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Authors: Brad Meltzer

Tags: #Histórico, Intriga, Policiaco

El líbro del destino (43 page)

BOOK: El líbro del destino
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—Qué adorable —dijo Lisbeth, admirando en el pasillo principal una fotografía enmarcada en la que se veía a una niña blanca corriendo a través de la fina llovizna que lanzaba un aspersor del jardín, con la boca abierta y la lengua lamiendo el agua.

Violet apenas si respondió.

Lisbeth se volvió. A todos los padres les encanta hablar de sus hijos.

En medio del pasillo, Lisbeth examinó el resto de las fotografías familiares que colgaban de la pared: la niña junto al aspersor, fotografiada una vez más en la playa junto a una mujer pelirroja y nuevamente con la misma mujer en un huerto de calabazas.

Al estudiar detenidamente cada foto, Lisbeth se dio cuenta de que las imágenes sólo mostraban personas blancas. De hecho, en ninguna de ellas —ni siquiera en una— aparecía alguien que fuese negro.

Lisbeth la había subestimado. Violet —o comoquiera que se llamase esa mujer— no era ninguna novata estúpida.

—Ésta no es su casa, ¿verdad? —preguntó Lisbeth.

Violet se detuvo en la pequeña y desordenada cocina. Una mesa infantil de plástico estaba colocada junto a otra de tamaño normal imitación madera. Media docena de fotografías cubrían la puerta de la nevera. También eran todos blancos.

—Y su nombre no es Debbie Schopf, ¿verdad? —añadió Lisbeth.

—Deje a Debbie fuera de esto…

—Violet, si ella es su amiga…

—Ella sólo me está haciendo un favor.

—Violet…

—Por favor, no la meta en este asunto. Oh, Dios —dijo Violet, cubriéndose los ojos con la mano. Lisbeth vio la fina alianza de oro en el dedo anular de Violet. El único detalle verosímil.

—Escuche —dijo Lisbeth, tocando el hombro de Violet—. ¿Me está escuchando? No estoy aquí para tenderle una trampa o implicar a sus amigos en este asunto. Lo juro. Sólo necesito saber si lo que me ha dicho acerca de Dreidel…

—No me lo he inventado.

—Nadie piensa que lo haya hecho.

—Acaba de decirme que no utilizará mi nombre. Me lo ha dicho.

—Y lo mantengo, Violet —dijo Lisbeth, sabiendo que el nombre falso la tranquilizaba—. Nadie sabe que estoy aquí. Ni mi editor, ni mis colegas, nadie. Pero recordemos una cosa: usted me invitó a venir aquí por una razón. Lo que Dreidel le hizo… cuando le levantó la mano…

—¡Él no me levantó la mano! ¡Me estampó el puño en la cara y luego me lanzó contra el espejo! —exclamó Violet, el miedo superado por la ira—. ¡Ese cabrón me hizo tanto daño que tuve que mentirle a mi madre y decirle que había tenido un accidente con el coche! Ella también me creyó… ¡después de que yo destrozara uno de los faros delanteros para demostrarlo! Pero cuando lo vi en el periódico… Si piensa que voy a quedarme callada mientras él se pavonea como un santito del Senado… ¡Oh, no, no, no!

—La escucho, Violet. Pero tiene que entender que yo no puedo hacer nada. No puedo ayudarla hasta que no haya verificado la historia. Usted me dijo que tenía pruebas. ¿Tiene fotografías o…?

—¿Fotografías? Incluso cuando se comporta como un imbécil, Dreidel no es tan estúpido.

Violet abandonó la cocina y se dirigió al salón, donde unas cortinas de lamas verticales color beige impedían que los últimos rayos de sol se filtrasen por las puertas de cristal corredizas. Tomándose un momento para calmarse, Violet apoyó una mano en el centro de su pecho.

—¿Se siente bien? —preguntó Lisbeth.

—Sí, es sólo que… odio un poco el pasado, ¿sabe lo que quiero decir?

—¿Bromea? Yo incluso odio el presente.

Fue un chiste fácil, pero era exactamente lo que Violet necesitaba para recobrarse.

—Al principio, cuando nosotros… ya sabe, cuando comenzamos la relación —dijo, arrodillándose para buscar algo debajo del sofá rinconera tapizado con motivos florales—. Ni siquiera me estaba permitido preguntarle acerca de su trabajo. Pero estos chicos de la Casa Blanca… no son diferentes de los chicos ricos de Palm Beach, o de Miami o de cualquier otra parte, son todos unos egocéntricos a quienes les encanta hablar de sí mismos —añadió al tiempo que sacaba de debajo del sofá una pequeña pila de papeles. Sujetos con una gruesa goma elástica, parecían catálogos y cartas. Cuando Violet quitó la goma, la pila de papeles se desplegó sobre la mesilla de fórmica color crema.

—«Comentarios del presidente Manning para la Cumbre de la APEC.» Programa para el funeral del rey de Marruecos… —Violet los recitó uno por uno—. Mire esto, una tarjeta personal del propietario de los Miami Dolphins con sus números de teléfono apuntados de su puño y letra en el reverso, junto con una nota que dice: «Señor presidente, juguemos al golf». Gilipollas.

—No lo entiendo. ¿Dreidel dejó todas estas cosas aquí?

—¿Dejarlas? Él me las regaló. Me las regaló orgulloso. No lo sé, quizá fue su patética forma de demostrar que realmente estaba trabajando al lado del presidente. Cada vez que venía a visitarme, yo recibía otra pieza del cajón de los trastos viejos del presidente: los menús del día que le apetecían a Manning escritos de su puño y letra, tarjetas de sus partidas de bridge, monedas militares, crucigramas, etiquetas de equipaje…

—¿Qué ha dicho?

—¿Etiquetas de equipaje?

—Crucigramas —repitió Lisbeth, sentándose junto a Violet en el sofá e inclinándose hacia la pila de papeles esparcidos encima de la mesilla baja.

—Seguro que conservo alguno de esos crucigramas —contestó Violet, buscando en la pila—. Manning era un fanático de los crucigramas. Dreidel decía que podía completar uno mientras hablaba por teléfono con… Ah, aquí hay uno —añadió, sacando un viejo periódico doblado.

Violet se lo dio, y los brazos, las piernas y todo el cuerpo de Lisbeth se helaron cuando pudo echarle un vistazo al crucigrama… y a las respuestas escritas a mano por el presidente… y al revoltijo de iniciales garabateadas en el margen izquierdo.

Le temblaban las manos. Leyó lo que tenía delante de los ojos, y volvió a leerlo para estar segura. «No puedo creerlo. ¿Cómo pudimos ser tan…?»

—¿Qué? —preguntó Violet, desconcertada—. ¿Qué ocurre?

—Nada… es sólo que… puedo encontrarla en este número, ¿verdad? —Cuando Violet asintió, Lisbeth apuntó en la base de datos de su móvil el número que tenía escrito a mano. Se levantó del sofá sin dejar de estudiar el crucigrama—. Escuche, ¿me puedo quedar con esto? Se lo devolveré tan pronto como haya acabado.

—Por supuesto, pero… no lo entiendo. ¿Qué ha encontrado, la letra de Dreidel?

—No —dijo Lisbeth, dirigiéndose hacia la puerta, abriendo su teléfono móvil y marcando el número de Wes—. Algo mucho mejor.

79

Rogo había permanecido en silencio durante casi veinticinco minutos, encorvado sobre la caja llena de archivos que descansaba en su regazo, mientras sus dedos recorrían cada página de los documentos.

—¿Quién crees que es la madre? —preguntó finalmente mientras el sol empezaba a desaparecer por la ventana más cercana.

—¿Del hijo de Boyle? —contestó Dreidel, buscando entre los documentos de su caja—. No tengo ni idea.

—¿Crees que era alguien importante?

—Define «importante».

—No lo sé. Podría haber estado acostándose con cualquiera: una funcionaría de alto rango, alguna becaria, la primera dama…

—¿La primera dama? ¿Estás de coña? ¿Crees que no nos habríamos dado cuenta si la señora Manning, mientras estaba en la Casa Blanca, comenzaba a vomitar, a ganar peso y, de pronto, a visitar a un médico, por no mencionar el hecho de que un día apareciera con un hijo que se pareciera a Boyle?

—Tal vez no tuvo al chico. Podría haber…

—«Cuestiones de paternidad» significa que el chico nació —insistió Dreidel, mientras cruzaba al otro lado de la mesa y cogía una nueva caja—. Habría puesto «ABT» si pensaran que se había practicado un aborto. Y aunque ése no fuese el caso… ¿la primera dama? Por favor, cuando llegó el momento de abandonar la Casa Blanca, ella estaba más afectada que el presidente. La doctora Manning jamás hubiese arriesgado todo eso por una estúpida aventura con Doyle.

—Sólo estoy diciendo que pudo haber sido cualquiera —dijo Rogo, tras haber revisado casi la mitad del contenido de la caja y sacar una gruesa carpeta marrón que contenía dos fotografías enmarcadas. Colocando el marco plateado de la primera delante de él, estudió la foto familiar de Boyle acompañado de su esposa y su hija.

Delante de una cascada, Boyle y su esposa abrazaban alegremente a su hija Lydia, de dieciséis años, que, en el centro de la imagen, estaba en mitad de un grito o de una risa mientras el agua helada de la cascada le empapaba la espalda. Riendo junto con su hija, Boyle tenía la boca completamente abierta y, a pesar de su espeso bigote, resultaba obvio que Lydia había heredado la risa de su padre. Una risa grande y llena de dientes. Rogo no podía apartar la vista de la foto. Una familia feliz…

—Sólo es una foto —interrumpió Dreidel.

—¿Qué? —preguntó Rogo, mirando de reojo.

Detrás de él, Dreidel contemplaba la imagen enmarcada de los Boyle en la cascada.

—Eso es… sólo una foto —lo previno—. Créeme, aunque se están riendo a carcajadas, no significa que sean felices.

Rogo volvió a mirar la fotografía, luego nuevamente a Dreidel, que tenía los labios apretados. Rogo conocía esa expresión. La veía todos los días en sus clientes multados por exceso de velocidad. Todos conocemos nuestros pecados.

—De modo que la madre… —comenzó a decir Rogo.

—… podría ser cualquiera —remachó Dreidel, feliz de volver al tema inicial—. Aunque conociendo a Boyle, apuesto a que se trata de alguien de quien jamás hemos oído hablar.

—¿Qué te hace decir eso? —preguntó Rogo.

—No lo sé… Cuando estábamos en la Casa Blanca, así era Boyle. Como amigo de juventud de Manning, él nunca llegó a formar parte del personal. Él era más… él estaba aquí —dijo Dreidel, sosteniendo la mano con la palma hacia abajo a la altura de los ojos—. Y pensaba que el resto de nosotros estábamos aquí —añadió, dejando caer la mano y golpeando la mesa.

—Esa es la ventaja de ser el Primer Amigo.

—Pero ésa es precisamente la cuestión. Sé que cuando le dispararon, Boyle alcanzó algo parecido a la santidad, pero desde donde estaba yo se veía que Boyle caía en desgracia muchas veces.

—Tal vez fue entonces cuando Manning descubrió lo de ese niño.

Por segunda vez, Dreidel no dijo nada.

Rogo también se quedó en silencio. Sacando la segunda fotografía enmarcada, abrió el soporte posterior y la apoyó encima de la mesa. Era un primer plano de Boyle y su esposa, las mejillas apretadas mientras sonreían a la cámara. Por la frondosidad del bigote y el grosor del nacimiento del pelo, la foto era vieja. Dos enamorados.

—¿Qué más tienes en esa caja aparte de las fotografías? —preguntó Dreidel, haciendo girar la caja ligeramente y leyendo la abreviatura «Mise.» en la etiqueta principal.

—La mayor parte son libros —dijo Rogo al tiempo que vaciaba el contenido de la caja sobre la mesa: un libro encuadernado sobre el Holocausto, un libro de tapas blandas sobre el legado de Irlanda, y un ejemplar no venal sujeto con una goma elástica de un libro titulado
El mito Manning
.

—Recuerdo cuando publicaron ese libro —dijo Dreidel—. Ese cabrón arrogante nunca nos llamó ni para comprobar los hechos.

—No puedo creer que conserven toda esta basura —dijo Rogo mientras sacaba un pase de aparcamiento para el Kennedy Center emitido hacía diez años.

—Para ti es basura, para la biblioteca es historia.

—Deja que te diga una cosa, incluso para la biblioteca esta basura es basura —dijo Rogo, sacando una pequeña pila de recibos de taxi, un trozo de papel con direcciones manuscritas para llegar al Arena Stage, un tarjetón de la boda de alguien, un dibujo pintado con los dedos con las palabras «Tío Ron» claramente escritas en la parte superior, y un pequeño cuaderno de espiral con el logotipo de los Washington Redskins.

—Eh, eh… ¿qué estás haciendo? —lo interrumpió Dreidel.

—¿Qué, esto? —preguntó Rogo, señalando el dibujo pintado con los dedos.

—Eso —insistió Rogo mientras cogía el cuaderno de espiral que exhibía el logo de los Redskins.

—No entiendo, ¿para qué necesitas un cuaderno de un equipo de fútbol?

—Esto no es un cuaderno cualquiera. —Dreidel abrió la libreta y se la mostró a Rogo, revelando un calendario de la primera semana de enero—. Es la agenda de Boyle.

Rogo enarcó las cejas, mientras se palmeaba la cabeza.

—De modo que podemos ver todas sus reuniones…

—Exactamente —dijo Dreidel, pasando las páginas—. Reuniones, cenas, todo… y, sobre todo, qué estaba haciendo la noche del 27 de mayo.

80

—¿Señor presidente? —llamo cuando abro la puerta principal.

Nadie contesta.

—Señor, soy Wes, ¿está usted ahí? —vuelvo a preguntar, aunque conozco la respuesta. Si Manning no estuviera aquí, los agentes del Servicio Secreto no estarían fuera de la casa. Pero después de todos los años que llevamos juntos, siempre intento asegurarme de qué terreno estoy pisando. Una cosa es entrar en su despacho. Otra muy distinta es entrar en su casa.

—Aquí —dice una voz masculina que resuena por el largo pasillo que lleva a la sala de estar. Me detengo un momento, incapaz de situar el origen de la voz, educada y con un ligero acento británico; pero entro rápidamente y cierro la puerta. Ya fue bastante difícil tomar la decisión de venir aquí. Aunque tenga invitados, no pienso volverme atrás ahora.

Mientras sigo tratando de identificar la voz continúo por el pasillo y echo un vistazo a la fotografía en blanco y negro, tamaño póster, que está colocada sobre la antigua cómoda y el florero con flores frescas a mi derecha. La fotografía es la favorita de Manning: una vista panorámica de su escritorio en el Despacho Oval, tomada por un fotógrafo que colocó la cámara en el sillón del presidente y apretó el obturador.

El resultado es una recreación exacta de la antigua vista que tenía Manning desde detrás del escritorio más poderoso del mundo: las fotos familiares de su esposa, la pluma dejada para él por el presidente anterior, una nota personal escrita por su hijo, una pequeña placa de oro con la cita de John Lennon: «Ser un héroe de la clase obrera es algo importante», y una foto de Manning acompañado de su madre el día que llegó a la Casa Blanca: su primera reunión oficial en el Despacho Oval. A la izquierda del escritorio, el teléfono de Manning se vislumbra grande como una caja de zapatos, la cámara está tan cerca que se pueden leer los cinco nombres escritos en el disco de marcar: «Lenore» (su esposa), «Arlen» (el vicepresidente), «Cari» (consejero de seguridad nacional), «Warren» (jefe de personal), y «Wes», yo.

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