El libro de un hombre solo (34 page)

BOOK: El libro de un hombre solo
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La ocupación tuvo lugar sin grandes dificultades, aunque la noche anterior, cuando el equipo de propaganda obrera entró en el campus, unos estudiantes lanzaron, amparándose en la oscuridad, una granada de su propia fabricación, con la que hirieron a varios obreros. Probablemente les empujó la desesperación de verse abandonados por el Gran Líder, que tanto habían defendido y que, ahora, ya no los necesitaba. Cuando un niño descubre que un adulto lo ha engañado, se echa a llorar y a patalear, es así.

Él también pensaba que había que acabar con el caos y presentía que no le esperaba nada bueno. Con el pretexto de llevar a cabo una investigación, se apresuró a salir de nuevo de Beijing.

—¡Vuelve!

Al pasar por Shanghai, fue a ver a su tío paterno, él fue el que le dio la orden.

—¿Que vuelva a dónde? —preguntó él. Luego explicó los problemas de su padre, aquel asunto de la tenencia de armas imposible de resolver—. No tengo adonde ir —añadió.

En ese momento su tío tosió y tomó un pequeño vaporizador que accionó en la boca.

—¡Vuelve a tu institución y haz tu trabajo!

—Todo aquello está paralizado, no hay nada que hacer, he salido de allí con el pretexto de llevar a cabo una investigación.

—¿Una investigación sobre qué?

—Se está examinando la historia de los funcionarios. Al investigar sobre la vida de algunos antiguos revolucionarios, uno encuentra muchas veces cosas que se callan...

—¿Qué entiendes tú de eso? No es un juego, ya no eres un niño, no te juegues la cabeza, puedes perderla antes de que te des cuenta.

Su tío iba a toser de nuevo. Accionó el vaporizador.

—Ya ni siquiera tengo nada que leer en el trabajo, no tengo nada que hacer.

—Observa, ¿sabes observar? —preguntó su tío—. Yo me he convertido en un observador, cierro la puerta y no salgo, no hay que mezclarse con ninguna facción, simplemente hay que contentarse con mirar el espectáculo que tiene lugar en el escenario y entre bastidores.

—Pero yo tengo la obligación de ir al trabajo, no me puedo quedar en casa como usted.

—También puedes callarte, ¿no? —replicó su tío—. La boca te pertenece, ¿no?

—No, tío, hace mucho tiempo que no sale de casa. No sabe que, desde que empezó el movimiento, todo el mundo tiene que decantarse por un bando o por otro, es imposible no tomar partido.

Su viejo tío, aquel viejo revolucionario, lo sabía y soltó un largo suspiro.

—¡Qué mundo tan turbio! Antes, al menos, uno podía refugiarse en las montañas y hacerse ermitaño en un templo...

Las palabras le salían del fondo del corazón. Era la primera vez que su tío le hablaba de política, ya no lo veía como a un niño. Le dijo:

—Yo también me he puesto a salvo con el pretexto de estar enfermo. Si después del Gran Salto adelante y la lucha contra los oportunistas de la derecha,
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no me hubieran dejado al margen, alejándome de los asuntos del mundo durante siete u ocho años, no habría podido continuar llevando esta existencia precaria.

Después le habló de un veterano, su antiguo superior jerárquico. Les unían unos profundos lazos de amistad, ya que los dos se habían enfrentado a la muerte juntos en los años de la guerra. Antes de la Revolución Cultural, vino a visitarlo, mandó a su guardaespaldas que esperara fuera y le previno: iban a tener lugar grandes cambios en el Comité Central, era posible que no volvieran a verse nunca más. En el momento de marchar, le dejó una colcha de seda y le explicó que se trataba de un regalo de despedida.

—Advierte a tu padre que nadie puede salvar a nadie, ¡es mejor que cada uno se cuide de sí mismo!

Éstas fueron las últimas palabras de su tío cuando lo acompañó a la puerta. Poco después, este tío, que no era muy mayor, cogió una gripe y le pusieron una inyección en el hospital militar. Contra todo pronóstico, murió unas horas más tarde. Su antiguo superior, aquel veterano de la revolución, luego de que lo privaran de su libertad individual, también moriría un año después en un hospital militar. El sólo se enteró mucho más tarde, al leer un memorial escrito para rehabilitar su imagen. En la época en que luchaban por la revolución, no habrían podido imaginar ni en la peor de sus pesadillas que ésta les conduciría a una situación tan triste que lo único que podían hacer era esperar la muerte. En el momento de la agonía, ¿se arrepentirían de algo? Por supuesto, no podía saberlo.

¿Qué clase de rebelión es ésta? ¿Entras en la máquina de picar carne o añades algunos ingredientes?

Ahora, cuando vuelves la vista al principio de los hechos, no puedes evitar hacerte estas preguntas.

No obstante, él dice que las circunstancias impedían mirar las cosas fríamente y mantenerse al margen; había comprendido que sólo era un peón dentro de todo el movimiento, que ya no peleaba por el comandante en jefe, sino sólo por sobrevivir.

¿No podía elegir otro medio para sobrevivir? ¿Por qué no podía ser un simple ciudadano que siguiera la corriente general, sin preocuparse por el mañana, cambiando según el clima político, diciendo lo que los otros quieren escuchar, y adaptándose al poder?, preguntas tú.

Él dice que habría sido todavía más difícil, que habría sido más agotador que rebelarse, que habría tenido que devanarse los sesos para captar y seguir los constantes cambios del clima político sin estar seguro de tener razón. ¿Su padre no era justamente un insignificante ciudadano común? Acabó tragándose un frasco entero de somníferos y su fin fue más o menos como el de su tío, el viejo revolucionario. Si él se rebelaba, era sin un objetivo claro; de hecho, sólo lo empujaba el instinto de supervivencia, como cuando la mantis religiosa intenta impedir que un carro la aplaste.

En ese caso, ¿eres quizá un rebelde de nacimiento? ¿Tu carácter rebelde no será visceral en ti?

No, dice que era tranquilo por naturaleza, como su padre, pero era más joven y estaba lleno de energía, no tenía mucha experiencia en la vida. No podía seguir el mismo camino que eligieron sus ancestros, aunque tampoco sabía dónde se encontraba la salida.

¿No podía huir?

¿Huir adonde?, te pregunta. No podía huir del inmenso país, no podía salir del gran edificio de su institución, que parecía una colmena, en el que se ganaba la vida para alimentarse. Era ese organismo el que le proporcionaba la autorización para vivir en la ciudad, los cupones mensuales de cereales (veintiocho libras), los cupones de aceite (una libra), de azúcar (media libra), de carne (una libra), los cupones de algodón que daban cada año (veinte pies), los cupones de productos industriales de uso común, para comprar un reloj, una bicicleta, lana, distribuidos según el salario, así como su identidad de ciudadano. Si él, como una abeja obrera, dejaba el panal, ¿adónde podía ir? Dijo que no tenía elección, que era como una abeja protegida por la colmena, si la locura reinaba en el interior, no tenían más remedio que atacarse mutuamente, agitándose hacia todos los lados, reconocía.

¿Acaso era una forma de salvar la vida?, preguntas tú.

Pero ya no había remedio, dice él, riendo amargamente. Si lo hubiera sabido desde el principio, no habría sido un insecto.

Un insecto capaz de reír, eso sí que es raro; te acercas para mirarlo.

Lo verdaderamente extraño es el mundo, y no esos insectos que dependen de la colmena, dice el insecto.

34

El otro lado de Shanhaiguan,
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donde el invierno es precoz, soplaba un viento frío proveniente del noroeste. No podía subir a la bicicleta que había alquilado en la cabeza de distrito y tenía que empujarla con mucho esfuerzo para conseguir avanzar unos pasos. Llegó a la comuna popular hacia las cuatro de la tarde, cuando el cielo empezaba a oscurecer. Le faltaban unos diez kilómetros para llegar a su destino. Tuvo que pasar la noche en un albergue en el que descansaban los campesinos que iban de un lado a otro sobre sus carruajes tirados por mulas. Allí cenó dos trozos de nabos secos, tan salados que estaban amargos, y un tazón de granos de sorgo difíciles de masticar de tan duros que eran. Luego se tumbó sobre el
kang
de tierra cubierta por una estera de caña trenzada, que ocupaba la mitad de la habitación y sobre la que se habrían podido tumbar siete u ocho personas. Estaba solo, pues, con el frío que hacía, nadie del campo se habría aventurado a hacer un largo viaje. Quizá porque había mostrado una carta de recomendación de la capital, el
kang
estaba particularmente caliente. Cuanto más avanzaba la noche, más quemaba, las pulgas debían de estar completamente achicharradas. A pesar de quedarse en calzoncillos, sudaba. Se sentó en el borde del
kang
a fumar un cigarro, y pensó que en el fondo, en aquel mundo confuso, el campo era un buen lugar para refugiarse.

Se levantó temprano. El viento del norte continuaba con la misma fuerza. Dejó su pesada bicicleta con portaequipajes en el albergue, y acabó llegando al pueblo después de caminar casi tres horas contra el viento. Preguntó por todas partes para saber si vivía en el pueblo una señora mayor con ese nombre y que había sido profesora en la escuela primaria. Todos dijeron que no. Había una escuela, pero allí daba clases un hombre; su mujer tuvo un niño y él volvió a casa.

—¿Hay alguien más en la escuela? —preguntó.

—Hace más de dos años que no se dan clases. El equipo de producción ha transformado el aula en depósito. ¡Está llena de patatas! —precisó un campesino.

Tenía que ir a ver al secretario de la célula del Partido de este equipo de producción para informarse.

—¿Quiere ver al secretario joven o al viejo?

Él explicó que estaba buscando a la persona que se ocupaba de los asuntos del pueblo; si había dos hombres, prefería al mayor, porque probablemente podría darle más información. Lo condujeron a casa de un anciano. Este mordisqueaba una pipa, que tenía la boquilla de bambú y la cazoleta de cobre, mientras tejía un cesto de mimbre. Sin esperar que acabara de exponer el objeto de su visita, el viejo refunfuñó:

—No me ocupo de eso, yo no me ocupo de nada.

Tuvo que explicar que había venido especialmente de la capital para hacer esa investigación, lo que hizo que el anciano se tomara algo más en serio su presencia y dejara de tejer el cesto. Apretando la pipa en la mano, entornó los ojos y descubrió sus dientes negruzcos mientras escuchaba las explicaciones.

—Ah, sí, hay una persona con esas características, la mujer de Lao Liang. Fue profesora de escuela, pero se jubiló anticipadamente por enfermedad. Alguien vino a hacer una investigación sobre ella; pero como su marido tenía un pequeño teatro de sombras chinescas
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y pertenecía a la categoría de los campesinos pobres, no hubo ningún problema.

Él precisó que si estaba buscando a esa mujer era para saber algo de otra persona, no de ella, el problema no tenía nada que ver con la pareja. El viejo lo condujo entonces a una casa a las afueras del pueblo. Antes de entrar, gritó:

—¡Vienen a verte, señora de Lao Liang!

Nadie respondió. El viejo empujó la puerta, pero no había nadie en el interior; entonces, se volvió hacia los niños que les seguían desde el pueblo.

—Id a buscarla, decidle que un camarada que viene de Beijing la está esperando.

Los niños salieron corriendo y gritando mientras que el viejo se alejaba.

Las paredes eran totalmente negras y la sala estaba casi vacía, tan sólo había dos bancos y una mesa cuadrada tan negra como las paredes. La cocina, donde estaba el horno, comunicaba con esa sala, pero no había ningún fuego encendido. Se sentó, helado de frío. Fuera, el cielo estaba gris, la intensidad del viento había disminuido. Estuvo allí solo durante bastante tiempo, golpeó los pies contra el suelo para calentarlos.

Pensó en su situación. Estaba esperando en aquel lugar perdido a la antigua esposa de un alto funcionario destituido. ¿Cómo habría ido a parar esa mujer a aquel lugar? ¿Cómo se convirtió en la mujer de un campesino pobre, que se dedicaba al teatro de sombras chinescas? ¿Y qué tenía que ver él con todo eso? Tan sólo quería retrasar el regreso a la capital.

Al cabo de unas dos horas llegó una mujer de edad avanzada. Al verlo sentado en el interior, dudó durante un instante antes de franquear el umbral. Se detuvo, pero acabó entrando. Llevaba un pañuelo gris sobre la cabeza, una chaqueta acolchada también de color gris, un viejo pantalón ancho ajustado a los tobillos, sandalias de algodón llenas de mugre. Realmente parecía una verdadera campesina. ¿Esa mujer era la heroína revolucionaria que había estudiado en la universidad y transmitía informaciones secretas? El se levantó y le preguntó si era la persona que estaba buscando.

—No, no, aquí no hay nadie con ese nombre —contestó, moviendo la mano.

Extrañado, insistió:

—Su nombre es...

Repitió el nombre.

—Yo me llamo Liang, como mi marido.

—¿Su marido se dedica al teatro de sombras chinescas? —preguntó él.

—Ahora ya es mayor, hace tiempo que no canta.

—¿Está aquí? —inquirió con prudencia.

—Ha salido. Pero ¿a quién está.buscando?...—replicó la señora, mientras se quitaba el pañuelo y lo posaba sobre la mesa.

—¿Hace más de cuarenta años usted vivía en Sichuan? ¿Conocía a un tal...? —y pronunció el nombre del alto funcionario.

Los ojos de la anciana se iluminaron, pero sus párpados fatigados cayeron rápidamente, su mirada ya no era la de una campesina ignorante.

—¡Usted tuvo un hijo con él! —Soltó esa frase para que ella reaccionara.

—Hace tiempo que murió —dijo la mujer apoyándose en la mesa para tomar asiento en el banco.

La había encontrado, era realmente ella, pensó; primero tenía que conseguir su confianza:

—Usted ha trabajado mucho para el Partido, es una antigua revolucionaria...

—No he hecho nada, tan sólo he servido a mi marido y he tenido un niño —lo interrumpió la mujer.

—En aquella época su marido era secretario del comité de zona especial del Partido en la clandestinidad, ¿no lo sabía?

—Yo no era miembro del Partido.

—Pero su marido, su marido de entonces, se dedicaba a las actividades secretas del Partido, ¿cómo puede ignorarlo?

—No lo sabía —afirmó de forma categórica.

—Fue usted quien protegió su huida, y, gracias a una seña, permitió que huyera su contacto y que no lo detuvieran. ¡Realmente es una mujer con mucho valor!

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