El libro de un hombre solo (45 page)

BOOK: El libro de un hombre solo
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Las milicias se reunían desde hacía cinco días, entre setenta y ochenta personas que habían llegado de todos los pueblos de la comarca. La primera mañana estaban reunidos en el patio de la comuna popular y se sentaron en sus mochilas para escuchar las instrucciones del jefe del comité revolucionario de la comuna popular. Más tarde, el responsable de las milicias, Lao Tao, los condujo al área de la trilla del arroz, donde dispararon con los fusiles sobre unas dianas. Luego pusieron unos detonadores bajo las rocas del borde del río, colocaron explosivos, realizaron sabotajes. Después procedieron a unos ejercicios de ataque de escuadra y de pelotón en un arrozal que ya había sido cosechado y al que le habían quitado el agua. Unos hombres se dispersaron por los campos de los alrededores y lanzaron granadas, haciendo saltar grandes trozos de tierra. Este grupo de jóvenes estuvo entrenándose duramente durante unos días. Al fin, la última noche, los llevaron a esta aldea. Zhao, el jorobado, era el secretario de la célula del Partido desde hacía más de veinte años, tenía mucha experiencia y era un hombre muy popular. La comuna ofreció a los milicianos que se entrenaron una prima de comida y más de una decena de pollos vivos que los campesinos cedieron. La mujer del jorobado también fue generosa y donó una vieja gallina que todavía ponía huevos. Para reconfortar dignamente a esos aguerridos muchachos, había carne, pescado y queso de soja con verduras saladas.

En el salón de la casa del jorobado se encontraban los jefes de las milicias del conjunto de los pueblos, los otros estaban en el silo de grano y les servían los miembros de la familia del contable de la brigada de producción. Los que fueron invitados a la mesa de Zhao eran personas de importancia; en cuanto a ti, eras el representante de la escuela designado especialmente por el secretario Lu para participar en el entrenamiento de la milicia.

—El profesor ha venido de la capital, donde vive el Presidente Mao. ¡Ha querido vivir duramente aquí y, además, es el hombre de nuestro secretario Lu! ¡Venga, siéntese aquí! —dijo Zhao, el jorobado.

Como era costumbre, las mujeres no participaban en el banquete. La mujer del jorobado se empleaba en las tareas de la cocina, mientras que Maomei, que apenas tenía dieciocho años y recientemente había sido ascendida a jefa de compañía de la milicia, traía los platos y corría de un lado a otro. Estaban sentados a la mesa ocho invitados, el jolgorio duró desde la puesta del sol hasta medianoche. Una botella de alcohol llenaba justamente un tazón grande, y todos bebían un cucharón cada vez, igual cantidad e iguales oportunidades. Unas rondas después, las botellas de alcohol se vaciaron una tras otra, tú explicaste enseguida que no aguantabas el alcohol tan bien como ellos y dejaste de beber cuando ya no pudiste más.

—Es un honor que beba con nosotros un hombre honorable como usted, que viene de la capital. Nosotros sólo somos una banda de pueblerinos; es algo excepcional que usted esté aquí, ¡traed comida para el profesor! —dijo Zhao. Y Maomei llegó por detrás de ti y te llenó tu tazón de arroz.

Todos tenían la cara como un tomate y hablaban sin parar, reían, bromeaban, pasaron de las gloriosas frases revolucionarias a hablar de mujeres, y acabaron diciendo cualquier cosa. Maomei se refugió en la cocina y no volvió a aparecer.

—¿Y la pequeña Maomei? ¿Dónde se ha metido?

Los muchachos se desgañitaban, con la cara rubicunda. La mujer de Zhao acabó interviniendo:

—¿Por qué llamáis a Maomei? ¡No se os ocurra hacer tonterías con el pretexto de que habéis bebido demasiado! ¡La pequeña todavía es virgen!

—¡Aunque sea virgen, seguro que piensa en los chicos!

—Eh, ¡esa carne no está hecha para tu boca!

Todos alabaron entonces los méritos y las cualidades de la mujer de Zhao:

—¡Usted lleva su casa con la misma eficacia con que recibe a sus invitados, Lao Zhao es un hombre con suerte!

Los muchachos continuaron con el mismo tono jocoso.

—¿Quién no ha recibido favores de nuestra cuñada?

—¡Cierra el pico!

La mujer de Zhao estaba encantada con esas bromas, se quitó el delantal, puso los brazos en jarras y dijo:

—Sois unos cerdos, dejad de decir guarradas de una vez.

Las frases cada vez eran más soeces, el olor a alcohol lo invadía todo. Al escuchar cómo daban su opinión, pensaste que todos tenían agallas, de lo contrario, ¿cómo habrían llegado a ser los funcionarios del pueblo?

—Si no hubiera sido por el Presidente Mao, ¿los campesinos pobres y medios de la capa inferior vivirían como viven hoy en día? ¿Y cómo podrían venir a instalarse aquí las jóvenes instruidas?

—¡Siempre con tus ideas perversas!

—Tú, que pareces tan serio, ¿ya has follado o no? ¿Ya lo has hecho?, venga, dilo.

—¿Cómo hablas así delante del profesor, no te da vergüenza?

—El profesor no es ningún extraño, no desprecia nuestros zapatos llenos de barro, hasta ha dormido con nosotros.

Y era cierto, habías dormido con ellos en el silo sobre las camas cubiertas de paja de arroz. Y cada noche, una vez acababa el entrenamiento al aire libre, los mirabas cómo medían su fuerza, luchaban, se tiraban por el suelo; el que perdía tenía que bajarse los pantalones delante de los demás, sobre todo si las mujeres del pueblo venían a ver cómo se peleaban y se mezclaban con ellos en esos juegos. En aquellos momentos, Maomei se refugiaba en una esquina para mantenerse al margen y se quedaba riendo. Todo el mundo se divertía hasta que sonaba el silbato y ordenaban que apagaran las luces.

Saliste de la sala, se había levantado un viento fresco, el olor nauseabundo del alcohol desaparecía poco a poco, sólo el dulce perfume de la paja de arroz flotaba en el aire. Bajo la luz de la luna, el pueblo desaparecía en la sombra de la montaña que había enfrente de ti. Te sentaste sobre una rueda de molino, al lado de la casa, y encendiste un cigarrillo.

Estabas contento de haber conseguido la confianza de esas personas, por la noche ya no oías ruidos sospechosos, ya no veías ninguna sombra delante de tu ventana, ya no te vigilaban, estabas casi totalmente integrado, vivías entre esos hombres. Ellos habían vivido siempre así, de generación en generación, revolcándose con las mujeres por el suelo, emborrachándose cuando estaban demasiado cansados, antes de entrar en un sueño profundo y roncar, sin pesadillas.

Al sentir el olor de la tierra, te tranquilizaste, te relajaste.

—Profesor, ¿no se va a dormir?

Te volviste y viste ante ti a Maomei, que había salido de la cocina; estaba de pie frente a un montón de leña. Bajo la luz difusa de la luna, desprendía una profunda feminidad.

—Qué luna tan bonita... —respondiste tú vagamente.

—¿Todavía tiene ánimo para contemplar la luna, profesor?

Ella sonrió haciendo una mueca. Con su voz azucarada, su entonación llena de dulzura, era una bella y tierna criatura con unos pechos prominentes y firmes, quizá ya la había acariciado algún hombre. Nacida en esta tierra, viva y fresca, sin angustia ni temor, ella podía aceptarte, era lo que parecía querer decirte, todo dependía de si tú la querías o no, esperaba tu reacción. En la oscuridad, sus ojos centelleantes te miraban fijamente, sin vergüenza ni duda, y te recordaban tus deseos de estar con una mujer. Esta noche se atrevía a mirarte, apoyada contra la pila de leña, pero tú no te atreviste a bromear con ella, no te atreviste a mostrarte frívolo como esos bandidos, como esos hombres, no tenías suficiente valor.

47

La lluvia, de nuevo la lluvia, una lluvia fina. Por la tarde, la escuela acababa temprano, para que, tras dos horas de clase, los alumnos todavía pudieran ocuparse de las tareas del campo al volver a sus casas. Tu habitación estaba al lado del despacho de los profesores. La habían construido de ladrillo, tenía un falso techo de madera por debajo del tejado y no había goteras. Te sentías bien, te gustaban especialmente esos días lluviosos, ahora que no tenías que ir a los arrozales con un sombrero de paja de arroz en la cabeza a pasarte el día con los pies hundidos en el barro. Cuando cerrabas la puerta de tu habitación, el ruido de la lluvia, del viento o el de los alumnos que leían en voz alta no te llegaba. Leías en silencio o escribías. Al final habías conseguido una vida normal, aunque no tuvieras mujer ni hijos. En realidad, ya no querías compartir tu techo con una mujer, preferías la soledad al riesgo de que te denunciaran. Cuando te sentías muy excitado, te volcabas en la escritura y con tu pluma conseguías la libertad de imaginarte todas las mujeres que te daba la gana.

—¡Profesor, el secretario Lu pregunta por usted! —dijo una alumna desde fuera.

Colocó en la habitación una cerradura de golpe para que no pudieran entrar de improviso. Cuando tenía que hablar con los alumnos, sobre todo con las chicas, iba al despacho de profesores de al lado. El director del colegio, que vivía enfrente, al final de una pista de baloncesto, siempre estaba mirando hacia su puerta. Había tenido que trabajar duro durante veinte años para conseguir el cargo que desempeñaba, y le preocupaba que el recién llegado de la capital, bajo la protección del secretario Lu, le quitara el puesto. Si descubría el menor desliz con una alumna, lo cazaría y lo expulsaría de inmediato. Sin embargo, lo único que él quería era un lugar tranquilo para refugiarse, pero no podía decírselo tan claramente al director.

Esta joven, Sun Huirong, era esbelta y lista. Su padre había muerto de repente por una enfermedad y su madre vendía verduras en la cooperativa del burgo. Huirong tenía dos hermanas menores. Siempre encontraba algún pretexto para pasar por su despacho, «Profesor, voy a ayudarle a lavar la ropa sucia», «Le he traído unos amarantos que hemos recogido de mi jardín», y cada vez que él pasaba delante de su casa, si ella lo veía, salía haciendo aspavientos para llamarlo: «Profesor, venga a beber una taza de té». Conocía a casi todos los vecinos de la pequeña calle, y cuando no entraba, se quedaba un rato en el umbral fumando un cigarrillo. Se sentía casi como si estuviera en su tierra natal, pero nunca entraba en casa de la muchacha. Ella le dijo: «Vivimos en un reino de mujeres». Sin duda echaba de menos una figura masculina.

La joven vino corriendo bajo la lluvia, con el pelo empapado de agua. El tomó un paraguas para dárselo y fue a buscar su sombrero de paja. La muchacha se alejó. La llamó, ella se volvió bajo la lluvia, sacudió la cabeza, la ropa se le pegaba al cuerpo y marcaba dos pequeños senos prominentes. Echó a correr, parecía contenta, quizá porque había traído para el profesor un mensaje muy importante del secretario Lu.

Lu vivía en la última vivienda de la comuna. Entró por la puerta lateral que había frente al río. El patio estaba reluciente, cubierto de baldosas oscuras y tenía un pequeño pozo. Este patio lo había ocupado la concubina del potentado local, que fue fusilado. El lugar era tranquilo y quedaba algo apartado de las demás casas. Lu estaba tumbado en una mecedora de bambú cubierta de piel de venado, en el suelo había un brasero con una marmita llena de carne haciéndose a la brasa.

—Carne de perro con especias, me la ha traído Lao Zhang de la comisaría; según él es de un perro salvaje que han capturado. ¿Cómo saberlo? Bueno, al menos es lo que dice —afirmó Lu sin levantarse—. Toma un tazón y unos palillos y sírvete un vaso de alcohol. Esta espalda me está matando, una cicatriz de herida de bala, siempre me duele cuando llueve. En aquella época era imposible encontrar un médico durante los combates, uno podía darse por satisfecho si conseguía mantenerse con vida.

Se sirvió algo de alcohol y se sentó en un pequeño banco delante del brasero. Mientras comía y bebía, escuchó atentamente las palabras de Lu.

—Yo también he tenido que matar con mis propias manos, era la guerra, no se podía hacer otra cosa. He matado a muchos y no todos lo merecían. Sin embargo, muchos de los que lo merecían de verdad todavía siguen vivos, y viven muy bien.

A pesar de que normalmente Lu tenía un carácter frío y taciturno, en aquel momento se mostraba eufórico. El no comprendía qué estaba pasando por la cabeza del anciano.

—¿Ya se sabe que el viejo Lin Biao ha muerto?

Él asintió con la cabeza. El vicepresidente del Partido había huido en avión y se estrelló en Mongolia, al menos era lo que afirmaba un documento oficial.

A los del campo no les sorprendió la noticia, dijeron que bastaba con ver su cara de mono para saber que acabaría mal. Si hubiera tenido un rostro agraciado, ¿se habría convertido en un emperador a ojos de los campesinos?

—Todavía hay muchos que no han muerto —dijo Lu, dejando la copa de alcohol. Él también comprendía la rabia del viejo. Sin embargo, esas palabras no decían nada en concreto. Lu era un hombre de mundo, había superado muchos problemas políticos, no podía abrirle su corazón tan pronto, y él tampoco debía llegar hasta el fondo del asunto. Estaba bajo la protección de aquel paraguas: mientras el secretario Lu estuviera en paz, él podría subsistir. «Bebe, bebe, y cómete la carne», no te preocupes si es de perro salvaje o doméstico.

Lu se levantó y fue a tomar una hoja de papel de encima de la mesa. Había anotado un poema regular de ocho versos de cinco caracteres que aparentemente expresaba su alegría ante la caída de un tal Lin.

—¿Me puedes decir si los tonos llanos y oblicuos de los caracteres son correctos?
[53]

Sin duda lo había llamado para eso. Él examinó el poema durante un instante, sugirió cambiar uno o dos caracteres para que el poema quedara perfecto, y dijo, además, que en casa tenía un libro dedicado especialmente a la métrica de la poesía clásica, si estaba interesado se lo podía prestar.

—Yo sólo era un pobre pastor —explicó Lu—. Nunca me habrían podido enviar a la escuela, pero siempre iba a escuchar a escondidas bajo las ventanas de la escuela privada del pueblo cuando los niños leían en voz alta. De ese modo aprendí a recitar poesías de los Tang. Cuando el viejo maestro vio mi capacidad de aprender, me invitó a que fuera a sus clases sin pagarle nada, pero a veces yo iba a recoger leña para él. Siempre que tenía tiempo, pasaba por la escuela a escuchar sus clases, así aprendí a escribir. A los quince años fui a pelear con la guerrilla y me cargué un trabuco al hombro.

Esta región montañosa era precisamente la base de la guerrilla de Lu por aquel entonces. Hoy, aunque había sido enviado a este lugar de base para hacer investigaciones, no tenía ninguna función concreta, aunque, en realidad, era más o menos el secretario de los secretarios de los comités del Partido recientemente rehabilitados en las numerosas comunas. Lu se escondía aquí. Luego le reveló que también tenía enemigos; por supuesto, no se trataba del cuerpo local armado de los terratenientes, campesinos ricos y potentados ya reprimidos desde hacía mucho tiempo, sino más bien de los «de arriba». No entendió a quiénes se refería, quiénes eran esos «de arriba»; estaba claro que no eran los funcionarios de la cabeza de distrito, porque ellos no eran capaces de acabar con él. Lu se mantenía en todo momento alerta para enfrentarse a cualquier eventualidad. Bajo la almohada tenía una bayoneta del ejército, y debajo de la cama, en una caja de madera, guardaba una metralleta ligera en perfecto estado. También tenía una caja de cartuchos, material de la milicia de la comuna popular. Como lo almacenaba todo en su casa, nadie podía denunciarlo. ¿Lu estaba esperando el momento favorable para rebelarse y retomar el poder? ¿O quizá se preparaba para un nuevo cambio político? Era difícil saberlo.

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