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Authors: Alcohólicos Anónimos

Tags: #Autoayuda

El Libro Grande (54 page)

BOOK: El Libro Grande
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Nací en un lugar donde aprendí a cabalgar antes que caminar, y donde beber era absolutamente natural. Así que anduve siempre entre caballos y
grappa
, una bebida que se produce del zumo de la uva, con un peculiar olor y una extraordinaria potencia.

Mi padre era un hombre ejemplar y dedicado a su familia, hasta el momento de empezar a beber. Una de las complejidades del alcoholismo es alcanzar a comprender que mi padre, que Dios lo tenga en su gloria, me enseñó a jugar al ajedrez, de muy niño, entre tragos. Nuestro clan era famoso por un cóctel que llamábamos «potrillo», porque corcoveaba y te derribaba: una mezcla de amargo con vermouth y hielo en un vaso de dieciséis onzas.

Mi madre era una hormiguita: guardaba todo en las buenas épocas para el invierno. Una de sus tantas conservas eran las uvas del viejo parral. En alcohol etílico puro, envasaba las uvas verdes en unos inmensos botellones de cinco galones y los cerraba herméticamente. Los inviernos en esa región son muy rigurosos, particularmente en las madrugadas, y antes de partir hacia la escuela, mi madre nos daba una uvita con «juguito». A espaldas de mi madre, mi hermano y yo nos intoxicábamos con aquel elixir de alcohol y fruta. Yo pasé la mayor parte de mi educación secundaria bajo los efectos de aquel alcohol. Además, hacíamos vino casero, dulce y abundante. Un día de marzo de 1953, mi hermano y yo nos bebimos dos litros de aquel vino. Borracho, me llevé una repisa de vidrio por delante y me reventé el ojo izquierdo. Aquel acontecimiento en 1953 iba a marcar una etapa trascendental en mi desarrollo hacia el alcoholismo. De tal manera que, exactamente treinta años después, en el milagroso año de 1983, iba a llegar a la Comunidad de A.A. Después del accidente, marcas quedarían de por vida. Perdí mi capacidad de atleta, particularmente en los campos competitivos, natación, béisbol, judo y tenis: todos amores míos deportivos. Y comencé a usar, por necesidad, lentes oscuros, recetados por los médicos, de los cuales no me desprendería por más de 35 años. Desde aquel día, comencé a sentirme «diferente». No veía por mi ojo izquierdo y odiaba la palabra «tuerto», pero eso es lo que era. Sentí que no podía competir en la conquista de muchachas, y comenzó mi martirio depresivo, el cual era aliviado solamente por el alcohol en grandes cantidades. Éramos una banda en la escuela que bebíamos cerveza; primero, botellas, luego, cajas, y finalmente, barriles; una gran cantidad era una absoluta necesidad. Dos del famoso trío cervecero dejaron de existir en la plenitud, a los 47 años, época en la cual Dios me había sacado de los vacíos de mi alcoholismo activo.

Lo mío fue una revancha; perdí la visión, y con mi sentimiento de depresión y diferencia de los demás me dije: «Alguien las pagará». Y así me tiré a beber con toda impunidad. Y mientras más bebía, más capacidad de aceptación tenía. Me sentía invencible, capaz de cualquier hazaña, de cualquier desafío.

Después de un bachillerato alcohólico, con buenas notas, intenté universidades, no una, sino dos. Quería ser abogado, escritor, periodista. ¡Cuántas cosas quería! Y comencé un itinerario gitano que me llevaría por el mundo a una decadencia final. Apenas salí de mi país y aterricé en otro donde me enamoré de la famosa «caipirinha», cachaza (ron sin destilar) y limón. Bajo condiciones normales uno bebe un par. Mi caso era empezar para no terminar. El amor con caipirinha fue «amor a primer gusto», acompañado de cerveza en barriles. Rodeado de gente que bebía igual o más que yo. Un matrimonio que nunca debería haber sido, y empecé a rodar. En 1963 me dieron la llave del despacho de bebidas alcohólicas y cigarrillos de una embajada foránea en mi país, para que lo administrara. El mejor trabajo de toda mi vida. Todo el alcohol y cigarrillos disponibles y a mi alcance.

A fines del 63 me largué en un escape geográfico a un nuevo país, y las próximas dos décadas me «distinguirían» como consumado bebedor, tipo desastre. Tres matrimonios. Decenas de trabajos. Inspirado por Hollywood, me identificaba como el «hombre de los mil trabajos».

Durante los años de «vino y rosas» trabajé en la aviación comercial, recorriendo el mundo en una nebulosa de alcohol e irreverencias. Luego, comenzaron las pérdidas de posición, respeto, moralidad y capacidad para manejar mi vida. En medio de este panorama comencé a experimentar con otras sustancias químicas, pastillas y lo que apareciera. Alrededor de un alcohólico activo hay siempre un río de recursos naturales de abuso de todo tipo.

Durante la década de los sesenta, alterné la mitad del tiempo entre dos ciudades. Mi trabajo para compañías de aviación me permitía viajar mucho, particularmente los fines de semana. Me había asociado con una banda de borrachos y vivíamos prácticamente en los hipódromos, entre caballos y whiskey. Nos movíamos entre los hipódromos de la región, entrando y saliendo y siempre con alcohol. De dónde sacábamos dinero, nunca lo supe.

Durante otra escapada, en Europa, pagué la cuenta del hotel con un cheque sin fondos. Todavía no sé por qué la mente reacciona así, sabiendo que era inmoral tal actitud. Cuando me llamaron del banco, tuve un sentimiento de vergüenza inolvidable. La cantidad no era importante, pero sí la irresponsabilidad de hacerlo, sabiendo los resultados. Así fue que me gradué como profesional de los cheques sin fondo. En otra situación muy comprometida, tuve que ir al banco en persona a dar la cara, y el gerente me recibió con una bienvenida bochornosa que me desmoralizó diciéndome: «Ah, usted es el famoso escritor de cheques sin fondos». Tuve suerte de que no me procesaran y aceptaran una restitución y el cierre de la cuenta bancaria. Este fondo moral sucedió muchos años antes de mi fondo alcohólico y siempre asocié ese Primer Paso, a mi llegada a la Comunidad, con la palabra que identificó definitivamente mi existencia: ingobernabilidad. Por esta época, comencé a beber fuera de mi círculo, en bares oscuros y rancios que yo detestaba y llamaba «de bajo fondo».

Ataques frecuentes de ciática me llevaron a depender de barbitúricos y la mezcla de ellos con scotch comenzaría otra de las batallas con los demonios que me dominaban. En 1972 tuve una gran oportunidad de negocios en mi país. Retorné, pero el alcohol se había radicado de tal manera que mi vendaval parecía sin solución. Los próximos diez años iban a ser devastadores.

Durante esta estadía en mi país, varios acontecimientos sucedieron como preludio a los próximos años de sufrimiento. Empecé a beber solo, y experimentar violencia. El suicidio comenzó a rondar mi mente, algo que nunca había sucedido. Perdí mi capacidad de funcionar como un ser humano. Mi familia empezó a esquivarme y a preocuparse. La palabra locura surgió. Después de haberme tomado un par de botellas de vodka, una tarde de mucho calor, decidí que la única salida era eliminarme. Años después, en mi trabajo de Cuarto Paso, comencé a ver la verdadera naturaleza de esta dolencia, que a veces me conducía a cometer actos que eran más cómicos que trágicos. Creo que siempre estuve en el medio de ese dilema.

Sentado en el suelo de una pequeña cocina, decidí abrir todas las llaves de la estufa y dejar que el gas me asfixiara. Pero antes de volver a sentarme con el trago de vodka en la mano, y por las dudas, abrí las ventanas.

Un día de marzo del 73, agredí violentamente a mi pareja de entonces, y su familia y la mía me dieron un ultimátum: O te vas del país o te procesamos. Estaba en el tobogán alcohólico donde no hay retomo. Con una locura sin limites, dejé todo. Teníamos un hermoso departamento que habíamos decorado con muebles hechos a mano, un hermoso presente, con promisorio futuro. Y sin embargo, nunca lo dudé. Así que emprendí otra fuga geográfica. En bancarrota, desmoralizado, otra vez me fugué, una vez más, hacia el norte. A mi llegada, mi ex me pasó papeles de divorcio, me quedé sin casa, sin presente, con mucha sed y muchos sentimientos de venganza y revancha. Así fue que retorné con la mente febril y vencido.

Mis sueños de periodista se realizaron, en parte, cuando comencé a trabajar en uno de los prestigiosos servicios de noticias de aquella época, donde el alcohol corría a ríos y se transmitían por teletipo todas las carreras de todos los hipódromos del país. Era dificilísimo trabajar madrugadas y beber parte del tiempo; la labor era rigurosa, y no duré. Así como me corrieron de este trabajo, me corrieron de una agencia de publicidad, de varios importadores, agencias de navegación y
ad infinitum
. Pero mi capacidad para conseguir trabajo y hacer dinero nunca me abandonó. Necesitaba sobrevivir, mi ingobernabilidad me tenía atrapado. Estaba enajenado. En medio de estos dilemas de vida, me había envuelto en una relación sentimental y destructiva con una pareja alcohólica.

Así había llegado el otoño del 83 y, sentado bebiendo
scotch
al mediodía, ojeando un diario marítimo, encuentro un trabajo hecho a mi medida. Desde allí, usando el teléfono del bar, llamé. A las cinco de la tarde aquel puesto era mío. Había descubierto que podía actuar como mi propia agencia de empleos desde mi cómoda butaca en el tangobar. Así que comencé a negociar para cuándo iba a comenzar a trabajar. Compaginé con mis nuevos patrones una fecha para comenzar el nuevo empleo, y emprendí el vuelo hacia el encuentro con la cordura y mi despertar a la nueva vida, sin siquiera imaginarlo.

En octubre de 1983 aterricé en mi país con una borrachera atroz, y mi cuñado, otro borracho no declarado que jamás me había venido a recoger, apareció en el aeropuerto. La primera parada, un bar cerca de la casa paterna, donde celebramos un par de horas mi llegada. Lo cómico era que la familia siempre terminaba llamándome por teléfono, siempre a algún bar. Y aquella vez no fue la excepción; mi madre me llamó para preguntarme cuándo íbamos a llegar. Apuré el último trago, no sólo de aquel momento, sino mi último trago. Sin saberlo, había consumido mi trago final.

Mi llegada a la casa paterna y el encuentro familiar marcarían una extraordinaria sensación de paz, un bienestar desconocido. Mi hermano estaba sobrio casi dos años; aquel almuerzo marcó una nueva etapa en nuestra relación, y mi curiosidad no tenía límites. Uno del clan en A.A., casi inaudito.

Por la noche, me dejé guiar a una reunión de A.A. en la misma localidad. Era una reunión cerrada, y decidí no entrar, yo no era alcohólico, no todavía. Me recibieron en comité de apadrinamiento, fuera de la reunión. Al finalizar la reunión, me invitaron a café, camaradería y mucha alegría. Me regalaron el fabuloso folleto «¿Es A.A. para Ud.?» y me dijeron: «Léelo en casa, solo y tranquilo. Tendrás la respuesta concreta, sin duda». Aquella noche inolvidable sentí por primera vez la liberación del alcohol. De alguna manera ni pensé en beber. En medio del sopor que tenía después de una larga borrachera, sucedió lo que después llegué a conocer como «sobriedad de golpe», un impacto espiritual que me sacó del fondo del dolor a la luz del espíritu.

Dormí como un príncipe y, a la mañana siguiente después de haber leído las doce preguntas y contestado «sí» a once, decidí, comprendí, acepté y me identifiqué como alcohólico. Con una seguridad absoluta entré al grupo aquel milagroso día de octubre del 83, y el milagro continúa repitiéndose en cada etapa de mi existencia.

Como borracho de mediodía, visité y me refugié en grupos que funcionan a tal hora. Al conocer mi gitanería de beber en cada aeropuerto, los hermanos me regalaron su experiencia para no tener que beber. Me hablaron de los intergrupos, de los teléfonos, del Libro Grande y de buscar ayuda. En cualquier puerto, aeropuerto, posta, estación de trenes, ómnibus, no importa dónde, A.A. siempre está allí.

Los primeros días de gloria en la Comunidad de A.A. fueron la introducción maravillosa de la fuerza y eficacia de nuestro programa; la abnegación de sus miembros, que sacrifican lo que sea en pos de ayudar al hermano, muy especialmente al recién llegado, que andaba como yo, completamente desorientado y viajando, y siempre con el peligro de la primera copa. Retorné a una ciudad donde siempre había bebido mucho, como lo tenía previsto. Qué diferente fue todo. Llegué a mi hotel y a la media hora estaba hablando con los A.A. de la ciudad, quienes me llevaron a tomar café. Luego me llevaron al grupo y me cobijaron y cuidaron. Verdaderamente, A.A. para mí ha sido una especie de ejército de protección, particularmente en aquel atribulado viaje de sobriedad. Por primera vez en mi vida me di cuenta de que aquella ciudad era más que cachaza y caipirinha.

De regreso a la ciudad donde vivo, fue extraordinario continuar participando en el milagro que es el círculo universal de A.A. Encontré un grupo y asistí a la reunión. Tenía quince días sobrio. Y cuando lo conté en aquel grupo, me dieron un aplauso que todavía lo siento en lo más profundo del corazón.

La sensación de la que tanto hablamos en A.A., «la nube rosada», en mi caso, nunca se ha disipado. Vivo en esa nube, no quiero nunca bajarme. Qué necesidad tengo, si vivo tan bien y confortable, en paz conmigo mismo y con el mundo. Es lo mejor de mi vida.

Lejos estaba de soñar las bienaventuranzas por venir, los miles de colegas que intervendrían en mi vida, enriqueciéndola, en esta gran aventura de vida que es A.A. Gracias A.A., gracias por mi vida.

(9)
 
«¡¿TE RINDES O ACABO CONTIGO?!»

Al comienzo creyó haber llegado a A.A. en un «día aciago». No quiso dejar que se le quitara su único consuelo, la bebida. Salió de su primera reunión confundido pero convencido de ser alcohólico.

C
OMO una gran mayoría de los bebedores problema, empecé a consumir a los quince o dieciséis años, bebiendo muy moderadamente para «pasarla bien». Desde niño vivía atemorizado, acomplejado y con muchos problemas, y sentía que no servía para nada. El beber me resultó un refugio que me hacía olvidar que tenía un hogar que poco tenía de tal, a excepción de mi madre a la que me unía un profundo cariño. En esos tiempos, pese al control familiar, me las arreglaba para beber y me gustaba el efecto que tenía en mí la bebida. Me sentía en libertad de expresarme abiertamente, casi «realizado», porque en general, sin bebida, me sentía como un ratón mojado. Así que el descubrir que la bebida me hacía sentir en la gloria fue grandioso.

No es de extrañar que esa condición de bebedor social durase pocos años. A los veintiún años, ya casado, la bebida y una conducta inclinada a la promiscuidad eran ya un problema, porque faltaba al trabajo, descuidaba mis obligaciones con la familia y tenía períodos de amnesia que me hacían sufrir. Pero pasado un tiempo de abstinencia, creía estar bien y volvía a lo mismo.

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