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Authors: Chris Stewart

El Loro en el Limonero (24 page)

BOOK: El Loro en el Limonero
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Ana parecía estar de acuerdo, pero dijo que le gustaría saber cómo funcionaba el sistema cuando llegara el invierno y se pusiera de hecho en marcha. Pero Jaime se mostró abiertamente entusiasta. Parecía entender la forma de funcionar de todos los elementos del proyecto mejor que ninguno de nosotros y estaba muy interesado por ver cómo acababa encajando todo.

—Pero dudo que esté yo aquí para darme un baño, tío —dijo—. Va a ser un proyecto difícil de hacer bien; puede que lleve meses.

Manolo, que durante toda esta conversación había estado sonriendo para sus adentros, se quedó atónito.

—¿Meses? —barbotó—. ¡Pero si no es más que una piscina!

Manolo tenía una opinión ortodoxa sobre la manera de hacer piscinas, pues había trabajado en la construcción de unas cuantas. La única regla incuestionable era que no eran necesarias más de seis semanas. Si llevaban más tiempo era, bien porque los obreros eran unos incompetentes, porque te estaban robando, o por ambas razones.

Le expliqué una vez más cómo ésta iba a ser muy diferente de una piscina química normal, y que íbamos a crear toda una nueva ecosfera con unos ingeniosos aparatos para mantener la claridad y pureza del agua.

Manolo me escuchó hasta el final y luego, volviendo a sonreír de su manera habitual, preguntó:

—Entonces, ¿nada de cloro?

—No, Manolo —respondí—. Nada de cloro.

Durante toda la quincena siguiente, Trev se lanzó a hacer cálculos, diagramas y ajustes como un poseso. Las compuertas que demasiado a menudo habían frenado sus proyectos visionarios se abrieron de par en par bajo nuestro patrocinio, y las ideas surgieron en tropel. Nuestro nuevo amigo vivía el proyecto, lo respiraba, lo dormía, lo bebía y lo comía. El comer adoptaba la forma de algún que otro trozo de verde toscamente introducido en un bollo de pan integral: una extraña dieta que resultó ser un intento por recuperar el cariño de su novia. Al parecer ésta le había dado calabazas (por correo electrónico) porque lo que ella realmente buscaba era una pareja apasionadamente vegetalista, y el insípido vegetarianismo de Trev distaba mucho de dar la talla. Nosotros sabíamos que de alguna manera esto era justo, ya que cuando venía a comer con nosotros, Trev se aplicaba a su plato de pollo asado con verdadero apetito.

De tarde en tarde, a fin de ver las proyecciones por ordenador del proyecto, le hacía una visita a Trev en su furgoneta, que dejaba aparcada a la sombra de un olivo al otro lado del río. Por su parte exterior parecía bastante normal, el tipo de furgoneta que alquilarías para llevar tus productos a un puesto del mercado, a no ser por dos grandes placas solares que había apoyadas en una roca, conectadas al motor por un cable. Los días de sol estas placas proporcionaban electricidad más que suficiente para alimentar su ordenador y sus electrodomésticos, y cuando estaba nublado Trev siempre podía cargar sus placas solares dándose una vuelta en la furgoneta. También había logrado encontrar el lugar más próximo a El Valero desde donde poder utilizar el teléfono móvil, y a menudo me lo encontraba sentado en el cerro navegando por Internet con su ordenador portátil.

Lo único que no cuadraba con este vehículo como de ciencia ficción eran sus puertas. La primera vez que Trev me dijo que eran difíciles de abrir y que debía apartarme mientras él lo hacía, supuse que funcionaban con algún dispositivo de vanguardia de apertura retardada. En realidad estaban abolladas, y simplemente era preciso darles un fuerte puntapié en un punto específico para después abrirlas forcejeando con la manivela. Era agradable ver cómo perduraba un antiguo método tradicional.

Trev parecía capaz de emprender prácticamente cualquier tarea de carácter mecánico o electrónico, creando soluciones con una mezcla de ciencia, arte e inventos de tebeo. A medida que fue tomando forma el proyecto de la ecosfera, adaptó el motor de los limpiaparabrisas de nuestro antiguo Land-rover para que impulsara una batería de placas solares que se movían según iba avanzando el sol, permaneciendo perpendiculares a los rayos solares durante todo el día y volviéndose a colocar por la noche en la posición inicial. La capacidad de las placas fue calculada para hacer funcionar otro motor —extraído de una hormigonera estropeada— que hace girar la noria, cuya capacidad elevadora está calculada a su vez para hacer pasar por el filtro tres veces la totalidad del volumen de agua de la piscina, utilizando las doce horas de sol de que disfrutamos un día normal de verano.

Durante todo este proceso, el factor estético se mantuvo como algo de importancia primordial, sobre todo porque Trev también es un artista. Expone sus obras de arte bajo el nombre de Val Dolphin (que en círculos bohemios tiene algo más de atractivo que Trevor Miller), aunque el arte queda evidenciado en todo lo que diseña. Los escalones de nuestra piscina, por ejemplo, descienden en una espiral que recuerda a las hojas imbricadas del diafragma de un objetivo, o a esa obra maestra de escultura acuática de Bauhaus que es el estanque de los pingüinos del zoo de Londres.

Todo esto era exactamente como yo deseaba que fuese, excepto por un pequeño fallo, un fallo que amenazaba con que nuestros grandiosos esfuerzos quedaran atrapados bajo una nube de rencor: Trev era un auténtico perfeccionista que no toleraba el más mínimo error y que consideraba que hasta las más pequeñas desviaciones de sus planes ponían en peligro la totalidad del proyecto. Probablemente tenía razón. Pero resultaba duro, tanto para la moral como para el bolsillo, hacer trizas un trabajo y volver a comenzarlo de nuevo porque, por ejemplo, un escalón tenía dos centímetros de más, o se descubría que los materiales no cumplían del todo con los requisitos.

También estaba el problema de los días perdidos en que no hacíamos nada sino esperar a que nos buscaran nuevas piezas o a que llegaran materiales, lo que nos dejaba a Manolo, a Jaime y a mí haciendo temporadas de trabajo solo esporádicas, cuando disponíamos de los materiales adecuados. Finalmente un día, con el verano a la vuelta de la esquina y ni sombra de piscina a la vista, perdí los estribos. Manolo y yo habíamos estado trabajando duro dándole los últimos toques a la presa que separaba el estanque de los peces del sumidero. El sumidero era donde el agua se acumulaba para ser levantada por la noria hasta el filtro de arena. Habíamos estado esforzándonos durante un día entero por dejarlo todo bien nivelado. Era un trabajo lento y agotador, pero seguimos adelante con él sabiendo que el final estaba a la vista y que pronto podríamos pasar a hacer otra tarea. Entonces apareció en escena Trev vestido con su mono color crudo recién lavado, nos observó durante un rato y sacudió la cabeza.

—No, no, eso no sirve para nada —declaró—. Imposible dejarlo así.

—¿Qué quieres decir? —farfullé.

—Pues que no sirve. No está nivelado. Se ve que no lo está, incluso desde aquí. Me temo que lo vais a tener que hacer de nuevo.

Manolo se encogió de hombros pero yo estaba dispuesto a pelearme.

—Mira, Trev —le dije—, ¿qué puñetas da si solo le falta una pizca para estar perfectamente nivelado? No es más que una piscina, por Dios santo, no los Jardines Colgantes de Babilonia.

Trev se dio media vuelta como si le hubiesen pinchado.

—De acuerdo. Si quieres hacer una chapuza, dímelo. Es tu dinero y haces con él lo que te da la gana. En cuanto a mí, quiero hacer un buen trabajo y crear algo verdaderamente bello. Piénsatelo, Chris. Piénsalo largo y tendido.

Y diciendo esto se fue airadamente en dirección a su furgoneta, frotándose enérgicamente con el dedo un lado de la nariz.

Me senté en una roca lleno de desánimo. Por supuesto Trev estaba siendo demasiado quisquilloso, pero ésa no era la manera de hacer las cosas. Miré a Manolo y a Jaime pero, en lugar de apoyar mi arrebato, ambos parecían pensar que yo estaba equivocado y que había liado las cosas.

Durante el almuerzo, hablé del tema con Ana.

—Has llegado hasta aquí —dijo—, así que por qué no terminar el asunto de manera adecuada. Sería una lástima escatimar a estas alturas, después de tanto esfuerzo.

—Sí, lo sé. Tienes razón.

Aquella tarde bajé al lugar de la obra y la emprendí a mazazos con nuestra presa hasta derribarla. Trev reapareció al anochecer.

—Así que al fin hemos elegido la opción de crear algo bello —confirmó, mirando mi montón de escombros.

Hombres trajeados

Un buen antídoto para la complejidad de la existencia es ir a poner en marcha un tractor. Un fin de semana, aprovechando la ausencia de Manolo, decidí bajar a trabajar un poco con el tractor. Comencé por arar el campo situado debajo del establo, un trozo de terreno que no había sido removido desde hacía años.

El efecto del riego y el constante pisoteo de las pezuñas de las ovejas habían dejado la superficie dura como el hormigón. Tuve que amontonar piedras sobre la cultivadora para hacer alguna marca en el suelo, pero a pesar de ello éste no hizo más que romperse en gruesos terrones grisáceos. Sin embargo, después de algunas pasadas, empezó a aparecer una tierra cultivable de agradable olor, y el trabajo se convirtió en un placer. En la parte inferior del campo hay una hilera de limoneros y, cada vez que pasaba por debajo, la chimenea echaba una bocanada de humo y una lluvia de pétalos caía sobre el tractor y sobre mí y cubría la tierra de un mosaico de color blanco cremoso.

El resoplido del tractor, las virutas de tierra que iban cortando las rejas de la cultivadora y los silenciosos torbellinos de pétalos me provocaron una especie de trance. La agricultura puede ser preciosa, reflexioné. Miré en derredor mío hacia los bancales de naranjos cuidadosamente podados, la anárquica maraña de parras junto al establo y la alfalfa espesándose para la primera siega, y me permití un suspiro de satisfacción. Es cierto que yo no era el más competente de los agricultores, y que después de años de duro y a veces agotador trabajo, no estábamos más cerca de sacar un salario decente del cortijo. Pero hay otras maneras de obtener provecho: para empezar, está el privilegio de enriquecer nuestro propio entorno —un pequeño pedacito de la Tierra, verde como un oasis y enmarcado por montañas, ríos y la transparente bóveda del cielo.

Di rienda suelta a mis pensamientos, tal vez con algo de autocomplacencia, y me puse a pensar en todas las piedras que habíamos quitado de los campos, en la tierra en sí, la cual, cada vez que la cavaba, parecía ser un poco más rica y más oscura y estar un poco más repleta de bacterias. La vida parecía ser bastante buena. Pero entonces mi ensoñación fue rota por un potente grito de Ana, que me llamaba desde la casa. Acababa de regresar del pueblo y estaba haciéndome señas desde la terraza.

Le lancé otro grito para señalarle que iba para arriba y vi cómo regresaba despacio hacia la cocina. Incluso desde aquella distancia, y a pesar de que estaba medio oculta por una masa de perros excitados, yo notaba que algo pasaba. Paré el motor del tractor y me encaminé a la casa.

Ana tenía una carta para enseñarme, que venía dentro de un sobre de aspecto oficial que había recogido de la oficina de correos. Era de la Confederación Hidrográfica y declaraba, de la manera más sencilla que permite el lenguaje gubernativo, que dado que la acequia que pertenece a nuestro cortijo no estaba registrada oficialmente, la Confederación no podría ofrecernos ninguna protección en caso de litigio. Puesto que nadie había mostrado el menor interés por disputarnos nuestra acequia —nuestra fuente de riego para el cortijo— esto nos pareció inquietante. La carta finalizaba invitándonos, caso de que necesitáramos alguna aclaración o ayuda, a visitar la Confederación en sus temibles oficinas de Málaga, y venía firmada por un tal Juan Manuel Baldomero.

Miré a Ana. Estaba claro que esto no presagiaba nada bueno, aunque no supiera decir exactamente por qué ni cómo. Ana, a quien se le da bastante mejor descifrar amenazas en clave, estaba igualmente perpleja. «Es muy raro», reflexionó. Pensaba que quizá la carta tuviera que ver con un resurgimiento del plan hidroeléctrico pero, entonces, ¿por qué no la enviaron cuando se empezó a someter a discusión el proyecto? No puedo evitar preguntarme si es que no estarán preparando el terreno para algo aún peor.

Ana se refería a unos planes que había habido durante algún tiempo para construir una central hidroeléctrica río arriba por encima de nuestro cortijo. Ello habría supuesto perforar varios kilómetros de montaña para desviar el río. Habría llenado el valle de montones de escombros, puesto en peligro todos nuestros suministros de agua y creado un potencial peligro para la salud debido a los cables de alta tensión. Sin embargo, al parecer los planes habían sido archivados hacía más de un año. No tenía sentido que necesitaran disputarnos ahora nuestra acequia para resucitarlos. Busqué a mi alrededor el sobre en caso de que contuviera alguna pista, pero había desaparecido. Porca, partiendo de la base de que los enemigos de Ana eran también sus enemigos, se había llevado el objeto ofensivo y estaba haciéndolo trizas en su fortaleza de los grifos de la ducha.

Dos días después Ana y yo nos encaminamos a Málaga para ver a Juan Manuel Baldomero. La sede de la Confederación Hidrográfica estaba en un edificio anodino de ladrillo rojo, cerca del jardín botánico de la ciudad. Nos aventuramos a entrar, tratando de no parecer demasiado temerosos. Por supuesto, el señor Baldomero no estaba; al parecer había salido a tomar café. Pero podíamos esperarle, nos dijeron. Nos sentamos en un par de sillas de madera que había en el pasillo junto a su grandioso y amplio despacho.

La puerta estaba abierta, por lo que pudimos verificar fácilmente que en efecto no se encontraba allí. Entretanto, pasaba constantemente por delante de nosotros gente con enormes fajos de papeles y carpetas, y de vez en cuando un hombre o una mujer esmeradamente vestidos se detenían y nos preguntaban cortésmente lo que hacíamos ahí.

—Estamos esperando a Juan Manuel Baldomero —contestábamos—; está tomando café.

—Claro —respondían—, a esta hora de la mañana estará tomando café.

Y diciendo esto continuaban su camino.

Ana y yo charlábamos con desgana en voz baja, como se suele hacer cuando se está esperando para ver al director del colegio o al médico especialista en el hospital. Se paró más gente para interesarse por lo que hacíamos ahí. Les enseñábamos la carta. La estudiaban detenidamente con expresión de concentración, para luego devolvérnosla diciendo: «Para eso necesitan ver a Juan Manuel Baldomero». «Eso es —coincidíamos—, está tomando café.» «Efectivamente, así es.»A medida que fue transcurriendo la mañana, empezamos a conocer bastante bien a los habitantes de la Confederación. Una parte muy importante de su trabajo parecía consistir en acarrear fajos de papeles de un despacho a otro. De todas formas, eran gente bastante simpática y, cuando nos hubieron visto por enésima vez, simplemente nos sonreían porque ya no les quedaban más cosas que decirnos.

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