Estaba hablando al oído de la consola, advirtió Dunworthy. Está leyendo el ajuste, pensó.
—¿Qué no puede estar bien, Badri?
—El deslizamiento —respondió Badri, los ojos fijos en la pantalla imaginaria—. Comprueba los parámetros. Eso no puede estar bien.
—¿Qué ocurre con el deslizamiento? ¿Hubo más del que esperabas?
Badri no respondió. Tecleó un instante, se detuvo, contempló la pantalla y empezó a teclear frenéticamente.
—¿Cuánto deslizamiento hubo? ¿Badri? —preguntó Dunworthy.
Él tecleó durante un minuto entero y se detuvo y miró a Dunworthy.
—Estoy muy preocupado —dijo, pensativo.
—¿Por qué estás preocupado, Badri?
Badri apartó de repente las mantas y se agarró a las barandillas de la cama.
—Tengo que encontrar al señor Dunworthy —exclamó. Agarró la cánula y tiró de la cinta.
Las pantallas tras él se volvieron locas, llenas de crestas y pitidos. En alguna parte sonó una alarma.
—No debes hacer eso —dijo Dunworthy, y extendió las manos para detenerlo.
—Está en el pub —jadeó Badri, rompiendo la cinta.
Las pantallas se quedaron súbitamente planas.
—Desconexión —dijo una voz de ordenador—. Desconexión.
La enfermera entró corriendo.
—Oh, cielos, ya es la segunda vez que lo hace. Señor Chaudhuri, no debe hacer eso. Se sacará la cánula.
—Vaya y traiga al señor Dunworthy. Ahora. Algo va mal —dijo Badri, pero se tendió y dejó que ella le tapara—. ¿Por qué no viene?
Dunworthy esperó a que la enfermera volviera a pegar la cánula y conectara nuevamente las pantallas, observando a Badri. Éste parecía agotado y apático, casi aburrido. Una nueva magulladura empezaba a formarse sobre la cánula.
—Creo que será mejor traer un sedante —dijo la enfermera, y se marchó.
—Badri —dijo Dunworthy en cuanto se hubo ido—, soy el señor Dunworthy. Querías decirme algo. Mírame, Badri. ¿Qué es? ¿Qué va mal?
Badri lo miró, pero sin interés.
—¿Acaso, hubo demasiado deslizamiento, Badri? ¿Está Kivrin en la peste?
—No tengo tiempo —dijo Badri—. Estuve fuera el sábado y el domingo. —Empezó a teclear de nuevo, moviendo los dedos incesantemente sobre las mantas—. Eso no puede estar bien.
La enfermera volvió con un frasco para el gotero.
—Oh, bien —dijo él, y su expresión se relajó y se suavizó, como si le hubieran quitado un gran peso de encima—. No sé qué sucedió. Tenía un dolor de cabeza terrible.
Cerró los ojos antes de que ella terminara de conectar la sonda a la cánula y empezó a roncar suavemente.
La enfermera condujo a Dunworthy al exterior.
—¿Qué dijo exactamente antes de que yo llegara? —preguntó él mientras se quitaba el traje.
—No dejaba de llamarle y decía que tenía que encontrarle, que tenía que decirle algo importante.
—¿Mencionó algo sobre ratas?
—No. Una vez dijo que tenía que encontrar a Karen… o Katherine…
—Kivrin.
Ella asintió.
—Sí. Dijo: «Tengo que encontrar a Kivrin. ¿Está abierto el laboratorio?» Y luego comentó algo acerca de un cordero, pero nada de ratas, no creo. No entendía muchas cosas de las que decía.
Dunworthy lanzó los guantes impermeables a la bolsa.
—Quiero que anote todo lo que diga. No las partes ininteligibles —añadió antes de que ella pudiera poner ninguna objeción—. Todo lo demás. Volveré esta tarde.
—Lo intentaré —dijo ella—. Casi todo son tonterías.
Dunworthy bajó las escaleras. Casi todo eran tonterías, delirios febriles que no significaban nada, pero salió a coger un taxi. Quería volver a Balliol cuanto antes, para hablar con Andrews y hacer que viniera a leer el ajuste.
«Eso no puede estar bien», había dicho Badri, y tenía que referirse al deslizamiento. ¿Podría haber malinterpretado la cifra, aunque sólo era de cuatro horas, y luego descubrió… qué? ¿Que era de cuatro años? ¿O veintiocho?
—Llegará más rápido caminando —dijo alguien. Era el muchacho con las pinturas negras en la cara—. Si espera un taxi, se quedará aquí eternamente. Todos han sido requisados por el maldito Gobierno.
Señaló uno que aparcaba junto a la puerta de Admisiones. Tenía una placa del Ministerio de Sanidad en la ventanilla.
Dunworthy dio las gracias al niño y regresó a Balliol. Volvía a llover, y caminó rápidamente, esperando que Andrews hubiera telefoneado ya, que estuviera ya en camino. «Vaya y traiga al señor Dunworthy inmediatamente —había dicho Badri—. Ahora. Algo va mal», y era evidente que estaba reviviendo sus acciones después de haber hecho el ajuste, cuando corrió bajo la lluvia hasta el Cordero y la Cruz para buscarlo. «Eso no puede estar bien.»
Casi cruzó corriendo el patio hasta sus habitaciones. Le preocupaba que la señora Taylor no hubiera oído el timbre del teléfono con el estruendo de sus campaneras, pero cuando abrió la puerta las encontró de pie en un círculo en medio de la habitación con las mascarillas puestas, los brazos levantados y las manos cruzadas como en súplica, bajando las manos y doblando las rodillas una tras otra en solemne silencio.
—Ha llamado el guía del señor Basingame —anunció la señora Taylor, levantándose e inclinándose—. Dijo que pensaba que el señor Basingame estaba en alguna parte de las Tierras Altas. Y el señor Andrews dijo que le telefoneara usted. Acaba de llamar.
Dunworthy llamó, sintiéndose inmensamente aliviado. Mientras esperaba a que Andrews contestara, observó la curiosa danza y trató de decidir la pauta. La señora Taylor parecía bambolearse en una base semirregular, pero las otras hacían sus extraños movimientos sin ningún orden aparente. La más corpulenta, la señora Piantini, contaba para sí, con el ceño fruncido en gesto de concentración.
—He obtenido permiso para que entre en la zona de cuarentena. ¿Cuándo va a venir? —preguntó en cuanto el técnico contestó.
—Ésa es la cuestión, señor —dijo Andrews. Había visual, pero era demasiado borroso para interpretar su expresión—. No creo que pueda. He estado viendo la cuarentena en los vids, señor. Dicen que esta gripe hindú es extremadamente peligrosa.
—No tiene por qué entrar en contacto con ninguno de los casos —observó Dunworthy—. Puedo disponer que vaya directamente al laboratorio de Brasenose. Estará completamente a salvo. Es muy importante.
—Sí, señor, pero los vids dicen que puede haber sido causada por el sistema de calefacción de la Universidad.
—¿El sistema de calefacción? En la Universidad no hay sistema de calefacción, y las individuales de los colegios tienen más de cien años y no sirven ni para calentar, mucho menos podrán infectar. —Las campaneras se volvieron a una para mirarle, pero no alteraron su ritmo—. No tiene absolutamente nada que ver con el sistema de calefacción. Ni con la India, ni con la ira de Dios. Empezó en Carolina del Sur. La vacuna ya está en camino. Es perfectamente seguro.
Andrews parecía obstinado.
—De todas formas, señor, no me parece aconsejable trasladarme allí.
Las campaneras se detuvieron bruscamente.
—Lo siento —dijo la señora Piantini, y empezaron otra vez.
—Hay que leer el ajuste. Tenemos a una historiadora en 1320, y no sabemos cuánto deslizamiento ha habido. Me encargaré que le paguen un plus de peligrosidad —dijo Dunworthy, y entonces advirtió que ésa era exactamente la estrategia equivocada—. Puedo disponer que esté aislado, o que lleve RPE o…
—Podría leer el ajuste desde aquí —sugirió Andrews—. Tengo una amiga que establecerá la conexión de acceso. Es estudiante en Shrewsbury. —Hizo una pausa—. Es lo mejor que puedo hacer. Lo siento.
—Lo siento —repitió la señora Piantini.
—No, no, tocas en segundo lugar —dijo la señora Taylor—. Te mueves dos-tres-arriba y abajo y tres-cuatro abajo y luego conduces un tirón entero. Y manten los ojos en las otras campaneras, no en el suelo. ¡Uno-dos-y-va! —Empezaron su danza otra vez.
—Simplemente, no puedo correr el riesgo —se justificó Andrews.
Estaba claro que no se iba a dejar convencer.
—¿Cómo se llama su amiga de Shrewsbury? —le preguntó Dunworthy.
—Polly Wilson —respondió Andrews, con tono aliviado. Le dio su número—. Dígale que necesita una lectura remota, solicitud IA, y transmisión puente. Me quedaré en este número. —Se dispuso a colgar.
—¡Espere! —exclamó Dunworthy. Las campañeras le miraron, con expresión de desaprobación—. ¿Cuál podría ser el deslizamiento máximo en un lanzamiento a 1320?
—No tengo ni idea. Es difícil predecir los deslizamientos. Hay muchos factores.
—Una estimación. ¿Podrían ser veintiocho años?
—¿Veintiocho años? —dijo Andrews, y el tono de sorpresa hizo que Dunworthy experimentara un arrebato de alivio—. Oh, no lo creo. Hay una tendencia general a deslizamientos mayores cuanto más atrás se viaja, pero el aumento no es exponencial. Las comprobaciones de parámetros se lo dirán.
—Medieval no hizo ninguna.
—¿Enviaron a una historiadora sin hacer comprobaciones de parámetros? —Andrews parecía asombrado.
—Sin comprobaciones de parámetros, sin remotos, sin tests de reconocimiento. Por eso es esencial que consiga ese ajuste. Quiero que me haga un favor.
Andrews se envaró.
—No será necesario que venga aquí —aclaró Dunworthy rápidamente—. Jesús College tiene una instalación en Londres. Quiero que vaya y haga una comprobación de parámetros de un lanzamiento al mediodía del 13 de diciembre de 1320.
—¿Cuáles son las coordenadas locales?
—No lo sé. Las obtendré cuando vaya a Brasenose. Quiero que me telefonee aquí en cuanto haya determinado el deslizamiento máximo. ¿Podrá hacerlo?
—Sí —contestó, pero parecía dubitativo otra vez.
—Bien. Llamaré a Polly Wilson. Lectura remota, solicitud IA, transmisión puente. Le llamaré en cuanto ella haya entablado contacto con Brasenose —dijo Dunworthy, y colgó antes de que Andrews pudiera cambiar de parecer.
Se quedó con el receptor en la mano, contemplando a las campaneras. El orden cambiaba continuamente, pero por lo visto la señora Piantini no volvió a perder la cuenta.
Llamó a Polly Wilson y le dio los datos específicos que había dictado Andrews, preguntándose si también ella había estado viendo los vids, y tendría miedo del sistema de calefacción de Brasenose, pero la joven dijo rápidamente:
—Necesito encontrar un acceso. Le veré allí dentro de tres cuartos de hora.
Dunworthy dejó a las campaneras haciendo flexiones y fue a Brasenose. La lluvia había menguado otra vez y por las calles circulaba más gente, aunque muchas de las tiendas estaban cerradas. Quienquiera que estuviera a cargo del carillón de Carfax había pillado la gripe o se había olvidado de él debido a la cuarentena. Seguía tocando
Bnng a Torch, Jeanette Isabella
, o posiblemente O
Tannebaum
.
Había un piquete formado por tres personas delante de una tienda hindú y media docena más ante Brasenose con una gran pancarta que decía: «
LOS
VIAJES EN EL TIEMPO SON UNA AMENAZA PARA LA SALUD
.»
Reconoció a la joven que sujetaba uno de los extremos: era la auxiliar médico de la ambulancia.
Sistemas de calefacción, la CE y los viajes en el tiempo. Durante la Pandemia fueron el programa de guerra bacteriológica americano y el aire acondicionado. En la Edad Media responsabilizaron a Satán y a la aparición de cometas de sus epidemias. Sin duda cuando se descubriera el hecho de que el virus se había originado en Carolina del Sur, la Confederación o el pollo frito del sur serían los culpables.
Entró en la portería. El árbol de Navidad se encontraba en un extremo del mostrador, con su ángel en lo alto.
—Vendrá a verme una estudiante de Shrewsbury para establecer un equipo de comunicación —le dijo al portero—. Tendrá que dejarnos entrar en el laboratorio.
—El laboratorio está restringido, señor.
—¿Restringido?
—Sí, señor. Lo han clausurado y no se permite entrar a nadie.
—¿Por qué? ¿Qué ha sucedido?
—Es debido a la epidemia, señor.
—¿La epidemia?
—Sí, señor. Tal vez sea mejor que hable con el señor Gilchrist, señor.
—Bien. Dígale que estoy aquí y que necesito entrar en el laboratorio.
—Me temo que ahora mismo no se encuentra aquí.
—¿Dónde está?
—En el hospital, creo. Fue…
Dunworthy no esperó a oír el resto. A mitad de camino se le ocurrió que Polly Wilson se quedaría esperando sin saber adonde había ido, y mientras llegaba al hospital, pensó que Gilchrist podría estar allí porque había contraído el virus.
Bien, pensó, es lo que se merece, pero Gilchrist estaba en la pequeña sala de espera, sano y salvo, con una mascarilla del ministerio, subiéndose la manga para recibir la vacuna que preparaba una enfermera.
—Su portero me dijo que el laboratorio está restringido —dijo Dunworthy, colocándose entre ellos—. Tengo que entrar. He encontrado un técnico para hacer un ajuste remoto. Necesitamos establecer un equipo transmisor.
—Me temo que eso será imposible. El laboratorio está en cuarentena hasta que la fuente del virus haya sido determinada.
—¿La fuente del virus? —preguntó Dunworthy, incrédulo—. El virus se originó en Carolina del Sur.
—No estaremos seguros de eso hasta que obtengamos una identificación positiva. Hasta entonces, considero que lo mejor es minimizar cualquier riesgo posible para la Universidad restringiendo el acceso al laboratorio. Ahora, si me disculpa, estoy aquí para recibir mi potenciación del sistema inmunológico. —Se dirigió hacia la enfermera.
Dunworthy extendió el brazo para detenerlo.
—¿Qué riesgos?
—Ha habido considerable preocupación pública de que el virus haya sido transmitido a través de la red.
—¿Preocupación pública? ¿Se refiere a esos tres tarados con la pancarta que hay ante su puerta?
—Esto es un hospital, señor Dunworthy —advirtió la enfermera—. Por favor, no alce la voz.
Él la ignoró.
—Ha habido «considerable preocupación pública», como usted dice, de que el virus haya sido causado por las leyes de inmigración liberales —señaló—. ¿También pretende separarse de la CE?
Gilchrist levantó la barbilla y unas arruguitas aparecieron junto a su nariz, visibles incluso a través de la mascarilla.
—Como decano en funciones de la Facultad de Historia, es mi responsabilidad actuar en interés de la Universidad. Nuestra posición en la comunidad, como sin duda ya sabrá, depende del mantenimiento de la buena voluntad del pueblo. Me pareció importante calmar los temores del público cerrando el laboratorio hasta que llegue la secuencia. Si indica que el virus es de Carolina del Sur, entonces por supuesto el laboratorio volverá a ser abierto inmediatamente.