El libro de un hombre solo (42 page)

BOOK: El libro de un hombre solo
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—¿Quieres que nos casemos? —preguntó él.

Ella pegó contra él su cuerpo tierno, hundió la cara en su pecho y dijo que sí con la cabeza. Él se emocionó.

—¡Levántate! ¡Vamos ahora mismo a la comuna!

Quería formar una familia con ella, construir un nido de amor, quería demostrarle que la amaba, conseguir el certificado de matrimonio y hacer que la trasladaran, se instalarían tranquilamente en ese pueblo de montaña y, sin preocuparse por nada más, se contentarían con vivir su vida.

Qian trajo un certificado de estado civil que le dieron en la comuna popular de su lugar de trabajo, lo que significaba que había pensado en esa posibilidad seriamente antes de emprender el viaje. Él conocía a todos los funcionarios de la comuna y no tenía la necesidad de presentar más papeles. Los dos firmaron en el formulario, indicaron su fecha de nacimiento, el empleado colocó un sello, le dieron cinco fens por los gastos administrativos y todo acabó en menos de un minuto.

Al pasar por la carnicería, había medio cerdo colgado en el gancho, compró un pernil. Se podía comprar carne sin cupones, ya que se criaban muchos animales en el pueblo. De hecho, no sabían lo que era el hambre en tiempos normales. Sin embargo, durante el Gran Salto adelante, siguiendo las órdenes del Partido, dieron todas las provisiones al Estado, y en algunos pueblos todos los habitantes se murieron de hambre. La gente se volvió más recelosa y todos plantaron en su jardín sésamo o colza para extraer aceite y se pusieron a criar cerdos. Comían la carne de sus cerdos salada, lo único que no tenían era dinero. Él le dijo que ellos también criarían cerdos. Qian le guiñó el ojo sin saber si se trataba de una broma.

El día de la boda fue bastante alegre; encendió la estufa de leña y cuando se fue el humo la llevó a la habitación. Encima cocía una marmita llena de pernil. Qian empezó a cantar casi susurrando unas canciones de antes de la Revolución Cultural. La animó a que cantara más alto, acompañándola. Tenía una voz bonita, muy clara, se llevó una buena sorpresa. Ella dijo riendo:

—He tomado clases de canto, soy soprano.

—¿De verdad? —preguntó él entusiasmado.

—¿Qué más da? —dijo ella con desdén. Realmente tenía una bonita voz.

—Es importante, ¡con una voz así, vale la pena vivir!

Compartían el gusto por la música. Entonces le pidió:

—Qian, cántame una canción.

—¿Cuál? Elige.

Qian parecía satisfecha, inclinó la cabeza; era tan graciosa.

—Canta la canción italiana «Torna a Sorrento».

—¡Pero es un aria para tenor!

—Entonces canta la «Canción de brindis» de
La Traviata
.

—Si alguien escucha la letra podemos tener problemas. —Qian se mostró indecisa.

—Aquí no importa, ¿quién entendería algo? También puedes cantar sin la letra.

Qian se levantó, tomó aire, pero paró de golpe.

—Es mejor que no cante ninguna canción extranjera.

Él reflexionó un instante, pero no encontró otra canción para pedirle.

—Bueno, voy a cantar una canción popular antigua, «El pueblecito de Sanshilipu».

Su voz se elevó, mientras sus ojos se iluminaban. Unos niños acudieron al exterior, luego algunas mujeres. Dejó de cantar, pero fuera sobresalió una exclamación:

—¡Canta muy bien!

Era Maomei, que también estaba entre las mujeres que se juntaron allí. Todas empezaron a hablar a la vez:

—¿De dónde viene la novia?

—¿Se va a quedar unos días?

—¡Sobre todo, que no se vaya del pueblo!

—¿Dónde viven sus padres?

Él abrió la puerta e invitó a las personas que estaban fuera de la casa a que entraran, luego la presentó:

—Es mi mujer.

Las personas se apretujaban a unos pasos del umbral sin atreverse a entrar en la vivienda. Tomó un paquete grande de caramelos y lo repartió entre los que se encontraban en la entrada.

—Me he casado siguiendo los principios de la revolución, otros tiempos, otras costumbres.

Aprovechó para presentarle al secretario de la célula del Partido del equipo de producción, al jefe del equipo, al contable. Junto a ellos, les seguía un grupo de niños que chupaban los caramelos. Una mujer le dijo:

—¡Llévate una gallina, si quieres!

Otros quisieron darles huevos, un anciano dijo:

—¡Cuando necesitéis verduras, venid a tomarlas de mi jardín!

—Todos son muy amables —le explicó él en tono satisfecho—. Después, cuando quieres pagar, se niegan, pero si insistes, acaban aceptando. Sí que hacen favores, pero los favores se deben pagar; también hay que hacer algo por ellos. Ya no me siento un extraño. Con una voz tan bonita como la tuya, ¿qué escuela no querría tenerte como maestra? No tendrás que ensuciarte los pies en el barro de los arrozales, bajo la lluvia o bajo el sol abrasador, pero, por supuesto, tendrás que cantar para mí.

Con una vida así, le esperaba la felicidad. Al menos esa noche no le faltó. Qian era menos ardiente que Lin, menos insaciable, menos encantadora, pero era su mujer legítima y la tenía entre sus brazos. Ya no debía mantenerse alerta, temer que alguien pudiera escuchar lo que decía o espiarlo a través de las ventanas; disfrutaba con esa felicidad mínima. Mientras escuchaba el ruido del viento y de la lluvia sobre el tejado, pensó: «Mañana, cuando deje de llover, la llevaré a dar un paseo por la montaña».

43

—En realidad sólo me utilizas, no me amas —dijo claramente Qian, tumbada en la cama, sin demudársele el rostro.

Sentado ante la mesa, cerca de la ventana, dejó el bolígrafo que tenía en la mano y se volvió. Hacía años que no había escrito nada, salvo lo que le pedían cuando lo sometieron a la investigación. Estuvo copiando las citas de Mao durante días, pero eso fue antes de su huida de la granja de reeducación.

Fueron a dar un paseo por la montaña y, al regresar, la lluvia los pilló por sorpresa y los dejó empapados. Al llegar a casa, encendió la estufa de leña en la habitación y salió vapor de sus ropas, que tendieron sobre una campana de bambú para que se secaran.

Él se levantó y fue a sentarse al borde de la cama. Qian estaba tumbada boca arriba, con los ojos abiertos de par en par.

—¿Qué has dicho? —le preguntó.

—Me has destrozado la vida —dijo Qian sin mirarle.

Sus palabras le habían llegado al alma, no sabía qué responder y se quedó sentado estúpidamente, sin decir nada.

Cuando estaban en el valle, al pie de la montaña, Qian todavía se mostraba animada, incluso cantaba con entusiasmo. El se alejó hasta la ladera del monte, al borde de las hierbas secas amarillentas, no había nadie a la vista, y le pidió que cantara todavía más alto para que su voz resonara en todo el valle y el viento llevara el eco hasta él. En los terrenos que había al pie de la montaña, cubiertos de malas hierbas y de matorrales, aún no habían arado los bancales para limpiar los rastrojos de arroz y las tierras todavía parecían más baldías. En la primavera, la montaña se cubría de azaleas de un rojo intenso, mientras que en los campos, las flores de colza llenaban de distintos tonos amarillos toda la zona. Sin embargo, él prefería el paisaje del principio del invierno, desnudo y triste.

En el camino de regreso, bajo la lluvia, recogió unos crisantemos enanos que todavía no estaban marchitos y algunas ramas de boj de color rojo oscuro. Ahora estaban en un cubilete de bambú para pinceles que había encima de la mesa.

Qian lloraba, él no entendía por qué, le tendió la mano para consolarla, pero ella la apartó enseguida.

La lluvia empapó el cabello de Qian; el agua corría por su rostro, pero caminaba con la cabeza gacha. No sabía si en ese momento ya había llorado, sólo le dijo: «No te preocupes, cuando volvamos a casa encenderé la estufa, te calentarás muy pronto». Como todavía no había vivido con ninguna mujer, no entendía por qué el hecho de que se hubiera mojado podía provocarle una reacción tan negativa. No sabía qué hacer, creía que la amaba e hizo todo lo que pudo por ella, la felicidad posible en este mundo sólo podía ser de ese modo.

Salió y fue a casa de Maomei. ¿Por qué a su casa y no a otro lugar? Porque todavía llovía y era la segunda vivienda cuando se entraba en el pueblo, y también porque la madre de Maomei le dijo que podía pasar por allí a buscar una gallina. La señora estaba cortando unas verduras en el comedor de la casa, dijo que iba inmediatamente a buscar la gallina, que la prepararía en un momento y se la podría llevar. Él dijo que no era urgente, que podía ser en cualquier otro momento.

Cuando abrió la puerta de casa se quedó estupefacto: las ropas que habían dejado secándose en la campana de bambú estaban en el suelo, la campana había sido pisoteada. Qian continuaba en la cama, con el rostro hundido en la almohada. Contuvo su rabia e hizo un esfuerzo para sentarse ante la mesa y tranquilizarse. Fuera, continuaba lloviendo.

Preso de una melancolía que no conseguía reprimir, sin poder desahogarse, se refugió en la escritura y escribió hasta que se hizo de noche y no podía ver casi nada. Maomei llamó a la puerta. Él fue a abrir. Sostenía en una mano una gallina sin plumas y limpia, en la otra, un tazón lleno de menudillos. No quiso que viera la ropa en el suelo, tomó la gallina e intentó cerrar la puerta a toda velocidad. Pero Maomei ya se había fijado. Lo miró desconcertada. Él evitó sus grandes ojos llenos de estupefacción, cerró la puerta y echó el cerrojo. Luego se sentó en silencio cerca de la estufa volcada y miró las cenizas todavía con ascuas que había por el suelo.

«No crees ni en Dios, ni en Buda, ni en Salomón, ni en Alá; las personas de tu época cada vez fabrican más ídolos nuevos que erigen por todos los lugares, todavía más que los salvajes con sus tótems o los civilizados con sus religiones. Las utopías que inventan no las encontraríamos ni en el cielo, son increíblemente aberrantes, hacen que todos se vuelvan locos...», habías llenado varias páginas de una pequeña libreta de papel de carta que compraste en el burgo. Después de su crisis de hostilidad, Qian las leyó antes de que él tuviera tiempo de quemarlas.

—¡Eres un enemigo!

Cuando su mujer le dijo que era un enemigo, vio que ella tenía un miedo indecible, su mirada se nublaba, sus pupilas se dilataban. Pensó que Qian se había vuelto loca, su comportamiento era tan anormal, quizá realmente padeciera alguna demencia.

—¡Eres un enemigo!

Esas palabras gritadas con odio por la mujer que había compartido su cama también le asustaron. Los ojos brillantes de Qian reflejaban su miedo. Estaba claro que para ella se había convertido en un enemigo. Esa mujer que tenía frente a él, despeinada, en bragas, descalza, tenía una crisis de pánico.

—¿Por qué gritas? La gente puede oírte, ¿te has vuelto loca? —dijo él avanzando hacia ella.

Ella retrocedió poco a poco hasta que se dio contra la pared, con el golpe hizo que cayera algo de tierra del muro, y gritó:

—¡Eres un rebelde! ¡Un rebelde asqueroso!

Al darse cuenta de lo que se entendía en esta última frase, se calmó un poco:

—¡Es cierto que soy un rebelde, un verdadero rebelde! ¿Y qué? ¿Qué importa? —Tenía que contraatacar para intentar contener su locura.

—¡Me has engañado, te has aprovechado de un momento de debilidad, he caído en tu trampa!

—¿Qué trampa? ¿A qué te refieres? ¿Estás hablando de aquella noche al borde del río, o de nuestra boda?

Tenía que llevar la discusión al terreno de sus relaciones sexuales, tenía que esconder su miedo interno, intentaba mantener la tranquilidad pero aun así añadió:

—Qian, ¡no eres consciente de lo que estás diciendo!

—Soy muy consciente, no puedo ser más consciente, no me vas a engañar.

Qian tiró los platos y la gallina que había sobre la caja de libros y rió fríamente.

—Pero ¿qué haces? —gritó él dejando estallar su ira.

—¿Quieres matarme? —preguntó Qian extrañada, probablemente había percibido la agresividad en su mirada.

—¿Por qué debería matarte?

—Lo sabes muy bien —dijo ella en voz baja, conteniendo el aliento, como si le pudiera el miedo.

Si esa mujer se ponía a gritar de nuevo que era un enemigo, corría el riesgo de que la matara de verdad. No podía dejarle gritar otra vez lo mismo, tenía que calmarla, tumbarla en la cama, hacer el papel del marido que se preocupa de su mujer con compasión. Avanzó hacia ella:

—Qian, ¿qué estás imaginándote?

—¡No te acerques!

Qian tomó el orinal que había en una esquina y se lo tiró a la cabeza. El lo paró con la mano, pero quedó empapado de orina de la cabeza a los pies. El hedor sobrepasó su humillación, se secó el rostro con las manos, un gusto salado le llenó la boca, escupió un poco y, sin contener su odio, gritó:

—¡Estás loca!

—¡Te gustaría que todos pensaran que he perdido el juicio, pero no te será tan fácil! —dijo la mujer riendo—. No te saldrás con la tuya.

Comprendió la amenaza que había en sus palabras, habría querido quemar todas las hojas de la mesa antes de que todo eso explotara. Tenía que ganar algo de tiempo, controlarse, no podía pasar al ataque. En ese instante, la orina pasó de sus cabellos a la comisura de los labios, escupió y sintió náuseas, pero no se movió.

Ella se puso en cuclillas y empezó a llorar ruidosamente. No podía dejar que los habitantes de la aldea la oyeran, que vieran esa escena; la obligó a levantarse, le torció el brazo, la obligó a doblar las piernas para ponerla sobre la cama. Sin ocuparse de sus gritos y lloros, le colocó una almohada en la cabeza. Pensó en el infierno; en el fondo su vida se resumía a vivir en un infierno.

—¡Si continúas así, te voy a matar!

La amenazó, se levantó, se quitó la ropa y se secó la cara y la cabeza, que todavía estaban llenas de orina. Ella tenía miedo a la muerte, continuó gimoteando y sorbiéndose los mocos. En el suelo yacía la gallina desplumada con las vísceras esparcidas por todos los lados, tenía las patas algo cortadas, parecía un cadáver de mujer: sintió náuseas.

Durante mucho tiempo mantuvo esa sensación de asco hacia las mujeres; necesitaba esas náuseas para huir de la pena que sentía por ella, única condición para llegar a salvarse él mismo. Qian tenía quizá razón, él no la amaba, sólo la utilizaba, tenía una necesidad momentánea de mujer, necesitaba su carne. Lo que dijo Qian era verdad, no sentía ternura hacia ella, su ternura era falsa, fabricada, intentaba construirse una felicidad ilusoria. Su mirada, después de que hubiera eyaculado durante sus relaciones, sin duda demostraba que no la amaba. En su caso, el deseo que el miedo había avivado no se convirtió en amor, sólo le quedaba la sensación de asco, ahora que había satisfecho su deseo sexual.

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