El loco de Bergerac (12 page)

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Authors: Georges Simenon

Tags: #Policial

BOOK: El loco de Bergerac
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Sabía que con aquellas palabras se ganaba la simpatía de su interlocutora.

—Sí, señor. Canté en el Olimpia en la época en que...

—Creo recordar su nombre. Beausoleil. Ivonne, ¿verdad?

—¡Josephine Beausoleil! Pero los médicos me recomendaron los países cálidos, y entonces canté en Italia, en Turquía, en Siria, en Egipto.

¡En la época de los café–concerts! Maigret la veía perfectamente sobre el pequeño escenario de aquellos cafés tan de moda en París, frecuentados por juerguistas y oficiales. Después bajaba a la sala y paseaba entre las mesas, bebiendo con unos y con otros.

—¿Y acabó en Argelia?

—Sí. En El Cairo tuve una niña y...

Françoise estaba a punto de sufrir un ataque de nervios. ¡O de abalanzarse sobre Maigret!

—¿De padre desconocido?

—Perdón, lo conocía muy bien. Un oficial inglés agregado a...

—En Argelia tuvo a su segunda hija, a Françoise.

—Sí. Y aquello fue el fin de mi carrera teatral. Estuve mucho tiempo enferma. Cuando me restablecí había perdido la voz.

—¿Y?

—El padre de Françoise se ocupó de mí hasta que lo llamaron a Francia. Porque trabajaba en Aduanas.

Todo lo que Maigret había pensado se confirmaba. Ahora podía reconstruir la vida de la madre y las dos hijas en Argel: Josephine Beausoleil, que se conservaba apetecible, tenía amigos serios. Las hijas crecían.

¿Acaso no era normal que siguiesen, con toda naturalidad, el mismo camino que su madre?

La mayor tenía dieciséis años.

—¡Yo quería que fuesen bailarinas! Lo de la danza es mucho menos ingrato que lo del canto. ¡Sobre todo en el extranjero! Germaine empezó a tomar lecciones con un viejo camarada establecido en Argel.

—¿Y cayó enferma?

—¿Quién se lo ha dicho? En efecto, nunca había sido muy fuerte. ¡Quizá por haber viajado tanto de pequeña! Porque yo no quería separarme de ella. Colocaba una especie de capazo entre las redes del compartimiento.

¡Una mujer valiente, en suma! ¡Y ahora se sentía satisfecha! ¡Ni siquiera parecía comprender la indignación de su hija! ¿Acaso Maigret no le hablaba amablemente, con toda clase de miramientos? ¡Y empleaba un lenguaje sencillo que ella comprendía muy bien!

Ella era una artista. Había viajado. Había tenido amantes y luego hijos. ¿Acaso aquello no entraba dentro de lo establecido?

—¿Germaine sufría de los pulmones?

—No, era la cabeza. Le dolía siempre. Hasta que un día le dio una meningitis y tuvo que ser transportada urgentemente al Hospital.

Hasta entonces las cosas, habían marchado por sí solas, pero ahora Josephine Beausoleil había llegado al punto crítico. No sabía qué debía decir e interrogaba a Françoise con la mirada.

—¡El comisario no tiene derecho a interrogarte, mamá! ¡No contestes ninguna pregunta más!

¡Aquello era fácil de decir! Lo malo es que ella sabía que era peligroso burlar a la Policía. Le hubiese gustado poder contentar a todo el mundo.

Leduc, que había recobrado su aplomo, le dirigía a Maigret miradas que significaban: «¡Esto avanza!»

—Escuche, señora. Puede usted hablar o callarse. Está usted en su derecho. Lo cual no significa que luego no se vea obligada a hablar en otro lugar. En el Juzgado, por ejemplo.

—¡Pero si no he hecho nada!

—¡Precisamente! Por eso, según mi opinión, lo más prudente es que hable. En cuanto a usted, señorita Françoise...

Pero ésta no le escuchaba. Acababa de descolgar el teléfono y hablaba con voz ansiosa, mirando a Leduc de reojo, como si temiese que éste le arrebatase el teléfono.

—¡Oiga! ¿Hablo con el Hospital? ¡No importa! ¡Es necesario que lo llame enseguida! O mejor, dígale usted mismo que venga sin perder un instante al Hotel de Inglaterra. Sí. Lo comprenderá. De parte de Françoise.

Escuchó aún unos instantes, colgó y contempló a Maigret con aire de desafío.

—Va a venir enseguida. No hables, mamá.

Temblaba de pies a cabeza. Gotas de sudor corrían por su frente, empapando los pelillos castaños de las sienes.

—Ya ve usted, señor comisario.

—Señorita Françoise, ya ha visto que no le he impedido que telefonee. ¡Al contrario! Incluso he dejado de interrogar a su madre... y ahora, ¿quiere usted un consejo? Llame también al señor Duhourceau, que está en su casa.

Ella intentó adivinar sus pensamientos. Luego vaciló y acabó por descolgar el teléfono con gesto nervioso.

—¡Oiga!¡El 167, por favor!

—Ven aquí, Leduc.

Y Maigret le susurró algunas palabras en la oreja. Leduc pareció sorprendido, molesto.

—¿Tú crees que...?

Se decidió a marcharse y vieron cómo le daba vueltas a la manivela de su coche.

—Aquí Françoise. Sí. Telefoneo desde la habitación del comisario. Mi madre ha llegado. ¡Sí! El comisario desea que venga. ¡No! ¡No! ¡Le juro que no!

Y aquella cascada de «nos» había sido pronunciada con fuerza, con angustia.

—¡Le repito que no!

Y permaneció de pie junto a la mesa. Maigret, mientras encendía su pipa, la contemplaba sonriendo, en tanto que Josephine Beausoleil se empolvaba la cara.

10. La nota

Hacía ya unos instantes que duraba el silencio cuando Maigret vio a Françoise fruncir el ceño al contemplar la plaza, y luego volver la cabeza con inquietud.

Era la señora Rivaud quien atravesaba la plaza dirigiéndose hacia el Hotel. ¿Era una ilusión óptica, o bien el hecho de ocurrir cosas graves le daba a todo un tinte sombrío? Porque realmente, vista a distancia, la señora Rivaud recordaba a un personaje de tragedia. Parecía empujada hacia delante por una fuerza irresistible, a la cual intentaba oponerse.

Pronto fue posible distinguir su rostro. Estaba pálida y llevaba los cabellos en desorden.

—Ahí viene Germaine. –murmuró por fin la señora Beausoleil–. Han debido decirle que estoy aquí.

La señora Maigret, maquinalmente, fue a abrir la puerta. Cuando el inspector vio a la señora Rivaud de cerca, comprendió que realmente estaba viviendo una hora trágica.

No obstante, la mujer del doctor hacía esfuerzos por mantenerse serena, por sonreír. Pero miraba con ojos extraviados, y no podía impedir los repentinos estremecimientos de sus rasgos.

—Excúseme, señor comisario. Me dijeron que mi madre y mi hermana estaban aquí y...

—¿Quién se lo dijo?

—¿Que quién? –repitió ella temblando.

¡Qué diferencia entre ella y Françoise! La señora Rivaud era la sacrificada, la mujer que había conservado su aire plebeyo y a la que se podía tratar sin ningún miramiento. Incluso su madre la miraba con cierta severidad.

—Cómo, ¿no sabes quién te lo dijo?

—Fue por el camino.

—¿No has visto a tu marido?

—¡Oh, no! ¡No! ¡Juro que no!

Y Maigret, inquieto, miraba por turno a las tres mujeres, y luego a la plaza, donde Leduc no se divisaba todavía. El comisario había querido asegurarse de que el cirujano continuaba a su disposición, y había encargado a Leduc que lo vigilase, y que, de ser posible, lo acompañase al Hotel. Contempló los zapatos polvorientos de la mujer del cirujano, que había debido venir corriendo, y luego el rostro contraído de Françoise.

De pronto la señora Maigret se inclinó sobre él murmurando:

—Dame la pipa.

Maigret fue a protestar, pero se dio cuenta de que su mujer había dejado caer sobre la sábana un papelito. Leyó:

La señora Rivaud acaba de pasarle una nota a su hermana, quien la tiene en el puño.

Afuera hacía sol. Se oían todos los ruidos de la ciudad, que Maigret ya se sabía de memoria. La señora Beausoleil esperaba muy tiesa sobre su silla. La señora Rivaud, por el contrario, incapaz de dominarse, hacía pensar en una colegiala sorprendida en falta.

—Señorita Françoise. –empezó Maigret. La joven se estremeció de pies a cabeza, y durante un segundo su mirada se cruzó con la de Maigret. Era la mirada dura, inteligente, de alguien que no pierde la cabeza.

—¿Quiere usted acercarse un instante y...?

¡Bravo por la señora Maigret! ¿Acaso adivinó lo que iba a pasar? Lo cierto es que hizo un movimiento rápido hacia la puerta. Pero Françoise se había escapado ya, y corría a lo largo del pasillo, hacia la escalera.

—¿Pero qué hace? –se asustó Josephine Beausoleil.

Maigret no se movió, no podía moverse. Tampoco podía enviar a su mujer en persecución de la fugitiva. Tuvo que contentarse con preguntarle a la señora Rivaud:

—¿Cuándo le confió su marido la nota?

—¿Qué nota?

¿Para qué iba a someterla a un interrogatorio penoso?

Maigret llamó a su mujer y le dijo:

—Asómate a una ventana que dé sobre la parte trasera del Hotel.

Aquél fue el momento que eligió el procurador para hacer su entrada. El miedo le daba a su rostro una expresión severa, casi amenazadora.

—Me han telefoneado para decirme...

—Siéntese, señor Duhourceau.

—Pero... La persona que me ha telefoneado...

—Françoise acaba de escaparse. Es posible que la atrapen. Pero también es posible que no. Le ruego que se siente. Conocía usted a la señora Beausoleil, ¿verdad?

—¿Yo? ¡En absoluto!

El procurador intentaba seguir la mirada de Maigret. Se notaba que el comisario hablaba por hablar, pensando en otra cosa, o más bien, contemplando un espectáculo que no existía más que para él. Miraba hacia la plaza, aguzaba el oído y observaba a la señora Rivaud.

De pronto estalló un violento escándalo en el mismo Hotel. Se oyeron portazos y pasos de personas corriendo por la escalera. Incluso se percibió el disparo de un revólver.

—¿Qué pasa? ¿Qué pasa?

Gritos y ruido de vajilla rota. Luego ruido de persecuciones en el piso de arriba, y los restos de un vidrio roto cayendo a la calle.

La señora Maigret entró precipitadamente en la habitación, cerrando la puerta con llave.

—Creo que Leduc lo ha... –murmuró jadeando.

—¿Leduc? –murmuró el procurador.

—El coche del doctor estaba en el callejón de atrás. El doctor estaba allí, esperando a alguien. En el momento en que salió Françoise y fue a sentarse junto a él en el coche, apareció el Ford de Leduc. Estuve a punto de gritarle que se apresurase. Lo veía tan tranquilo, en su asiento. Pero él tenía su idea, y tranquilamente reventó un neumático del coche del doctor con su revólver. Los otros dos no supieron qué hacer. El doctor miraba en todas direcciones, desesperado. Cuando vio que Leduc bajaba del coche con el revólver en la mano, empujó a Françoise dentro del Hotel y ambos echaron a correr. Leduc los persigue por los pasillos. Deben estar ahí arriba.

—¡Continúo sin comprender! –articuló el procurador, lívido.

—¿Lo que ha ocurrido antes? ¡Es fácil! Gracias a un pequeño anuncio hice venir aquí a la señora Beausoleil. El doctor, que no deseaba este encuentro, envió a Françoise a la estación para que impidiera que su madre llegara hasta aquí. Yo lo había previsto y había mandado a Leduc a la estación. De modo que, en vez de traerme a una, me trajo a las dos. Va a ver usted enseguida cómo las cosas van encadenándose. Françoise, que vio que las cosas se complicaban, telefoneó a su cuñado para pedirle que viniera. Pero yo envié a Leduc para que vigilara a Rivaud. Leduc llegó demasiado tarde al Hospital. El doctor se había ido ya. Estaba en su casa, donde redactó una nota para Françoise y obligó a su mujer a que viniese a entregársela discretamente. ¿Comprende? El doctor, con su coche en la parte de atrás del Hotel, esperaba a Françoise para escaparse con ella. ¡Medio minuto más y lo hubiera conseguido! Pero Leduc llegó a tiempo para ver que lo que ocurría no era muy católico, reventó el neumático y...

Mientras hablaba, el jaleo y la confusión reinantes se habían intensificado en algunos segundos. Algo ocurría allá arriba, pero ¿qué?

¡Y de pronto un silencio de muerte! Hasta el punto de que todo el mundo, impresionado, se quedó inmóvil.

Se oyó la voz de Leduc dando órdenes en el piso superior. Pero no era posible entender lo que decía.

Un golpe sordo. Otro. Y otro. Y por fin el ruido de la puerta al ser derribada.

Al no oír nuevos ruidos la espera se hizo dolorosa. ¿Por qué ya no se movían, en el piso de arriba? ¿Por qué aquellos pasos lentos, tranquilos, de un solo hombre, resonando en la habitación?

La señora Rivaud se frotaba los ojos. El procurador se retorcía los bigotes. La señora Beausoleil estaba a punto de estallar en sollozos de angustia.

—¡Deben haber muerto! –pronunció lentamente Maigret contemplando el techo.

—¿Cómo? ¿Qué es lo que dice?

Y la señora Rivaud se precipitó hacia el comisario con el rostro descompuesto y la mirada enloquecida.

—¡No es cierto! ¡Dígame que no es cierto!

Volvieron a oírse pasos. La puerta se abrió y entró Leduc con los cabellos en desorden y la chaqueta desgarrada.

—¿Muertos?

—Sí, los dos.

Tuvo que detener a la señora Rivaud, que se precipitaba hacia la puerta.

—Ahora no, por favor.

—¡No es cierto! ¡Sé que no es cierto! ¡Quiero verlo!

Estaba agotada, sin aliento. Su madre no sabía qué partido tomar.

Y el señor Duhourceau contemplaba fijamente la alfombra. Se diría que él era el que se sentía más afectado, más emocionado por aquella noticia.

—¿Los dos? –acabó por balbucear, volviéndose hacia Leduc.

—Los perseguí por la escalera y por los pasillos. Pudieron meterse en una habitación antes de mi llegada, y cerraron la puerta con llave. No pude echar la puerta abajo y mandé a buscar al dueño del Hotel, que es muy fuerte. Pude verlos por el ojo de la cerradura.

Germaine Rivaud lo miraba como una demente. En cuanto a Leduc, buscaba los ojos de Maigret para saber si debía continuar hablando.

¿Por qué no? ¿Acaso no era necesario ir hasta el final? Hasta el final del drama, de la verdad.

—Estaban abrazados. Ella se agitaba nerviosa en los brazos del hombre. Oí que le decía:

«¡No quiero! ¡Esto no! ¡¡¡No!!! Es mejor que...

»Y fue ella la que le sacó el revólver del bolsillo y se lo puso en la mano mientras le decía:

»Tira. ¡Tira abrazándome!

»No vi nada más, porque llegó el dueño y...»

Se calló. A pesar del pantalón se podía ver que le temblaban las rodillas.

—No tardamos ni veinte segundos en entrar. Rivaud había muerto ya cuando me incliné sobre él. Françoise tenía los ojos abiertos. Al principio creí que estaba muerta. Pero en el momento en que menos lo esperaba...

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