Pero sucedía algo muy raro, se dijo Nad mientras contemplaba el ir y venir de los transeúntes: todos caminaban al compás de la música.
Al hombre de la barba y el turbante se le estaban acabando las flores. Nad se encaminó hacia él y le dijo:
—Perdone.
El hombre dio un respingo y replicó en tono acusador:
—No te había visto.
—Lo siento —se disculpó Nad—. ¿Podría darme una flor?
—¿Vives por aquí cerca? —le preguntó mirándolo con suspicacia.
—¡Sí, claro!
El hombre del turbante le entregó una flor blanca. Al cogerla, Nad se pinchó en el pulgar.
—¡Ay! —exclamó.
—Préndetela en el abrigo y ten cuidado con el alfiler.
Una gotita de sangre le resbaló por el dedo, y el niño se lo chupó, mientras el hombre del turbante le ponía la flor en el jersey y le decía:
—No te había visto nunca por aquí.
—Vivo aquí, de verdad —replicó Nad—. ¿Y para qué son estas flores?
—Es una antigua tradición; se remonta a la época en que sólo existía el casco histórico. Cuando florecen los brotes de invierno en el cementerio de la colina, se cortan y se reparten entre los vecinos de la zona, ya sean hombres o mujeres, jóvenes o viejos, pobres o ricos; todos reciben su flor.
La música se oía más alta y más clara, y Nad se preguntó si se debía a la flor que lucía en el jersey.
Aguzando un poco el oído, logró distinguir unos tambores lejanos que marcaban el compás y un sonido como de flautas que iban tejiendo la melodía, de tal modo que sintió el impulso de ponerse de puntillas y caminar al compás de la música.
Nad no había salido nunca a ver mundo. Por eso, se le olvidó que tenía terminantemente prohibido abandonar el cementerio, y que aquella noche ninguno de los muertos del cementerio estaba donde se suponía que debía estar; aquel lugar lo tenía fascinado por completo, y siguió trotando la mar de contento por las calles del casco antiguo hasta que llegó a los jardines municipales, delante mismo del ayuntamiento (convertido ahora en museo y oficina de turismo, pues el ayuntamiento propiamente dicho se había trasladado a un edificio de despachos mucho más aparente y moderno, pero también más anodino, en la zona nueva).
Todavía había gente paseando por los jardines municipales, que en aquella época del año se reducían a un extenso prado, con escalones aquí y allá, algún que otro arbusto y unas cuantas estatuas.
Nad seguía extasiado escuchando la música y la gente continuaba pasando por la plaza; unos iban solos, otros de dos en dos, e incluso se veían algunas familias. Nunca había contemplado a tantas personas vivas al mismo tiempo.
Debía de haber cientos de ellas, personas que respiraban, que estaban tan vivas como él, y todos llevaban una florecilla blanca.
«¿Será esto lo que hacen las personas vivas?», se preguntaba Nad, pero en realidad sabía que no; los acontecimientos de aquella noche, sean los que fueren, eran algo especial.
La mujer que había visto antes, la que paseaba al bebé en su sillita, se hallaba ahora delante de él, con su hijo en brazos, siguiendo el compás de la música con la cabeza.
—¿Sabe usted hasta cuándo continuará sonando esa música? —le preguntó Nad, pero ella no respondió, sino que siguió sonriendo y meneando la cabeza.
A Nad le dio la impresión de que la mujer no debía de sonreír muy a menudo. Y cuando creía estar seguro de que no le había oído (quizá porque él se había desaparecido, o simplemente porque ella no tenía el menor interés en escuchar a alguien como él), la mujer dijo:
—¡Caray! Parece Navidad —hablaba como en sueños, como si se estuviera observando a sí misma desde fuera. Y prosiguió parloteando, sin salir de su trance—. Me recuerda a la hermana de mi abuela, la tía Clara; en Nochebuena íbamos a visitarla, después de morir mi abuela, y ella se sentaba a su viejo piano y tocaba a veces también cantaba, y comíamos bombones y frutos secos, aunque ya no recuerdo las canciones que interpretaba. Pero esa música es como todas aquellas canciones sonando a la vez.
El bebé dormía con la cabeza apoyada en el hombro de su madre, pero hasta él movía un poco las manitas al son de la música.
Y, de pronto, ésta cesó y la plaza quedó en silencio, un silencio sordo, semejante al caer de la nieve; la noche y los cuerpos de la gente que paseaba por la plaza absorbían hasta el más mínimo ruido; no se oían pisadas, ni voces, casi no se los oía ni respirar.
Un reloj cercano dio las doce: había llegado la media noche, y todos se pusieron en camino.
Bajaron en procesión desde lo alto de la colina, caminando con aire solemne y marcando el mismo paso, y ocuparon por completo el ancho de la carretera en formación de columnas de a cinco. Nad los conocía prácticamente a todos. En la primera fila, reconoció a Mamá Slaughter, a Josiah Worthington, al viejo conde que resultó herido en las Cruzadas y regresó a casa para morir, y al doctor Trefusis; todos ellos avanzaban con expresión digna y respetable.
Se oyeron gritos ahogados entre los ciudadanos congregados en la plaza, y alguien imploró en voz alta: «¡Señor, ten piedad, esto es el Juicio Final, sin duda!». Pero la mayoría de la gente se limitaba a mirarlos fijamente, con el rostro impasible, como si aquel acontecimiento formara parte de un sueño.
Los muertos continuaron avanzando, poco a poco, hasta llegar a la plaza.
Josiah Worthington subió los escalones para reunirse con la señora Caraway, la alcaldesa. Extendió un brazo y, en voz lo suficientemente alta para que todos los allí congregados pudieran oírlo, solicitó:
—Gentil dama, concededme la merced de bailar conmigo el Macabré.
La señora Caraway vaciló. Miró al hombre que estaba a su lado para que le indicara qué debía hacer; el hombre iba en bata y zapatillas de andar por casa, y lucía una flor blanca en la solapa. Sonriendo a la alcaldesa, asintió con la cabeza y la animó:
—Adelante.
Ella le tendió la mano a Josiah Worthington, y en cuanto sus dedos se tocaron, la música sonó de nuevo. Si la música que Nad había oído hasta ese momento era un preludio, había dejado de serlo; aquellos sones eran los que todos querían escuchar, y los pies de la gente siguieron el compás de la melodía.
Vivos y muertos se cogieron de las manos y se pusieron a bailar. Nad vio a Mamá Slaughter bailando con el hombre del turbante, mientras que el ejecutivo se aparejó con Lisa Bartleby; la señora Owens sonrió a Nad al tiempo que le cogía la mano al anciano del kiosco de prensa, y el señor Owens le tendió la mano a una niña pequeña, que la aceptó como si llevara toda la vida esperando la ocasión de bailar con él. Pero entonces Nad dejó de mirarlos, pues alguien le había cogido de la mano, y comenzó a bailar.
Liza Hempstock le sonrió abiertamente y le dijo:
—Esto es fantástico.
A continuación la niña se puso a cantar al son de la música:
—Un paso hacia adelante y un giro, luego otro paso más y párate, y ya estamos bailando el Macabré.
Nad sentía una alegría desbordante, y sus pies se movían como si conocieran aquella danza, o llevaran toda la vida bailándola.
Danzó con Liza Hempstock hasta que Fortinbras Bartleby le cogió de la mano, y continuó bailando con él, avanzando entre las hileras de gente, que se apartaban a su paso.
Nad vio a Abanazer Bolger bailando con la señorita Borrows, su antigua y anciana profesora. Vivos y muertos bailaban juntos. A todo esto, las parejas de baile se separaron, formaron largas hileras de gente que danzaban al compás de la música, alternando los pasos de baile con algún que otro saltito (¡La…la…hop! ¡La…la…la…hop!), y, colocados en fila, recrearon una danza de miles y miles de años de antigüedad.
En ese momento, Nad tenía a Liza Hempstock de nuevo a su lado, y le preguntó:
—¿De dónde viene la música? —Ella se encogió de hombros—. ¿Quién ha organizado todo esto?
—Nadie lo organiza, simplemente sucede. Los vivos no lo recuerdan después, pero nosotros sí… —explicó y, excitada, exclamó—. ¡Mira, mira!
Nad sabía cómo eran los caballos por las ilustraciones de los libros, pero aquella era la primera vez que veía a uno de verdad, y el caballo blanco que cabalgaba hacia la plaza no se parecía en absoluto a lo que él había imaginado. Este era muchísimo más grande, y su alargada cara tenía una expresión muy seria; sobre el desnudo lomo del animal cabalgaba una mujer, ataviada con un largo vestido gris que brillaba bajo la luna de diciembre como las telarañas bañadas por el rocío de la mañana.
Al llegar a la plaza, el caballo se detuvo y la mujer de gris descendió con gracia y se colocó frente a la multitud de vivos y muertos. Los saludó con una reverencia. Todos a una respondieron a su saludo con otra reverencia o inclinando la cabeza, y reanudaron la danza.
Antes de que el baile arrastrara a Liza Hempstock lejos de Nad, la niña cantó:
—Al llegar la Dama de Gris, dirigirá la danza del Macabré.
Todos avanzaban, giraban y brincaban al ritmo de la música, y la Dama de Gris bailaba con ellos, avanzando, girando y brincando con entusiasmo. Incluso el blanco caballo movía la cabeza y las patas al son de la música.
El ritmo de la música se aceleró, y los bailarines avivaron el paso. Nad se estaba quedando sin aliento, pero no le pasó por la cabeza que aquel baile el Macabré, la danza de los vivos y de los muertos, la danza de la muerte fuera a tener fin. El niño sonreía, y todos los demás, también.
De vez en cuando, mientras bailaba y daba vueltas y más vueltas por los jardines municipales, contemplaba a la Dama de Gris.
«¡Todo el mundo baila!», pensó Nad, pero enseguida se dio cuenta de que no era así. Oculto entre las sombras del antiguo ayuntamiento, había un hombre vestido de negro por completo. No bailaba; simplemente, los observaba.
Al niño le hubiera gustado adivinar los sentimientos de su tutor en aquellos momentos. ¿Acaso expresaba algún tipo de anhelo, tristeza o algo por el estilo? Sin embargo, el rostro de Silas era totalmente inexpresivo.
—¡Silas! —gritó Nad con la esperanza de que su tutor se acercara y se uniera al baile para divertirse con ellos.
Pero al oír su nombre, Silas retrocedió y desapareció entre las sombras.
«¡El último baile!», anunció una voz y, entrando en el postrero movimiento, el ritmo se fue tornando lento y majestuoso.
Los bailarines se emparejaron de nuevo uno a uno, los vivos con los muertos. Nad alargó el brazo y se encontró mano a mano, y cara a cara, con la Dama de Gris.
La mujer le sonrió y lo saludó:
—Hola, Nad.
—Hola —replicó el niño sin dejar de bailar—. No sé cuál es su nombre.
—Los nombres no importan en realidad.
—Tiene un caballo precioso. ¡Y qué grande es! No sabía que hubiera caballos tan grandes.
—Es lo suficientemente manso para llevar sobre su amplio lomo al más fuerte de vosotros, y también es lo suficientemente fuerte para llevar al más pequeño.
—¿Puedo montarlo? —preguntó Nad.
—Algún día… —respondió ella, y su vestido de tela de araña titiló como una estrella—. Algún día, sí. Antes o después, todos lo hacen.
—¿Prometido?
—Prometido.
Y en ese preciso instante, el baile llegó a su fin. Nad se inclinó ante su pareja de baile y entonces, pero ni un segundo antes, se dio cuenta de que estaba agotado. Tuvo la impresión de haber estado bailando horas y horas, le dolían todos los músculos del cuerpo y se había quedado sin resuello.
Un reloj dio la hora, y el niño fue contando las campanadas. Doce. Se preguntó cuánto tiempo habrían estado bailando: ¿doce horas, veinticuatro? ¿O quizás el tiempo se había detenido mientras bailaban? Nad se desperezó y echó una ojeada. Los muertos se habían marchado ya, así como la Dama de Gris. En la plaza sólo quedaban los vivos, que se dirigían cada uno a su casa, aunque con aspecto de sonámbulos, como si acabaran de despertar tras un largo y profundo sueño.
El suelo de la plaza estaba cubierto de flores blancas; parecía que se había celebrado una boda.
Al día siguiente Nad despertó en la tumba de los Owens con la sensación de haber descubierto un importante secreto, de haber formado parte de un acontecimiento único, y ardía en deseos de comentarlo con alguien.
Cuando se levantó la señora Owens, Nad le dijo:
—¡Lo de anoche fue algo increíble!
—¿Ah, sí? Estuvimos bailando todos juntos en la parte antigua de la ciudad.
—¿De verdad? —dijo la señora Owens resoplando—. ¿Bailando, dices? Sabes que tienes terminantemente prohibido bajar a la ciudad.
Nad sabía de sobra que cuando su madre se levantaba con el pie izquierdo era mejor callarse, así que salió de allí a hurtadillas. Estaba empezando a anochecer.
Se fue colina arriba, hasta donde estaban la lápida de Josiah Worthington y el obelisco, junto al anfiteatro, y desde allí contempló la ciudad y las luces de alrededor.
Josiah Worthington estaba de pie a su lado.
—Usted abrió el baile con la alcaldesa —comentó Nad—. Estuvieron bailando juntos.
Josiah lo miró, pero no despegó los labios.
—Usted estaba allí.
—Los vivos y los muertos no se mezclan, muchacho —repuso Josiah Worthington—. Nosotros ya no formamos parte de su mundo y ellos tampoco pertenecen al nuestro. Si bailamos con ellos la danza macabra, la danza de la muerte, es algo que no comentaremos jamás, y mucho menos con una persona viva.
—Pero yo soy uno más de los vuestros.
—Todavía no, muchacho; todavía no. Y no lo serás mientras vivas.
Nad comprendió entonces por qué se unió al baile del mismo modo que los vivos, en lugar de bajar en procesión por la colina como hicieron sus amigos restantes.
—Ya entiendo… Bueno, me parece —dijo.
Bajó corriendo por la colina, con toda la energía de sus diez años, e iba a tal velocidad que estuvo a punto de tropezar con Digby Poole (1785-1860. «Algún día os veréis tal como hoy me veis a mí.»), pero logró esquivarlo sin perder el equilibrio, y siguió como una flecha hacia la vieja iglesia, pues temía que Silas ya se hubiera marchado.
Nad se sentó en el banco. Algo se movió a su lado, pero sin hacer ningún ruido y, a continuación, oyó la voz de su tutor.
—Buenas noches, Nad.
—Tú estuviste allí anoche —le espetó Nad—. Y no intentes negarlo porque sé perfectamente que estabas allí.
—Sí, estuve allí.
—Bailé con ella. Con la dama que vino montada en el caballo blanco.