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Authors: Connie Willis

Tags: #Ciencia Ficción

El libro del día del Juicio Final (38 page)

BOOK: El libro del día del Juicio Final
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Ahora comprendía cómo ellos, Blancanieves, y los distintos príncipes, se habían perdido en los bosques. Sólo habían avanzado unos cientos de metros y al mirar atrás Kivrin ya no estaba segura de en qué dirección se encontraba el camino, incluso las huellas. Hansel y Gretel podrían haber vagado durante meses sin encontrar el camino de vuelta a casa, ni la casa de la bruja tampoco.

El asno del padre Roche se detuvo.

—¿Qué ocurre? —preguntó Kivrin.

El padre Roche condujo al burro a un lado y lo ató a un aliso.

—Éste es el lugar.

No era el sitio del lanzamiento. Ni siquiera había un claro, sólo un espacio donde un roble había extendido sus ramas e impedido que crecieran otros árboles. Casi formaba una tienda, y debajo el terreno estaba tan sólo espolvoreado de nieve.

—¿Podemos encender fuego? —preguntó Agnes, caminando bajo las ramas hasta los restos de una hoguera. Un tronco caído había sido arrastrado encima. Agnes se sentó sobre él—. Tengo frío —dijo, empujando las piedras renegridas con el pie.

No había ardido mucho tiempo. Los palos apenas estaban chamuscados. Alguien le había echado tierra encima para apagarla. El padre Roche se había arrodillado ante ella, la luz de la hoguera fluctuaba en su rostro.

—¿Bien? —dijo Rosemund, impaciente—. ¿Recordáis algo?

Ella había estado aquí. Recordaba el fuego. Había creído que lo encendían para quemarla. Pero eso era imposible. Roche había estado en el lugar del lanzamiento. Le recordaba inclinado sobre ella mientras estaba apoyada en la rueda de la carreta.

—¿Estáis totalmente seguro de que éste es el lugar donde me encontró Gawyn?

—Sí —dijo él, frunciendo el ceño.

—Si viene el hombre malo, le atacaré con mi daga —dijo Agnes, sacando de la hoguera uno de los palos medio consumidos y blandiéndolo en el aire. El extremo ennegrecido se rompió. Agnes se agachó junto al fuego y cogió otro palo, y luego se sentó en el suelo, con la espalda apoyada contra el tronco, y golpeó los dos palos juntos. Pedazos de carbón salieron volando en todas direcciones.

Kivrin miró a Agnes. Se había sentado contra el tronco mientras los hombres encendían el fuego, y Gawyn se inclinó sobre ella, su cabello rojo a la luz de la hoguera, y dijo algo que Kivrin no comprendió. Entonces apagó el fuego con sus botas, y el humo la cegó.

—¿Habéis recordado quién sois? —preguntó Agnes, tirando los palos entre las piedras.

Roche todavía la miraba con el ceño fruncido.

—¿Estáis enferma, lady Katherine? —preguntó.

—No. —Kivrin trató de sonreír—. Es que… Esperaba que si veía el lugar donde me atacaron, lograría recordar.

Él la miró solemnemente durante un instante, como había hecho en la iglesia, y entonces se volvió hacia su burro.

—Venid —dijo.

—¿Habéis recordado? —insistió Agnes, dando una palmada. Tenía los guantes cubiertos de hollín.

—¡Agnes! —exclamó Rosemund—. Mira cómo te has ensuciado los guantes. —Puso a la niña bruscamente en pie—. Y también te has estropeado la capa, al sentarte en la nieve fría. ¡Niña mala!

Kivrin separó a las dos hermanas.

—Rosemund, desata el pony de Agnes —ordenó—. Es hora de recoger la yedra. —Limpió la nieve de la capa de Agnes y frotó la piel blanca, pero fue en vano.

El padre Roche estaba de pie junto al asno, esperándolas, todavía con aquella expresión extraña y sobria.

—Te limpiaremos los guantes cuando lleguemos a casa —dijo Kivrin rápidamente—. Vamos, debemos ir con el padre Roche.

Kivrin cogió las riendas de la yegua y siguió a las niñas y al padre Roche por donde habían venido durante unos cuantos metros, y luego en otra dirección que los llevó casi de inmediato a un camino. No pudo ver la bifurcación, y se preguntó si estaban más lejos o en un camino completamente distinto. Todo le parecía igual: sauces y pequeños calveros y robles.

Estaba claro lo que había sucedido. Gawyn había intentado llevarla a la casa, pero ella estaba demasiado enferma. Se cayó del caballo, él la llevó al bosque, encendió una hoguera y la dejó allí, apoyada contra el tronco caído, mientras buscaba ayuda.

O tal vez había intentado encender una hoguera y quedarse allí con ella hasta la mañana, y el padre Roche vio el fuego y se acercó a ayudar, y entre los dos la llevaron a la casa. El padre Roche no sabía dónde estaba el lugar del lanzamiento. Había asumido que Gawyn la encontró allí, bajo el roble.

La imagen de él inclinado mientras Kivrin estaba apoyada contra la rueda de la carreta formaba parte de su delirio. Lo había soñado mientras yacía en la habitación, igual que había soñado las campanas, la hoguera y el caballo blanco.

—¿Adonde vamos ahora? —preguntó Rosemund, irritada, y Kivrin sintió ganas de abofetearla—. Hay yedra más cerca de casa. Y está empezando a llover.

Tenía razón. La niebla se estaba convirtiendo en llovizna.

—¡Podríamos haber terminado ya, y ahora estaríamos en casa si esta cría no hubiera traído a su cachorro! —Se adelantó galopando otra vez, y Kivrin ni siquiera intentó detenerla.

—Rosemund es una idiota —refunfuñó Agnes.

—Sí. Lo es. ¿Sabes qué le pasa?

—Es por culpa de sir Bloet. Va a casarse con él.

—¿Qué? —exclamó Kivrin. Imeyne había comentado algo acerca de una boda, pero ella había supuesto que una de las hijas de sir Bloet iba a casarse con uno de los hijos de lord Guillaume—. ¿Cómo puede sir Bloet casarse con Rosemund? ¿No está casado ya con lady Yvolde?

—No —dijo Agnes; parecía sorprendida—. Lady Yvolde es su hermana.

—Pero Rosemund no es lo bastante mayor —adujo Kivrin, aunque sabía que lo era. Las niñas en el siglo
XIV
normalmente se prometían antes de la mayoría de edad, a veces incluso al nacer. El matrimonio en la Edad Media era un acuerdo comercial, una forma de unir tierras y aumentar el estatus social, y sin duda Rosemund había sido educada desde la edad de Agnes para casarse con alguien como sir Bloet. Pero todas las historias medievales de niñas virginales casadas con viejos arrugados y desdentados acudieron de inmediato a su mente.

—¿Le gusta sir Bloet a Rosemund? —preguntó Kivrin. Por supuesto que no. Se había mostrado desagradable, malhumorada, casi histérica desde que oyó que iba a venir.

—A mí me cae bien —dijo Agnes—. Va a regalarme una brida de plata cuando se casen.

Kivrin miró a Rosemund, muy adelantada ya en el camino. Sir Bloet tal vez no fuera viejo y arrugado. Eran sólo suposiciones, igual que había supuesto que lady Yvolde era su esposa. Podía ser joven, y el mal humor de Rosemund tal vez se debía sólo a los nervios. Y Rosemund podría cambiar de opinión sobre él antes de la boda. Las muchachas normalmente no se casaban hasta que tenían catorce o quince años, no antes de que empezaran a mostrar signos de maduración.

—¿Cuándo van a casarse? —le preguntó a Agnes.

—En Pascua.

Habían llegado a otra encrucijada. Ésta era mucho más estrecha, y los dos caminos corrían casi paralelos durante un centenar de metros antes de que el que había seguido Rosemund subiera por una loma.

Doce años, y se iba a casar al cabo de tres meses. No era extraño que lady Eliwys no quisiera que sir Bloet supiera que estaban allí. Tal vez no aprobaba que Rosemund se casara tan joven, y el compromiso había sido dispuesto sólo para sacar a su padre del lío en el que estaba metido.

Rosemund subió a lo alto de la loma y galopó de vuelta junto al padre Roche.

—¿Adonde nos lleváis? —preguntó—. Pronto llegaremos a terreno descubierto.

—Ya casi hemos llegado —dijo el padre Roche mansamente.

Ella hizo girar a su yegua y se perdió de vista colina arriba, volvió a aparecer, regresó junto a Kivrin y Agnes, hizo girar a la yegua bruscamente, y se adelantó de nuevo. Como una rata en la trampa, pensó Kivrin, buscando frenéticamente una salida.

La lluvia arreciaba. El padre Roche se cubrió la cabeza con la capucha y condujo al burro colina arriba. El animal avanzó con dificultad y luego se detuvo. El padre Roche tiró de las riendas, pero el burro se resistió.

Kivrin y Agnes le alcanzaron.

—¿Qué ocurre? —preguntó Kivrin.

—Vamos, Balaam —dijo el padre Roche, y agarró las riendas con las dos manos, pero el burro no se movió. Se debatió contra el cura, clavando en el suelo los cascos traseros y casi sentándose.

—Tal vez no le gusta la lluvia —observó Agnes.

—¿Podemos ayudar? —preguntó Kivrin.

—No —respondió él, indicándoles que siguieran—. Continuad. Será mejor si los caballos no están aquí.

Se envolvió las riendas en la mano y se colocó detrás del animal como si intentara empujarlo. Kivrin remontó la cima con Agnes, y miró hacia atrás para asegurarse de que el burro no le coceaba en la cabeza. Empezaron a descender por el otro lado.

El bosque de abajo quedaba velado por la lluvia. La nieve del camino se estaba fundiendo ya, y el pie de la colina era un charco de barro. Había matorrales a ambos lados, cubiertos de nieve. Rosemund esperaba en lo alto de la siguiente colina. Había árboles sólo hasta la mitad de la ladera, y en la cima había nieve. Y más allá, pensó Kivrin, hay una llanura despejada y se ve la carretera, y Oxford.

—¿Adonde vais, Kivrin? ¡Esperad! —gritó Agnes, pero Kivrin ya había desmontado de su caballo y bajaba la colina, agitando los matorrales cubiertos de nieve, intentando ver si había sauces. Los había, y tras ellos distinguió la cima de un gran roble. Lanzó las riendas del caballo sobre las ramas rojizas de los sauces y se internó en el bosquecillo. La nieve había congelado las ramas de los sauces, uniéndolas. Las agitó y la nieve le cayó encima. Una bandada de pájaros echó a volar, graznando. Kivrin se abrió paso entre las ramas nevadas y llegó al claro. Allí estaba.

Y el roble, y detrás, al otro lado de la carretera, el grupito de abedules de tronco blanco que parecía un claro. Tenía que ser el lugar del lanzamiento.

Pero no lo parecía. El claro era más pequeño, ¿no? Y el roble tenía más hojas, más nidos. Había un matorral de espinos a un lado, sus capullos púrpura oscuro asomaban entre los espinos. No recordaba que estuviera allí.

Es la nieve, pensó, hace que todo parezca más grande. Tenía casi medio metro de profundidad, y estaba lisa, intacta. No parecía que aquí hubiera habido nadie.

—¿Éste es el lugar donde el padre Roche quiere que recojamos yedra? —preguntó Rosemund, abriéndose paso entre los matorrales. Contempló el claro, con las manos en las caderas—. Aquí no hay yedra.

Sí la había, ¿verdad?, en la base del roble, y también setas. Es la nieve, pensó Kivrin. Ha cubierto todos los puntos de referencia. Y las huellas, donde Gawyn había arrastrado la carreta y las cajas.

El cofre… Gawyn no había llevado el cofre a la mansión. No lo había visto porque ella lo había escondido entre unos matojos junto al camino.

Se abrió paso entre los sauces, sin intentar siquiera evitar la nieve que caía. El cofre estaría enterrado bajo la nieve también, pero no era tan profunda junto al camino, y el cofre tenía casi cuarenta centímetros de altura.

—¡Lady Katherine! —gritó Rosemund, tras ella—. Pero ¿adonde vais ahora?

—¡Kivrin! —dijo Agnes, un eco patético. Había intentado desmontar de su pony en medio del camino, pero se le había enganchado el pie en el estribo—. ¡Lady Kivrin, regresad!

Kivrin la miró un instante, aturdida, y luego se volvió hacia la colina.

El padre Roche estaba todavía en la cima, debatiéndose con el burro. Tenía que encontrar el cofre antes de que llegara.

—Quédate ahí, Agnes —ordenó, y empezó a escarbar la nieve bajo los sauces.

—¿Qué buscáis? —dijo Rosemund—. ¡Aquí no hay yedra!

—¡Lady Kivrin, volved! —gritó Agnes.

Tal vez la nieve había doblado los sauces, y el cofre estaba más hundido. Se agachó, agarrándose a las ramas finas y quebradizas, y trató de apartar la nieve. Pero el cofre no estaba allí. Lo supo en cuanto empezó a trabajar. Los sauces habían protegido los matojos y el suelo bajo ellos. Sólo había unos pocos centímetros de nieve. Pero si éste es el lugar, debe estar aquí, pensó Kivrin, aturdida. Si éste es el lugar.

—¡Lady Kivrin! —gritó Agnes, y Kivrin se volvió a mirarla. Había conseguido desmontar del pony y corría hacia ella.

—No corras —empezó a decir Kivrin, pero no había acabado de decirlo cuando Agnes metió el pie en uno de los surcos y cayó.

Se quedó sin aliento, y Kivrin y Rosemund la alcanzaron antes de que empezara a llorar. Kivrin la cogió en brazos y le colocó la mano en la cintura para ayudarla a incorporarse y hacerla respirar.

Agnes jadeó, y tras inspirar largamente empezó a berrear.

—Ve y llama al padre Roche —le dijo Kivrin a Rosemund—. Está en lo alto de la colina. Su burro se ha atascado.

—Ya viene —dijo Rosemund. Kivrin volvió la cabeza. El cura bajaba torpemente la colina, sin el burro, y Kivrin estuvo a punto de gritarle que no corriera también, pero él no podría oírle con el llanto de Agnes.

—Shh —dijo Kivrin—. No pasa nada. Te has quedado sin aliento, eso es todo.

El padre Roche las alcanzó, y Agnes corrió inmediatamente a sus brazos. Él la abrazó.

—Calla,
Agnus
—murmuró con su voz maravillosa y reconfortante—. Calla.

Sus gritos se convirtieron en sollozos.

—¿Dónde te has hecho daño? —preguntó Kivrin, apartando la nieve de la capa de Agnes—. ¿Te has arañado las manos?

El padre Roche la volvió en sus brazos para que Kivrin pudiera quitarle los guantes blancos. Las manos estaban rojas, pero no arañadas.

—¿Dónde te has hecho daño?

—No se ha hecho daño —dijo Rosemund—. ¡Llora porque es una cría!

—¡No soy una cría! —estalló Agnes, con tanta fuerza que casi se zafó de los brazos del padre Roche—. Me di un golpe en la rodilla contra el suelo.

—¿Cuál? —preguntó Kivrin—. ¿La que te lastimaste antes?

—¡Sí! ¡No miréis! —gritó cuando Kivrin extendió la mano hacia la pierna.

—De acuerdo, no lo haré.

La rodilla estaba sanando. Probablemente se había arrancado la costra. A menos que sangrara tanto que empapara las calzas de cuero, no tenía sentido hacer que la niña pasara más frío desnudándola allí en la nieve.

—Pero debes dejarme mirarla en casa.

—¿Podemos irnos ya? —preguntó Agnes.

Kivrin contempló el claro, indefensa. Éste tenía que ser el lugar. Los sauces, el claro, la cima sin árboles. Tal vez había enterrado el cofre más de lo que creía, y la nieve…

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