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Authors: Katherine Howe

El Libro de los Hechizos (21 page)

BOOK: El Libro de los Hechizos
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Los golpes en la puerta la habían seguido fuera del sueño, y ahora vibraban a través del suelo, sacudiendo ruidosamente el pasador. Connie se sentó en la cama, el pelo revuelto, y se frotó los ojos con el antebrazo.
Arlo
rodó hacia su lado con un bostezo y las patas extendidas en el espacio cálido de la cama que ella acababa de abandonar.

—¡Qué demonios…! —musitó, arrastrando los pies a través de la inclinada habitación del piso superior. Bajó la escalera con los dedos de los pies descalzos aferrando cada estrecho peldaño, y abrió la puerta mientras se rascaba la cabeza en mitad de un bostezo.

—Sostén esto —dijo la voz, y le puso en las manos un vaso de plástico con café. Detrás del café, Connie descubrió a Sam, con unos pantalones cortos, Doc Martens y una camiseta Black Flag, que sostenía una caja de donuts en la mano —. Cumpliendo con el horario de la escuela de graduados, ¿eh?

Sam sonrió, pasando junto a ella y entrando en el vestíbulo. Su brazo le rozó el hombro, dejándole un cosquilleo en la piel debajo de su camiseta.

Connie parpadeó.

—¡Ah, el comedor! —dijo él, moviéndose sin prisa a través del viejo salón y dejando la caja de donuts sobre la mesa —. ¿Quieres un plato? No, no necesitas un plato.

—Sam, ¿qué…? —comenzó a preguntar ella.

—Las once y media —dijo él, ofreciéndole un donuts cubierto de chocolate y envuelto en una servilleta de papel.

—Caray. ¿De verdad? —dijo Connie aceptando el bollo.

—Bebe un poco de café, te sentirás mejor —le aseguró él.

—Pero ¿cómo has encontrado…? —comenzó a preguntar otra vez.

—Fácil. Busqué la única casa que estuviese totalmente cubierta de enredaderas —dijo Sam, instalándose en una de las sillas y apoyando un pie encima de la mesa con una sonrisa —. Es una casa fantástica, por cierto. En excelente estado.

—¿Te burlas de mí? —preguntó Connie —. Es una ruina. Cada vez que subo a la planta de arriba tengo miedo de que se venga abajo.

—Imposible —repuso él, meneando la cabeza.

—Mira. —Connie clavó la uña en una de las vigas de madera vistas que cruzaban el umbral entre el comedor y la entrada, y una nube de serrín cayó desde lo alto —. Se cae a pedazos—. Luego se sentó en una de las sillas junto a la mesa del comedor, mirándole mientras lo hacía.

Sam alzó la vista y se encogió de hombros.

—Carcoma. Es normal en una viga tan antigua. Probablemente llegaron junto con la madera en la época en que se construyó la casa. Cerca de 1700, ¿verdad? Deben de llevar aquí más de doscientos años. El aspecto no es bueno, pero por dentro esa viga es como el acero.

Sam mordió un donuts relleno de jalea y una huella de azúcar glas se dibujó alrededor de sus labios.

—Cuando construyeron la casa —continuó —, emplearon madera verde para las clavijas que mantenían unidos los postes y las vigas, de modo que penetrasen blandas en las junturas y luego se endurecieran en su sitio. Lo único que puede derribar esta casa es un
bulldozer
—. Sam sonrió y se limpió lentamente el azúcar con el dorso de la muñeca —. Nada puede vencer a la vieja madera dura —añadió sin dejar de mirarla.

Connie tragó, sintió que tenía las orejas calientes y apartó la vista. Mordió su donuts sin mirarlo.

—¿Sabes?, hay mujeres que encontrarían esto muy extraño —dijo ella, lamiendo unas migajas de chocolate del pulgar.

—Sí —convino él —. He salido con algunas de ellas.

Mientras Sam masticaba,
Arlo
se materializó debajo de la mesa y le olisqueó la pierna. Ambos siguieron comiendo durante unos momentos. Connie bebiendo el café a pequeños sorbos. Era plenamente consciente del hecho de estar sentada delante de Sam vestida con un pijama de cuadros desteñido. Por qué esa situación parecía más íntima, más embarazosa, que nadar con él en ropa interior en la oscuridad no lo sabía. Su baño nocturno en aguas del muelle, rodeados por la oscuridad y la niebla, era casi como ella lo había imaginado. Habían pasado varias horas juntos, chapoteando y jugando en el agua. Cuando se cansaron de nadar, ambos se tendieron sobre la plataforma flotante, contemplando el cielo mientras la niebla se abría lo suficiente para revelar las estrellas que titilaban en lo alto. Ambos permanecieron en silencio, sin tocarse ni hablar. Connie era intensamente consciente de la proximidad de Sam, pero temía dejar que sus dedos cogieran su mano, temía que, si lo hacía, se desvaneciera la irrealidad de la noche. Ahora, a la luz del día, ella supo que había sido real. El cálido rubor en sus orejas comenzó a bajar desde el nacimiento del pelo hasta las mejillas y cruzó las piernas inconscientemente.

—Bien —dijo Sam.
Arlo
se levantó meneando la cola y apoyó las patas en su regazo. Sam acarició el hocico del animal y se volvió hacia Connie —. ¿Qué haremos hoy?

—¿Cómo? —dijo ella, al tiempo que masticaba su donuts relleno de crema.

—Tengo el día libre —explicó Sam —. He estado pensando en tu bruja misteriosa. Imaginé que probablemente tendrías que hacer un montón de pesquisas, y ahora yo también me siento involucrado en el tema. De modo que… —Extendió las manos y se encogió de hombros. Esperó un momento y, cuando ella no respondió de inmediato, añadió —: Por supuesto, si hoy no te apetece trabajar, siempre podría enseñarte los alrededores, o lo que sea.

Cogió otro donuts de la caja sin mirarla.

Connie sintió que un temblor de excitación vibraba en su interior y bajaba por los brazos y las piernas, y sonrió.

— Dame un minuto para vestirme —dijo.

Una niña pequeña corría velozmente con un gran sombrero de bruja cubierto de lentejuelas moradas balanceándose en su cabeza.

—¡Abracadabra! —exclamó, haciendo bocina con las manos para conseguir el máximo efecto, y luego se ocultó detrás de una hiedra junto a una mujer sentada a una mesa de café que, por su beatífica sonrisa, Connie dedujo que sólo podía ser su madre.

Sam, mientras tanto, se había desplomado en el sendero de ladrillo con los brazos y las piernas extendidos.

—¡Vaya! —gritó —. ¡Me ha dado!

El sombrero se asomó desde detrás de la hiedra, oscureciendo un par de ojos ansiosos.

—¡Levántate! —le susurró Connie —. ¡Vas a asustarla!

—¡Tienes que pronunciar las palabras mágicas! —gimió Sam, moviendo la cabeza adelante y atrás simulando dolor y angustia.

—¿Por favor? —aventuró Connie.

—¡No, las otras palabras mágicas! —Se aferró las heridas imaginarias —. ¡De prisa!

—¿«Levántate, tonto»? —sugirió Connie.

Sam levantó la cabeza.

—No eres muy buena en esto, ¿verdad? —preguntó.

Connie suspiró.

—¿Abracadabra? —dijo.

Sam se levantó entonces de un salto con una expresión de triunfo.

—¡Oh, gracias a Dios! Estoy salvado —exclamó, y el sombrero se agitó junto con unas risitas.

La mujer les sonrió.

Connie elevó la mirada al cielo.

—Ha estado muy cerca —dijo Sam mientras caminaban hacia la sombra de un árbol cercano —. Pensé que me había atrapado.

—Está basado en la toca, ¿sabes? —dijo Connie de pronto —, o el sombrero de los puritanos.

—¿De qué hablas? —inquirió él.

—El sombrero de bruja que llevaba esa niña. La parte alta y puntiaguda deriva de un tocado femenino en forma de cono truncado del siglo XV, llamado
hennin
, y el ala ancha es una forma simplificada de una toca inglesa. Es básicamente el tocado común de las mujeres de clase media de finales del medievo; no tiene nada que guarde relación con la brujería.

Sam se echó a reír, inclinando la cabeza hacia atrás y sujetándose el vientre con ambas manos.

—¡Uf! —dijo, enjugándose los ojos —. Aún no has regresado de la tierra del examen, ¿verdad?

El pasaje al aire libre por donde estaban paseando discurría a través de la ciudad vieja de Salem, desde los muelles desiertos, pasando frente al viejo hotel, rodeando un pequeño museo lleno de porcelana china y barcos a escala, hasta llegar a la estación de trenes, atravesando así cada etapa sucesiva de la vida comunitaria de Salem. Grupos de turistas caminaban a ritmo de vacaciones entre los puestos de venta de recuerdos que salpicaban el paseo, examinando camisetas en las que se leía LA CIUDAD DE LAS BRUJAS, «cristales mágicos», granizado de limón y bonsáis.

—¿Y qué hay del resto del material? —preguntó Sam.

—¿Qué material? —dijo ella al tiempo que cogía un globo de nieve, lo agitaba para examinarlo y lo dejaba luego nuevamente en uno de los puestos.

—Escobas, gatos negros… —bromeó él —. Ya sabes, el material de las brujas.

Connie resopló.

—Bueno, el gato es sólo el sustituto de un familiar. Pero no siempre eran gatos.

—¿Un familiar? —dijo él, jugando con un cristal que descansaba sobre una larga correa de cuero en uno de los puestos de venta.

—Un demonio o espíritu bajo la apariencia de un animal, eso representaba la postura de la bruja. En una de las transcripciones del juicio de Salem leí que acusaron a una pobre mujer de llevar posado en el hombro un pájaro amarillo invisible. Una niña, también acusada, le dijo al tribunal que su madre le había dado una serpiente a modo de un familiar, a la que amamantaba de una verruga que tenía entre los dedos. —Connie frunció el ceño —. No sé por qué la cultura popular relaciona a las brujas exclusivamente con los gatos. Quizá los gatos poseen su propio folclore y éste simplemente se mezcló con el de las brujas. Y en cuanto a la escoba, sólo sé de ella porque Liz me mostró un grabado en madera en un libro que tuvo que leer para sus exámenes orales.

—Háblame de ello —pidió Sam.

—Ese asunto de la escoba es una locura. Una bruja medieval de camino al aquelarre se quitaba toda la ropa. —Se echó a reír mientras Sam palidecía —. Luego se untaba todo el cuerpo desnudo con un «ungüento volador», se sentaba a horcajadas en la escoba con el extremo de paja elevado (un detalle muy importante, porque allí es donde se coloca la vela para poder ver cuando vuelas en la oscuridad), luego pronunciaba un hechizo y salía volando a través de la chimenea. ¿No es de locos?

—Hum… Ungüento volador —dijo Sam enarcando una ceja.

—Cierra la boca —bromeó ella, golpeándolo suavemente en el pecho.

Un grupo de mujeres de mediana edad con cámaras colgadas del cuello pasó junto a ellos, vestidas con pantalones cortos y sombreros de bruja con plumas. Todas llevaban abultadas bolsas de plástico de la compra que anunciaban los juicios por brujería, el tema de la excursión. Una adolescente, con un delineador de ojos muy negro, posaba haciendo una mueca delante de un museo de cera frente al que se leía «DIORAMAS DE MAZMORRAS Y BRUJAS QUEMADAS».

—Realmente les encanta todo este asunto de las brujas, ¿verdad? —reflexionó Connie.

—Hoy es el solsticio de verano —dijo Sam —. Si piensas que esto es exagerado, tendrías que verlo en Halloween.

—Sí, pero dice mucho de cuán alejados estamos todos de la historia —se quejó Connie, y sus ojos azules se ensombrecieron —. Durante generaciones, los juicios por brujería representaron una vergüenza tan grande que nadie quería hablar de ellos. Hasta finales del siglo XIX no se escribió una historia decente al respecto. Y ahora, mira: es un carnaval.

Connie observó a la gente relajada que paseaba a orillas del mar, mirando los escaparates de las tiendas de disfraces y los echadores de cartas. Trató de imaginar otros momentos violentos y opresivos de la historia que hubiesen sido convertidos de la misma manera en una fuente de entretenimiento y turismo, pero no le vino ninguno a la mente. ¿Había en España museos de cera de la Inquisición donde se exhibieran figuras de personas quebradas en el potro de tortura?

—Hay algo fascinante en la muerte violenta —señaló Sam, percibiendo su malestar —. Especialmente si le sucedía a alguien muy lejano a ti… Piensa, por ejemplo, en la Torre de Londres. Las visitas guiadas recrean todo el tiempo las decapitaciones que se llevaban a cabo en ese lugar. Generaciones de reyes y reinas encadenados, con las cabezas cercenadas. Y, ya que estás allí, ¡no olvides admirar las joyas de la Corona! Sus privilegios y riquezas es lo que los diferencia de nosotros, además del lugar que ocuparon en el pasado. De ese modo, no nos sentimos culpables al regocijarnos en su sufrimiento.

—Es horrible —se lamentó Connie —. La gente acusada en Salem eran personas corrientes.

—No todo es tan malo —dijo Sam, alejándola del jorobado del museo de cera —. Algo curioso de todo este asunto de las brujas es que Salem se ha convertido en un enorme imán para los paganos modernos. Llegan aquí desde todas partes del mundo.

Señaló una frondosa tienda situada en un estrecho callejón a unos metros de la calle principal. El cartel colgante decía «EL JARDÍN DE LILITH: HIERBAS Y TESOROS MÁGICOS», escrito con letras enlazadas y pintadas a mano.

Connie resopló mostrando su desaprobación.

—Eso es casi peor. Paganos auténticos que viajan hasta aquí para sacarse una pasta con los turistas que sienten una morbosa curiosidad por personas que sufrieron persecuciones hace trescientos años. ¡Y los muertos ni siquiera eran paganos! Sólo eran cristianos que no encajaban con el resto de la comunidad.

—Hoy estamos un poco cínicos, ¿verdad? —señaló Sam —. Creo que deberías tener un poco más de fe en la gente, Cornell. Vamos.

La cogió del codo y la hizo entrar, a regañadientes, en la pequeña tienda.

Cuando la puerta se abrió, un gong relajante sonó en lugar de la clásica campanilla que habitualmente se oye en las puertas de las tiendas de recuerdos. Los recibió una vaharada de un aroma que Connie no alcanzaba a definir; incienso, pero no podía decir de qué clase, oscuro y picante. Una suave música ejecutada con una flauta de pan fluía de un aparato de música que había sobre el mostrador, su sonido convertido en algo ligeramente diminuto por un reguero de cera de vela que se había fundido en la trama del altavoz. Debajo del mostrador de vidrio había una amplia variedad de cristales y colgantes unidos a cordones de cuero negro, así como estatuillas de peltre que representaban a magos y hadas que sostenían en lo alto mármoles opalescentes con sus delgados brazos metálicos. Una de las paredes estaba adornada con numerosos carillones de viento que produjeron un torrente de tintineos y tañidos cuando el hombro de Sam los rozó al pasar.

—¡Bien venidos! —canturreó una sonriente mujer que tenía los codos apoyados sobre un almanaque abierto junto a la caja registradora —. Que ambos tengan un feliz solsticio de verano.

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