muertos muchos años. El aire tenía una cualidad reconfortante, una mezcla de madera lustrada, café y tabaco de pipa. Y a pesar de ello, los estudiantes de la escuela de graduados se encogían de temor, como si hubiese algo tóxico en su aire enrarecido.

Aquella tarde, el dulce olor a tabaco de pipa emanaba de un caballero de pelo blanco que estaba sentado en un diván debajo del reloj de péndulo, sosteniendo un periódico abierto a la altura de sus gafas con montura dorada. El hombre sacudió ruidosamente el periódico y resopló sin quitarse la pipa de los labios. Connie se dirigió al otro extremo del salón para esperar allí.

Reconocía que estaba excitada por contarle al profesor Chilton lo que había aprendido hasta el momento. ¡Se llevaría una grata sorpresa! Movió nerviosamente un pie anticipándose al instante, mientras una sonrisa irónica curvaba los extremos de su boca.

—¿Señorita Goodwin? —preguntó una voz.

Connie se sobresaltó. No había oído acercarse al camarero.

—¿Sí? —contestó, estirándose el bajo del vestido con dedos nerviosos.

—El profesor Chilton pregunta si quiere reunirse con él en el comedor —dijo el camarero, con una sonrisa afectada tan leve que sólo una cínica avezada como Connie habría sido capaz de detectarla. La sonrisa decía: «Él, por supuesto, no puede venir a buscarla personalmente.»

Connie suspiró.

—Entonces supongo que tendré que ir al comedor —repuso, levantándose.

— Muy bien, señorita Goodwin —dijo el camarero, inclinándose una fracción de centímetro.

El comedor estaba protegido del sol de la tarde con unas cortinas y Connie tuvo que buscar unos minutos en la oscuridad antes de localizar a Manning Chilton sentado en un reservado situado en un rincón. Estaba leyendo un libro denso,
La práctica de la alquimia como pureza moral
, que guardó en un maletín debajo de la mesa cuando ella se acercó.

—Connie, mi niña —dijo, levantándose e inclinando ligeramente el cuerpo en un gesto solemne.

«Ya estamos otra vez con ese asunto de “mi niña”», pensó ella mientras estrechaba la mano de su tutor. Ocultó su fastidio con una brillante sonrisa y el camarero acercó una silla para ella.

—Estoy encantado de que pudiese reunirse hoy conmigo. ¿Le pido a James que traiga el menú o ya sabe lo que le gustaría comer? —preguntó Chilton. El camarero, James, estaba parado junto al codo de Connie, una ceja enarcada de la misma manera irónica con la que la había rescatado del salón de lectura.

—Ah —dijo Connie, dudando. El comedor, con sus impecables manteles planchados y sus cuchillos de plata para la mantequilla, siempre hacía que se sintiera intranquila. La mayoría de los estudiantes de la escuela de graduados sobrevivían gracias a un surtido misceláneo de comida recogida al acabar las reuniones del departamento. El semestre anterior, y durante toda una semana, Liz y ella habían subsistido a base de un plato de queso robado de la recepción organizada por el Departamento de Lenguas Clásicas para los nuevos estudiantes. Cuando la comida gratis escaseaba, podían recurrir al comedor, con su dieta permanente de espaguetis con salsa de tomate y cazuela de atún. «Es un verdadero milagro que más de nosotros no caigamos afectados de raquitismo», pensó antes de darse cuenta de que aún no le había contestado al profesor Chilton. James se aclaró la garganta con delicadeza.

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