El lobo de mar (22 page)

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Authors: Jack London

BOOK: El lobo de mar
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—¿Cuándo llegaremos a Yokohama? —preguntó ella, volviéndose y mirándole directamente a los ojos.

Allí estaba la pregunta sin rodeos. Las mandíbulas dejaron de trabajar, las orejas de moverse, y aunque los ojos no se levantaron de los platos, todos esperaban la respuesta con ansiedad.

—Dentro de cuatro meses, tal vez tres, si la temporada concluye pronto —dijo Wolf Larsen.

Ella tomó aliento y tartamudeó:

—Yo creí... tenía entendido que Yokohama distaba sólo un día de barco. Usted. —se detuvo y dirigió una mirada en derredor de la mesa, al círculo de rostros antipáticos que contemplaban los platos con dura insistencia—. Esto no es justo —concluyó.

—Esta es una cuestión que tendrá usted que resol. ver con míster Van Weyden —repuso él señalándome, con un guiño malicioso. Míster Van Weyden es lo que podríamos llamar una autoridad en estas cosas de justicia. Yo, como no soy más que un marinero, vería la situación desde un punto de vista algo diferente. Es posible que para usted sea una desgracia tener que permanecer con nosotros; pero para nosotros es indudable. mente una suerte.

La observó sonriente, y ella bajó los ojos ante su mirada, pero volvió a levantarlos para clavarlos en los míos, retadora. Leí en ellos la pregunta: «¿Qué, es justo?». Pero yo había decidido representar un papel completamente neutral y no contesté.

—¿A usted qué le parece? —preguntó.

—Que es una lástima, especialmente si tiene alguna invitación para estos meses próximos. Pero, puesto que dice que se dirigía al Japón por motivos de salud, puedo asegurarle que lo mismo mejorará a bordo del Ghost que en cualquier otra parte.

Vi en sus ojos un relámpago de indignación, y esta vez fui yo quien humillé los míos y sentí enrojecerse mi rostro bajo su mirada— Esto era una cobardía, pero, ¿qué otra cosa podía hacer?

—Míster Van Weyden habla con la voz de la autoridad —dijo Wolf Larsen riendo.

Yo asentí con la cabeza, y ella, habiéndose recobrado, se quedó a la expectativa.

—No es que todavía sea una gran cosa —prosiguió Wolf Larsen—, pero se ha perfeccionado maravillosamente. Debía usted haberle visto cuando llegó a bordo. Con dificultad podría imaginarse un ejemplar humano más endeble e insignificante. ¿No es eso, Kerfoot?

Kerfoot, al serle dirigida la palabra tan directamente, se sobresaltó y dejó caer el cuchillo al suelo, pero hizo lo posible por gruñir una afirmación.

—Se ha desenvuelto mondando patatas y lavando platos. ¿Eh, Kerfoot?

De nuevo gruñó este héroe.

—Y ahora, mírele usted. Claro que en realidad no se le puede llamar musculoso, pero tiene músculos, lo cual es más de lo que tenía cuando llegó a bordo. Además, tiene piernas para sostenerse. Al verle, no lo hubiera usted creído pero al principio le era imposible sostenerse solo.

Los cazadores se mofaban; pero ella me miró con tal simpatía en los ojos, que hizo más que compensarme de las torpezas de Wolf Larsen. Hacía tanto tiempo que no conocía la simpatía, que me estremecí, y desde aquel momento me convertí gustosamente en su esclavo— Pero yo estaba enojado con Wolf Larsen. Recusaba mi virilidad con sus infamias, recusaba mis verdaderas piernas, que él pretendía haberme procurado.

—Yo puedo haber aprendido a sostenerme sobre mis piernas —repliqué—, pero todavía sé patear a otros con ellas.

Me miró con insolencia.

—Pues entonces tu educación sólo está a medio completar —dijo secamente, y se volvió hacia ella—. En el Ghost somos muy hospitalarios. Míster Van Weyden lo ha descubierto— Hacemos lo posible para que nuestros huéspedes se encuentren como en su casa, ¿verdad, mister Van Weyden?

—Hasta con lo de mondar patatas y fregar platos —respondí, sin mencionar los apretones de pescuezo por puro compañerismo.

—Le suplico que no forme un concepto equivocado de nosotros por míster Van Weyden —interrumpió con fingida inquietud. Podrá observar, miss Brewster, que lleva un puñal en el cinto, una cosa poco común entre oficiales de marina. Míster Van Weyden, aunque realmente digno de toda estima, es a veces, ¿cómo lo diré? es pendenciero, siendo preciso tomar medirlas enérgicas. En sus momentos de calma, es completamente razonable, y puesto que ahora está en uno de estos momentos, no negará que ayer, sin ir más lejos, me amenazó con matarme.

Yo estaba casi sofocado y mis ojos ardían seguramente. Fijó aún más la atención en mí.

—Mírele ahora: apenas puede dominarse delante de usted. No está acostumbrado a la presencia de señoras. Tendré que armarme antes de atreverme a subir a cubierta con él.

Movió la cabeza tristemente, murmurando: "¡Malo, malo!", y los cazadores rieron a carcajadas.

Las voces ásperas de aquellos hombres rugiendo en el reducido espacio producían un efecto salvaje. Todo el conjunto tenía este carácter, y por primera vez al contemplar a aquella extraña mujer y darme cuenta de lo desplazada que resultaba allí, advertí lo mucho que participaba yo de aquel ambiente. Conocía a aquellos hombres y sus procesos mentales, yo mismo era uno de ellos, viviendo la vida de los cazadores de focas, alimentándome como ellos y no pensando sino en cosas pertenecientes a la caza de aquellos animales. A mí ya no me extrañaba aquello: las ropas toscas, los rostros groseros, las risas salvajes, el movimiento de las paredes de la cabina y el balanceo de las lámparas.

Mientras untaba con manteca un pedazo de pan, mis ojos se detuvieron casualmente en mi mano. Tenía los nudillos desollados e inflamados, los dedos hinchados y las uñas bordeadas de negro. Sentí sobre el cuello el mullido de la barba, sabía que la manga de mi americana estaba rota, que faltaba un botón en el cuello de la camisa azul que llevaba. El puñal mencionado por Wolf Larsen descansaba en la cadera dentro de su vaina. Era muy natural que yo estuviese allí, ahora más que nunca. que lo veía todo a través de los ojos de aquella mujer Y sabía cuán extraño era para ella lo que allí ocurría.

Pero ella adivinó la burla en las palabras de Wolf Larsen y volvió a favorecerme con una mirada de simpatía. En sus ojos había además un poco de turbación. Al ser aquello una burla, hacía su situación más embarazosa aún.

—Tal vez pudiera llevarme algún barco que pase por aquí —sugirió.

—Por aquí no pasan barcos, como no sean los que van a la caza de focas —respondió Wolf Larsen.

—No tengo ropa ni nada —objetó—. Usted apenas se da cuenta, señor, de que no soy un hombre o que no estoy acostumbrada a la vida errante y despreocupada que usted y sus hombres parecen llevar.

—Cuanto más pronto se acostumbre, mejor —dijo él—. Espero que no será para usted una desgracia demasiado horrible hacerse un par de vestidos.

Ella torció el gesto, como dando a entender su ignorancia en el arte de la costura. Yo veía claramente que estaba atemorizada y turbada y que trataba valerosamente de ocultarlo.

—Supongo que estará usted, como míster Van Weyden, acostumbrada a que todo se lo den hecho. Bueno; pues me parece que el hacerse usted misma algunas cosas no le dislocará los huesos. En fin: ¿con qué se gana usted la vida?

Miróle ella, sin poder ocultar su extrañeza.

—No pretendo ofenderla, créame. La gente come; necesita, por consiguiente, procurarse los alimentos. Estos hombres cazan focas, para vivir; por la misma razón mando yo la goleta, y míster Van Weyden, en la actualidad, al menos, gana su comida ayudándome. Usted, pues, ¿qué hace?

Ella encogió los hombros.

—¿Se mantiene usted misma o la mantiene alguien?

—Me parece que alguien me ha mantenido durante la mayor parte de mi vida —dijo riendo y esforzándose valientemente por penetrar el alcance de la broma aunque yo pude ver cómo aparecía y aumentaba en sus ojos una expresión de terror mientras observaba a Wolf Larsen.

—Supongo que alguien más le hará a usted la cama —Yo "he hecho" camas —replicó.

—¿Muy a menudo?

Movió la cabeza con fingida tristeza.

—¿Sabe lo que hacen los Estados con los hombres pobres que, como usted, no trabajan para vivir?

—Soy muy ignorante —arguyó ella—. ¿Qué hacen con los pobres como yo?

—Los llevan a la cárcel. El crimen de no ganarse la vida se llama vagancia en este caso. Si yo fuese míster Van Weyden, que machaca eternamente sobre cuestiones de justicia e injusticia, preguntaría con qué derecho vive usted cuando no hace nada para merecerlo.

—Pero como usted no es míster Van Weyden, no tengo por qué contestarle, ¿verdad?

Clavó sus ojos aterrorizados, y la elocuencia de los mismos me llegó al corazón. Tuve que intervenir en la conversación y llevarla por otros derroteros.

—¿Ha ganado usted nunca un dólar con su propio trabajo? —preguntó él, seguro de la respuesta, con una nota de triunfo en la voz.

—Si, señor —contestó ella lentamente, y yo me hubiese reído muy a gusto al ver el abatimiento que reflejaba la cara de Wolf Larsen—. Recuerdo que mi padre, una vez, cuando era pequeña, me dio un dólar por haber permanecido quieta durante cinco minutos.

El sonrió con indulgencia.

—Pero de esto hace mucho tiempo —continuó—, y usted no se atreverá a exigir de una niña de nueve años que se gane la vida... En la actualidad, sin embargo —añadió después de otra pausa—, gano aproximadamente mil ochocientos dólares al año.

Como heridos por un resorte, todos los ojos abandonaron los platos y se posaron en ella. Una mujer que ganaba mil ochocientos dólares al año valía la pena mirarla. Wolf Larsen no ocultaba su admiración.

—¿Salario o trabajo libre? preguntó.

—Trabajo libre —respondió ella prontamente.

—Mil ochocientos dólares... —calculó él—. Esto hace ciento cincuenta dólares mensuales. Bueno, miss Brewster, en el Ghost no hay mezquindades. Durante el tiempo que esté con nosotros tendrá usted sueldo.

Ella no se dio por enterada. Estaba aún poco acostumbrada a los caprichos de aquel hombre, para aceptarlos con ecuanimidad.

—Se me olvidó preguntar —prosiguió suavemente la naturaleza de su trabajo. ¿Qué productos elabora usted? ¿Qué herramientas y materiales necesita?

—Papel y tinta —dijo ella riendo—. ¡Ah, y una máquina de escribir!

—Usted es Maud Brewster —dije yo lentamente y con seguridad, casi como si estuviera culpándola de un crimen.

Levantó sus ojos hacia los míos, llena de curiosidad.

—¿Cómo lo sabe usted?

—¿No es cierto? —pregunté.

Confirmó su identidad con un movimiento de cabeza. Ahora le tocó a Wolf Larsen quedarse perplejo. Aquel nombre y el encanto que emanaba del mismo nada significaban para él. Yo estaba orgulloso de que para mí tuvieren significación, y por primera vez, durante un rato enojoso, tuve la sensación convincente de mi superioridad.

—Recuerdo haber escrito la crítica de un pequeño volumen... —había comenzado a decir, cuando ella me interrumpió.

—¡Usted! —exclamó—. Usted es...

Tenia en mí sus ojos dilatados por el asombro.

A mi vez, le aseguré de mi identidad.

—Humphrey van Weyden —concluyó; después añadió con un suspiro de alivio, sin darse cuenta de que al hacerlo había dirigido una mirada a Wolf Larsen—: ¡Cuánto me alegro! Me acuerdo de la critica —se apresuró a continuar—, aquella crítica excesivamente lisonjera.

—En modo alguno —repliqué, animoso—. Además, la crítica de mi hermano está de acuerdo con la mía.

¿No ha incluido Lang su Beso tolerado entre los cuatro mejores sonetos escritos por mujeres en lengua inglesa?

—Es usted muy amable.

—Una vez estuve a punto de conocerla en Filadelfia. Daba usted una conferencia sobre Browning, me parece. Pero mi tren llegó con cuatro horas de retraso.

Y desde aquel momento nos olvidamos del sitio donde nos hallábamos, dejando a Wolf Larsen abandonado y silencioso entre el diluvio de nuestra charla. Los cazadores se levantaron de la mesa y subieron a cubierta y nosotros seguimos hablando. Sólo Wolf Larsen continuaba allí. De pronto advertí su presencia; le vi inclinado hacia atrás y escuchando con curiosidad nuestra extraña conversación sobre un mundo que no conocía.

Me detuvo en medio de una frase. El presente, con todos sus peligros e inquietudes, se abatió sobre mí con violencia asombrosa. Del mismo modo hirió a miss Brewster, y cuando miró a Wolf Larsen asomó a sus ojos un terror vago e indescriptible.

Entonces él se puso de pie y rió groseramente con una risa metálica.

—¡Oh, no se preocupen de mi! —dijo haciendo con la mano un ademán humilde—. Sigan, sigan, se lo ruego. Pero las puertas de la charla se habían cerrado, y nosotros nos pusimos también de pie y reímos fuertemente.

CAPITULO XXI

El mal humor de Wolf Larsen por haber prescindido de él en la conversación con Maud Brewster había de exteriorizarse de alguna manera, y la víctima fue Thomas Mugridge, que ni había modificado sus costumbres ni se había mudado la camisa, aunque él lo afirmase. El pingajo desmentía la afirmación, y la acumulación de grasa sobre la cocina económica y en los pucheros y sartenes tampoco atestiguaban una limpieza general.

—Estás avisado, cocinero —le dijo Wolf Larsen—, y ahora vas a tomar la medicina.

El rostro de Mudridge palideció bajo la costra de suciedad, y cuando Wolf Larsen pidió una cuerda y llamó a un par de hombres, el desdichado cocinero huyó desalentado de la cocina y se esquivó por la cubierta, perseguido por la tripulación gesticulante. Pocas cosas hubieran podido ser más del agrado de estos hombres que darle una zambullida, pues siempre mandaba al castillo de proa unos ranchos y guisotes de la peor especie. Las circunstancias favorecían la empresa. El Ghost se deslizaba por el agua a una velocidad no mayor de tres millas por ahora, y el mar estaba en absoluta calma; pero Mugridge era poco aficionado a hacer inmersiones y es posible que ya hubiese visto antes remolcar a otros hombres. Además, el agua estaba horriblemente fría, y la complexión del cocinero no era nada robusta.

Como de costumbre, las guardias que estaban abajo y los cazadores salieron ante la promesa de una diversión. El agua parecía inspirar a Mugridge un miedo rabioso, e hizo alarde de una agilidad y rapidez de que no le hubiéramos creído capaz. Al verse acorralado en el ángulo recto que formaba la toldilla y la cocina, saltó como un gato sobre el techo de la cabina y corrió a popa. Pero habiéndose anticipado sus perseguidores, retrocedió, cruzando la cabina, pasó por encima de la cocina y alcanzó la cubierta por la escotilla de la bodega. Se lanzó directamente a proa, seguido de cerca por el remero Harrison, que le ganaba terreno por momentos. Mugridge, sin embargo, saltando de pronto, cogió la cuerda del botalón del foque en menos tiempo del que se emplea para decirlo y sosteniéndose sólo con los brazos y doblando el cuerpo por la cintura, dejó caer ambos pies a la vez. Harrison, que llegaba en pos de él, recibió las coces en pleno estómago y gimiendo involuntariamente se encogió y cayó de espaldas sobre la cubierta.

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