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Authors: Connie Willis

Tags: #Ciencia Ficción

El libro del día del Juicio Final (39 page)

BOOK: El libro del día del Juicio Final
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—¡Quiero irme a casa ahora! —exigió Agnes, y empezó a sollozar—. ¡Tengo frío!

—Muy bien —asintió Kivrin. Los guantes de Agnes estaban demasiado mojados para que volviera a ponérselos. Kivrin se quitó los suyos y se los dio. A la niña le llegaban hasta los brazos, cosa que le encantó, y Kivrin empezó a pensar que ya se había olvidado de la rodilla, pero cuando el padre Roche la ayudó a subir a su pony, sollozó.

—Prefiero ir con vos.

Kivrin volvió a asentir y montó en su ruano. El padre Roche le tendió a la niña y condujo el pony colina arriba. El burro estaba allí, junto al camino, mordisqueando las hierbas que asomaban entre la fina nieve.

Kivrin se volvió hacia el bosquecillo, intentando divisar el claro. Sin duda es el lugar, se dijo, pero no estaba segura. Incluso la colina parecía distinta desde allí.

El padre Roche cogió las riendas del burro; el animal se envaró de inmediato y clavó los cascos en tierra, pero en cuanto el cura le hizo volver la cabeza y empezó a bajar la colina con el pony de Agnes, obedeció.

La lluvia estaba derritiendo la nieve, y la yegua de Rosemund resbaló un poco mientras galopaba hacia la encrucijada. Redujo su paso al trote.

En la siguiente encrucijada, Roche tomó por el camino de la izquierda. Había sauces por todas partes, y robles, y surcos de barro al pie de cada colina.

—¿Nos vamos a casa ya, Kivrin? —preguntó Agnes, tiritando contra ella.

—Sí. —Kivrin cubrió a la niña con su capa—. ¿Aún te duele la rodilla?

—No. No hemos recogido yedra. —Se enderezó y se volvió para mirar a Kivrin—. ¿Recordasteis algo cuando visteis el lugar?

—No.

—Bien —sonrió Agnes, apoyándose contra ella—. Ahora tendréis que quedaros con nosotras para siempre.

17

Andrews no telefoneó a Dunworthy hasta últimas horas de la tarde del día de Navidad. Colin, naturalmente, había insistido en levantarse a una hora intempestiva para abrir su montoncito de regalos.

—¿Va a quedarse en la cama todo el día? —preguntó mientras Dunworthy buscaba a tientas sus gafas—. Son casi las ocho.

De hecho, eran las seis y cuarto, y fuera estaba tan oscuro que ni siquiera se veía si aún estaba lloviendo. Colin había dormido bastante más que él. Después del servicio ecuménico, Dunworthy lo envió de vuelta a Balliol y fue al hospital a interesarse por el estado de Latimer.

—Tiene fiebre, pero de momento los pulmones no han sido afectados —le dijo Mary—. Ingresó a las cinco, dijo que había empezado a sentir dolor de cabeza y confusión a eso de la una. Cuarenta y ocho horas, fijo. Obviamente, no hay necesidad de preguntarle de quién lo contrajo. ¿Cómo te encuentras tú?

Mary le hizo quedarse para los análisis de sangre y entonces ingresó un nuevo caso. Dunworthy esperó por si podía identificarlo. No se acostó hasta casi la una.

Colín tendió a Dunworthy un petardo sorpresa e insistió en que lo rompiera, se pusiera la corona de papel amarillo, y leyera en voz alta el mensaje. Decía: «¿Cuándo es más probable que entren los renos de Noel? Cuando la puerta está abierta.»

Colin ya tenía puesta su corona roja. Se sentó en el suelo y abrió los regalos. Las pastillas de jabón fueron un gran éxito.

—Mire —dijo Colin, sacando la lengua—, cambian de color.

Lo mismo le pasaba a sus dientes y a las comisuras de sus labios.

Pareció satisfecho con el libro, aunque saltaba a la vista que hubiese deseado que hubiera holos. Lo hojeó, buscando las ilustraciones.

—Mire esto —exclamó, y lanzó el libro a Dunworthy, que aún intentaba despertarse.

Era la tumba de un caballero, con la típica efigie de la armadura tallada en lo alto. El rostro y la postura eran la viva imagen del eterno descanso, pero en el lado, en un friso que parecía una ventana a la tumba, el cadáver del caballero muerto se debatía en su ataúd, la carne ajada se desprendía como envoltorios secos, sus manos de esqueleto se retorcían en frenéticas garras, su cara era un cráneo horrible de cuencas vacías. Entre sus piernas corrían los gusanos, y también sobre su espada. «Oxfordshire, h. 1350 —decía el texto—. Un ejemplo de la macabra decoración de tumbas que siguió a la peste bubónica.»

—¿No es apocalíptico? —dijo Colin, encantado.

Se mostró incluso amable respecto a la bufanda.

—Supongo que la intención es lo que cuenta, ¿no? —dijo, cogiéndola por un extremo, y luego, un minuto después añadió—: Tal vez pueda llevarla cuando visite a los enfermos. No les importará qué aspecto tenga.

—¿A qué enfermos piensas visitar? —preguntó Dunworthy.

Colin se levantó del suelo, se dirigió a su mochila y empezó a rebuscar en ella.

—El vicario me pidió anoche si quería hacerle algunos encargos, comprobar el estado de la gente, y llevarles medicinas y cosas.

Sacó un papel de la mochila.

—Esto es su regalo —dijo, tendiéndoselo a Dunworthy—. No está envuelto —señaló innecesariamente—. Finch dijo que debíamos ahorrar papel para la epidemia.

Dunworthy abrió la caja y sacó un librito plano y rojo.

—Es una agenda —explicó Colin—. Así podrá marcar los días que faltan para que vuelva su chica. —La abrió por la primera página—. Mire, me aseguré de que tuviera diciembre.

—Gracias —respondió Dunworthy, abriéndola. Navidad. Los Santos Inocentes. Año Nuevo. Epifanía—. Has sido muy amable.

—¡Quería regalarle el modelo de la torre de Carfax que toca
I Heard the Bells on Christmas Day
, pero costaba veinte libras!

Sonó el teléfono, y Colin y Dunworthy saltaron hacia él.

—Seguro que es mi madre.

Era Mary, que llamaba desde el hospital.

—¿Cómo te encuentras?

—Medio dormido —dijo Dunworthy.

Colin le sonrió.

—¿Cómo está Latimer?

—Bien —respondió Mary. Todavía llevaba la bata de laboratorio, pero se había peinado y estaba contenta—. Parece ser un caso muy leve. Hemos establecido una conexión con el virus de Carolina del Sur.

—¿Latimer estuvo en Carolina del Sur?

—No. Uno de los estudiantes que te hice interrogar anoche… santo Dios, quiero decir hace dos noches.

Estoy perdiendo el sentido del tiempo. Uno de los que estuvieron en el baile en Headington. Mintió al principio porque se escapó de su residencia para ver a una joven y dejó a un amigo para hacerse pasar por él.

—¿Se escapó a Carolina del Sur?

—No, a Londres. Pero la joven era americana. Venía de Texas e hizo transbordo en Charleston, Carolina del Sur. El CDC está trabajando para averiguar qué casos había en el aeropuerto. Déjame hablar con Colin. Quiero desearle feliz Navidad.

Dunworthy lo pasó, y el joven se lanzó a recitar sus regalos, incluyendo el mensaje del petardo.

—El señor Dunworthy me ha regalado un libro sobre la Edad Media —lo levantó ante la pantalla—. ¿Sabías que le cortaban el cuello a la gente y colgaban las cabezas del puente de Londres?

—Dale las gracias por la bufanda, y no le digas que vas a hacerle encargos al vicario —susurró Dunworthy, pero Colin ya le estaba tendiendo el receptor—. Quiere hablar con usted otra vez.

—Ya veo que estás cuidando bien de él —dijo Mary—. Te lo agradezco mucho. No he ido a casa todavía, y no quisiera que pasara la Navidad solo. Supongo que los regalos que prometió su madre no habrán llegado todavía, ¿eh?

—No —dijo Dunworthy, con cautela, mirando a Colin, que observaba las ilustraciones del libro de la Edad Media.

—Tampoco habrá telefoneado —dijo Mary, disgustada—. Esa mujer no tiene ni una gota de sangre maternal en las venas. Por lo que sabe, Colin podría estar ingresado con una temperatura de cuarenta grados, ¿verdad?

—¿Cómo está Badri? —preguntó Dunworthy.

—La fiebre le bajó un poco esta mañana, pero sigue teniendo los pulmones afectados. Vamos a administrarle sintamicina. Los casos de Carolina del Sur han respondido muy bien a este tratamiento. —Prometió que intentaría asistir a la cena de Navidad y colgó.

Colin levantó la cabeza.

—¿Sabía que en la Edad Media solían quemar a la gente en la hoguera?

Mary no vino ni telefoneó, ni tampoco lo hizo Andrews. Dunworthy envió a Colin al salón para desayunar y trató de llamar al técnico, pero todas las líneas estaban ocupadas, «debido a las vacaciones», dijo la voz del ordenador, que obviamente no había sido reprogramado desde el principio de la cuarentena. Aconsejó retrasar todas las llamadas que no fueran absolutamente necesarias hasta el día siguiente. Dunworthy lo intentó dos veces más, con el mismo resultado.

Finch llegó con una bandeja.

—¿Se encuentra bien, señor? —preguntó con ansiedad—. ¿No se siente enfermo?

—No me siento enfermo. Estoy esperando una llamada.

—Oh, gracias a Dios, señor. Cuando no vino a desayunar me temí lo peor. —Quitó la tapa salpicada de lluvia de la bandeja—. Me temo que es un desayuno de Navidad muy pobre, pero casi nos hemos quedado sin huevos. No sé qué cena de Navidad tendremos. No queda un solo ganso dentro del perímetro.

En realidad parecía un desayuno bastante respetable: un huevo pasado por agua, salmón ahumado y panecillos con mermelada.

—Intenté preparar
pudding
de Navidad, señor, pero casi nos hemos quedado sin coñac —dijo Finch, mientras sacaba un sobre de plástico de debajo de la bandeja y se lo tendía.

Dunworthy lo abrió. En la parte superior había una directriz del Ministerio de Sanidad que decía: «Primeros síntomas de infección: 1) Desorientación. 2) Dolor de cabeza. 3) Dolores musculares. Evite contraerla. Lleve su mascarilla reglamentada en todo momento.»

—¿Mascarillas? —preguntó Dunworthy.

—El Ministerio las repartió esta mañana —aclaró Finch—. No sé cómo vamos a conseguir lavarnos. Porque, casi nos hemos quedado sin jabón.

Había otras cuatro directrices, todas acerca de lo mismo, y una nota de William Gaddson con una copia de la cuenta corriente de Badri el lunes, 20 de diciembre. Por lo visto, Badri había pasado el tiempo que faltaba desde el mediodía hasta las dos y media haciendo compras de Navidad. Había adquirido cuatro libros en Blackwell’s, una bufanda roja, un carillón digital en miniatura, en Debenham’s. Pues vaya. Eso significaba docenas y docenas de contactos más.

Colin llegó con un puñado de panecillos envueltos en una servilleta. Todavía llevaba puesta su corona de papel, lo cual no era gran cosa para protegerlo de la lluvia.

—Todo el mundo estará mucho más tranquilo, señor —dijo Finch—, si después de recibir su llamada acude usted al salón. Sobre todo la señora Gaddson, que está convencida de que usted ha contraído el virus. Dice que lo ha contraído por la deficiente ventilación de los dormitorios.

—Iré —prometió Dunworthy.

Finch se dirigió a la puerta y entonces se volvió.

—Respecto a la señora Gaddson, señor. Se está comportando de un modo horrible; no para de criticar al colegio y exige que sea trasladada con su hijo. Está minando completamente la moral.

—Es verdad —intervino Colin, quien depositaba los panecillos sobre la mesa—. Me dijo que los panes calientes eran malos para mi sistema inmunológico.

—¿No hay algún tipo de trabajo voluntario que pueda hacer para el hospital o algo así? ¿Para mantenerla apartada del colegio? —preguntó Finch.

—No podemos endilgársela a las pobres víctimas de la infección. Podría matarlas. ¿Y si se lo preguntamos al vicario? Estaba buscando voluntarios para hacer encargos.

—¿El vicario? —dijo Colin—. Tenga piedad, señor Dunworthy. Yo trabajo para él.

—El sacerdote de Santa Re-Formada, entonces —dijo Dunworthy—. Le gusta recitar la Misa en Tiempos de Peste para levantar la moral. Se llevarán bien.

—Le telefonearé ahora mismo —asintió Finch, y se marchó.

Dunworthy se comió el desayuno, a excepción del salmón, del que se apropió Colin, y luego llevó la bandeja vacía al salón, dejando órdenes para que Colin fuera a buscarlo inmediatamente si llamaba el técnico. Aún llovía, los árboles goteaban y las luces del árbol de Navidad estaban manchadas.

Todo el mundo estaba a la mesa excepto las campaneras, que se encontraban a un lado con sus guantes blancos y las campanas sobre la mesa, ante ellas. Finch hacía demostraciones sobre cómo llevar las mascarillas ordenadas por el ministerio, quitaba las cintas a cada lado y se las pegaba a las mejillas.

—No tiene muy buen aspecto, señor Dunworthy —comentó la señora Gaddson—. Y no me extraña. Las condiciones de este colegio son sorprendentes. Lo raro es que no haya habido una epidemia antes. Deficiente ventilación y personal extremadamente poco cooperativo. Su señor Finch fue bastante brusco cuando le dije que me trasladara a las habitaciones de mi hijo. Me dijo que yo había elegido estar en Oxford durante una cuarentena, y que tenía que aceptar lo que me ofrecieran.

Colin llegó corriendo.

—Hay alguien al teléfono para usted —dijo.

Dunworthy se puso en marcha, pero la señora Gaddson le bloqueó el paso.

—Le dije al señor Finch que él podría quedarse tan tranquilo en casa cuando su hijo corría peligro, pero que yo no.

—Me temo que me requieren al teléfono.

—Le dije que ninguna madre de verdad podía quedarse tan tranquila cuando su hijo estaba solo y enfermo en un lugar lejano.

—Señor Dunworthy —dijo Colin—. ¡Vamos!

—Por supuesto, usted no tiene ni idea de lo que estoy hablando. ¡Mire a este niño! —agarró a Colin por el brazo—. ¡Va por ahí corriendo bajo la lluvia y sin abrigo!

Dunworthy se aprovechó de que había cambiado de posición para pasar.

—Desde luego, no le importa en absoluto que este pobre niño pille la gripe hindú —insistió ella. Colin se zafó—. Le deja que se atiborre con panecillos y que vaya por ahí empapado hasta los huesos.

Dunworthy cruzó corriendo el patio, con Colin pegado a sus talones.

—No me extrañaría que este virus se hubiera originado aquí en Balliol —gritó la señora Gaddson tras ellos—. Pura negligencia, ni más ni menos. ¡Pura negligencia!

Dunworthy entró en la habitación y agarró el teléfono. No había imagen.

—Andrews —gritó—. ¿Está usted ahí? No le veo.

—El sistema telefónico está saturado —le dijo una voz—. Han cortado el visual. Soy Lupe Montoya. ¿Qué prefiere el señor Basingame: el salmón o las truchas?

—¿Qué? —dijo Dunworthy, frunciendo el ceño ante la pantalla en blanco.

—Llevo toda la mañana llamando a los guías de pesca de Escocia. Cuando he podido establecer comunicación. Dicen que estará según prefiera el salmón o las truchas. ¿Y sus amigos? ¿Hay alguien en la universidad con quien vaya a pescar y pueda saberlo?

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