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Authors: Alcohólicos Anónimos

Tags: #Autoayuda

El Libro Grande (41 page)

BOOK: El Libro Grande
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Para mí el alcohol fue siempre el método que utilicé para evitar enfrentarme a la realidad, para aislarme y para crear un mundo irreal. La realidad era inaceptable para mí; prefería crearme un mundo de fantasía y, por este motivo, tendría que inventarme otro mundo irreal. El alcohol sería mi fiel distorsionador, tan fiel que su mundo acabaría absorbiéndome cada vez más. Un mundo que al principio creía que era agradable, aunque inventado, pero eventualmente se convertiría en caótico y me arrastraría al desastre de mis últimos tiempos de relación con el alcohol.

Crecí prácticamente como hija única, pues mis hermanos eran mucho mayores que yo y ya no vivían en casa. Mi mundo era totalmente imaginario y, aunque era una niña muy sociable y simpática, siempre pensé que era distinta y superior a todos los demás humanos, fueran menores o mayores. Fui buena estudiante y desde muy joven quería irme de casa. En retrospectiva y después de mucho indagar he descubierto que comencé a beber a solas a los diecisiete años. Aunque mis padres no bebían, tenían siempre un bar con todo tipo de botellas de alcohol para las visitas. Recuerdo que al principio tomaba licor de menta a escondidas. Recordando la experiencia, el sabor de aquel licor de menta me parece actualmente execrable. Ya entonces me gustaba el efecto aunque recuerdo que no me gustaba su sabor. Recuerdo perfectamente y como si fuera hoy el efecto que me producía al principio, una vaga sensación de mareo y de felicidad, o por lo menos eso era lo que yo me creía. Eventualmente, sé que comencé también a beber coñac y otras cosas, en pequeñas dosis, hasta que un día me emborraché. La primera vez que me emborraché recuerdo perfectamente que por la mañana fui a la playa con unos amigos y por la noche había quedado con un amigo. Era la primera vez que salía con un chico sola. Mentí a mis padres y les dije que me iba al cine con mis amigas. Tenía que regresar a las diez y media de la noche. Como no estaba muy segura de cómo me tenía que comportar con este chico que, además, era mucho mayor que yo, bebí más de la cuenta y me emborraché, bien por miedo, por timidez, o simplemente porque mi enfermedad empezaba a asomarse. Recuerdo aquella noche haber ido a varios bares, comido tapas y bebido vino. Sé que me empecé a sentir un poco mareada pero tenía una sensación de «supermujer» y todos mis miedos y mi timidez habían desaparecido. Me doy perfectamente cuenta de que buscaría esa sensación durante todos los años que seguí bebiendo y que, por cierto, fueron demasiados. Al llegar a casa recuerdo que mi madre le dijo a mi padre: «Está borracha». Yo lo negué y dije que simplemente me había tomado un par de copas de vino pero que los efectos del sol del día de playa me habían afectado y que tenía más bien una insolación. Ésta fue la primera mentira que dije relacionada con mi enfermedad. Me fui a dormir y a la mañana siguiente me levanté con dolor de cabeza, que atribuí a la presunta insolación. En mi casa no se volvió a hablar del tema.

Aquel mismo verano me fui a estudiar a otro país durante un año. No recuerdo beber asiduamente pero sí recuerdo haber sido invitada a una boda a la que fui con la familia donde vivía, y haberme emborrachado. Recuerdo que durante la noche la madre de la casa me sugirió que la próxima vez que fuera a una función semejante bebiera té. Estas palabras se me quedaron grabadas, pues las recuerdo como si fuera ayer, pero obviamente no las tomé como consejo ni como pauta de comportamiento. ¡Ojalá lo hubiera hecho!

A mi regreso comencé a estudiar en la universidad. Recuerdo quedarme leyendo al final de la noche, o incluso estudiando, a menudo y, más y más a menudo, con una copita de vino. Cada vez que salía con amigos, tomaba un poco más de la cuenta y también recuerdo haberme presentado a exámenes orales después de haber tomado. Era buena estudiante y tuve suerte, pero a partir de entonces sé que mi enfermedad comenzó un proceso de incremento. La verdad es que ahora me pregunto cómo pude lograr salir adelante con mis estudios.

Me casé a los veinte años y, en retrospectiva, sé perfectamente que no me casé amando a mi marido, hasta el punto que ahora recuerdo que incluso fui a la iglesia borracha. Parecía «alegre» para todo el mundo, pero yo sabía claramente que había estado tomando alcohol para adormecer la realidad. Esta boda para mí fue ya entonces otra forma de escape. No me sentía bien conmigo misma, quería salir de nuevo de mi país, que entonces consideraba una sociedad opresiva y, junto con mis padres, con sus ideas anticuadas me impedían desarrollar lo que yo pensaba que quería ser. Obviamente este «escape» a través de un matrimonio me entrampó más que otra cosa. Mi marido era extranjero y mayor que yo. Muy pronto me di cuenta de que no estaba feliz con él y eventualmente me divorcié, me fui a otro país a terminar mis estudios y durante este tiempo mi enfermedad me mantenía en lo que yo veía erróneamente como una especie de equilibrio. Estoy segura de que mi alcoholismo no era solamente una enfermedad física, sino que era una enfermedad espiritual. A pesar de trabajar mucho y de tener amigos y una vida agradable, sentía como si constantemente me faltara algo, y así me sentía siempre, vacía por dentro. No sabía lo que me faltaba ni tampoco sabía exactamente lo que quería. Fui a ver a un psiquiatra y recuerdo que él atribuía mi insatisfacción al estrés de mis estudios. Todo parecía bien por fuera, pero por dentro yo me sentía vacía, insatisfecha y sabía que me faltaba algo. Yo ya me daba perfectamente cuenta entonces de que ir a ver al psiquiatra no me servía para nada; me recetó sedantes que creo me tomé dos veces, pero mi única medicina seguía siendo el alcohol, aunque todavía mi enfermedad alcohólica no había alcanzado el nivel que alcanzaría años más tarde.

Por aquella época conocí al hombre con quien después me casaría. Nuestra relación empezó en una fiesta abriendo una botella de vino y seguimos durante años bebiendo juntos. Tuvimos dos hijos y, a pesar de que yo había terminado un doctorado, decidimos que lo mejor era que me quedara en casa cuidando de la casa y ejerciendo de madre. Aunque estaba feliz con mis niños seguía sintiendo que me faltaba algo y me sentía muy sola, así que comencé a beber sola cada vez más y más.

Entré en una progresión infernal, sintiéndome en una absoluta soledad, con dos niños pequeños en casa, y frustrada con otro tipo de ambiciones profesionales que cada vez eran más inalcanzables. Todos mis compañeros ya estaban encauzados en sus carreras. Sentía que yo ya había perdido el tren y en el fondo me sentía más y más frustrada. La enfermedad alcohólica ya estaba desarrollándose. No me reconocía como persona y, cada vez más a menudo, comenzaba a pensar que lo mejor que me podía pasar era morirme, que nadie me echaría en falta. Al fin y al cabo no era una buena madre pues bebía con mis hijos en casa. ¿Qué se podía esperar de mí? Me sentía sin valor, como si no fuera nada. Sabía que ni tenía un trabajo, ni una profesión y ni siquiera me parecía que fuera una buena madre. Una mezcla de culpabilidad, de desasosiego y, al mismo tiempo, la sensación de que el mundo no me necesitaba y que simplemente era un estorbo para todos, iban en incremento. La relación con mi marido se iba deteriorando también y los últimos años antes de dejar la bebida y encontrar Alcohólicos Anónimos resultaron ser un verdadero infierno para mí y para toda mi familia.

Mi matrimonio era un fracaso total. Mi marido seguía bebiendo conmigo pero más adelante, cuando yo intentaba dejar de beber, él comenzó a fumar marihuana más y más. Durante estos años recuerdo pensar a veces que posiblemente yo tuviera un problema con el alcohol y recuerdo haber hecho las pruebas que de vez en cuando uno encuentra en revistas e incluso en la Internet. Alguna vez estuve a punto de entrar en un centro de rehabilitación para alcohólicos que se encontraba cerca de casa y pedir información o, simplemente, que me acogieran. Llegaba siempre a la puerta, miraba con aprehensión hacia dentro, con ganas al mismo tiempo de que me llamaran desde dentro, pero nunca me atrevía a entrar por mi propia voluntad. Posiblemente temía que me dijeran que me quedara, pues mi sitio estaba efectivamente allí. ¡Ojalá lo hubiera hecho!

Me sentía culpable y me daba cuenta del daño que les estaba haciendo a mis hijos, pero al mismo tiempo sé que me estaba engañando a mí misma por no reconocer que lo que tenía era un problema de adicción al alcohol. El infierno en el que estaba se convirtió en un lugar familiar en el que, en el fondo, yo ya sentía que estaba atrapada y del que no veía la manera de salir. Mi autoestima era inexistente y lo único que veía era que todo el mundo me despreciaba y mi marido me insultaba con su actitud y humillación. Pensé en suicidarme más de una vez, aunque nunca lo intenté. Hablaba del suicidio más y más a menudo y ahora en retrospectiva pienso que entré en una gran depresión provocada por el mismo alcohol. Lo que inicialmente pensaba que era una sustancia que me producía bienestar y euforia, más tarde aprendería que era una sustancia depresiva. ¡Cómo nos engañamos a nosotros mismos con el alcohol! Y qué traicionera es esta enfermedad que nos hace creer que somos otra cosa, que nos hace creer que nos produce euforia y buen estado de ánimo cuando en realidad el resultado es todo lo contrario. Me doy cuenta ahora de que me pasaba todo el tiempo buscando salidas pero no encontraba las puertas, buscaba soluciones pero no veía cuáles eran los problemas, buscaba emociones pero me sentía vacía y totalmente desprovista de energía. Me sentía totalmente confundida, deprimida y sin ánimos. Decidí ingresarme dos veces en un hospital psiquiátrico, presuntamente para descansar y para que me cuidaran, y fue allí donde aprendí (aunque al principio no hice caso) que mi problema verdadero era mi dependencia y adicción al alcohol. Una vez que salí del hospital tuve la actitud típica del alcohólico, la de la soberbia. Por supuesto decidí que podía lograr dejar de beber sola, que no necesitaba ayuda y que A.A. no me servía a mí pues, al fin y al cabo, yo no tenía un problema tan grave como las personas que encontraba en las pocas reuniones de A.A. a las que asistía. Comencé de nuevo a mentirme a mí misma y a los demás: mi problema no era el alcohol, pensaba. Mi problema era todo lo que me rodeaba, el mundo, la gente, mi familia. Obviamente, recaí y volví a recaer cada vez que intentaba dejar de beber sola. Las últimas semanas que estuve bebiendo llegaron a ser lo peor que recuerdo de toda mi vida, aunque sé que me acuerdo solamente de una pequeña parte. No veía la diferencia entre el día y la noche, alucinaba y lo único que quería era dormir y no volverme a despertar. Mi autoestima había desaparecido por completo.

El dolor que provoqué a mi familia es algo que espero que me perdonen algún día. La relación con mis hijos ha mejorado muchísimo pero sé que las heridas están todavía cicatrizándose. Parte de mí me hace pensar que les robé parte de su infancia, pero por otro lado miro al presente con esperanza y con fe. Sé que han visto un cambio y que pueden retomar su confianza en mí. Es un proceso que se desarrolla de día en día y poco a poco, que no ocurre de repente, al igual que nuestra enfermedad tampoco se crea ni se desarrolla de repente. A veces la veo como una serpiente muy larga, semitransparente, que nos acecha y cuando menos lo esperamos se nos enrosca y no nos deja movernos, asfixiándonos lentamente. He ido aprendiendo poco a poco, pero lo que he aprendido dentro de Alcohólicos Anónimos, es a vivir. Estoy comenzando, aunque a veces pienso que lentamente, a apreciar la vida de otra manera, a estar siempre alerta, descubriendo nuevas cosas, sentimientos y sensaciones que jamás se me hubieran ocurrido que existieran y, al mismo tiempo, sigo intentando mejorar poco a poco.

Nunca quise creer que Dios existiera. Pensé que nosotros los humanos, pero sobre todo yo, éramos reyes y soberanos de todo, que yo especialmente era mejor que nadie, y esto lo llegué a pensar incluso en mis peores momentos. Llegué a pensar que si estaba bebiendo era porque nadie me comprendía y por eso me sentía sola. Por supuesto que nadie me comprendía si solamente hablaba conmigo misma y, además, estaba borracha. Poco a poco he llegado a la conclusión de que Dios esta ahí y está con nosotros en la medida en que nosotros estamos también con él y le pedimos ayuda. Una vez que salimos de nuestro propio egoísmo y vemos el mundo a nuestro alrededor con aceptación, con humildad y sin orgullo, la vida cambia. Esto es lo que he descubierto durante estos últimos tiempos. En cuanto tomamos una actitud positiva hacia la vida, nos enfrentamos a nuestros problemas de manera directa, intentamos poco a poco salir de nuestro egoísmo, pedimos ayuda a Dios e intentamos ayudar a los que nos necesitan, las cosas cambian drásticamente. Efectivamente, los problemas no se resuelven solos, la vida nos trae cosas mejores y otras peores, pero a pesar de todo, mi vida nunca ha sido mejor que ahora que tengo el regalo diario de la sobriedad. Mi vida ha cambiado radicalmente, he comenzado a trabajar, me siento contenta y llena de gratitud.

(8)
 
TENÍA MIL MÁSCARAS

Tocó su fondo emocional y llegó joven a A.A., ahorrándose así años de sufrimiento.

E
MPECÉ a beber a los doce años de edad y dejé de beber por la gracia de Dios a través del programa de A.A. a los dieciocho años de edad. No pasé muchos años bebiendo. No bebía todos los días. No bebía en cantidades exageradas. De niña era muy delgada así que con poco me emborrachaba. Nunca gasté un centavo en alcohol. Me tomaba el alcohol en las neveras de las casas que yo visitaba, me invitaban mis amistades, o me lo bebía en fiestas. No perdí casa ni auto ni familia ni dinero. Vivía con mi madre y mi hermana. No teníamos dinero así que tomábamos el autobús. Tenía buenas calificaciones. Si hubiera querido tener una excusa para decir que yo no era alcohólica, podría haberme refugiado en cualquiera de las mencionadas. Pero la realidad es que era alcohólica porque sufría de la obsesión y la compulsión características del alcoholismo; porque todas mis intenciones de no beber siempre fallaban; porque tenía un gran hueco en el alma que quería llenar con cualquier cosa, ya fuera alcohol, pastillas, drogas, comida, sexo, dinero, cualquier cosa que me hiciera sentir bien de inmediato; porque dentro de mí yo sentía que no valía nada; porque mis defectos de carácter y miedos habían vuelto mi vida ingobernable y, en momentos, hubiera preferido morir que sentir lo que sentía y ser lo que era.

Cuando llegué al grupo de A.A., yo no llegué buscando ayuda para mi alcoholismo. Llegué buscando información de lo que era A.A. porque mi novio tenía tres años en A.A. y se enteró de que yo estaba bebiendo en su ausencia. Él me dijo que su madre había sido alcohólica y que no quería estar con una mujer que bebiera. Así que le pedí a un amigo de él de A.A. que me llevara a una reunión para yo poder entender cuál era el problema de él. Resultó que más bien encontré cuál era el problema mío. En el grupo casi no había mujeres ni jóvenes; casi todos los hombres eran mayores de cincuenta años. Y aquí llego yo, una joven de dieciocho años, con lo que yo consideraba ser un fondo alto. Más tarde me di cuenta de que los fondos no son exteriores sino interiores, de que son emocionales y no materiales. Por eso existen alcohólicos que han perdido todo lo material y social y aún no pueden admitir su derrota; porque aún no ha habido un fondo emocional. Le doy gracias a Dios por abrir mi mente y porque pude darle su valor a mi propio sufrimiento. Yo busqué, no las diferencias entre mis compañeros y yo, sino lo que teníamos en común.

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