Read El libro de un hombre solo Online
Authors: Gao Xingjian
Después de la «liberación», los «bandidos comunistas» se convirtieron en el «Ejército Comunista», luego en el «Ejército de Liberación», y, por fin, según su nombre oficial, en el «Ejército Popular de Liberación». Cuando entraron en las ciudades, sus padres también se sintieron liberados. Creían que las guerras incesantes, los bombardeos, el éxodo, el miedo de los saqueos habían acabado para siempre.
A su padre tampoco le gustaba el gobierno anterior; había sido algo parecido al responsable de una sucursal del Banco del Estado de esa época, y, según contaba, por la lucha interna que producía el nepotismo, perdió su empleo y trabajó durante un tiempo de periodista en un pequeño diario, que acabó cerrando, por lo que no tuvieron más remedio que vender sus bienes para sobrevivir. Recordaba como las monedas de plata, enfiladas en una caja de zapatos en el cajón de debajo de la cómoda, desaparecían cada día que pasaba y como los brazaletes de oro de su madre también acabaron desapareciendo. En la misma caja de zapatos, al fondo del cajón de la cómoda, había escondido entre las monedas un ejemplar de
Sobre la nueva democracia
impreso en papel basto, la más antigua edición de una obra de Mao Zedong que había visto en su vida; la trajo un misterioso amigo de su padre, el Gran Hermano Hu.
Aquel hombre era profesor de enseñanza secundaria. Cuando llegaba de visita a casa, los chicos tenían que salir. Los mayores discutían a escondidas sobre la «liberación», y él entraba y salía expresamente de la habitación de sus padres para captar algo de la conversación. El propietario de la vivienda, un hombre gordo, jefe de oficina de correos, afirmaba que los bandidos comunistas compartían a la vez los bienes y las mujeres, que comían todos en el rancho colectivo, renegaban de cualquier vínculo de parentesco y mataban cuando les venía en gana; pero sus padres no se creían ni una palabra. Por aquel entonces su padre le decía riendo a su madre: «¡Nuestro primo —un primo de su padre—, ese bandido comunista, con su cara picada, si todavía vive!».
Aquel tío, que había participado en su juventud en las actividades del Partido en la clandestinidad, cuando estudiaba en una universidad de Shanghai, enseguida dejó a su familia para unirse a la revolución en Jiangxi. Veinte años más tarde, el tío todavía estaba vivo y él acabó encontrándolo; tenía la cara picada por la viruela, pero no era nada desagradable. Cuando bebía un poco, se ponía muy rojo y todavía parecía más generoso. Se reía a carcajadas, sin reprimir el tono de voz, pero padecía asma, una enfermedad que contrajo, según decía, por fumar hierbajos, a falta de tabaco, en la época de la guerrilla. Cuando el tío entró en la ciudad con el Gran Ejército, publicó un anuncio en el periódico en busca de su familia, y, por su familia, supo en qué se había convertido su primo. El reencuentro fue un poco teatral, porque el tío tenía miedo de no reconocer a su padre, por eso precisó en la nota que mandó que, como signo para que le reconociera, blandiría en el andén de la estación una caña de bambú con un pañuelo blanco. Así, su ordenanza, un chico de campo un poco estúpido, que tenía la cabeza cubierta de tiña, su gorro militar incrustado en el cráneo a pesar del calor y todo él empapado en sudor, agitaba entre la multitud una larga caña de bambú por encima de todas las cabezas.
Su tío y su padre compartían la afición por la bebida, y cada vez que el tío venía, traía una botella de licor
Daqu
de sorgo, desempaquetaba todo tipo de manjares salados, envueltos en una gran hoja de loto, y los esparcía sobre la mesa para acompañar la bebida: alas de pollo, hígado de oca o mollejas de pato, patas de pato, lengua de cerdo. Luego le decía a su ordenanza que se retirara y se ponía a charlar con su padre hasta bien entrada la madrugada. Al final el chico volvía a buscarlo para llevarlo de nuevo a su guarnición. Las historias que contaba aquel tío, que iban desde la decadencia de su familia tradicional hasta su experiencia en los combates en la guerrilla, le mantenían en vilo hasta que sus párpados se cerraban y ya no podían abrirse. Su madre le repetía varias veces que se durmiera, pero siempre en vano.
Aquellas historias formaban un mundo completamente diferente al de los cuentos que había leído. Desde aquel momento su admiración por los cuentos se transformó en adoración por las leyendas revolucionarias. Su tío quiso también formarlo en la escritura, y se lo llevó con él durante varios meses. En su casa no había ni un solo libro para niños, tan sólo tenía las
Obras completas
de Lu Xun. La única enseñanza que le dio su tío fue la de exigirle que se aprendiera cada día un texto de Lu Xun de memoria para recitarlo cuando él volviera del trabajo. No entendía nada de lo que contaban aquellas viejas historias, en aquella época su interés iba dirigido más hacia la captura de grillos entre los matojos de hierba al pie de los muros de ladrillo. Su tío lo devolvió a su madre y reconoció con una gran carcajada que había fracasado en su educación.
Su madre todavía era joven. Con menos de treinta años, no tenía ni pizca de ganas de convertirse en un ama de casa dedicada por completo a su hijo. Se había entregado a su nueva vida y ya no tenía tiempo para ocuparse de él. Pero él estudió sin demasiadas dificultades y pronto se convirtió en un buen alumno. Llevaba el pañuelo rojo,
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pero no se mezclaba con los niños de su clase que decían guarrerías de las chicas o las hacían rabiar. El día de los niños del primero de junio fue elegido por su escuela para participar en las actividades de celebración del municipio y tuvo que entregar flores a los trabajadores modelo de la ciudad. Su padre y su madre se habían convertido, cada uno por su lado, en elementos de «vanguardia» de su unidad de trabajo y obtuvieron una recompensa: uno, un jarro esmaltado, el otro, una libreta. El nombre del camarada recompensado se imprimía o trazaba con pincel. Para él, eran años de felicidad. En el Palacio de la Juventud se celebraban a menudo actuaciones de música y baile, y él esperaba poder subir también un día al escenario.
Durante una sesión de lectura, una profesora recitó un texto del escritor soviético Korolenko, que explicaba cómo, en una noche de tormenta, al héroe de la novela, «yo», se le había estropeado el jeep que conducía en una carretera de montaña. Entonces vio una luz que brillaba en la cima de una escarpa rocosa y se dirigió a tientas, enfrentándose a todas las dificultades, hacia una casa en la que vivía una anciana. Aquella noche el viento gemía, «yo», este héroe, no conseguía dormirse, y le pareció escuchar en los quejidos intermitentes del viento a alguien que suspiraba. Se levantó y descubrió a la vieja señora sentada sola en la habitación, a la luz de un candil, frente a la puerta de la entrada que golpeaba el viento. Entonces le preguntó por qué no iba a dormir, si estaba esperando a alguien. Ella contestó que esperaba a su hijo. «Yo», el héroe, le propuso esperar en su lugar, pero la vieja le explicó que su hijo había muerto y que ella misma lo había empujado bajo las rocas. «Yo» no pudo, por supuesto, evitar preguntarle qué había pasado, y la mujer lanzó un hondo suspiro antes de explicar que su hijo había desertado en plena guerra, que había vuelto al pueblo, y que ella no podía permitir que un desertor cruzara la puerta de su casa. Aquella historia le afectó mucho; le hizo pensar que el mundo de los adultos realmente era incomprensible. Hoy no sólo era un desertor y, según las ideas que daban vueltas por su cabeza desde la infancia, estaba incluso abocado a ser condenado como un enemigo, sino que no regresaría jamás a la madre patria.
Todavía recordaba que fue probablemente hacia la edad de ocho años cuando empezó realmente a reflexionar. Por el lugar, debía de haber sido poco después de empezar a escribir su diario; estaba subido sobre el antepecho de la ventana de su habitación, en el piso, la pelota que sujetaba en la mano se cayó y después de varios botes fue a parar a las hierbas que estaban al pie de un laurel rosa. Le pidió a su joven tío que estaba leyendo en el patio que le lanzara la pelota. «Perezoso —respondió su tío—, tú la has tirado, entonces ven a buscarla tú mismo.» Él dijo que su madre le había prohibido bajar a jugar hasta que no hubiera acabado de escribir su diario del día anterior. «¿Y la volverás a tirar si te la lanzo?», preguntó su tío. El dijo que no había tirado la pelota, que se había caído sola. A regañadientes, su tío le lanzó la pelota hasta dentro del cuarto. Él volvió a subir al antepecho de la ventana y preguntó a su tío:
—¿Por qué cuando se cae la pelota no bota hasta aquí? Si botara a la misma altura, no me la habrías tenido que lanzar.
—¡Cómo habla el niño! Es una cuestión de física —respondió su tío.
—¿Qué es una cuestión de física?
—Es de la teoría de base; si te lo explico, no lo entenderás.
En aquella época su tío era alumno de segundo ciclo de secundaria y le inspiraba un profundo respeto, sobre todo cuando hablaba de física, y todavía más de teoría de base. Siempre recordó esas dos cosas, porque creía que, en ese bajo mundo, lo que parecía ordinario, en realidad, era misterioso e insondable.
Más tarde su madre le compró una colección de libros para niños,
Los cien mil porqués
. Leyó cada volumen sin que ninguno le impresionara, y sus dudas primeras con respecto al mundo permanecieron enterradas en él.
De su lejana infancia, como una bruma, como el humo, sólo permanecen en su memoria algunas manchas brillantes. Los recuerdos, enterrados por el tiempo en su memoria, emergían poco a poco cuando evocaba un fragmento, como una red cuando sale del agua —basta con tirar de un pedazo para que le siga el resto— y se extiende hacia el infinito, con las mallas enlazadas, a veces tan visibles como desaparecidas. Algunos momentos y hechos de distintas épocas resurgieron al mismo tiempo, y era imposible saber por dónde cogerlos, imposible encontrar el hilo conductor para hacerlos remontar a la superficie y clasificarlos; además, era imposible esclarecerlos. La vida humana es una red que querrías deshacer, nudo tras nudo, pero al final sólo consigues una madeja de hilos enredados. Y eres incapaz de desenredar esas cuentas caóticas que la vida representa.
A mediodía un hombre que no conoces te invita a comer. Al teléfono, su secretaria ha precisado:
—Nuestro director general, el señor Zhou, pasará en persona a buscarle a su hotel.
Cuando bajas a la recepción, un hombre gordo de aspecto refinado, hombros anchos y cara despejada, se precipita inmediatamente hacia ti y te tiende su tarjeta con las dos manos.
—Encantado de conocerle.
Luego añade que ha visto tu obra de teatro y que tiene el atrevimiento de hacerte perder algo de tiempo invitándote a comer.
Subes en su gran limusina Mercedes, signo de su riqueza. Conduce él mismo su coche. Te pregunta qué te gustaría comer.
—Cualquier cosa. Hong Kong es el paraíso de la buena cocina —respondes.
—Pero Hong Kong no es París, donde abundan las bellezas —contesta el empresario Zhou riendo.
—No en todos los sitios. En el metro también hay muchos vagabundos —replicas, diciéndote a ti mismo que tu interlocutor es realmente un empresario.
El coche atraviesa la bahía y entra en el largo túnel bajo el mar que lleva a Kowloon.
—Vamos al hipódromo, es muy tranquilo a mediodía, podremos charlar tranquilamente. Cuando no es la hora de las carreras, sólo van a comer allí los socios del club de hípica.
Empieza a intrigarte que en Hong Kong un rico empresario se interese por tu obra de teatro.
Una vez sentados, el señor Zhou pide unos platos ligeros; ya no bromea sobre las bellas mujeres, se tranquiliza. En este restaurante amplio y confortable sólo están ocupadas unas pocas mesas; los camareros aguardan tranquilamente a la entrada, no es como en los restaurantes de Hong Kong, siempre animados y hasta los topes.
—Debo confesarle que yo vine clandestinamente del continente a nado. En la época de la Revolución Cultural, trabajaba en una granja del ejército en la provincia de Guangdong. Ya tenía el diploma de secundaria y algo en la cabeza, no podía echar a perder mi vida de aquel modo.
—¡Pero era muy peligroso pasar clandestinamente!
—Claro. En aquella época mis padres estaban presos; entraron en casa y nos confiscaron los bienes. Al fin y al cabo, sólo éramos perros que estábamos dentro de las cinco categorías negras.
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—Se podía haber encontrado con un tiburón...
—Eso no era demasiado grave, al menos se podía pelear, era una cuestión de suerte. Lo peor eran los hombres, los focos de los guardacostas que patrullaban la zona barrían la superficie del agua para disparar sobre los clandestinos.
—¿Cómo lo consiguió?
—Preparé dos cámaras de pelota de baloncesto. Las pelotas de baloncesto de esa época tenían una cámara de caucho con una válvula por la que se podía soplar.
—Ah, sí, los niños que aprenden a nadar las utilizan como flotador. En aquella época no había muchos artículos de plástico —dices, negando con la cabeza.
—Cuando pasaba un barco, desinflaba las cámaras y buceaba. Me estuve entrenando durante todo el verano; también llevaba un tubo para poder respirar debajo del agua.
El señor Zhou muestra una sonrisa un poco forzada, lo que inspira algo de tristeza. Ya no parece un rico empresario.
—Hong Kong está bien porque uno puede hacer lo que quiera. Yo soy un nuevo rico y hoy nadie conoce mi pasado. Hace tiempo que cambié de nombre. Sólo me conocen por el nombre de señor Zhou, dueño de una empresa.
En el fondo de sus ojos y en la comisura de sus labios aparece un rasgo de satisfacción, ha recuperado su aspecto de empresario.
Comprendes que no lo ha dicho para impresionarte, no os conocéis de nada y de pronto te desvela su historia sin el menor escrúpulo; su seguridad en sí mismo probablemente sea una costumbre que le viene de su actual condición social.
—Me ha gustado mucho su obra de teatro, pero no estoy seguro de que la gente de Hong Kong la entienda.
—Cuando la comprendan será demasiado tarde —dices tú tras un momento de duda—. Tienen que haber vivido ciertas cosas.
—Sí, es verdad —añade él.
—¿Le gusta el teatro? —preguntas.
—Normalmente no voy. Veo más los ballets o voy a algún concierto. Me gusta ir a las óperas o a los conciertos de cantantes occidentales famosos. Ahora puedo disfrutar de las artes, pero nunca había visto una obra como la suya.